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Capítulo 2 CAUTIVERIO Y EVASIÓN

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El trato que allí recibí no fue tan terrible como temía al principio, pues, no me llevaron al interior del país a la corte del emperador, como le ocurrió al resto de nuestros hombres. El capitán de los corsarios decidió retenerme como parte de su botín y, puesto que era joven y listo, y podía serle útil para sus negocios, me hizo su esclavo. Ante este inesperado cambio de circunstancias, por el que había pasado de ser un experto comerciante a un miserable esclavo, me sentía profundamente consternado. Entonces, recordé las proféticas palabras de mi padre, cuando me advertía que sería un desgraciado y no hallaría a nadie que pudiera ayudarme. Me parecía que estas palabras no podían haberse cumplido más al pie de la letra y que la mano del cielo había caído sobre mí; me hallaba perdido y sin salvación. Mas, ¡ay!, esto era solo una muestra de las desgracias que me aguardaban, como se verá en lo que sigue de esta historia.

Como mi nuevo patrón, o señor, me había llevado a su casa, tenía la esperanza de que me llevara consigo cuando volviese al mar. Estaba convencido de que, tarde o temprano, su destino sería caer prisionero de la armada española o portuguesa y, de ese modo, yo recobraría mi libertad. Pero muy pronto se desvanecieron mis esperanzas, porque, cuando partió hacia el mar, me dejó en tierra a cargo de su jardincillo y de las tareas domésticas que suelen desempeñar los esclavos, y cuando regresó de su viaje, me ordenó permanecer a bordo del barco para custodiarlo.

En aquel tiempo, no pensaba en otra cosa que en fugarme y en la mejor forma de hacerlo, pero no lograba hallar ningún método que fuera mínimamente viable. No había ningún indicio racional de que pudiera llevar a cabo mis planes, pues, no tenía a nadie a quien comunicárselos ni que estuviera dispuesto a acompañarme. Tampoco tenía amigos entre los esclavos, ni había por allí ningún otro inglés, irlandés o escocés aparte de mí. Así, pues, durante dos años, si bien me complacía con la idea, no tenía ninguna perspectiva alentadora de realizarla.

Al cabo de casi dos años se presentó una extraña circunstancia que reavivó mis intenciones de hacer algo por recobrar mi libertad. Mi amo permanecía en casa por más tiempo de lo habitual y sin alistar la nave (según oí, por falta de dinero). Una o dos veces por semana, si hacía buen tiempo, cogía la pinaza del barco y salía a pescar a la rada. A menudo, nos llevaba a mí y a un joven morisco para que remáramos, pues le agradábamos mucho. Yo di muestras de ser tan diestro en la pesca que, a veces, me mandaba con uno de sus parientes moros y con el joven, el morisco, a fin de que le trajésemos pescado para la comida.

Una vez, mientras íbamos a pescar en una mañana clara y tranquila, se levantó una niebla tan espesa que, aun estando a media legua de la costa, no podíamos divisarla, de manera que nos pusimos a remar sin saber en qué dirección, y así estuvimos remando todo el día y la noche. Cuando amaneció, nos dimos cuenta de que habíamos remado mar adentro en vez de hacia la costa y que estábamos, al menos, a dos leguas de la orilla. No obstante, logramos regresar, no sin mucho esfuerzo y peligro, porque el viento comenzó a soplar con fuerza en la mañana y estábamos débiles por el hambre.

Nuestro amo, prevenido por este desastre, decidió ser más cuidadoso en el futuro. Usaría la chalupa de nuestro barco inglés y no volvería a salir de pesca sin llevar consigo la brújula y algunas provisiones. Entonces, le ordenó al carpintero de su barco, que también era un esclavo inglés, que construyera un pequeño camarote o cabina en medio de la chalupa, como las que tienen las barcazas, con espacio suficiente a popa, para que se pudiese largar la vela mayor y, a proa, para que dos hombres pudiesen manipular las velas. La chalupa navegaba con una vela triangular, que llamábamos lomo de cordero y la bomba estaba asegurada sobre el techo del camarote. Este era bajo y muy cómodo y suficientemente amplio para guarecer a mi amo y a uno o dos de sus esclavos. Tenía una mesa para comer y unos pequeños armarios para guardar algunas botellas de su licor favorito y, sobre todo, su pan, su arroz y su café.

A menudo salíamos a pescar en este bote y, como yo era el pescador más diestro, nunca salía sin mí. Sucedió que un día, para divertirse o pescar, había hecho planes para salir con dos o tres moros que gozaban de cierto prestigio en el lugar y a quienes quería agasajar espléndidamente. Para esto, ordenó que la noche anterior se llevaran a bordo más provisiones que las habituales y me mandó preparar pólvora y municiones para tres escopetas que llevaba a bordo, pues pensaba cazar, además de pescar.

Aparejé todas las cosas como me había indicado y esperé a la mañana siguiente con la chalupa limpia, su insignia y sus gallardetes enarbolados, y todo lo necesario para acomodar a sus huéspedes. De pronto, mi amo subió a bordo solo y me dijo que sus huéspedes habían cancelado el paseo, a causa de un asunto imprevisto, y me ordenó, como de costumbre, salir en la chalupa con el moro y el joven a pescar, ya que sus amigos vendrían a cenar a su casa. Me mandó que, tan pronto hubiese cogido algunos peces, los llevara a su casa; y así me dispuse a hacerlo.

En ese momento, volvieron a mi mente aquellas antiguas esperanzas de libertad, ya que tendría una pequeña embarcación a mi cargo. Así, pues, cuando mi amo se hubo marchado, preparé mis cosas, no para pescar sino para emprender un viaje, aunque no sabía, ni me detuve a pensar, qué dirección debía tomar, convencido de que, cualquier rumbo que me alejara de ese lugar, sería el correcto.

Mi primera artimaña fue buscar un pretexto para convencer al moro de que necesitábamos embarcar provisiones para nosotros porque no podíamos comernos el pan de nuestro amo. Me respondió que era cierto y trajo una gran canasta con galletas o bizcochos de los que ellos confeccionaban y tres tinajas de agua. Yo sabía dónde estaba la caja de licores de mi amo, que, evidentemente, por la marca, había adquirido del botín de algún barco inglés, de modo que la subí a bordo, mientras el moro estaba en la playa, para que pareciera que estaba allí por orden del amo. Me llevé también un bloque de cera qué pesaba más de cincuenta libras, un rollo de bramante o cuerda, un hacha, una sierra y un martillo, que me fueron de gran utilidad posteriormente, sobre todo la cera, para hacer velas. Le tendí otra trampa, en la cual cayó con la misma ingenuidad. Su nombre era Ismael pero lo llamaban Muly o Moley.

-Moley -le dije-, las armas de nuestro amo están a bordo del bote, ¿no podrías traer un poco de pólvora y municiones? Tal vez podamos cazar algún alcamar (un ave parecida a nuestros chorlitos). Sé que el patrón guarda las municiones en el barco.

-Sí -me respondió-, traeré algunas.

Apareció con un gran saco de cuero que contenía cerca de una libra y media de pólvora, quizás más, y otro con municiones, que pesaba cinco o seis libras. También trajo algunas balas, y lo subió todo a bordo de la chalupa. Mientras tanto, yo había encontrado un poco de pólvora en el camarote de mi amo, con la que llené uno de los botellones de la caja, que estaba casi vacío, y eché su contenido en otra botella. De este modo, abastecidos con todo lo necesario, salimos del puerto para pescar. Los del castillo, que estaba a la entrada del puerto, nos conocían y no nos prestaron atención.

A menos de una milla del puerto, recogimos las velas y nos pusimos a pescar. El viento soplaba del norte-noreste, lo cual era contrario a lo que yo deseaba, ya que si hubiera soplado del sur, con toda seguridad nos habría llevado a las costas de España, por lo menos, a la bahía de Cádiz. Mas estaba resuelto a que, soplara hacia donde soplara, me alejaría de ese horrible lugar. El resto, quedaba en manos del destino.

Después de estar un rato pescando y no haber cogido nada, porque cuando tenía algún pez en el anzuelo, no lo sacaba para que el moro no lo viera, le dije:

-Aquí no vamos a pescar nada y no vamos a poder complacer a nuestro amo. Será mejor que nos alejemos un poco.

Él, sin sospechar nada, accedió y, como estaba en la proa del barco, desplegó las velas. Yo, que estaba al timón, hice al bote avanzar una legua más y enseguida me puse a fingir que me disponía a pescar. Entonces, entregándole el timón al chico, me acerqué a donde estaba el moro y agachándome como si fuese a recoger algo detrás de él, lo agarré por sorpresa por la entrepierna y lo arrojé al mar por la borda. Inmediatamente subió a la superficie porque flotaba como un corcho. Me llamó, me suplicó que lo dejara subir, me dijo que iría conmigo al fin del mundo y comenzó a nadar hacia el bote con tanta velocidad, que me habría alcanzado en seguida, puesto que soplaba muy poco viento. En ese momento, entré en la cabina y cogiendo una de las armas de caza, le apunté con ella y le dije que no le había hecho daño ni se lo haría si se quedaba tranquilo.

-Pero -le dije-, puedes nadar lo suficientemente bien como para llegar a la orilla. El mar está en calma, así que, intenta llegar a ella y no te haré daño, pero, si te acercas al bote, te meteré un tiro en la cabeza, pues estoy decidido a recuperar mi libertad.

De este modo, se dio la vuelta y nadó hacia la orilla, y no dudo que haya llegado bien, porque era un excelente nadador.

Tal vez me hubiese convenido llevarme al moro y arrojar al niño al agua, pero, la verdad es que no tenía ninguna razón para confiar en él. Cuando se alejó, me volví al chico, a quien llamaban Xury, y le dije:

-Xury, si quieres serme fiel, te haré un gran hombre, pero si no te pasas la mano por la cara -lo cual quiere decir, jurar por Mahoma y la barba de su padre-, tendré que arrojarte también al mar.

El niño me sonrió y me habló con tanta inocencia, que no pude menos que confiar en él. Me juró que me sería fiel y que iría conmigo al fin del mundo.

Mientras estuvimos al alcance de la vista del moro, que seguía nadando, mantuve el bote en dirección al mar abierto, más bien un poco inclinado a barlovento, para que pareciera que me dirigía a la boca del estrecho (como en verdad lo habría hecho cualquier persona que estuviera en su sano juicio), pues, ¿quién podía imaginar que navegábamos hacia el sur, rumbo a una costa bárbara, donde, con toda seguridad, tribus enteras de negros nos rodearían con sus canoas para destruirnos; donde no podríamos tocar tierra ni una sola vez sin ser devorados por las bestias salvajes, o por los hombres salvajes, que eran aún más despiadados que estas?

Pero, tan pronto oscureció, cambié el rumbo y enfilé directamente al sur, ligeramente inclinado hacia el este para no alejarme demasiado de la costa. Con el buen viento que soplaba y el mar en calma, navegamos tan bien que, al día siguiente, a las tres de la tarde, cuando vi tierra por primera vez, no podía estar a menos de ciento cincuenta millas al sur de Salé, mucho más allá de los dominios del emperador de Marruecos, o, quizás, de cualquier otro monarca de aquellos lares, ya que no se divisaba persona alguna.

Robinson Crusoe

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