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La entrada de casa se llena cada día de folletos publicitarios, catálogos y demás correspondencia. Da igual haber avisado desde hace semanas que esta dirección va a quedar deshabitada. La correspondencia física se acumula, pierde el color, envejece y se pudre delante de mis ojos. Me limito a reunirla en el taquillón, un invento del siglo diecinueve para dejar llaves y cirios, o para que el habitante dirigiese un último vistazo a su reflejo antes de salir. Uno de los síntomas que indicaban que mi abuela se situaba al borde de una de sus crisis de locura consistía en descubrirla colgando sábanas sobre el espejo de la entrada para, según su explicación, esconder a los fantasmas que la asediaban. Lo decía con ojos temblorosos de regocijo, como los de un viandante aterido de frío al entrar en una estación de metro. Con gestos furtivos de complicidad con el otro mundo, mi abuela trataba de fijar la retina en un punto efímero del reducido espacio que ocupaba mi cuerpo.

Una botella vacía de plástico que dejé sobre la mesa ha desaparecido. La mesa cojea, así que busco alrededor por si ha caído cerca. No la encuentro. Regreso a la cocina para limpiar el frigorífico, apagarlo y dejarlo abierto. En el congelador, tras retirar un bloque de hielo con manchas de moho, hallo unas ramas de menta que no recuerdo cuándo guardé. Las delgadas ramitas han conseguido, a pesar del frío, crecer y envolver un fragmento de carne, y uno de sus tentáculos ha ensartado un guisante. Al principio de nuestra relación, Lidia y yo nos fuimos media semana de vacaciones. Fue la única vez que nos permitimos un verdadero descanso. Siguiendo un consejo de mi padre, a quien recuerdo cerrando las llaves del suministro de agua cada vez que nos íbamos varios días fuera, apagué la luz general del piso. A nuestro regreso, nos recibió un olor hediondo y viciado que tardamos días en eliminar, con ayuda de incienso y vapor de hisopo. Evidentemente, al desconectar la electricidad se había echado a perder todo el contenido de la nevera que acabábamos de llenar. La carne picada y el pollo presentaban un tono azulado que me hizo pensar en la decadencia de Occidente. Me acuerdo de aquello mientras despego el hielo del congelador.

Sé que debería sentirme una pizca más culpable por haber perdido el avión. Pero también me sobrepasa la cantidad de decisiones que he ido tomando estas últimas semanas, sin apenas valorarlas. Parece que son los acontecimientos mismos quienes se han molestado en mostrarme todas las etapas y fórmulas posibles de la vergüenza, la pérdida o el fracaso. Hace un mes, poco después de comprar el billete a Santiago de Chile (de allí tendría que tomar otro vuelo a Punta Arenas, y de Punta Arenas un tercer vuelo hasta Porvenir, en la Isla Grande de Tierra del Fuego), fui a la playa para enterrar nuestras cosas, las mías y las de Lidia. La intención era dejar, en un gesto tal vez excesivamente abstracto y simbólico, el veredicto de nuestra relación al peso de la arena. Confiaba en que las semanas irían cargando de valor, incluso de sentido, lo poco que nos quedaba en común, que en el instante de su entierro apenas era una colección de recuerdos muy concretos. La tarde siguiente, a causa de una crecida de la marea, nuestras cosas salieron a la superficie, revueltas entre la espuma canela de las olas. La negrura engullía la arena y la brisa espolvoreaba un extraño canto sobre nuestras cartas y fotografías. Alrededor de los objetos se fueron formando grupos de curiosos que reconstruían mi vida con Lidia. Leían nuestras frases más íntimas y se reían de mis intentos de romanticismo. Maldije al mar por desvelar nuestro pasado, que ahora flotaba entre cenizas, plumas de pájaro, algas, madera herrumbrosa y orina.

Me quedé por allí, esperando a que la playa se vaciase lentamente. Me acerqué a la orilla. La luna temblaba, se partía y espesaba, ensartada en fuegos artificiales. El mar se unía, negro y salvaje, a la penumbra. En el rompeolas era donde mejor me encontraba, ordenando mis pensamientos junto a la arena blanda. Recordaba las joyas improvisadas que el mar siempre trae después de tallar y erosionar cristales de botellas rotas. Joyas que se unen a las conchas vacías que aproximamos al oído y nos susurran un océano. Entre las pertenencias que enterré había un collar que le regalé a Lidia, con una cadena minúscula, y una piedra de profundo azul en el centro. Estuve recorriendo la orilla de punta a punta, desde el espigón de rocas hasta el campo de cañadules que rodea la antigua fábrica de tabaco, pero no di con él. Lo que la crecida de la marea hizo con todos esos recuerdos fue desde luego mucho más eficaz que mi petulante esfuerzo de enterramiento. Reconozco que estaba enfadado: le dije a Lidia que me marchaba sin saber si volvería, y lo único que le preocupaba a ella era que hubiese elegido irme justamente a Argentina, con la de veces que había insistido en hacer ese viaje juntos cuando ella terminó su carrera y se planteó como tema de su tesis una comparación entre las dictaduras española y argentina, con la idea de fondo (todavía por desarrollar) de que era completamente necesario sacar toda la historia a la luz, por oscura que esta pudiera llegar a ser. Lidia es brillante. Echo de menos su mentalidad de derechas, libre de ingenuidades e incapaz de cinismo alguno. Y echo de menos su cojera. No es que caminara metiendo la oreja en los charcos, pero nunca apoyaba el pie completamente: una operación que no fue bien se lo dejó casi sin sensibilidad y con una cicatriz que lo atravesaba, cerca del empeine.

El recorrido de su ensayo presentaba, como su atractiva cojera, inclinaciones respecto a un eje central: iba de nuestra lenta y penosa dictadura a una Latinoamérica con mejor memoria de sus peores desdichas. Según Lidia, las dictaduras de América Latina producen asco por su violencia y su salvaje brevedad, por su modo visceral de quemar etapas y esconder cuerpos, casi como si se tratara de una carrera de obstáculos. Aquellas atrocidades quedaron registradas en la tradición oral de las coplas, los fandangos, los sones y los tangos, los únicos lugares a los que la burocracia no tenía acceso. Eran las voces que acompañaban la limpieza de las escaleras y los patios las que daban cuenta de lo ocurrido. La dictadura nuestra, en parte por su extensión temporal, ha creado una suerte de enfermiza dependencia, una fantasía agónica no exenta de exhibicionismo que se nos ha inculcado en el alma y en la memoria. La dictadura que nuestros padres conocieron está en nuestra leche materna, en nuestra educación, en cada rincón de la ciudad y debajo de cada conversación. El trabajo de Lidia planteaba cómo se encajaba esta ubicuidad, y el punto de partida era analizar las expresiones culturales de cada generación. Nuestra generación no había conocido la dictadura, pero la dictadura se había instalado en nuestra generación como una molesta montaña de polvo. Por eso la música de hoy prefiere conflictos como el desamor o el aburrimiento. La música que yo viví (porque en mi casa no sólo se escuchaban canciones, se repetían, se sentían y hasta se lloraban; nos aferrábamos a las melodías y frases de otros para escapar de las propias) era puro exorcismo. Como en mi casa la cultura dominante era la de la copla y el pasodoble, Lidia no paraba de hacerme preguntas sobre las canciones que recordaba, las que mi abuela afirmó haber cantado en la radio, o sobre los discos que había escondidos en un altillo, dentro de una caja donde convivían la canción protesta, los cantautores rendidos a una poesía de burdel, sospechosos éxitos de una época que era más sano olvidar, y grabaciones importadas del extranjero.

Las dictaduras de ambos continentes no son intercambiables, decía la tesis de Lidia. Ninguna dictadura lo es. Pero tal vez, me explicaba Lidia (ella tiene la capacidad de materializar en su lenguaje corporal lo que lleva dentro) sí que nos haría falta tener una pizca de la amargura de hace décadas, para asegurarnos de que habíamos aprendido algo. Yo lo veo difícil. Nosotros no acabamos con la dictadura, sólo la agotamos. Así hacemos aquí las cosas. Mi generación se ha ido por el hoyo de la ociosidad, suelo escuchar decir a los mayores; la generación de la posguerra, la que vio crecer como hongos los fantasmas y delirios de un imbécil (cualquier definición acertada de dictadura incluye a un imbécil) quiso saltar un gran charco, pero parte de ella nunca regresó, porque es difícil regresar de una huida. De esto iban las canciones de mi casa, y en ese inabarcable campo quiso meterse Lidia al comienzo de su tesis. La generación de nuestros abuelos descendió por un remolino, un maelström, junto a sus héroes culturales, decía Lidia, que por cierto sabe hablar muy bien alemán; al llegar a la última vocal escondía la lengua y la hacía descender, como indica la diéresis que lleva encima la letra. No establecía comparaciones entre su cojera y todo lo demás. No lo disimulaba. Bromeaba con que así conseguía ron gratis. Yo sólo me sentí avergonzado en una ocasión: ella había ido a un médico que podía reconstruir el músculo dañado, y yo le dije que no era buena idea, que me gustaba así. Pero no le dije que fuera su cojera lo que me gustaba de ella, sino el hecho de que no le diera importancia. Es como si la reconstrucción de su pie la convirtiera en una versión pobre de sí misma.

Lidia había llegado a una doble conclusión en su investigación académica: que alejarnos de América Latina para escondernos en Europa fue un error (no sé lo suficiente de ello para saber si estar de acuerdo), y que aquella generación hizo lo que nunca se ha de hacer cuando uno cae en un remolino que mueve grandes masas de agua: nadar hasta sentir calambres.

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