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RESPIRAR

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Me salto el desayuno y me quedo de pie en la puerta, con las llaves colgando del índice. Tengo buena memoria para lo extraordinario, pero no para lo cotidiano. Recuerdo cada uno de los incendios, terremotos, inundaciones y tsunamis que han devastado mi ciudad, a menudo exagerados y descontextualizados por los testimonios de mis conciudadanos. Pero no recuerdo nada de lo que hice ayer, cuando fui a imprimir los pasajes. He olvidado cómo hice las maletas. Sé que tuve que entregarlas a un repartidor para su envío. Busco sin éxito una copia del resguardo de entrega en el estante de la entrada donde suelo dejar las llaves y la correspondencia. Los catálogos de propaganda caen al suelo como hojas en la calle. Empujo los papeles con la punta del zapato. Aunque me conviene salir y tratar de ordenar las ideas, mi perplejidad me mantiene paralizado en el recibidor. Desde el interior del piso es verdaderamente complicado saber qué tiempo hace fuera. Ni siquiera contemplando el cielo desde la ventana estoy seguro de salir con la ropa apropiada.

Siguiendo los consejos de Lidia, dirijo la atención a mi respiración. En el silencio del pasillo, cualquier sonido se percibe distorsionado. Presto mis oídos al silbido de mis inspiraciones, trato de expulsar el dióxido de carbono con toda la voluntad que puedo reunir. Sé aproximadamente dónde está mi diafragma, imagino un globo rosa en expansión, apartando y aprisionando mis entrañas. Siempre me ha contrariado la capacidad que ciertas personas tienen de concentrarse en aquello que a muchos nos pasa desapercibido durante la mayor parte de nuestra vida. En cualquier caso, me esfuerzo en respirar regularmente, con un ritmo que me proporcione ese tranquilizador aburrimiento que necesito. Me convenzo de la utilidad de permanecer un rato tumbado. Es en esta postura, que invita al sueño, cuando nuestra respiración funciona con la exactitud de un reloj. Es nuestra consciencia lo que despierta la agonía. Sin embargo, no me convence la idea de dejarme llevar, de adormecer mis sentidos. No soy nadie si no lucho, si no me doy de cabeza contra un muro. No puedo llamar vida a una existencia sin dolor. El momento de conservar el oxígeno en nuestro interior, y expulsar el aire con lentitud, me recuerda la respiración de mi madre sobre la máquina de coser, una respiración que ya no está en el mundo. Quizá por eso me resisto a revivirla con cada sesión de exhalación y recuerdo.

Lidia me enseñó a fijarme en la respiración y me enseñó también que los problemas no se esquivan, que es preciso aprender a encajar los golpes.

Una vez recibí un codazo en el estómago. No fue el dolor del golpe lo que me hizo encogerme como un erizo. Fue aquella sensación punzante tras la bocanada, la parálisis envolviendo el vacío, la que me provocó las náuseas y la terrible sacudida, como de pez moribundo, que mi cuerpo, absolutamente impotente, activó a modo de respuesta. La compañía de la respiración, esta dependencia del organismo al trabajo sincronizado de pulmones, corazón, abdomen, tórax y membranas celulares, me conduce a una forma de abandono que sería difícilmente soportable, de no ser por la gran cantidad de distracciones de que dispongo.

Mi distracción más reciente está relacionada con el método para escoger el destino de mi viaje. Fui a una tienda de decoración que vendía un enorme globo terráqueo, deliberadamente inexacto, que mezclaba reproducciones de diferentes mapamundis del siglo XVI. Lo giré y clavé el dedo en un punto del hemisferio sur. Así se presentó la idea de ir a Tierra del Fuego. El globo señalaba el Atlántico Sur como Mare Incognita, la Patagonia como Terra Ignota, y advertía: OMNIA VANITAS. En lugar de la serpiente marina gigante, un melenudo Poseidón alejaba las Malvinas con un soplido que asustaba a los incautos.

Es fácil creer que el hecho de contar con diversas posibilidades de escoger un destino para viajar supone una ventaja. Pero no es así: por cada elección aparece el fantasma de una opción distinta. Ir a Tierra del Fuego me impedía acercarme a un amarillento desierto africano, a la aglomeración de lugares turísticos, al peligro de un territorio en conflicto consigo mismo. Me evitaría también la obligación de tener que cumplir con la historia del arte, de fingir una iluminación espiritual o de entablar conversaciones con gente que no me interesa. Me apetecía la perspectiva de desaparecer. Se puede, desde luego, desaparecer voluntariamente en la propia ciudad, pero veía necesario cambiar de aires. Es lo que más me ha fastidiado de perder el vuelo: tener que quedarme en el punto de partida. Volver a dar un giro y adaptarme a una nueva circunstancia dentro de mi realidad uniforme y nada poética. Es agotador vivir así.

Parece que no logro escapar al eterno preludio de un viaje. Es cierto que me lo he buscado. Me inclino a pensar que, a diferencia de mi padre, que pudo y no quiso, yo he ido aplazando cada viaje, en unas ocasiones alegando cuestiones laborales, en otras por asuntos familiares o administrativos, o por miedo a salir de mi rutina. Y además Lidia, aunque no debería contar como excusa. Ella me propuso varias veces irnos de vacaciones, pero yo casi siempre encontraba alguna razón para no ir. Prefería emplear mi tiempo libre quedándome en casa.

Soy perezoso, pero no soy un vago. Si bien procedo de una familia con una situación económica holgada, he fracasado en todo lo demás y he optado por una indolente actitud de espera, confiando en que las cosas irían por sí solas a mejor. Después de años en semejante estado, al planear este viaje tenía la intención subterránea de estimular un cambio, comprendiese yo o no su funcionamiento, o estuviese o no en condiciones de atribuirle significado alguno. La intuición de hallarme en el lugar correcto y haciendo exactamente lo que pensaba que era preciso hacer, me parecía suficiente.

El ejemplo más vívido que guardo de un gesto intuitivo fue cuando mi padre, que no creía en la intuición, tomó la serie de decisiones que propiciaron nuestra pequeña fortuna familiar. Mi padre tomó la parte que mi abuelo le había dado de un premio de lotería, vendió un terreno que había heredado e invirtió en un par de negocios que funcionaron bien durante unos años, revendiéndolos después al alza. Su obsesión era devolver todas las deudas que había contraído. Afirmaba con rotundidad que se le habían quitado las ganas de sentir nostalgia. No le gustaba improvisar y prefería pasar desapercibido. Se resistía a admitir que el mundo había cambiado. Cuando tuvo una cuenta corriente lo bastante solvente, se puso a trabajar en un quiosco de prensa. Por el mismo impulso de hacer lo que le apetecía, se sacó el carnet de conducir, aprendió claqué, se matriculó en clases nocturnas para terminar el bachillerato y entró en la junta directiva del equipo de fútbol local. Le propusieron formarse en Empresariales y trabajar en una caja de ahorros. Él se negó. No sabía cómo ni por qué las cosas le habían funcionado así, pero decía que era mejor no tentar a la suerte. Le replicaron que él parecía saber fabricar su propia suerte. Su respuesta fue que no creía en la suerte. Con un diálogo parecido se desentendió de las ofertas para entrar en política. Tampoco creía en la política. Si le preguntaban en qué creía, decía que no lo sabía con seguridad, pero que en las frases de los azucarillos definitivamente no.

Al morir dejó una herencia que me permitió (soy hijo único) dejar mi puesto en el Registro de la Propiedad Intelectual y empezar de cero. He tenido la posibilidad de recrear y vivir sueños de vidas ajenas. He acumulado gran cantidad de conocimientos absurdos. He viajado demasiado a mi interior, y sigo sin saber lo que quiero hacer con mi vida, ni siquiera sé si tengo algo que pueda llamarse vida. He descubierto lo sencillo que resulta culpar a las circunstancias. Me costó aprender que cambian las circunstancias, pero que mi cuerpo sigue hundiéndose bajo su peso como arrugas en una sábana. Mi herencia, sin embargo, tiene fecha de expiración. Aún podré estar unos cinco años, según el lugar que elija para vivir, sin tener que preocuparme por las finanzas. Y me queda la opción de vender la casa de mi padre, a la que aún no he vuelto porque permanece llena de fantasmas.

El oxígeno consumido durante la primera mitad de mi existencia va oxidando mis órganos. Aunque todavía tardaré algún tiempo en sentir la rigidez de los músculos, mi rostro, con sus profundos surcos, manifiesta ya que algún día no lejano me desintegraré sin haberme acercado siquiera a lo que imaginé que sería mi vida. La respiración es fundamental. No está demostrado que el proceso de inspiración haya de ser necesariamente por la nariz para que la limpieza que el organismo hace del oxígeno sea óptima. También podemos tomar breves aspiraciones por la boca para que los pulmones no tengan que realizar esfuerzos inútiles. Hay que ser cariñoso con los propios órganos, antes incluso que con los de los demás.

Tener una vida

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