Читать книгу La asociatividad y el liderazgo del profesor en comunidades rurales de Colombia - Daniel Lozano Flórez - Страница 10

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Ruralidad y territorialidad

En el mundo se han presentado modificaciones en las dinámicas sociales y económicas de las sociedades rurales a medida que las economías de los países han hecho su transición de agrarias a industriales (Bejarano, 1987; Cartagena, 2002). Uno de los cambios registrados se observa en el desplazamiento de los habitantes a las ciudades, en gran parte debido a la falta de oportunidades, a la búsqueda de alternativas para la generación de ingresos, a la continuidad de los procesos de formación y a la necesidad de distanciarse de las situaciones de conflicto.

Las cifras del Censo Nacional de Población y Vivienda indican que el 77,1 % de los 48.258.494 habitantes de Colombia residen en las cabeceras municipales, el 7,1 % en los centros poblados y el 15,8 % en las zonas rurales dispersas (Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE, 2018a). Según los datos del Censo Nacional Agropecuario, alrededor de 2.748.000 colombianos se dedican a actividades productivas vinculadas con el agro (DANE, 2014).

La realidad del medio rural y los cambios en su entorno han incrementado las desigualdades sociales y las disparidades entre los territorios rural y urbano; además, han propiciado una separación de estos, a pesar de que tienen un alto grado de interdependencia. Por otra parte, ha sido frecuente la asociación de lo rural con lo agropecuario, lo que ha sesgado la mirada de este medio a los aspectos productivos, condición que, sumada a la baja densidad poblacional en las zonas donde se adelanta la actividad agropecuaria, ha creado situaciones de atraso material y de tradicionalismo cultural, así como la valorización de lo urbano (Gómez, 2001).

No obstante, el alto grado de interdependencia entre lo rural y lo urbano ha impulsado el surgimiento de nuevas comprensiones y de una ruralidad integrada con contextos urbanos, regionales e internacionales. En este punto, adquiere importancia el concepto de territorio: “espacio físico en donde se dan un conjunto de relaciones sociales que dan origen y a la vez expresan una identidad y un sentido de propósito compartidos por múltiples agentes públicos y privados” (Schejtman y Berdegué, 2004, p. 29). Así, el mundo rural es pluriactivo, en virtud de las distintas actividades económicas que desarrollan las unidades familiares campesinas y las comunidades como alternativas para la generación de oportunidades, lo que les posibilita mantener los medios de producción, conservar los estilos de vida y proteger los ecosistemas (Barkin, 2001, 2004, citado por Rosas-Baños, 2013).

La perspectiva teórica que incorpora el territorio como un concepto central para estudiar los procesos de construcción social llevados a cabo en un espacio geográfico ha originado el planteamiento del enfoque territorial (Llambí Insua y Pérez Correa, 2007), que se concibe a modo de un proceso de cambio institucional y productivo que se ejecuta en determinadas localidades y que permite avanzar en la superación de la pobreza (Schejtman y Berdegué, 2004).

Con este enfoque, la economía de lo rural se entiende desde la localización de los procesos económicos y sociales, en donde el eje articulador es el espacio geográfico. Esta condición propicia la convergencia de las voluntades e intereses de los actores, quienes tienen un sentido de identidad y unos propósitos definidos. Así, en el enfoque territorial se destacan las oportunidades de construcción participativa de propuestas de crecimiento, inversiones y sostenibilidad con una visión que respeta la cultura local, incluido lo rural (Dirven et al., 2011).

En Colombia, diferentes instituciones gubernamentales han adoptado este enfoque para la formulación de políticas públicas; también lo han hecho algunos entes privados y, desde luego, académicos para la realización de sus estudios. Una de las aplicaciones de esta categoría se observa en el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 (Congreso de la República de Colombia, 2015), en el que se hizo una apuesta para un cambio social en el campo, mediante la intervención de problemas que durante varias décadas han estimulado el conflicto social colombiano, entre estos, las desigualdades sociales, la concentración de la propiedad de la tierra y la imposibilidad que tiene la población campesina para acceder a este medio de producción.

Aquí conviene destacar que, a pesar de su importancia en el desarrollo del país, lo rural muestra un rezago en materia económica y social; por esto, se requiere garantizar mejores condiciones y el ejercicio de los derechos de los habitantes rurales, con el fin de que tengan la “opción de vivir la vida digna que quieren y valoran” (Ocampo, 2014, p. 1). Al respecto, el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera plantea:

la necesidad de desarrollo integral del campo, la erradicación de la pobreza y la satisfacción plena de las necesidades de la ciudadanía de las zonas rurales para que toda la población pueda ejercer plenamente sus derechos y se alcance la convergencia entre la calidad de vida urbana y la calidad de vida rural, respetando el enfoque territorial, el enfoque de género y la diversidad étnica y cultural de las comunidades. (Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 12)

La educación rural y la generación de capital social

El Banco Mundial (citado por Kliksberg, 2006) distingue cuatro tipos básicos de capital: 1) el natural, constituido por la dotación de recursos naturales con que cuenta un país; 2) el construido, generado por el ser humano, que incluye infraestructura, bienes de capital, capital financiero y comercial, etcétera; 3) el humano, determinado por el grado de nutrición, salud y educación de la población; y 4) el social, un descubrimiento reciente de las ciencias del desarrollo.

Según Woolcock (1998), el capital social corresponde a los vínculos de confianza entre los individuos que amplían sus posibilidades de acción colectiva. Este se apoya en lazos formados desde las experiencias comunes y en valores específicos compartidos por los grupos sociales que les imprimen sentido a las prácticas de las personas. Así, el capital humano y el social son relevantes en el desarrollo económico de las naciones, porque brindan las bases para el progreso tecnológico, la competitividad, el crecimiento sostenido, el buen gobierno y la estabilidad democrática (Kliksberg, 2006).

El capital social se puede generar en diferentes instancias y depende de los valores, costumbres, creencias y cultura de la sociedad. Aunque su construcción es un proceso complejo que requiere la intervención de diversos actores —a través de la formulación de políticas públicas y de la asignación de recursos—, la participación del sector educativo es vital, debido a que desempeña roles y funciones sociales relacionados con los procesos de movilidad, el fortalecimiento de los vínculos y la cohesión, mediante la formación impartida a las personas, con el fin de contribuir a que ellas tengan las características que demanda el capital social (Sudarsky, 2001).

Las posibilidades de desarrollo de lo rural se ven limitadas por las debilidades institucionales, la falta de acceso a los derechos ciudadanos, la fragilidad del sistema de justicia, la inequidad en el acceso a la educación, el clientelismo y la corrupción. Estos aspectos, que son barreras para las relaciones de confianza, la cooperación y la solidaridad, dan cuenta de la importancia de la acción colectiva en la creación de una sociedad justa e incluyente. La cooperación y solidaridad que sustentan esta acción demandan capacidades sustentadas en el capital humano y en el social, que surgen de procesos de aprendizaje y requieren de tiempo para su maduración (Schejtman y Berdegué, 2004).

La compresión de lo rural evidencia que es fundamental tener una mirada multisectorial e interdisciplinaria, de manera que los logros en materia de bienestar para la población sean un resultado de la sinergia entre los sectores de la economía y la oferta de bienes públicos que favorecen sus actividades, en función de las características y condiciones de los territorios. Además, la diversidad cultural que origina las formas de comprender y vivir de los habitantes de un territorio obliga a entender sus complejidades y a posibilitar modelos educativos pertinentes que respondan a las necesidades e intereses de la niñez y la juventud rurales, y las motive a no abandonar el campo. Así, el progreso de lo rural y, por consiguiente, el del país demandan que los procesos educativos incluyan estrategias pedagógicas que favorezcan, desde la infancia, la generación de capacidades que sean la base para el desarrollo de cualquier actividad.

La educación rural en Colombia

La falta de oportunidades en el medio rural y la brecha de pobreza con respecto al urbano requieren cambios en diversas dimensiones, entre estas, la educativa, así como la generación de programas que propicien la permanencia de los jóvenes en el campo. Para lograr esto, se necesita, además de otros aspectos, construir y brindar ofertas educativas pertinentes que reconozcan las características del territorio y los intereses de los niños y jóvenes.

En Colombia, al igual que en América Latina en general, la desigualdad en el acceso y la calidad de la educación es un factor que contribuye a reproducir los contrastes económicos y sociales (Schejtman y Berdegué, 2004). Las brechas urbano-rurales se evidencian en las mediciones que muestran las diferencias entre los niños y jóvenes que habitan en las ciudades y los que viven en el campo. De acuerdo con un reporte del Ministerio de Educación Nacional (MEN):

el 62 % de los jóvenes de las zonas rurales no se matriculan en la educación media […] apenas el 1 % de las matrículas universitarias que se registraron en el 2016 provinieron del campo. En el 2015 esta cifra se estableció en el 2 %. (Semana, 2017)

Por otra parte, la Encuesta Nacional de Calidad de Vida reveló que, en el 2016, el promedio de años de educación de las personas entre quince y veinticuatro años era de 10,1 en las ciudades y de 8,4 en los centros poblados y lo rural disperso. En relación con la asistencia, la población con edad para cursar la educación básica y la media (de cinco a dieciséis años) presentó una tasa de 96,3 % en las ciudades y de 90,5 % en los centros poblados y lo rural disperso. En la población en edad para cursar la educación superior (de diecisiete a veinticuatro años), la tasa de asistencia fue de 43,1 % en las ciudades y de 24,3 % en los centros poblados y lo rural disperso. En el análisis del tiempo que gastan los estudiantes de cinco años y más en los niveles de educación preescolar, básica y media para ir al establecimiento educativo se encontró que el 11,1 % de los jóvenes de las ciudades tardan más de veinte minutos para llegar; el 21 % de los estudiantes de los centros poblados y lo rural disperso gastan más tiempo (DANE, 2016).

Sobre la matrícula en Colombia, la investigación de educación formal del DANE arrojó que en el 2018 el 76,3 % de los 9.916.546 alumnos matriculados en establecimientos oficiales y no oficiales estaban en la zona urbana y el 23,7 % en la rural. De los 447.855 docentes ocupados con asignación académica, el 72,2 % prestaban sus servicios en instituciones educativas ubicadas en la zona urbana y el 27,8 % en establecimientos localizados en la rural (DANE, 2018b).

Acerca de las sedes ubicadas en la zona rural y el acceso a las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC), el estudio reportó que el 92,6 % de las instituciones contaban con electricidad, el 87,7 % con equipos de cómputo, el 33,7 % con señal de televisión, el 26,9 % con internet, el 8,0% con línea telefónica y el 11,8 % con señal de radio para fines educativos (DANE, 2018b).

Si bien las cifras evidencian brechas, en el país se han planteado e implementado acciones para el mejoramiento de la educación rural. La Escuela Nueva surgió en Colombia en los años setenta como un modelo pedagógico orientado a las necesidades educativas de los niños de primaria de las zonas rurales. Hoy, constituye un modelo escolarizado de educación formal, que ofrece los cinco grados de la básica primaria en las zonas rurales, en la modalidad de multigrado, y la integración de estrategias curriculares, de formación docente, de gestión y de participación de la comunidad (MEN, 2019a).

En 1996, se inició el Proyecto de Educación Rural (PER), como parte del llamado Contrato Social Rural —firmado en la administración de Ernesto Samper (1994-1998)—, que contenía una modificación de esta educación. En 1999, en la administración de Andrés Pastrana (1998-2002), se implementó el PER con el propósito de contrarrestar la escasa participación ciudadana, la poca pertinencia de los programas educativos, la baja cobertura y calidad, así como la deficiente gestión municipal e institucional. Las primeras experiencias del PER se dieron en el 2002; en el 2004, se modificó la estructura administrativa del proyecto y se mantuvieron los modelos educativos y los procesos de implementación llevados a cabo hasta ese momento, con un enfoque en los objetivos de aumentar la cobertura, disminuir la deserción y mejorar la calidad (Rodríguez, Sánchez y Armenta, 2007).

En el 2009, el MEN comenzó el Programa de Fortalecimiento de la Cobertura con Calidad para el Sector Educativo Rural (fase II), con el fin de garantizar la educación por medio de estrategias flexibles que faciliten el acceso de los jóvenes rurales a los estudios y el desarrollo de procesos de formación y acompañamiento a los docentes para una educación de calidad, pertinente y con prácticas pedagógicas relevantes (MEN, 2019b).

Con motivo de la firma del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (Alto Comisionado para la Paz, 2016), y para propiciar la integración de las regiones colombianas, la inclusión social y el fortalecimiento de la democracia, se planteó el Plan Especial de Educación Rural (PEER), que busca la disminución de las brechas, el establecimiento de una educación de calidad que responda a las características individuales, regionales, culturales y de los contextos, así como la creación de modelos flexibles de educación preescolar, básica y media que se adapten a las necesidades de las comunidades y del medio rural con un enfoque diferencial (MEN, 2018).

A diferencia de los planes anteriores, esta propuesta incluye acciones de intervención en zonas rurales desde la atención a la primera infancia hasta la educación superior para garantizar cobertura, calidad y pertinencia; pero, igual que muchos proyectos, presenta como limitante la disponibilidad de los recursos para asegurar su implementación y continuidad.

Se resalta que el PEER plantea la igualdad de oportunidades en el acceso a la educación, además de su calidad y pertinencia, mediante una acción integral y cuatro estrategias: 1) fomento del capital social ligado a la escuela, a través de la participación de las familias y de otros actores sociales en la dirección de la educación rural; 2) fortalecimiento de los padres, madres y otros acudientes en su rol como personas de apoyo a los aprendizajes y la formación integral de los niños; 3) promoción de la paz, la reconciliación y la convivencia; y 4) oferta de aulas abiertas culturales y deportivas para la comunidad (MEN, 2018). En estas estrategias se evidencia una apuesta para la construcción del tejido social y el relacionamiento entre los estudiantes, los profesores, los padres de familia y la comunidad, lo cual revaloriza el papel del colegio como un sitio para el encuentro comunitario.

Una nueva Colombia

Una sociedad que estimula y cultiva la equidad, la solidaridad, la cooperación, la responsabilidad, el autocuidado y el cuidado de los bienes comunes, y lo refleja en sus sistemas —judicial, de salud, educativo, entre otros— puede lograr un mayor progreso (Kliksberg, 2006). La educación y las instituciones, junto con los maestros, estudiantes, padres de familia y comunidades, deben desarrollar procesos de formación que transmitan conocimientos, faciliten el reconocimiento de las diferencias de las personas y los territorios, y generen espacios para el fortalecimiento de los valores sociales que favorecen la consecución de la autonomía, de la participación y del respeto, elementos que potencian el capital social, la creación de condiciones para el ejercicio de los derechos de las personas y el logro de objetivos y metas relacionados con el desarrollo desde un enfoque territorial.

Así, se podrá hablar de una nueva Colombia cuando se cuente con un capital social que apunte a una visión compartida de país. La construcción de este capital y el cambio social, en especial, en las zonas rurales, requieren de una transformación que permita que el sector educativo desempeñe un rol protagónico.

Referencias

Alto Comisionado para la Paz. (2016). Texto completo del “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. http://www.altocomisionadoparalapaz.gov.co/procesos-y-conversaciones/Paginas/Texto-completo-del-Acuerdo-Final-para-la-Terminacion-del-conflicto.aspx

Bejarano, J. A. (1987). Ensayos de historia agraria colombiana. CEREC.

Cartagena, A. M. (2002). De la estructura agraria al sistema agroindustrial. Universidad Nacional de Colombia.

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Dirven, M., Echeverri, R., Sabalain, C., Candia, D., Faiguenbaum, S., Rodríguez, A. y Peña, C. (2011). Hacia una nueva definición de “rural” con fines estadísticos en América Latina. Comisión Económica para América Latina y el Caribe.

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Llambí Insua, L. y Pérez Correa, E. (2007). Nuevas ruralidades y viejos campesinismos. Agenda para una nueva sociología rural latinoamericana. Cuadernos de Desarrollo Rural, 59, 37-61.

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Sudarsky, J. (2001). El capital social de Colombia. Departamento Nacional de Planeación.

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La asociatividad y el liderazgo del profesor en comunidades rurales de Colombia

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