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Capítulo 4 LA ISLA DESIERTA
ОглавлениеCuando desperté era pleno día, el tiempo estaba claro y, una vez aplacada la tormenta, el mar no estaba tan alto ni embravecido como antes. Sin embargo, lo que me sorprendió más fue descubrir que, al subir la marea, el barco se había desencallado y había ido a parar a la roca que mencioné al principio, contra la que me había golpeado al estrellarme. Estaba a menos de una milla de la orilla donde me encontraba y, como me pareció que estaba bien erguido, me entraron unos fuertes deseos de llegarme hasta él, al menos para rescatar algunas cosas que pudieran servirme.
Cuando bajé de mi alojamiento en el árbol, miré nuevamente a mi alrededor y lo primero que vi fue el bote tendido en la arena, donde el mar y el viento lo habían arrastrado, como a dos millas a la derecha de donde me hallaba. Caminé por la orilla lo que pude para llegar a él, pero me encontré con una cala o una franja de mar, de casi media milla de ancho, que se interponía entre el bote y yo. Decidí entonces regresar a donde estaba, pues mi intención era llegar al barco, donde esperaba encontrar algo para subsistir.
Poco después del mediodía, el mar se había calmado y la marea había bajado tanto, que pude llegar a un cuarto de milla del barco. Entonces, volví a sentirme abatido por la pena, pues me di cuenta de que si hubiésemos permanecido en el barco, nos habríamos salvado todos y yo no me habría visto en una situación tan desgraciada, tan solo y desvalido como me hallaba. Esto me hizo saltar las lágrimas nuevamente, mas, como de nada me servía llorar, decidí llegar hasta el barco si podía. Así, pues, me quité las ropas, porque hacía mucho calor, y me metí al agua. Cuando llegué al barco, me encontré con la dificultad de no saber cómo subir, pues estaba encallado y casi totalmente fuera del agua, y no tenía nada de qué agarrarme. Dos veces le di la vuelta a nado y, en la segunda, advertí un pequeño pedazo de cuerda, que me asombró no haber visto antes, que colgaba de las cadenas de proa. Estaba tan baja que, si bien con mucha dificultad, pude agarrarla y subir por ella al castillo de proa. Allí me di cuenta de que el barco estaba desfondado y tenía mucha agua en la bodega, pero estaba tan encallado en el banco de arena dura, más bien de tierra, que la popa se alzaba por encima del banco y la proa bajaba casi hasta el agua. De ese modo, toda la parte posterior estaba en buen estado y lo que había allí estaba seco porque, podéis estar seguros, lo primero que hice fue inspeccionar qué se había estropeado y qué permanecía en buen estado. Lo primero que vi fue que todas las provisiones del barco estaban secas e intactas y, como estaba en buena disposición para comer, entré en el depósito de pan y me llené los bolsillos de galletas, que fui comiendo, mientras hacía otras cosas, pues no tenía tiempo que perder. También encontré un poco de ron en el camarote principal, del que bebí un buen trago, pues, ciertamente me hacía falta, para afrontar lo que me esperaba. Lo único que necesitaba era un bote para llevarme todas las cosas que, según preveía, iba a necesitar.
Era inútil sentarse sin hacer nada y desear lo que no podía llevarme y esta situación extrema avivó mi ingenio. Teníamos varias vergas, dos o tres palos y uno o dos mástiles de repuesto en el barco. Decidí empezar por ellos y lancé por la borda los que pude, pues eran muy pesados, amarrándolos con una cuerda para que no se los llevara la corriente. Hecho esto, me fui al costado del barco y, tirando de ellos hacia mí, amarré cuatro de ellos por ambos extremos, tan bien como pude, a modo de balsa. Les coloqué encima dos o tres tablas cortas atravesadas y vi que podía caminar fácilmente sobre ellas, aunque no podría llevar demasiado peso, pues eran muy delgadas. Así, pues, puse manos a la obra nuevamente y, con una sierra de carpintero, corté un mástil de repuesto en tres pedazos que los añadí a mi balsa. Pasé muchos trabajos y dificultades, pero la esperanza de conseguir lo que me era necesario, me dio el estímulo para hacer más de lo que habría hecho en otras circunstancias.
La balsa ya era lo suficientemente resistente como para soportar un peso razonable. Lo siguiente era decidir con qué cargarla y cómo proteger del agua lo que pusiera sobre ella, lo cual no me tomó mucho tiempo resolver. En primer lugar, puse todas las tablas que pude encontrar. Después de reflexionar sobre lo que necesitaba más, agarré tres arcones de marinero, los abrí y vacié, y los bajé hasta mi balsa; el primero lo llené de alimentos, es decir, pan, arroz, tres quesos holandeses, cinco pedazos de carne seca de cabra, de la cual nos habíamos alimentado durante mucho tiempo, y un sobrante de grano europeo, que habíamos reservado para unas aves que traíamos a bordo y que ya se habían matado. Había también algo de cebada y trigo pero, para mi gran decepción, las ratas se lo habían comido o estropeado casi en su totalidad. Encontré varias botellas de alcohol, que pertenecían al capitán, entre las que había un poco de licor y como cinco o seis galones de raque, todo lo cual, coloqué sin más en la balsa, pues no había necesidad de meterlo en los arcones, ni espacio para hacerlo. Mientras hacía esto, noté que la marea comenzaba a subir, aunque el mar estaba en calma y me mortificó ver que mi chaqueta, la camisa y el chaleco que había dejado en la arena, se alejaban flotando; en cuanto a los pantalones, que eran de lino y abiertos en las rodillas, me los había dejado puestos cuando me lancé a nadar hacia el barco y, asimismo, los calcetines. No obstante, esto me obligó a buscar ropa, que encontré en abundancia, aunque solo cogí la que iba a usar inmediatamente, pues había otras cosas que me interesaban más, como, por ejemplo, las herramientas. Después de mucho buscar, encontré el arcón del carpintero que, ciertamente, era un botín de gran utilidad y mucho más valioso, en esas circunstancias, que todo un buque cargado de oro. Lo puse en la balsa, tal y como lo había encontrado, sin perder tiempo en ver lo que contenía, ya que, más o menos, lo sabía.
Luego procuré abastecerme de municiones y armas. Había dos pistolas y dos escopetas de caza muy buenas en el camarote principal. Las cogí inmediatamente, así como algunos cuernos de pólvora, una pequeña bolsa de balas y dos viejas espadas mohosas. Sabía que había tres barriles de pólvora en el barco pero no sabía dónde los había guardado el artillero. Sin embargo, después de mucho buscar, los encontré; dos de ellos estaban secos y en buen estado y el otro estaba húmedo. Llevé los dos primeros a la balsa, junto con las armas, y, viéndome bien abastecido, comencé a pensar cómo llegar a la orilla sin velas, remos ni timón, sabiendo que la menor ráfaga de viento lo echaría todo a perder.
Tenía tres cosas a mi favor:
l. el mar estaba en calma,
2. la marea estaba subiendo y me impulsaría hacia la orilla,
3. el poco viento que soplaba me empujaría hacia tierra.
Así, pues, habiendo encontrado dos o tres remos rotos que pertenecían al barco, dos serruchos, un hacha y un martillo, aparte de lo que ya había en el arcón, me lancé al mar. La balsa fue muy bien a lo largo de una milla, más o menos, aunque se alejaba un poco del lugar al que yo había llegado a tierra. Esto me hizo suponer que había alguna corriente y, en consecuencia, que me encontraría con un estuario, o un río, que me sirviera de puerto para desembarcar con mi cargamento.
Tal como había imaginado, apareció ante mí una pequeña apertura en la tierra y una fuerte corriente que me impulsaba hacia ella. Traté de controlar la balsa lo mejor que pude para mantenerme en el medio del cauce, pero estuve a punto de sufrir un segundo naufragio, que me habría destrozado el corazón. Como no conocía la costa, uno de los extremos de mi balsa se encalló en un banco y, poco faltó, para que la carga se deslizara hacia ese lado y cayera al agua. Traté con todas mis fuerzas de sostener los arcones con la espalda, a fin de mantenerlos en su sitio, pero no era capaz de desencallar la balsa ni de cambiar de postura. Me mantuve en esa posición durante casi media hora, hasta que la marea subió lo suficiente para nivelar y desencallar la balsa. Entonces la impulsé con el remo hacia el canal y seguí subiendo hasta llegar a la desembocadura de un pequeño río, entre dos orillas, con una buena corriente que impulsaba la balsa hacia la tierra. Miré hacia ambos lados para buscar un lugar adecuado donde desembarcar y evitar que el río me subiera demasiado, pues tenía la esperanza de ver algún barco en el mar y, por esto, quería mantenerme tan cerca de la costa como pudiese.
A lo lejos, advertí una pequeña rada en la orilla derecha del río, hacia la cual, con mucho trabajo y dificultad, dirigí la balsa hasta acercarme tanto que, apoyando el remo en el fondo, podía impulsarme hasta la tierra. Mas, nuevamente, corría el riesgo de que mi cargamento cayera al agua porque la orilla era muy escarpada, es decir, tenía una pendiente muy pronunciada, y no hallaba por dónde desembarcar, sin que uno de los extremos de la balsa, encajándose en la tierra, la desnivelara y pusiera mi cargamento en peligro como antes. Lo único que podía hacer era esperar a que la marea subiera del todo, sujetando la balsa con el remo, a modo de ancla, para mantenerla paralela a una parte plana de la orilla que, según mis cálculos, quedaría cubierta por el agua; y así ocurrió. Tan pronto hubo agua suficiente, pues mi balsa tenía un calado de casi un pie, la impulsé hacia esa parte plana de la orilla y ahí la sujeté, enterrando mis dos remos rotos en el fondo; uno en uno de los extremos de la balsa, y el otro, en el extremo diametralmente opuesto. Así estuve hasta que el agua se retiró y mi balsa, con todo su cargamento, quedaron sanos y salvos en tierra.
Mi siguiente tarea era explorar el lugar y buscar un sitio adecuado para instalarme y almacenar mis bienes, a fin de que estuvieran seguros ante cualquier eventualidad. No sabía aún dónde estaba; ni si era un continente o una isla, si estaba poblado o desierto, ni si había peligro de animales salvajes. Una colina se erguía, alta y empinada, a menos de una milla de donde me hallaba, y parecía elevarse por encima de otras colinas, que formaban una cordillera en dirección al norte. Tomé una de las escopetas de caza, una de las pistolas y un cuerno de pólvora y, armado de esta sazón, me dispuse a llegar hasta la cima de aquella colina, a la que llegué con mucho trabajo y dificultad para descubrir mi penosa suerte; es decir, que me encontraba en una isla rodeada por el mar, sin más tierra a la vista que unas rocas que se hallaban a gran distancia y dos islas, aún más pequeñas, que estaban como a tres leguas hacia el oeste.
Descubrí también que la isla en la que me hallaba era estéril y tenía buenas razones para suponer que estaba deshabitada, excepto por bestias salvajes, de las cuales aún no había visto ninguna. Vi una gran cantidad de aves pero no sabía a qué especie pertenecían ni cuáles serían comestibles, en caso de que pudiera matar alguna. A mi regreso, le disparé a un pájaro enorme que estaba posado sobre un árbol, al lado de un bosque frondoso y no dudo que fuera la primera vez que allí se disparaba un arma desde la creación del mundo, pues, tan pronto como sonó el disparo, de todas partes del bosque se alzaron en vuelo innumerables aves de varios tipos, creando una confusa gritería con sus diversos graznidos; mas, no podía reconocer ninguna especie. En cuanto al pájaro que había matado, tenía el picó y el color de un águila pero sus garras no eran distintas a las de las aves comunes y su carne era una carroña, absolutamente incomestible.
Complacido con este descubrimiento, regresé a mi balsa y me puse a llevar mi cargamento a la orilla, lo cual me tomó el resto del día. Cuando llegó la noche, no sabía qué hacer ni dónde descansar, pues tenía miedo de acostarme en la tierra y que viniera algún animal salvaje a devorarme aunque, según descubrí más tarde, eso era algo por lo que no tenía que preocuparme.
No obstante, me atrincheré como mejor pude, con los arcones y las tablas que había traído a la orilla, e hice una especie de cobertizo para albergarme durante la noche. En cuanto a la comida, no sabía cómo conseguirla; había visto sólo dos o tres animales, parecidos a las liebres, que habían salido del bosque cuando le disparé al pájaro.
Comencé a pensar que aún podía rescatar muchas cosas útiles del barco, en especial, aparejos, velas, y cosas por el estilo, y traerlas a tierra. Así, pues, resolví regresar al barco, si podía. Sabiendo que la primera tormenta que lo azotara, lo rompería en pedazos, decidí dejar de lado todo lo demás, hasta que hubiese rescatado del barco todo lo que pudiera. Entonces llamé a consejo, es decir, en mi propia mente, para decidir si debía volver a utilizar la balsa; mas no me pareció una idea factible. Volvería, como había hecho antes, cuando bajara la marea, y así lo hice, solo que esta vez me desnudé antes de salir del cobertizo y me quedé solamente con una camisa a cuadros, unos pantalones de lino y un par de escarpines.
Subí al barco, del mismo modo que la vez anterior, y preparé una segunda balsa. Mas, como ya tenía experiencia, no la hice tan difícil de manejar, ni la cargué tanto como la primera, sino que me llevé las cosas que me parecieron más útiles. En el camarote del carpintero, encontré dos o tres bolsas llenas de clavos y pasadores, un gran destornillador, una o dos docenas de hachas y, sobre todo, un artefacto muy útil que se llama yunque. Lo amarré todo, junto con otras cosas que pertenecían al artillero, tales como dos o tres arpones de hierro, dos barriles de balas de mosquete, siete mosquetes, otra escopeta para cazar, un poco más de pólvora, una bolsa grande de balas pequeñas y un gran rollo de lámina de plomo. Pero esto último era tan pesado, que no pude levantarlo para sacarlo por la borda.
Aparte de estas cosas, cogí toda la ropa de los hombres que pude encontrar, una vela de proa de repuesto, una hamaca y ropa de cama. De este modo, cargué mi segunda balsa y, para mi gran satisfacción, pude llevarlo todo a tierra sano y salvo.
Durante mi ausencia, temía que mis provisiones pudieran ser devoradas en la orilla pero cuando regresé, no encontré huellas de ningún visitante. Solo un animal, que parecía un gato salvaje, estaba sentado sobre uno de los arcones y cuando me acerqué, corrió hasta un lugar no muy distante y allí se quedó quieto. Estaba sentado con mucha compostura y despreocupación y me miraba fijamente a la cara, como si quisiera conocerme. Le apunté con mi pistola pero no entendió lo que hacía pues no dio muestras de preocupación ni tampoco hizo ademán de huir. Entonces le tiré un pedazo de galleta, de las que, por cierto, no tenía demasiadas, pues mis provisiones eran bastante escasas; como decía, le arrojé un pedazo y se acercó, lo olfateó, se lo comió, y se quedó mirando, como agradecido y esperando a que le diera más. Le di a entender cortésmente que no podía darle más y se marchó.
Después de desembarcar mi segundo cargamento, aunque me vi obligado a abrir los barriles de pólvora y trasladarla poco a poco, pues estaba en unos cubos muy grandes, que pesaban demasiado, me di a la tarea de construir una pequeña tienda, con la vela y algunos palos que había cortado para ese propósito. Dentro de la tienda, coloqué todo lo que se podía estropear con la lluvia o el sol y apilé los arcones y barriles vacíos en círculo alrededor de la tienda para defenderla de cualquier ataque repentino de hombre o de animal.
Cuando terminé de hacer esto, bloqueé la puerta de la tienda por dentro con unos tablones y por fuera con un arcón vació. Extendí uno de los colchones en el suelo y, con dos pistolas a la altura de mi cabeza y una escopeta al alcance de mi brazo, me metí en cama por primera vez. Dormí tranquilamente toda la noche, pues me sentía pesado y extenuado de haber dormido poco la noche anterior y trajinado arduamente todo el día, sacando las cosas del barco y trayéndolas hasta la orilla.
Tenía el mayor almacén que un solo hombre hubiese podido reunir jamás, pero no me sentía a gusto, pues pensaba que, mientras el barco permaneciera erguido, debía rescatar de él todo lo que pudiera. Así, pues, todos los días, cuando bajaba la marea, me llegaba hasta él y traía una cosa u otra. Particularmente, la tercera vez que fui, me traje todos los aparejos que pude, todos los cabos finos y las sogas que hallé, un trozo de lona, previsto para remendar las velas cuando fuera necesario, y el barril de pólvora que se había mojado. En pocas palabras, me traje todas las velas, desde la primera hasta la última, cortadas en trozos, para transportar tantas como me fuera posible en un solo viaje, puesto que ya no servían como velas sino simplemente como tela.
Me sentí más satisfecho aún, cuando, al cabo de cinco o seis viajes, como los que he descrito, convencido de que ya no había en el barco nada más que valiese la pena rescatar, encontré un tonel de pan, tres barriles de ron y licor, una caja de azúcar y un barril de harina. Este hallazgo me sorprendió mucho, pues no esperaba encontrar más provisiones, excepto las que se habían estropeado con el agua. Vacié el tonel de pan, envolví los trozos, uno por uno, con los pedazos de tela que había cortado de las velas y lo llevé todo a tierra sano y salvo.
Al día siguiente hice otro viaje y como ya había saqueado el barco de todo lo que podía transportar, seguí con los cables. Corté los más gruesos en trozos, de un tamaño proporcional a mis fuerzas y, así, llevé dos cables y un cabo a la orilla, junto con todos los herrajes que pude encontrar. Corté, además el palo de trinquete y todo lo que me sirviera para construir una balsa grande, que cargué con todos esos objetos pesados y me, marché. Mas, mi buena suerte comenzaba a abandonarme, pues, la balsa era tan difícil de manejar y estaba tan sobrecargada, que, cuando entré en la pequeña rada en la que había desembarcado las demás provisiones, no pude gobernarla tan fácilmente como la otra y se volcó, arrojándome al agua con todo mi cargamento. A mí no me pasó casi nada, pues estaba cerca de la orilla, pero la mayor parte de mi cargamento cayó al agua, especialmente el hierro, que según había pensado, me sería de gran utilidad. No obstante, cuando bajó la marea, pude rescatar la mayoría de los cables y parte del hierro, haciendo un esfuerzo infinito, pues tenía que sumergirme para sacarlos del agua y esta actividad me causaba mucha fatiga. Después de esto, volví todos los días al barco y fui trayendo todo lo que pude.
Hacía trece días que estaba en tierra y había ido once veces al barco. En este tiempo, traje todo lo que un solo par de manos era capaz de transportar, aunque no dudo que, de haber continuado el buen tiempo, habría traído el barco entero a pedazos. Mientras me preparaba para el duodécimo viaje, me di cuenta de que el viento comenzaba a soplar con más fuerza. No obstante, cuando bajó la marea, volví hasta el barco. Cuando creía haber saqueado tan a fondo el camarote, que ya no hallaría nada más de valor, aún descubrí un casillero con cajones, en uno de los cuales había dos o tres navajas, un par de tijeras grandes y diez o doce tenedores y cuchillos buenos. En otro de los cajones, encontré cerca de treinta y seis libras en monedas europeas y brasileñas y en piezas de a ocho, y un poco de oro y de plata.
Cuando vi el dinero sonreí y exclamé:
-¡Oh, droga!, ¿para qué me sirves? No vales nada para mí; ni siquiera el esfuerzo de recogerte del suelo. Cualquiera de estos cuchillos vale más que este montón de dinero. No tengo forma de utilizarte, así que, quédate donde estás y húndete como una criatura cuya vida no vale la pena salvar. Sin embargo, cuando recapacité, lo cogí y lo envolví en un pedazo de lona. Pensaba construir otra balsa pero cuando me dispuse a hacerlo, advertí que el cielo se había cubierto y el viento se había levantado. En un cuarto de hora comenzó a soplar un vendaval desde la tierra y pensé que sería inútil pretender hacer una balsa, si el viento venía de la tierra. Lo mejor que podía hacer era marcharme antes de que subiera la marea pues, de lo contrario, no iba a poder llegar a la orilla. Por lo tanto, me arrojé al agua y crucé a nado el canal que se extendía entre el barco y la arena, con mucha dificultad, en parte, por el peso de las cosas que llevaba conmigo y, en parte, por la violencia del agua, agitada por el viento, que cobraba fuerza tan rápidamente, que, antes de que subiera la marea, se había convertido en tormenta.
No obstante, pude llegar a salvo a mi tienda, donde me puse a resguardo, rodeado de todos mis bienes. El viento sopló con fuerza toda la noche y, en la mañana, cuando salí a mirar, el barco había desaparecido. Al principio sentí cierta turbación pero luego me consolé pensando que no había perdido tiempo ni escatimado esfuerzos para rescatar del barco todo lo que pudiera servirme; en realidad, era muy poco lo que había quedado, que habría podido sacar, si hubiese tenido más tiempo.
Por tanto, dejé de pensar en el barco o en cualquier cosa que hubiese en él, a excepción de aquello que llegase a la orilla, como ocurrió con algunas de sus partes, que no me sirvieron de mucho.
Mi única preocupación era protegerme de los salvajes, si llegaban a aparecer, y de las bestias, si es que había alguna en la isla. Pensé mucho en la mejor forma de hacerlo y, en especial, el tipo de morada que debía construir, ya fuera excavando una cueva en la tierra o levantando una tienda. En poco tiempo decidí que haría ambas y no me parece impropio describir detalladamente cómo las hice.
Me di cuenta en seguida de que el sitio donde me encontraba no era el mejor para instalarme, pues estaba sobre un terreno pantanoso y bajo, muy próximo al mar, que no me parecía adecuado, entre otras cosas, porque no había agua fresca en los alrededores. Así, pues, decidí que me buscaría un lugar más saludable y conveniente.
Procuré que el lugar cumpliera con ciertas condiciones indispensables: en primer lugar, sanidad y agua fresca, como acabo de mencionar; en segundo lugar, resguardo del calor del sol; en tercer lugar, protección contra criaturas hambrientas, fueran hombres o animales; y, en cuarto lugar, vista al mar, a fin de que, si Dios enviaba algún barco, no perdiera la oportunidad de salvarme, pues aún no había renunciado a la esperanza de que esto ocurriera.
Mientras buscaba un sitio propicio, encontré una pequeña planicie en la ladera de una colina. Una de sus caras descendía tan abruptamente sobre la planicie, que parecía el muro de una casa, de modo que nada podría caerme encima desde arriba. En la otra cara, había un hueco que se abría como la entrada o puerta de una cueva, aunque allí no hubiese, en realidad, cueva alguna ni entrada a la roca.
Decidí montar mi tienda en la parte plana de la hierba, justo antes de la cavidad. Esta planicie no tenía más de cien yardas de ancho y casi el doble de largo y se extendía como un prado desde mi puerta, descendiendo irregularmente hasta la orilla del mar. Estaba en el lado nor-noroeste de la colina, de modo que me protegía del calor durante todo el día, hasta que el sol se colocaba al sudoeste, lo cual, en estas tierras, significa que está próximo a ponerse.
Antes de montar mi tienda, tracé un semicírculo delante de la cavidad, de un radio aproximado de diez yardas hasta la roca y un diámetro de veinte yardas de un extremo al otro.
En este semicírculo, enterré dos filas de estacas fuertes, hundiéndolas por un extremo en la tierra hasta que estuvieran firmes como pilares, de manera que, sus puntas afiladas sobresalieran cinco pies y medio desde el suelo. Entre ambas filas no había más de seis pulgadas.
Entonces tomé los trozos de cable que había cortado en el barco y los coloqué, uno sobre otro, dentro del círculo, entre las dos filas de estacas hasta llegar a la punta. Sobre estos, apoyé otros palos, de casi dos pies y medio de altura, a modo de soporte. De este modo, construí una verja tan fuerte, que no habría hombre ni bestia capaz de saltarla o derribarla. Esto me tomó mucho tiempo y esfuerzo, en particular, cortar las estacas en el bosque y clavarlas en la tierra.
Para entrar a este lugar, no hice una puerta, sino una pequeña escalera para pasar por encima de la empalizada. Cuando estaba dentro, la levantaba tras de mí y me quedaba completamente encerrado y a salvo de todo el mundo, por lo que podía dormir tranquilo toda la noche, cosa que, de lo contrario, no habría podido hacer, aunque, según comprobé después, no tenía necesidad de tomar tantas precauciones contra los enemigos a los que tanto temía.
Con mucho trabajo, metí dentro de esta verja o fortaleza todas mis provisiones, municiones y propiedades de las que he hecho mención anteriormente y me hice una gran tienda doble para protegerme de las lluvias, que en determinadas épocas del año son muy fuertes. En otras palabras, hice una tienda más pequeña dentro de una más grande y esta última la cubrí con el alquitrán que había rescatado con las velas.
Ya no dormía en la cama que había rescatado, sino en una hamaca muy buena, que había pertenecido al capitán del barco.
Llevé a la tienda todas mis provisiones y lo que se pudiera estropear con la humedad y, habiendo resguardado todos mis bienes, cerré la entrada, que hasta entonces había dejado al descubierto, y utilicé la escalera para entrar y salir.
Hecho esto, comencé a excavar la roca y a transportar, a través de la tienda, la tierra y las piedras que extraía. Las fui apilando junto a la verja, por la parte de adentro, hasta formar una especie de terraza, que se levantaba como un pie y medio del suelo. De este modo, excavé una cueva, detrás de mi tienda, que me servía de bodega.
Me costó gran esfuerzo y muchos días realizar todas estas tareas. Por tanto, debo retroceder para hacer referencia a algunas cosas que, durante este tiempo, me preocupaban. Ocurrió que, habiendo terminado el proyecto de montar mi tienda y excavar la cueva, se desató una tormenta de lluvia, que caía de una nube espesa y oscura. De pronto se produjo un relámpago al que, como suele ocurrir, sucedió un trueno estrepitoso. No me asustó tanto el resplandor como el pensamiento que surgió en mi mente, tan raudo como el mismo relámpago: «¡Oh, mi pólvora!». El corazón se me apretó cuando pensé que toda mi pólvora podía arruinarse de un soplo, puesto que toda mi defensa y mi posibilidad de sustento dependían de ella. Me inquietaba menos el riesgo personal que corría, pues, en caso de que la pólvora hubiese ardido, jamás habría sabido de dónde provenía el golpe.
Tanto me impresionó este hecho, que dejé a un lado todas mis tareas de construcción y fortificación y me dediqué a hacer bolsas y cajas para separar la pólvora en pequeñas cantidades, con la esperanza de que, si pasaba algo, no se encendiera toda al mismo tiempo, y aislar esas pequeñas cantidades, de manera que el fuego no pudiera propagarse de una bolsa a otra. Terminé esta tarea en casi dos semanas y creo que logré dividir mi pólvora, que en total llegaba a las doscientas cuarenta libras de peso, en no menos de cien bolsas. En cuanto al barril que se había mojado, no me pareció peligroso así que lo coloqué en mi nueva cueva, que en mi fantasía, la llamaba mi cocina, y escondí el resto de la pólvora entre las rocas para que no se mojara, señalando cuidadosamente dónde lo había guardado.
En el lapso de tiempo que me hallaba realizando estas tareas, salí casi todos los días con mi escopeta, tanto para distraerme, como para ver si podía matar algo para comer y enterarme de lo que producía la tierra. La primera vez que salí, descubrí que en la isla había cabras, lo que me produjo una gran satisfacción, a la que siguió un disgusto, pues eran tan temerosas, sensibles y veloces, que acercarse a ellas era lo más difícil del mundo. Sin embargo, esto no me desanimó, pues sabía que alguna vez lograría matar alguna, lo que ocurrió en poco tiempo, porque, después de aprender un poco sobre sus hábitos, las abordé de la siguiente manera. Había observado que si me veían en los valles, huían despavoridas, aun cuando estuvieran comiendo en las rocas. Mas, si se encontraban pastando en el valle y yo me hallaba en las rocas no advertían mi presencia, por lo que llegué a la conclusión de que, por la posición de sus ojos, miraban hacia abajo y, por lo tanto, no podían ver los objetos que se hallaban por encima de ellas. Así, pues, por consiguiente, utilicé el siguiente método: subía a las rocas para situarme encima de ellas y, desde allí, les disparaba, a menudo, con buena puntería. La primera vez que les disparé a estas criaturas, maté a una hembra que tenía un cabritillo, al que daba de mamar, lo cual me causó mucha pena. Cuando cayó la madre, el pequeño se quedó quieto a su lado hasta que llegué y la levanté, y mientras la llevaba cargada sobre los hombros, me siguió muy de cerca hasta mi aposento. Entonces, puse la presa en el suelo y cogí al pequeño en brazos y lo llevé hasta mi empalizada con la esperanza de criarlo y domesticarlo. Más, como no quería comer, me vi forzado a matarlo y comérmelo. La carne de ambos me dio para alimentarme un buen tiempo, pues comía con moderación y economizaba mis provisiones (especialmente el pan), todo lo que podía.
Una vez instalado, me di cuenta de que sentía la necesidad imperiosa de tener un sitio donde hacer fuego y procurarme combustible. Contaré con lujo de detalles lo que hice para procurármelo y cómo agrandé mi cueva y las demás mejoras que introduje. Pero antes, debo hacer un breve relato acerca de mí y mis pensamientos sobre la vida, que, como bien podrá imaginarse, no eran pocos.
Tenía una idea bastante sombría de mi condición, pues me hallaba náufrago en esta isla, a causa de una violenta tormenta, que nos había sacado completamente de rumbo; es decir, a varios cientos de leguas de las rutas comerciales de la humanidad. Tenía muchas razones para creer que se trataba de una determinación del Cielo y que terminaría mis días en este lugar desolado y solitario. Lloraba amargamente cuando pensaba en esto y, a veces, me preguntaba a mí mismo por qué la Providencia arruinaba de esta forma a sus criaturas y las hacía tan absolutamente miserables; por qué las abandonaba de forma tan humillante, que resultaba imposible sentirse agradecido por estar vivo en semejantes condiciones.
Pero algo siempre me hacía recapacitar y reprocharme por estos pensamientos. Particularmente, un día, mientras caminaba por la orilla del mar con mi escopeta en la mano y me hallaba absorto reflexionando sobre mi condición, la razón, por así decirlo, me expuso otro argumento: «Pues bien, estás en una situación desoladora, cierto, pero por favor, recuerda dónde están los demás. ¿Acaso no venían once a bordo del bote? ¿Por qué no se salvaron ellos y moriste tú? ¿Por qué fuiste escogido? ¿Es mejor estar aquí o allá?» Y entonces apunté con el dedo hacia el mar. Todos los males han de ser juzgados pensando en el bien que traen consigo y en los males mayores que pueden acechar.
Entonces volví a pensar en lo bien provisto que estaba para subsistir y lo que habría sido de mí, si no hubiese ocurrido -había, acaso, una posibilidad entre cien mil- que el barco se encallara donde lo hizo primeramente, y hubiese sido arrastrado tan cerca de la costa, que me diese tiempo de rescatar todo lo que pude de él. ¿Qué habría sido de mí si hubiese tenido que vivir en las condiciones en las que había llegado a tierra, sin las cosas necesarias para vivir o para conseguir el sustento?
-Sobre todo -decía en voz alta, aunque hablando conmigo mismo-, ¿qué habría hecho sin una escopeta, sin municiones, sin herramientas para fabricar nada ni para trabajar, sin ropa, sin cama, ni tienda, ni nada con que cubrirme?
Ahora tenía todas estas cosas en abundancia y me hallaba en buenas condiciones para abastecerme, incluso cuando se me agotaran las municiones. Ahora tenía una perspectiva razonable de subsistir sin pasar necesidades por el resto de mi vida, pues, desde el principio, había previsto el modo de abastecerme, no solo si tenía un accidente, sino en el futuro, cuando se me hubiesen agotado las municiones y hubiese perdido la salud y la fuerza.
Confieso que nunca había contemplado la posibilidad de que mis municiones pudiesen ser destruidas de un golpe; quiero decir, que mi pólvora se encendiera con un rayo, y por eso me quedé tan sorprendido cuando comenzó a tronar y a relampaguear.