Читать книгу La casa de Okoth - Daniel Chamero Martínez - Страница 8
Оглавление2. Primeros pasos
La consternación por la muerte de Hafsah y la alegría por la vuelta de la lluvia junto con el nacimiento de Okoth se entremezclaron dando lugar a unos días grises como la lluvia que no dejaba de caer. Al tercer día, y tras los debidos rituales, tuvo lugar el sepelio de Hafsah. Según la costumbre Ekoi, las personas nos debemos a la naturaleza, que nos entrega el cuerpo y la forma en la que habitará nuestro espíritu por medio del dios del cielo, Obassi Osaw. Del mismo modo, la tradición dice que una vez muertos habremos de entregar nuestro cuerpo al dios de la tierra, Obassi Nsi, para que devolvamos a la naturaleza lo que ella nos prestó en su día y liberemos el alma, que volverá a los cielos. Para cumplir con este ritual es necesario que el cuerpo sea entregado a la tierra en el mismo lugar y en la misma parte del día en que fue dado. Hafsah nació en un cobrizo atardecer del verano de 1943.
Aquella tarde del verano de 1943, Nazima, que estaba ya fuera de cuentas del embarazo de Hafsah, había salido de la aldea en busca de hojas de higuereta y de caña santa. Las primeras eran escasas, pero ella sabía dónde buscarlas; tenían un efecto medicinal que estimulaba la producción de leche materna en las mujeres recién paridas. Las segundas, las hojas de caña santa, eran más habituales, y preparadas en infusión podían aliviar los dolores menstruales. Nazima llenó hasta la mitad el fardo que portaba de hojas de caña santa; estaba a las afueras del poblado, pero no distaba mucho de él. Para las hojas de higuereta dejó la otra mitad del fardo; como eran más inusuales debía adentrarse en la selva para hallarlas. Y así lo hizo. Caminó entre la espesura en busca del ricino hasta encontrar las hojas de higuereta. La tarde estaba cayendo. Nazima recogió con delicadeza aquellas preciadas hojas una a una hasta llenar la otra mitad del fardo que portaba. Cuando estaba bajo el árbol recogiendo la última hoja escuchó un aullido a su espalda. Rápidamente, se dio media vuelta. Aterrorizada, descubrió que un numeroso grupo de hienas la observaba con una mirada voraz. Nazima se mantuvo quieta, intuyendo que cualquier movimiento podría ser mortal. Su instinto le decía que no debía mover músculo alguno. Las hienas se amontonaron y comenzaron a acercarse con paso cauteloso. De pronto una de las hienas aceleró el paso y las demás la siguieron. Nazima se giró hacia el ricino del que había cogido las hojas y se ocultó entre su ramaje. Las hienas rodearon el espeso y cerrado arbusto, intentando llegar hasta cualquier parte de su cuerpo. Pasaron unos minutos, la noche estaba a punto de caer y ninguna de las hienas había logrado hasta el momento alcanzar a Nazima. Pero ella sabía que era cuestión de tiempo que una de ellas lo lograse. Temía por la hija que estaba a punto de alumbrar. Su desesperación le aceleró el pulso y la respiración. Sabía que no tenía escapatoria, cuando de repente divisó dos puntos rojizos en el manto de oscuridad que se apelmazaba lentamente sobre la tarde. A tan solo unos metros, tras las hienas, algo los observaba fijamente. El tremendo rugido de la leona se escuchó en Okuni. Al escuchar aquel rugido, las hienas, aturdidas, comenzaron a moverse y a arremolinarse las unas contra las otras. Atemorizadas empezaron a emitir una especie de carcajada. La leona, impávida, avanzaba hacia ellas con paso firme. Nazima jamás había visto a un animal que desprendiera tanta solemnidad y fortaleza. La primera hiena que se abalanzó sobre la leona terminó rápidamente abatida entre las fauces de la poderosa mamífera. El resto del grupo de hienas rodeó a la leona. Una a una se turnaban para atacar y lograron herirla por la retaguardia. Entonces Nazima pudo contemplar como el felino se revolvía y enganchaba a otra de las fieras del cuello, y con un vigoroso giro partía el cuello de su segunda víctima. Volteó y lanzó a varios metros el cuerpo inerte de la osada hiena, para acto seguido volver a rugir. «Una a una acabaré con vosotras si es necesario» parecía querer decirles con el aquel rugido. Las hienas no tardaron en huir despavoridas. La leona se acercó a la ricina donde se resguardaba Nazima. La miró fijamente, con las fauces ensangrentadas. Nazima pudo ver que no albergaba hostilidad alguna hacia ella. Era como si el animal hubiera ido en su auxilio. En el de ella y en el de la hija que llevaba en el vientre. La leona se retiró unos metros. Nazima podía ver el encendido resplandor de dos grandes ojos en la oscuridad. No la temía, pues sentía que algo la conectaba a ella. Salió de entre el ramaje y a paso acelerado emprendió el camino de vuelta a la aldea. Presentía que las hienas la acosaban a lo lejos, pero cada vez que miraba a su espalda veía aquellos dos puntos rojos que la escoltaban en la distancia. Llegó a las puertas de Okuni protegida por la leona. Justo antes de adentrarse en la aldea, se dio media vuelta y volvió a ver la brillante mirada de la leona que la observaba desde la oscuridad. Ambas se miraron fijamente durante unos segundos hasta que finalmente el animal desapareció. Fue en ese momento cuando Nazima rompió aguas y parió a Hafsah. Sola a las puertas de Okuni, recién caída la noche. Cuando el bebé nació, su llanto rompió el silencio de la noche al unísono con un poderoso y cercano rugido. Los aldeanos, alertados, no tardaron en acudir al auxilio de Nazima. Llamó Hafsah a aquella niña en honor a aquel animal que les había salvado la vida, pues para ella ambos espíritus se habían fusionado.
Y allí, a las puertas de Okuni, al atardecer, fue donde nació la ahora difunta Hafsah. Y del mismo modo allí, a la caída del sol, la iban a enterrar junto a la base de un resistente baobab, justo en el lugar donde había nacido treinta y seis años antes.
Nazima lo dispuso todo para el funeral. Habló con Orji, el carpintero de la aldea, que preparó un magnífico ataúd de madera de agba o tola de una textura fina y un color paja pálida. La madera era de un duramen similar al de la caoba, una materia prima de calidad y bastante deseada por la escasez de cedro nigeriano en la zona. Aun así Orji no quiso cobrar por su trabajo. Había sido un gran amigo de Hafsah y para él era un gran orgullo hacerle ese último regalo a su querida amiga.
Cuando Nazima llegó con el cortejo fúnebre al baobab junto al que iba a ser enterrada Hafsah, la mayor parte de los aldeanos esperaban allí para darle el último adiós a su hija. Los allí presentes portaban largos ramales secos de hojas de palma. Cuatro atriles de aceite de palma con un vigoroso fuego cada uno los rodeaban. Caía la noche cuando Abdalá terminó de oficiar la ceremonia religiosa. Las mujeres más jóvenes entonaban suavemente una canción Ekoi. Cuando se comenzó a dar sepultura al ataúd donde yacía el cuerpo, uno a uno los aldeanos prendieron las hojas secas de palma. El espíritu de Hafsah, al abandonar el cuerpo que le había sido dado por Obassi Osaw, debía regresar al cielo. El fuego que prendía las ramas de palma sería el encargado de recogerlo y guiarlo hasta el limbo. Nazima, afligida, sostenía a la pequeña Okoth en sus brazos. Su mirada, nublada por las lágrimas, estaba fija en aquel montículo de tierra que había quedado sobre el féretro de Hafsah. De pronto, algo le hizo desviar la mirada en la misma dirección en la que treinta y seis años antes despidió a la leona que le había salvado la vida. Allí estaba. Pudo contemplar el fulgor de una mirada rojiza en la oscuridad. Un tremendo rugido invadió la zona; todos quedaron enmudecidos y expectantes. La leona se acercó poco a poco, y cuando estaba a escasos metros se detuvo. Su mirada estaba fija en Nazima. El segundo rugido fue más intenso y prolongado si cabe. El animal resopló y se giró para volverse a perder en la oscuridad de la que había emergido. En ese momento Nazima supo que el espíritu de su hija Hafsah descansaba en paz.
Durante los siguientes dos años, la vida en Okuni volvió a la normalidad. El recuerdo de Hafsah seguía presente. Eran muchos los rumores que agrandaban la leyenda que se había formado en torno a ella. Para algunos aldeanos, aquella leona vino a llevarse su espíritu, y contaban que Hafsah, reencarnada en ella, rondaba los alrededores de Okuni para protegerlos de todo mal. Incluso los había que juraban haber visto a la leona junto al baobab donde descansaba el cuerpo de Hafsah.
Nazima se encargó del cuidado de la familia de su difunta hija. Aba, el viudo de Hafsah, tenía una actitud totalmente pasiva hacia sus hijas, en especial hacia Okoth, a la que menospreciaba constantemente por considerarla culpable de la muerte de su madre. Con Ekón, el único varón de los siete hijos, era distinto. La atención al pequeño de cuatro años era continua y afectuosa. No era extraño oírle decir delante de todos, e incluso del resto de sus hermanas, que Ekón era lo mejor que le había dejado Hafsah. Nazima le reprobaba incesantemente esta actitud. A ella no le parecía justo el trato desigual que prestaba a sus siete hijos, y en especial a Okoth, por la que no se había preocupado desde el mismo día de su nacimiento. Pero la relación entre Nazima y Aba estaba prácticamente rota desde el funesto día en que Hafsah murió. Aba siempre había tenido un tremendo respeto por ella, de manera que incluso se podría decir que la temía y procuraba no enzarzarse con ella en ninguna disputa. Nazima era una mujer muy admirada en la aldea y gozaba de la confianza y el cariño de casi todos los aldeanos, aunque había alguna excepción, como Jábilo.
Jábilo era el curandero del pueblo. Todas las mañanas se despertaba temprano y prendía un fósforo poco antes de la salida del sol; acto seguido rezaba a los dioses para que estos no lo abandonasen. Después de rezar preparaba los medicamentos tal y como su padre le había enseñado durante años. Dependiendo de las dolencias, molía unas hierbas u otras y luego las mezclaba con otros ingredientes. Los primeros pacientes no tardaban en llegar. Jábilo hablaba mucho con todo aquel que requería de sus servicios. El día posterior a la muerte de Hafsah, Aba acudió a Jábilo por si este podía recetarle algún medicamento para la tristeza. Jábilo le escuchó con detenimiento y no tardó en conectar con él. Aunque ambos se conocían y a menudo frecuentaban los mismos lugares de reunión de los hombres de la aldea, la verdad es que no habían llegado a intimar. Para Jábilo había un muro impenetrable Hafsah-Nazima. Pero ahora tenía una buena oportunidad de relacionarse con Aba. Las circunstancias de la muerte de Hafsah abrían una fisura entre Aba y Nazima. Así se lo había contado el viudo a Jábilo esa misma mañana en su cabaña. La enemistad entre Jábilo y Nazima, aunque discreta, era bien conocida por todos y venía de lejos; para Jábilo ella le pisaba gran parte de su territorio pues recetaba infusiones o molía hierbas para sanar dolores menstruales u otras dolencias que padecían las mujeres. Además, Nazima le había dejado en ridículo en más de una ocasión delante de muchos. Por otro lado, estaba el último capítulo de desprestigio que sufrió a manos de Nazima cuando él pregonó la historia del pozo, en la que llegó a afirmar que nacería una niña, Haraké, que estaba robando el agua del cielo. Nazima le dio la vuelta a la historia y le venció sobre el terreno. El nacimiento de Okoth coincidiendo con la llegada de la lluvia había echado por tierra gran parte de su prestigio como curandero. Aquel día un sentimiento de odio y venganza empezó a crecer en él contra Nazima y la pequeña Okoth. Aba era el instrumento perfecto para llevar a cabo su plan de venganza. Llevaría tiempo pero lo lograría.
***
Con dos años de edad, Okoth andaba con bastante soltura. Su lenguaje era escaso pero suficiente para comunicarse en aquello que concernía a su mundo infantil. Las gemelas Kakra y Banji, de seis años, ya tenían encomendadas labores en el quehacer diario de la familia. Nazima les había enseñado a cocinar, ir a por leña y auxiliarla en los partos. Aparte de Okoth estaba el pequeño Ekón de tan solo cuatro años. Nazima no tenía la ayuda de las tres hermanas mayores. Akia, Zoraya y Badra, de veintidós, veinte y diecisiete años respectivamente, estaban casadas y sus obligaciones se debían para con sus nuevas familias. Nazima sola no podía cuidar de Okoth y Ekón y dedicarse a buscar el sustento de la familia, y por ello decidió enseñar a las gemelas a que la ayudasen en todo lo que pudieran. Ninguna de las hijas de Hafsah y Aba estuvieron nunca escolarizadas, por lo que no sabían apenas leer y escribir; el colegio quedaba a casi una hora de camino y Aba siempre lo había considerado una pérdida de tiempo. Aun así, Hafsah, que sí sabía, se encargó de que sus tres hijas mayores tuvieran nociones básicas de lectura y escritura. Pero la muerte de Hafsah privó a sus cuatro hijos menores de la misma suerte.
Ekón y Okoth pasaban horas y horas jugando, eran inseparables. Seguían a su abuela allá donde iba, y cuando no podían estar con ella la esperaban a las puertas de donde estuviera. No tenían madre, y se podía decir que Okoth tampoco tenía padre, pero aun así eran dos niños felices. Comían, dormían y jugaban juntos, e incluso cuando Aba tenía algún detalle afectuoso con Ekón, Okoth estaba presente, aunque pareciese invisible para él.
Un sábado se produjo un revuelo en la aldea. Un hombre alto y bien vestido recorría las calles de Okuni con una maraña de niños detrás. Portaba unos libros en uno de los brazos y se dirigía hacia una explanada cobijada por las sombras de los árboles y arbustos que escoltaban la orilla del río Cross. Rápidamente Ekón y Okoth hicieron amago de unirse al bullicio de los niños y seguir a aquel extraño hombre, pero Ekón se frenó en seco y miró a Nazima, que preparaba la comida con las gemelas Kakra y Banji. La mirada de Ekón buscaba el permiso de su abuela para alejarse en pos de aquel extraño. Nazima lo miró, y sin pronunciar palabra alguna le hizo un gesto de aprobación.
–¡Cuida de Okoth y no volváis tarde!
Ekón asintió con la cabeza y cogiendo a su hermana de la mano emprendió la carrera tras aquel hombre alto.
Aalim era profesor. Era conocedor del hecho de que la mayoría de los niños de Okuni no iban a la escuela por la distancia, así que decidió ir a Okuni y proponerles a los padres darles clase los sábados. La propuesta fue aceptada y todo aquel que quisiera asistir a clase podría hacerlo todos los sábados junto al río.
Cuando Aalim llegó a la ribera del río Cross todos los niños alborotaban y saltaban a su alrededor. Él se presentó y les explicó por qué estaba allí. Eligió una amplia sombra bajo los árboles y los dispuso en círculo, los unos junto a los otros. Con todos sentados, y una vez calmados, Aalim fue preguntándoles uno a uno su nombre y edad. También les preguntó si sabían leer; la respuesta fue negativa en la mayoría de los casos. La labor que le esperaba era ardua, pero con paciencia y dedicación pensó que lo conseguirían.
Ekón y Okoth estaban sentados juntos. Okoth agarraba el brazo de su hermano cuando Aalim le preguntó:
–¿Cuál es tu nombre?
–Ekón –respondió el pequeño.
–Ekón. Bonito nombre. ¿Sabes qué significa? –volvió a preguntar el profesor.
–No.
–Ekón es un nombre nigeriano y significa fuerte. Se te ve un chico fuerte; acertaron. Y dime, Ekón, ¿qué edad tienes?
–Cuatro años.
–Eres muy joven; pareces mayor. Entonces supongo que no sabrás leer, ¿verdad?
–No.
–No te preocupes, es normal. ¿Y esa pequeña que te agarra del brazo? –preguntó Aalim.
–Es mi hermana –contestó Ekón.
–¿Tu hermana? ¿Cómo te llamas, pequeña?
–¡Haraké! –se escuchó en el otro extremo del círculo mientras todos reían.
Aalim se giró y miró tras su espalda intentando averiguar la procedencia de aquella voz. Tras una pausa escudriñando al grupo que allí se encontraba volvió a centrarse en Okoth.
–¿Haraké? Podría ser, pues no te falta belleza. ¿Te llamas Haraké?
Okoth, pudorosa, entrelazaba los dedos de sus manos y nerviosa negó con la cabeza a la pregunta del profesor.
–¡No, su nombre es Okoth! –exclamó Ekón.
–¿Okoth? Es un nombre precioso. Significa nacida bajo la lluvia –dijo Aalim.
–¡Haraké! –insistió la misma voz al otro lado del círculo mientras el grupo volvía a reír.
El profesor volvió a girarse para identificar al autor de aquella insistente afirmación. Ekón, que sabía el origen de la burla, se levantó en un arrebato incontrolable. Atravesó el centro del círculo y se abalanzó sobre uno de los niños que reían. Los dos niños se enzarzaron en una pelea. Se revolcaban por la tierra de un lado a otro, hasta que Aalim los separó y detuvo el enfrentamiento.
–¿Qué hacéis? ¡No voy a permitir burlas ni peleas en estas clases! ¡Si no estáis de acuerdo marchaos ahora mismo! –les reprobó.
Ambos niños se quedaron cabizbajos sin saber qué decir. Aalim prosiguió:
–Bien. ¿Cuál es tu nombre? –le preguntó al bromista.
–Adwim –respondió el crío sin levantar la mirada del suelo.
–De acuerdo, Adwim. Quiero que le pidas disculpas a la pequeña Okoth.
El joven Adwim levantó la cabeza y dijo:
–Lo siento, Okoth.
La pequeña Okoth, un poco asustada, hizo un leve aspaviento con la cabeza, como aceptando las disculpas de Adwim.
–Bien –prosiguió el profesor–; ahora tú, Ekón. Pídele disculpas a Adwim por tu agresión.
El joven Ekón, asombrado, le interpeló:
–¿Yo? Pero si ha empezado él.
–Nada justifica la violencia. Si quieres seguir aquí, pídele disculpas. Si no, márchate.
Ekón se quedó pensativo. Con la mirada clavada en la arena apretaba los dientes, fruto de la indignación que sufría. No entendía que aquel hombre le pidiera aquello. Tras unos segundos de reflexión, el profesor volvió a la carga:
–¿Entonces? ¿Te vas o te quedas?
Ekón levantó la cabeza y, mirando a Adwim, dijo:
–Perdón.
–Ahora daos la mano –dijo Aalim.
Ambos chicos se estrecharon la mano y se dirigieron hacia sus asientos. El profesor volvió a dirigirse a ellos:
–¡Un momento! A partir de ahora os sentaréis siempre juntos. Con Okoth.
Aquel día comenzó una verdadera y bonita amistad entre Okoth, Ekón y Adwim. Quizá fuese a ser breve, pero era verdadera.