Читать книгу Tener una vida - Daniel Jándula - Страница 7
CAMINAR
ОглавлениеLa semana pasada localicé en la biblioteca una guía de viaje por la Patagonia y por Tierra del Fuego. Parece un lugar tan hostil que el menor gesto de vida, ya sea en forma de trigo o de uvas, se antoja irreal. Santa Cruz tenía que ser el lugar donde me quedaría. La guía despliega unas dunas de sal, unos matojos como erizos rodando por lomas, no muy lejos de glaciares inmensos y de los cementerios de coches y pozos que conectan la Pampa del Asador con el planeta Tierra. Un lugar al que muchos van a olvidar las atrocidades de la Triple A. Quien soñó con serpientes marinas al confeccionar mapas, se quedaría congelado ante semejante paisaje, arquetipo de lo sagrado. Las fotografías no hacen justicia a un entorno que no cabe por los ojos, pero sí permiten intuir que en aquel lugar viven gigantes. El viento bate el silencio del destierro (donde van a comer manzanas los locos y los caballos salvajes) y hace olvidar todas las utopías, hasta las de las sociedades más enfermas que han trastornando la realidad. Uno no encuentra palabras rotundas para describir la idiosincrasia del paisaje; las palabras se rompen, como si hubiesen sido golpeadas por las piedras de los bosques que distingo hacia el oeste de las páginas. En la guía, el escritor hace hincapié en la belleza metafísica que resulta del exceso de paisaje.
Sueño con atravesar a pie esa vegetación atormentada por el viento, detenerme en la imposibilidad de las enormes e inaccesibles paredes pulidas por el viento, junto al lago Viedma. Sueño con dejar mi forma en la espesa sábana cubierta de hielo. De fondo vibrarían las montañas riscosas, convertidas en dinosaurios de piedra, con engañosas formas de volcán. Al cerrar los ojos me sumerjo en el barro oscuro de la Pampa, tan áspero como el lomo del diablo. Un abismo negro de arena griega, de la Grecia clásica.
Compongo un mosaico de lo que no podrá ser. La fauna austral, la memoria de extraños naufragios, de faros escondidos. Los lagos a los que los alemanes llamaban «el infierno verde». Hojas de pangue y hornos de piedra. Algas rojas en el mar. Ríos de hielo desplazándose con extrema lentitud, su espuma afilada derramando cuchillos.
Caminar por la Patagonia debe de ser complicado si se hace a solas. Uno se hunde y se salva a cada rato, con los recuerdos que quieren ser olvidados. Vivo convencido de que allí el tiempo se desvanece. Me seducía la idea de ir al extremo sur del mapa. De crío, cuando coloreaba mapas para aprender las fronteras, pensaba que, si me precipitaba por el punto sur, aparecería de repente por el norte, dando un rodeo por el dorso del mundo. Para mí el mundo era plano y se podía recorrer a pie.
Con la cara pegada a la guía, me trago las imágenes apaisadas, cuya fuerza me había sido negada hasta ese instante. Como en los sueños no hace falta ser coherente, me voy sumergiendo en la fotografías. El fondo se deshace como si fuese un tejido humano en descomposición. Sueño que camino sin cansarme por una ardiente campiña, sin importarme que se trate de un decorado. Luego vuelve el entendimiento y me dice que ese no es mi sitio.
Perdida la ocasión de volar, me consuelo pensando que aún existe la ventaja de caminar. Conozco las teorías acerca del buen caminar, pero al aplicarlas me enfrento con mi ineptitud. Cierro los ojos y pruebo a visualizar mis andares. Me veo encima de un camino abierto en la nieve, tratando de mantener el tipo, andando sereno, recto, mi largo y oscuro abrigo intacto, sin un alma alrededor que repare en el movimiento de mis piernas. Avanzo metro a metro, fijo la atención en el crujido de las pisadas, en el frío naufragando en mis mejillas y en el cambio de peso de una pierna a otra: un desplazamiento que se comporta con la obediencia de un átomo a las leyes de la física. No es el de mi imaginación un caminar acartonado, no saco pecho ni escondo el vientre, ni me dedico a mover los hombros. Allí todo funciona: sé qué hacer con las manos, no las dejo colgando ni las pego al tronco, ni las aprisiono en los bolsillos. Mi cuello se mantiene firme, es un ligero péndulo. La planta de los pies amortigua el peso, y la tracción de la gravedad es compensada por el ritmo constante del recorrido, por el sonido de las botas contra el suelo húmedo. La naturaleza deja caminar si uno es capaz de aprovechar los recursos que nos ofrece.
El movimiento de los ojos. Concentrarme en un punto lo suficientemente apartado para considerarlo una meta, pero no tan lejano como para tener que forzar la vista. Las cosas más interesantes entre ese punto y donde estoy ubicado ahora, al inicio de un puente, por ejemplo, serán vistas de modo indirecto. Es importante trabajar el campo de vigilancia. Aprender a seleccionar lo que se observa en el camino. Apartar lo efímero mientras lo efímero va a nuestro encuentro.
El paisaje influye en el caminar. No es igual la calma del cementerio que la calma a orillas del mar, con los pies desnudos destruyendo conchas minúsculas.
De camino a casa escucho las suelas de los zapatos soportando mi peso, las piernas rozándose entre sí, ese crujido vago del vaquero o de la hebilla del cinturón. Cada espiración devuelve un aire sucio y delicado. Pienso en diferentes texturas del terreno: tierra de parque infantil, hierba prohibida y recién cortada, la resbaladiza entrada al suburbano, una montaña de nieve apilada en el arcén. Pero no hay tal nieve. Lo único que permanece en blanco es la pared de mi piso. Durante años me he quejado de que siempre caigo en la tentación de dejar las cosas a medias. Ahora veo que también puedo dejar las cosas antes de empezar.
Lo difícil no es caminar, sino luchar con la idea de que el paseo, por sí solo, no ayuda.
La pared que tengo delante me sirvió en ocasiones para tener una idea aproximada de la hora del día, según se iban desplazando hacia la izquierda las agujas de luz solar. Apoyo la mano en la superficie plagada de rugosidades. El contacto con las estribaciones y protuberancias del muro activa recuerdos e inventivas: una huella dejada por un pulgar cubierto de carbón, la herida poco profunda que dejó un mueble al ser desplazado, o la afilada línea de sombra de una zapatilla de deporte. Azabaches, pardos, ocres y sienas. En aquel lugar me apoyé para rascarme la espalda. Arriba, cerca del techo alto, quise practicar un agujero para colgar un cuadro. Al descubrir el agujero del salón pensé que el anterior inquilino había cometido el mismo error que yo tratando de agujerear un muro de carga, y que el cuadro tenía la función de cubrir el desastre. Pero no es este un agujero provocado, no es como el que haría yo.
Pintar antes de marcharme fue una iniciativa que fui cargando de promesas y luego vacié por medio de excusas. Llegué a convencerme de lo apropiado de conservar los detalles impregnados, dejarlos a modo de pistas para el siguiente inquilino. Desde mi perspectiva, era el recuerdo el que unía los detalles, era la memoria la que me acusaba de ser perezoso.
El suelo retumba a cada paso. La estructura del edificio lleva soportando, desde la posguerra, las pisadas continuas de entre ochenta y cien cuerpos. Creo que de ahí viene mi costumbre de arrastrar los pies. A diferencia de la tarima desvencijada de mi piso, la arena de playa proporciona una resistencia muy estimulante. Las dunas cambian y con ellas quienes las contemplan. Incluso el asfalto de una calle desierta puede despertar cosas buenas en un corazón dispuesto. Sólo se conoce en profundidad una vida si uno se desorienta en sus calles principales, si se rinde a la rutina del peatón.
Los objetos de mi piso se desplazan solos: cae la penumbra y van adonde quieren. Estoy intranquilo, así que bajo un momento a la calle. Confío en que dando un paseo corto pensaré con más claridad. En realidad no queda nada por hacer, salvo averiguar qué pasa con mis maletas, pero el torrente de ideas en mi cabeza no se detiene. Nadie me mira a los ojos porque soy invisible. El cielo tiene la textura de una bebida tropical. Un níveo resplandor detrás de los edificios recuerda la atmósfera de una película bélica. Los letreros luminosos, las voces alzadas, las marquesinas, el temblor del metro bajo los pies, forman un barullo que de un modo inexplicable me ofrece cierta paz. Si hoy hubiera partido, los hinchas del equipo local completarían este paisaje urbano con bufandas de rayas y gritos estridentes, lanzando botellas de cerveza fría a las fuentes cortadas por culpa de la última sequía.
La manzana donde se encuentra mi edificio está dividida por una calle estrecha. Por este pasaje recorro un túnel abierto que me aísla del estruendo del tráfico exterior y accedo a mi portal. Me gusta la sensación de dejar atrás un ruido continuo, cada vez más molesto, y quedarme solo con la compañía del eco de mis pasos. Hay a quien le resulta incómodo ese cambio tan drástico de una calle principal a una callejuela que, además, suele estar a oscuras. Cuando me trasladé aquí, era común que me diera la vuelta cada vez que escuchaba un sonido que no identificaba de inmediato. Con el tiempo he ido memorizando la gama de resonancias de mi calle. A la salida o entrada del portal, distingo por los cambios de temperatura la calidad del aire y el punto cardinal de procedencia de las rachas de viento. Creo que conozco bien el lugar donde vivo.
El vecino de enfrente enciende la luz del salón y luego la apaga. La enciende por segunda vez y su silueta se agranda al acercarse a la ventana. Desde abajo parece que está buscando mi ventana, pero hace un gesto de despedida a otra persona y luego cierra las cortinas. La luna menguante me recuerda que el día finaliza, y que por más que corra no podré recuperarlo.