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CAPÍTULO II
EL PODER CUANTO MÁS…

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Llegó el alba, el alba esperada de la partida. El primero en despertarse, sin siquiera tener la obligación de cumplir guardia alguna, fue Alekt, el incansable Alekt Tuoran. Su padre relativizaba sus carencias diciendo que de entre los marineros más sensibles, era el más duro y que, de entre los más perseverantes, era el más imaginativo. Pero Alekt se distinguía sobre todo por su ubicuidad y su tesón, como demostró en esa mañana. Revisaba aparejos, supervisaba las operaciones, registraba los eventos, mientras su cerebro pensaba aún más rápido que las acciones que realizaba. «Ya casi todo está listo» pensaba con una sonrisa en su rostro. Mandó que despertasen a Trucano y a su hermano: al primero para traducir las órdenes a los nalausianos que se incorporasen esa mañana y al segundo para dirigirlo todo con él, además de tomar posesión de la segunda fragata.

Su hermano llegó demorado pues la cura de sus heridas no había sido total. Alekt expresó la preocupación en su mirada de tal manera que Argüer ya sabía lo que pensaba: «¿Cuándo te han dicho que te curarás del todo?». Eso leía textualmente en su expresión. Argüer sin necesidad de que dijese una palabra ya le contestó, entre pasito y estremecimiento de dolor, apoyándose en un bastón:

—No te preocupes, solo me queda menos de una semana para que se cierre del todo la herida. —Alekt se alarmó, movido por el afecto a su hermano:

—¿Pero cómo es posible eso? ¿Y vas a hacer el viaje así? Me podrías haber dicho algo. —Argüer se molestó un poco y le contestó deteniendo ese nerviosismo:

—Si te lo dijo el cirujano y no le hiciste ni caso. Y además si estoy aquí es bajo mi responsabilidad. —Alekt volvió a reconocer al pragmático de su hermano:

—De acuerdo, de acuerdo. En ese caso ya no digo más. Se supone que se cicatrizará del todo, ¿verdad?

—Que sí, que sí, ¿no te lo acabo de decir? —Alekt se rio y dándose por enterado, cambió de tema centrándose en los preparativos para zarpar. Discutieron los pormenores técnicos y meteorológicos. Al final Alekt concluyó:

—En unas horas estamos listos, hermano. —Esta vez, Argüer fue quien optó por la comunicación no verbal con una ilusionada sonrisa de asentimiento. Pero algo no le cuadró en cierto momento al capitán: no se había registrado la entrada de Gotert Muntro, notable imperial de la caballería. Argüer no le dio más importancia:

—Aún quedan unas horas como bien has dicho, ya verás como ese lechuguino de Gotert, recordándonos que es valido del emperador, llega en el último momento como suelen hacer este tipo de personas. —Y nada más decir esto se percibió un rumor y una agitación en las calles que daban al muelle. Algo, que preocupaba a la gente de la calle, se aproximaba pero no se podía percatar uno de qué o quién era. A la mente de los hermanos les venía al que acababan de citar. Alekt lo comentó como lo pensaba:

—Ahí debe venir el susodicho. Me parece un impresentable y no nos lo podemos quitar de encima, pero es parte del acuerdo con el emperador. —Argüer sonrió con ironía y añadió—: Seguro que llega como si no hubiese roto un plato en su vida.

Lo curioso es que se estaba armando demasiado revuelo como para pensar que fuera una sola persona, la gente se empezaba a apartar y a mover de la bocacalle de la que se suponía que llegaría el aludido. Alekt y Argüer no tenían ángulo para ver qué es lo que se aproximaba por esa vía. El resto de la tripulación también lo oía y de vez en cuando dedicaban una mirada para ver qué era todo ese jaleo, pero no prestaban demasiada atención dada su ocupación. Argüer mandó al vigía, a ver qué pasaba:

—Nástil, baja un momento a tierra a ver qué es lo que se aproxima.

—De acuerdo patrón.

El curtido Nástil, un strooliano con diez años de servicio con los Tuoran, bajó con aire cansino y poco motivado, por tener que desempeñar un encarguito impropio de marineros, pero que acataba por la sobrada autoridad de los Tuoran. Cuando se encaró hacia la bocacalle que una hilera de casas tapaba a la visión desde las fragatas, el hombre pegó un respingo, e inmediatamente alertó de un grito:

—¡Gente militar! ¡Y mucha!

Los patrones no contestaron, simplemente se estremecieron y se dispusieron a descender a tierra. Alekt cogió a su hermano de los hombros y le conminó a que se quedase en reposo, que no le convenía saltar o correr y él le contestó «vale, vale, ve tú». Así Alekt bajó en cuatro zancadas adonde estaba Nástil y vio a lo largo de la calle cómo se acercaban con paso lento y marcado dos hileras de soldados fuertemente pertrechados y en medio a caballo, revestido con su coraza negra, y tan lleno de condecoraciones como de falta de escrúpulos, el susodicho Gotert Muntro. Detrás venían dos carros militares, de los que normalmente solían transportan munición o vituallas. Alekt comprendió inmediatamente que ese cruel muchacho quería imponerse en la expedición y había que pararle los pies, aquel viaje no podía hacerse a cualquier precio. Se quitó la casaca de capitán y se la dio a Nástil:

—Guárdala y di a todo el que pueda bajar a tierra que baje, venga vamos. —Nástil respondió haciendo automáticamente lo que le pidió mientras Alekt corrió hacia el engreído jinete. Los soldados no se fiaron de la llegada de ese extraño ni de la proximidad creciente a su líder, desenvainaron sables, cargaron ballestas y arcos y le apuntaron. Gotert, ordenó calmarse a su tropa con un gesto de su mano. Alekt ya estaba a pocos metros y le increpó sin más miramientos:

—Pero, por lo más sagrado. ¿Pretendéis embarcar esta tropa? ¿Quién nos ha consultado? ¡Debemos partir en unas pocas horas! ¡No es posible registrar y alojar toda esta gente y material en...! —Alekt miraba cada vez más confuso y angustiado los inconvenientes inesperados que imponía Gotert, entonces con creciente ira se encaró con el valido—. No debéis, ni podéis meter todos estos hombres en mis barcos. Mis fragatas no son ninguna barcaza militar y al parecer vuestras entendederas en cuestiones de navegación no os han permitido captar esa realidad. Os ruego, por el bien de la expedición, que estos soldados vuelvan por donde han venido. —Alekt mostraba una evidente irritación al contrario que el despiadado muchacho, lo cual empezaba a convertirse en una torpeza ante él. Este mostraba con obscena chulería que tenía más poder del que Alekt podía sospechar. El joven notable le habló así:

—Mi querido capitán, ante todo te recomiendo que te calmes. Y segundo que reconozcas quién detenta la autoridad. Eso es esencial para este viaje, porque lo estás haciendo gracias a esa misma autoridad. —Alekt se encrespaba aún más, tal y como indicaba el color enrojecido de su piel. No supo contenerse y gritó a Gotert:

—¡Maldito muchacho, no eres más que un petimetre consentido! Yo soy el codirector de la expedición junto con mi hermano Argüer. No tienes ningún derecho. —Gotert le cortó en seco con un rápido e indiferente movimiento de su mano: se bajó del caballo, para volver a dirigirse a Alekt con la misma calma que antes:

—Maese Alekt Tuoran, tengo carta blanca en este asunto y precisamente, para imponer el orden también. Lo que acabas de decir podría interpretarse como una sublevación y alrededor tenemos cuarenta hombres que no tienen más que decir la verdad que yo les ordene delante de un tribunal, una vez que te hayan apresado. Vamos, compañero, deja que las cosas vuelvan a su sitio y permite que yo sea lo que soy: la voz del emperador en este viaje. Y te conviene que lo permitas, de otra manera tendría que forzarlo, y no queremos eso ¿cierto? — Alekt se dio cuenta de que había sido un estúpido y que ese joven le había provocado para dejar las cosas bien claras. Se calmó más por el pavor que le invadió que por entrar en razones. Miró al suelo con la mano en la frente mientras el sudor le caía por las mejillas. Debía alegar cuestiones técnicas de peso y atajó por ese camino, levantó su rostro para decirle al notable:

—Por supuesto que acepto las autoridades y os ruego disculpéis mi enajenamiento, humildemente os ruego disculpas. Pero repito que es imposible alojar más de cuarenta hombres en las fragatas, junto con sus provisiones. La velocidad que llevarán las naves está pensada para el peso de la tripulación que ahora somos y no para más pasajeros que además van con armamento y corazas. Por favor, considerad estas cuestiones técnicas. Es por eso, y solo por eso, que lamentablemente he tenido este desgraciado… desacuerdo con vos, del que vuelvo a excusarme. —Gotert miró esta vez él al suelo y con aire resignado contestó al navegante:

—Mi querido Alekt, me apenáis. Pensáis que somos incapaces de hacer esos cálculos o de no comprender el alcance de esta misión. Además, ¿he de sugerir a un marinero que el propio mar nos provee de vituallas? Mis hombres son capaces de dar cuenta de cualquier comestible marino, no hay que acumular más provisión de boca en las naves. Pensad, por otra parte, que es imprescindible llevar una fuerza de seguridad y conquista a tierras ignotas. Eso no hace falta ni que lo pongamos en tela de juicio. Pero, como estoy viendo que no va a ser fácil convenceros, creo que terceras personas os dejarán claras las ideas. —Alekt estaba más confuso aún y solo pudo balbucear un «¿qué?», cuando desde detrás de esta comitiva militar, venía otra de la cual ni Alekt ni Nástil, el vigía, habían podido percatarse. Cuando, justamente Gotert acabó de decir esto, el segundo contingente ya alcanzó la escena y de este se distinguieron dos jinetes que se acercaron a los conferenciantes. Uno de ellos era el visir de navegación, que se dirigió a Alekt con un acento adusto y reprobatorio, como el de los profesores asqueados de su trabajo:

—Alekt Tuoran, vuestra impulsividad nos ha parecido, si más no, una peligrosa falta de autocontrol. Con esta premisa, ¿sabremos si sois idóneo para salir airoso de tormentas, extravíos, motines y enfermedades? —Alekt contestó desvelando parte del diseño novedoso de ese viaje, entre otras cosas porque era presa de una sensación de irrealidad total, como si estuviese en un sueño, una borrachera o una pesadilla:

—Es un honor vuestra presencia señor visir, pero tal como hemos trazado la ruta y la velocidad de este viaje ninguna de esas lacras de la navegación sucederá. Pero, si tan empeñado estáis en que deban ocurrir, casi las prefiero al trato con este mal lacayo del emperador. —La respuesta del visir fue automática:

—Miserable impertinente, pagaréis caro por estas palabras. —Mientras el visir decía esto, otra figura que aparecía por detrás del visir se dirigió también a Alekt:

—Pues veo que no iba desencaminado en imponer un valido en este viaje. No me hacen falta más hechos para ver lo que hay. ¿Tienes algo que decirme Alekt Tuoran?

Al oír su voz pudo percatarse que se trataba del emperador, cuyas facciones se definieron en cuanto el sol que tenía detrás dejó de hacer contraste en su cuerpo. Como siempre, estaba de buen humor, pero en esta ocasión era un humor irónico, de escarnio y ridículo para la víctima. Parecía que sus labios gruesos iban a dar forma al rugido de ira del que detenta todo el poder, para devorar a todo aquel que se le insubordine. Su mirada gélida y calculadora, hacía la par con la de Gotert, ¿sería este su bastardo? En todo caso, hizo falta poca conversación, las cosas quedaban muy claras. No obstante y como parte de la destrucción psicológica que Gotert llevaba a cabo sobre cualquiera que se le opusiese, ahora ostentaba un tono paternalista y odiosamente comprensivo, exponiendo la situación, en defensa de Alekt:

—Emperador, no deberíamos cuestionar la valía de nuestro navegante. Si bien no es un hombre acostumbrado al mundo de los notables del imperio, hemos de darle una oportunidad, pues así somos de magnánimos. —El emperador asintió:

—Eso mismo afirmo yo, pero sin duda que debéis ser vigilado maese Alekt. —Alekt, en un hilillo de voz, se centró en sus argumentos técnicos:

—Señores, este viaje no permite esta carga extra. Con todos los respetos.

Gotert lo miró con una sonrisa amplia pero condescendiente, como si en realidad tuviese delante un niño de cinco años en vez de un hombre hecho y derecho. Se quedó un momento largo y demoledor mirando a Alekt con esa sonrisa, sin decir nada. Alekt bajó la cabeza no tanto por sumisión como por no saber qué hacer o qué decir. Cuando ya no podía seguir bajándola más, recibió una respuesta nuevamente en la línea de hacerle notar cuan equivocado estaba:

—Alekt Tuoran, ¿quién os ha dicho que todos estos hombres tengan que partir en nuestro periplo? ¿Cómo estáis tan seguro de lo que deseo? Finalmente entenderás que este malentendido viene por querer dirigir demasiado esta empresa. Escúchame —levantó un dedo para seguir con su retórica—, de estos hombres, que son los mejores de mi guardia personal, deberás escoger la mitad. Así, tú mismo decidirás cuáles son los más aptos ya fuera por estatura, complexión, habilidades o lo que convengas. Si ni siquiera la mitad de estos hombres pueda ser aceptada en este viaje tenemos otra solución que es probable que no te guste. Vayamos al final de la calle donde podamos ver el muelle.

Los hombres anduvieron la carrera que hizo Alekt minutos antes mientras la multitud enmudecía atónita por la presencia del emperador fuera de todo protocolo. De hecho, el mandatario se exponía a un atentado, aunque él lo sabía bien, cogía por sorpresa cualquier movimiento subversivo con esa aparición. Ni una sola ballesta estaría lista para disparar en ese preciso momento, ni uno solo de los pocos mosquetones que aparecieron en esa guerra podría estar cargado contra él y si acaso, la pequeña hueste de casi sesenta hombres que tenía a su alrededor era la mejor garantía de seguridad en esas estrechas calles.

Cuando llegaron donde estaba Nástil, que había reunido a la mitad de las tripulaciones de las dos fragatas, intentó dirigirse a su patrón con más asombro si cabe que con el que vio al contingente imperial. Le dijo solamente:

—Señor, hay algo más que debería saber, y… —Alekt lo apartó con su mano calmadamente mientras le decía «ahora, no». Entonces Gotert le dijo con renovada ironía:

—Deberías hacer caso a este marinero. ¡Ah, cuántos pequeños fallos mi capitán! Espero que te calmes cuando veas esta maravilla. —Se apartó de su lado y le enseñó el muelle que tapaba con su cuerpo. Delante de Alekt vio la reconfortante visión de las dos fragatas que habían preparado con tanto esmero en tan poco tiempo, pero en segundo plano, otra nave de mayor dimensión realizaba maniobras de aproximación al espigón. Era una nave, de aspecto muy nuevo y velas perfectamente tensadas sobre sus mástiles y masteleros, una nave que se reveló en seguida como nave de guerra, se podían ver sus disparadores asomándose por las portezuelas o las torretas de disparo con todas las armas en posición. Alekt estremeció su cuerpo de un salto en cuanto la identificó, y exclamó:

—¡Un navío! —se contuvo, pues no quería volver a ser amonestado—. Señores, ¿puedo preguntarles? —fue inmediatamente interrumpido por Gotert, el cual le aclararía la situación:

—Si no podéis incluir veinte hombres entre las dos fragatas, viajaremos escoltados por ese navío con cincuenta hombres embarcados preparados para saltar a tierra, o para abordar cualquier otra nave. —Con esto miró de reojo al capitán—. Creedme, fue nuestra primera opción, pero yo alegué a vuestro favor para que la expedición fuese lo más ligera posible. —El emperador miró a Gotert con una sonrisa hierática que pretendía encubrir su sorpresa ante las artes de imposición de su valido. El emperador no había discutido ningún tipo de propuestas con él y esta maniobra se trataba, sin duda, de una jugada maestra para imponer su orden, su liderazgo, y si cabía, el terror también. La habilidad de la manipulación psicológica convenció al emperador como para seguir el juego a su joven valido. Por lo que le secundó dirigiéndose a Gotert:

—Entonces, navegante, decidid presto.

Alekt se plegó y tras pronunciar unos sumisos agradecimientos, hecho un manojo de nervios, empezó a pasar revista y seleccionar a los soldados que se convertirían en escolta obligatoria del viaje. Le dijo rápidamente a Nástil que subiese todo el mundo a bordo y que por favor, su hermano inscribiese y repasase los hombres que él había seleccionado previamente. Al cabo de un rato, mientras Alekt tenía escogidos ya cinco soldados que subían por la pasarela de la primera fragata, apareció Argüer por la amurada que daba al muelle y gritó:

—¿Qué es esto de coger pasajeros? —En eso que el emperador y Gotert miraron al chillón del segundo capitán, y solo con la mirada helaron sus movimientos. Argüer, pudo pronunciar a tiempo mientras se movía hacia la pasarela:

—Perdonad, excelencias, perdonad.

El emperador y el visir ya estaban hartos de gritos y quejas de marineros y no querían agotar su magnanimidad, por lo que, sin mediar más palabras, dieron orden a sus soldados para formar en escolta y como un vendaval salir rápidamente de allí. Mientras, los hermanos Tuoran seguirían con la selección de los soldados que podrían subir a las embarcaciones. Al cabo de media hora ya tenían los veinte hombres y Alekt volvió a insistir sobre la logística, preguntando a Gotert:

—¿Y sus vituallas y pertrechos? —Gotert contestó de mala manera, ya cansado del capitán y sin necesidad de protocolo alguno por la marcha de su emperador:

—Ese carro.

Alekt pudo ver un voluminoso carro que afortunadamente, aún le pareció asumible para este viaje. Sin embargo Gotert no acabó y añadió además:

—Y ese otro de armas y municiones.

Ese segundo carro, Alekt no sabría cómo distribuirlo, tendría que echar mano de la superficie de la cubierta y amarrarlo como fuera, cosa que no le gustaba para nada porque interrumpiría las operaciones. De todas maneras, ya no se quejaría más, bajo la amenaza de ser “escoltados” por un navío pesado. En medio de las operaciones Argüer le susurró a su hermano:

—Ahora entiendo cuando le dijiste a papá que hacer este viaje a cualquier precio no podía ser.

—Pues claro. Tendrías que haber visto al emperador y su cliqué —respondió acercándose a su oído mientras el odiado Gotert no miraba.

Dentro de la ominosa situación Argüer aún podía reír, y lo hizo, contagiando a su hermano saludablemente. Se despidieron con un saludo marinero mientras seguían riendo, ya que Argüer en ese momento se disponía a comandar la segunda fragata. Gotert, se los quedó mirando con visible recelo y gesto de interrogación. Cuando se hubieron dispuesto todos los preparativos y se hubo embarcado el personal militar y su equipo, Gotert hizo una señal al navío de guerra que estaba anclado delante de ellos. Se marcharían inmediatamente. Las velas volvieron a desplegarse con una rapidez pasmosa, el ancla se recogió en pocos segundos. Todo parecía como si le hubiese dado la orden a una ardilla amaestrada. Alekt pensó lo que podría llegar a hacer con una tripulación como esa, de marineros ligados al barco que tripulaban, de hombres compenetrados totalmente y en entrenamiento constante. Unas virtudes deseadísimas en una expedición como la suya pero que ni la técnica de navegación ni la pericia de los capitanes del imperio podrían jamás aprovechar al máximo. Él sabía cómo funcionaban las cosas en la fuerza naval del imperio, ya que había pasado dos años de marino en esos barcos, pero tenía lo que tenía, no serían hombres entrenados hasta conocer cada tablón del barco, como los del navío de escolta, y no solo debía conformarse sino que, a la larga, debería sentirse orgulloso porque de aquellos que o bien cumplían sus tareas a la perfección o bien permanecerían ociosos y despistados se iba a decir que serían “sus hombres”. Como Alekt huía totalmente de liderazgos vacíos de mérito y de los abusos de poder, deseaba hacer ver, con el ejemplo y con el dominio técnico, que aquello era una ocupación fascinante. Alekt volvió en sí de sus pensamientos cuando la nave armada ya se había alejado lo suficiente. Empezó a dar órdenes para zarpar pronto y a prepararse con los instrumentos. Las naves aprovecharían en ese momento la marea para su partida, tal como había hecho el navío armado hacía unos minutos. En eso que apareció Trucano situándose al lado del comandante tal como ya había convenido con él en días anteriores, cuando tuvo un intermedio entre avistamiento y bramido, le preguntó algo que le tenía intrigado:

—Señor, ¿y los nombres de estas naves? Los hombres solo hablan de “la de Alekt” y “la de Argüer”. Ya sabéis que los nombres nalausianos han sido arrancados y están prohibidos —Alekt lo miró risueño y cogió sus lentes telescópicas para divisar una vez la nave de guerra. Se las quitó de la cara en seguida y contestó a su empleado:

—Se trata de una costumbre de nuestra tierra. Solo se bautiza la nave cuando está en alta mar, cuando demuestra que realmente es una nave. De otra manera, si por cualquier circunstancia se malogra, no ha valido la pena ni el nombre. Por eso esperamos. —La siguiente pregunta era de esperar y así se la formuló su intérprete:

—¿Hay nombres pensados para ambas naves?

—Por supuesto, Trucano. Hasta tenemos el rótulo preparado. —Se interrumpió mirando a Trucano con complicidad y le preguntó—: ¿No deduces nada mi avispado amigo? —Trucano se iluminó con el flash de un relámpago en su cerebro, lo vio claro:

—He de ser yo quien los fije a la proa. —El patrón asintió con una sonora risa. Y aclaró:

—Bueno, en la otra nave tienen su carpintero. —Mientras decía esto, dos marineros ya traían el rótulo envuelto en lona con una mugrienta bolsa encima, debían ser las alcayatas y los clavos. A Trucano le brillaban los ojos. La operación le llevó su tiempo dada la dificultad nueva de tener que trabajar con tanto vaivén, pero se hizo antes de que se pusiese el sol. No podía desearse mejor tarea para empezar el trabajo de un carpintero de barco, al menos desde el punto de vista de la consideración e importancia de dicho trabajo. Siempre se hubiera podido empezar clavando un simple clavo, pero Trucano se sentía realmente realizado, empezando su trabajo “en serio”. La perfección ante lo dificultoso, la artesanía en tiempo límite o lo impecable bajo presión. Trucano no solo clavó y fijó con cola el rótulo del barco sino que además limó asperezas, corrigió errores y barnizó la pieza. En la lengua de Strooli pudo leer: “Eretrin”. Sin duda, Gotert enloquecería de rabia. Cuando ya se puso el sol y se encontraban a gran distancia del puerto, se pasaron a los turnos de noche por lo que la mayoría de la tripulación iría a dormir. El segundo oficial, con diez hombres más, se encargaba de la navegación nocturna y con la previsión meteorológica, las velas que iban desplegadas serían suficientes. En caso de cualquier variación se despertaría a los marineros de reserva. Todo parecía hecho desde hacía siglos, sin embargo era un método lógico y planificado que los Tuoran habían introducido en su pequeña flota y que había sido fácilmente asimilado por la tripulación dado lo razonable de los procedimientos. Este era solo uno de los interesantes aspectos de este viaje, de lo revolucionario que iba a ser para la historia del enorme y viejo continente de Onnoron, pues así nombraban a aquel mundo violento y viejo.

La noche transcurrió tranquila y veloz, con un sueño tan ligero como el corte de la quilla de la fragata sobre la mar, ya que las previsiones de los Tuoran para las corrientes que les llevarían hacia el Este estaban resultando totalmente certeras. El barco parecía patinar sobre el océano tan rápido como iba el viento, y las velas, aunque hinchadas, no amenazaban ni fatiga ni rotura. Esa especie de artesanía de navegación no podía más que hacer callar al insidioso Gotert una vez se hubiera despertado. De la misma manera transcurriría el día siguiente, a una velocidad de crucero jamás vista. Alekt estaba muy callado, prácticamente no daba órdenes mientras una sonrisa oscilaba de menos a más. Argüer desde su fragata hacía señales que Nástil, el vigía, iba transcribiendo. Cuando tuvo el mensaje, bajó de su puesto de observación y se dirigió a Alekt. Cuando estaba delante de él, este no se percató de su presencia, por lo que elevó un poco la voz para sacarle de su ensoñación:

—Patrón, un mensaje de su hermano. ¿Lo puede leer ahora? —Alekt le miró de súbito como si le hubiesen dado un chasquido de dedos para despertarse. Sin decir nada, cogió de las manos de Nástil el encerado en el cual había escrito el mensaje y pudo recitarle: «Vamos muy bien, pero calculo retraso tres horas a isla Fink, ¿cálculos iguales? Responde». Alekt se despabilo aún más y se dirigió a Nástil:

—Es cierto, no hemos hecho los cálculos compañero. —Nástil le respondió con cierta desidia:

—Patrón, manda usted. Recuerde que el segundo está de descanso. —Alekt se frotó las sienes «vale, de acuerdo» le respondió brevemente. Pero Nástil permaneció inerme delante de él, esperando las órdenes, cosa que Alekt captó cuando el vigía hizo un irrespetuoso pero acertado movimiento de hombros. Alekt se espabiló y dijo lo que tenía que decir:

—Envía un mensaje a la fragata Tuoran: “cálculo en quince minutos, extraño el retraso, velocidad buena, no respondas”.

—Ahora mismo señor. —Y desapareció a toda prisa.

Alekt en muy poco tiempo tenía los instrumentos, papiros y diarios para hacer las anotaciones. Mandó al oficial de cubierta que se tomasen las medidas de velocidad, que lo hicieran por ambas bordas y tres veces, que midiesen el viento «no, de eso ya me encargo yo —se corrigió ». Estaba realmente muy ocupado haciéndolo cuando apareció Gotert subiendo al centro de mando y nada más verle le dijo:

—Se os ve muy atareado maese Alekt, ¿acaso no van las cosas bien o algo os ha fallado? —Alekt se sintió realmente fastidiado y le respondió con una indirecta destructiva:

—Señor, este es mi trabajo y, como me lo tomo en serio, es de esta manera. El vuestro cuando os lo tomáis en serio es mucho peor, como demostrasteis en la batalla de Eretrin.

—¿Qué queréis insinuar?

—¿Es necesario que os lo toméis como una insinuación? Creo que lo he puesto muy claro y hasta para el más simple de los súbditos del emperador quedaría muy diáfano. El resultado de la gente militar siempre es el mismo: destrucción y muerte. —A Alekt ya no le importaba para nada que se tomasen sus palabras como quisiera aquel potentado. Ahora se sentía en su medio y Gotert además no tenía testigos amigos sobre lo que el capitán dijese, y si se molestaba tanto mejor, pues esperaba aleccionarle. El avieso Gotert por primera vez con Alekt se sintió atacado y respondió:

—Ese tono no os lo voy a consentir, porque si no os recordaré quién soy… —Alekt le interrumpió apartándose el instrumento que tenía en frente:

—Sois el privilegiado pasajero de este viaje, señor. Pero yo soy el capitán y si por suerte llegamos a la tierra que prometía, estoy seguro que será porque no intercedéis en el gobierno de este barco ni el de mi hermano, el capitán Argüer. —Hubo un momento de silencio, en el que las miradas de ambos no bajaron ni un milímetro. Pero Alekt no desaprovechó la ocasión para darle un golpe final—: Ya sabemos todos que cuando hacéis mejor vuestro trabajo y cuando os gusta más hacerlo es cuando os toca hacer de formidable asesino. En esta cubierta pues, no tenéis nada que hacer y si acaso sois útil será al emperador y no a mí cuando tengáis que amedrentar una eventual población de indígenas para sacarles todas sus riquezas.

Gotert estaba caldeado desde lo más hondo de su pecho, pero se calló y sin dejar de mirarle fijamente hasta el último momento juró en silencio que recibiría su merecido. A Gotert le gustaba más prepararse las venganzas lentamente en la distancia del tiempo, para que la víctima al haber olvidado todo añadiese al dolor del castigo la ansiedad de no saber el porqué. Se fue Gotert, se fue por un largo rato, dejando libre el trabajo de Alekt, que sin ningún problema ya podría conocer la velocidad de la nave, del viento, de la corriente, el rumbo y la posición aproximada. La información fue enviada a Argüer sin más dilaciones. Pero al cabo de poco tiempo recibió la respuesta, por mediación del trabajo de Nástil. Su hermano insistió en que iban más lento de lo esperado. La explicación casi era innecesaria: la carga. Cuando Alekt acabó de leer el mensaje levantó la mirada y observó cómo la fragata “Clan Tuoran” se había acercado lo suficiente como para ver claramente a su hermano que le miraba con los puños apoyados en el pasamano de la amurada. Parecía que estaban hablando en silencio. Alekt tenía la mirada fija en la de su hermano, mientras el mar los hacía permanecer inmóviles en referencia uno del otro, Alekt en un perfil estilizado de cabellera ondeante, sosteniendo el último mensaje de su hermano como si fuese a recitar la saga que estaban componiendo, Argüer con sólida y benevolente corpulencia, de frente, franco y vehemente, apareciendo como un ser duro, con su barbilla prominente, peluda, áspera y su calva sucia. Parecía un tabernero que iba a servir una buena jarra de… problemas. Alekt sabía exactamente qué es lo que debía hacer y de lo que tenía la seguridad que su hermano estaría urdiendo: tirar la mitad de las tonterías que traían los soldados. Se lo veía en la mirada. Si ahora iban muy rápido, el hecho de saber que podrían ir aún más rápido, le empujaba a saltarse la amenaza de Gotert y con él, la del emperador. Como sobraban las palabras respecto a esa decisión que los dos tenían muy clara, pero como no había que desaprovechar la oportunidad de que los dos hermanos pudieran oírse por la proximidad, le voceó una pregunta, ayudándose con la mano cóncava:

—¿Qué tal vas con la herida?

—No me puedo quejar, se cura y los segundos de a bordo me están ayudando mucho.

Le comentó tal cosa, como si solo esperase hablar de ese tema. Alekt sonrió y le hizo un gesto de conformidad, un puño alzado, al cual respondió Argüer antes de desaparecer de la cubierta. A pesar de esa necesidad indefectible y esa decisión inexorable de deshacerse de lastre que llevaban los dos, debían pensar bien cómo lo llevarían a cabo, sobre todo para que no sospechase el insidioso Gotert y zanjar el tema de un plumazo. Reunió a sus principales esa misma noche. Estarían sus dos segundos, el almacenero-administrador, Nástil por su experiencia, el exesclavo negro por su fuerza y por último Trucano, lo cual a él le pareció embarazoso aunque al mismo tiempo, emocionante. El carpintero nalausiano, personalmente, buscó y citó en diferentes momentos del día a cada uno de ellos en el camarote del capitán, cuidando en su tarea que no rondase ni uno solo de los soldados de Gotert. En la cita todos aparecieron en silencio a la hora concertada y entraron rápidamente casi empujados por su patrón, el cual les conminó a no decir ni una palabra. Cuando estuvieron dentro, Alekt aclaró que hablarían por riguroso turno de palabras y tan bajo como la capacidad de audición permitiese. Se sentaron todos aunque fuese en barriles o cajas y empezó Alekt con un susurro fino pero penetrante al oído:

—No hace falta decir que esta reunión es secreta y resolveremos un asunto importante en muy poco tiempo. —Miró a sus interlocutores y algunos de ellos llevaban escrito en la cara: «yo no sé de qué va esto». Entonces, expuso lo que se iba a hacer:

—Os introduciré a todos en el tema que nos va a ocupar: nuestra velocidad es buena pero insuficiente y si eso ocurre durante más tiempo llegaremos a los hitos del viaje con retraso, eso significa que las provisiones escasearán en tal caso. —Hizo una parada enfática para que todos asimilasen la importancia de la velocidad y prosiguió—: ¿Qué hace que no vayamos a una velocidad óptima? El sobrepeso. ¿Qué llevamos de sobrepeso? Parte de la carga de los militares. ¿Cuál es la solución? Deshacernos de lo que no sea imprescindible de esa carga. Eso se debe hacer y no hay discusión alguna. Es una orden. Lo que vamos a discutir es cuándo y cómo. —El segundo de abordo, que se llamaba Urtrul Guouran, levantó la mano para exponer su objeción. Alekt le dio la palabra:

—¿Se ha pensado en las consecuencias y represalias?

—Sí, y por eso se retendrá el resto de sus armas, para que no las tomen y precisamente no tomen represalias —respondió con rapidez su oficial. Pero este le replicó:

—Entonces es un motín, y ya nos podremos despedir de volver a Eretrin o a cualquier puerto del imperio. —Alekt no era ignorante ante esa posibilidad pero no quería arriesgarse a perder la corriente que existe antes de la isla Fink, la última antes de repostar en el mar ignoto. Si se demoraban en repostar un solo día entonces nada más que sus propias velas y un tiempo desconocido les llevarían a alguna parte. La alternativa podría ser desde ser arrastrados por una tempestad, caer en la calma chicha en no se sabe dónde o agotar las provisiones dando vueltas. La decisión era prácticamente forzosa y así lo declaró:

—Debemos llevar esta expedición por nosotros mismos si queremos llegar vivos a alguna parte. —Entonces el exesclavo negro, sin pedir palabra, irrumpió en la conversación con todo el sentido común de su pueblo:

—¿Quién nos dice que vayamos a alguna parte? Todos sabemos que nos dirigimos cada vez más al Este y no se sabe nada de allí. El maese Gotert ha hecho bien en traer soldados fuertes porque si de nosotros dependiese, muchos de los marineros levados tomaríamos el barco para volver a la libertad. Maese Alekt, eres comprensivo y bondadoso, eso lo hemos sabido fácilmente, pero estáis loco y nos lleváis a la muerte. Si te confieso esto es porque a alguien que confíe en mí no puedo mentirle ni ocultarle la verdad.

Todos se quedaron de piedra ante las revelaciones de Banala. Y Alekt, aunque dolido, sabía que tenía razón y no iba a perder el tiempo en explicárselo ahora mismo. Veía que lo que tenía que hacer es coger las cosas por la rienda y torcer todo hacia su provecho. Le respondió con justicia pero con energía, y sabiendo cómo eran los siliguchos, terció así con su interlocutor:

—Agradezco tu sinceridad, compañero, pero esto va a seguir su camino. Si he confiado en ti y tú has confiado en mí al decirme esto, que yo sepa, es porque en vuestro pueblo es costumbre que mantengáis cierta lealtad con aquellos que son sinceros. —Con la mirada Alekt le arrancó un asentimiento al hombre de color—. Tú debes y vas a confiar en mí porque mi travesía no es una locura, es un trabajo de muchos años que nos da exactitud a la hora de hacer este viaje. Hoy acatarás mis órdenes y si al final no se cumple lo dicho, harás lo que corresponda. —De nuevo, con los ojos fijados en los suyos, volvió a hacerle asentir—. Por otra parte, y sin ánimo de desconsiderar lo que has dicho, hoy has sido convocado aquí por tu fuerza y tus habilidades y no por tu opinión. —El hombretón no tuvo más que añadir y la conversación prosiguió.

A este y al otro le fueron asignadas diferentes tareas para dar ese golpe de mano. A Trucano le tocó una parte interesante: tenía que llamar a los tres soldados de guardia para engatusarlos en una trampa. Era el único subalterno que conocía la lengua rigani tan bien como la nalausiana. Trucano no hizo otra cosa que asentir. A Nástil se le encomendó despertar a todos los fieles a la familia y a los contratados de confianza. El administrador, que era un strooliano que conocía bien las formas del imperio, no había dicho palabra alguna, pero sin embargo su viscoso sudor iba en aumento hasta resultar al menos peculiar para los reunidos, en realidad su ansiedad iba a más y ya no pudo más, saltando con un grito:

—¡Vamos a morir destripados en cuanto volvamos a Eretrin! Esto es una locura. El emperador jamás admitirá… —Entonces Alekt le puso la mano en la boca para hacerle callar. Y le dijo:

—No pronunciéis la palabra motín, maese Sokert ta Munder, pero a la par, os ruego que nunca más consideréis este plan como una locura. Si no gritáis, explicaré por qué nadie va a ser juzgado ni ejecutado. —Aquel hombre gordo y asustadizo hizo un gesto tranquilo indicando que estaría callado. Entonces al quitarle la mano, Alekt se explicaría—: Como capitán no creo que tuviese que explicar nada a nadie, mis órdenes deberían ser acatadas e incluso a vos debería castigaros por vuestro comportamiento. Pero sabed lo siguiente, que sin embargo es obvio: todos los presentes somos demasiado importantes o imprescindibles para esta expedición. Observad, ¿qué sentido tiene encarcelar en medio de la travesía al capitán, los oficiales, al administrador Sokert ta Munder, al mejor intérprete, al encargado de los mensajes y al que conoce la otra rama de las lenguas del mundo conocido además de ser el hombre más fuerte de toda la expedición? —Acabó señalando a Banala. Levantó la mano el segundo oficial nocturno, con aire resignado pero dispuesto, se le dio el turno y preguntó:

—Se supone que en la Clan Tuoran están haciendo lo mismo, ¿no es cierto?

—Por supuesto Emendel y espero que hayan resuelto la cuestión ya, mañana deberíamos recibir la respuesta —contestó Alekt.

—¿Por qué mañana? ¿Por qué esperar a que esto se pueda llegar a saber y se malogre? Deberíamos empezar ahora mismo. Podemos mandar el mensaje nocturno a Clan Tuoran ahora mismo para sincronizarnos. —Alekt por fin recibió una respuesta como era debido, se ilusionó casi hasta lanzar vítores, orgulloso de semejante oficial. Pero prefirió mantener el registro bajo de su voz, a pesar de sus ademanes de exaltación y expresó todo su apoyo con mesura:

—Bravo, Emendel, bravo. Lo pondremos en marcha esta misma noche. Pero antes dejadme tener en cuenta un pequeño detalle. —Entonces se dirigió a Trucano y le hizo un ademán para que le acompañase fuera de la sala. Trucano se levantó sorprendido por una preocupación inesperada. Una vez fuera en el estrecho pasillo, el capitán le habló así:

—Trucano, eres el único de esta sala que va a escribir correo para que sea recogido en la isla Fink. —Trucano se quedó aún más sorprendido hasta notar un punto de miedo en el trato que le dispensaría su patrón. Pero a pesar de su expresión, Alekt, tras un silencio enfático, prosiguió—: Sí, compañero, yo sé más de lo que parece y al mismo tiempo hago parecer que no sé nada. Cuando digo que controlo la situación, lo digo de verdad, porque estoy en mi barco y en mi elemento: el mar.

—Confiamos en vos, patrón —terció el joven ebanista a modo de señal de lealtad.

—No lo dudo, por eso, sintiéndolo mucho, me vas a dejar leer la carta que estás escribiendo a tu mujer —dijo gravemente el capitán.

—Señor, no, por favor —contestó suplicante Trucano. Pero Alekt no dijo nada, solo tendió la mano esperando el pergamino. En contra de su naturaleza rebelde, Trucano obedeció la orden, haciendo algo que jamás hubiese permitido antes. El capitán abrió el pergamino y mirándolo de soslayo le dijo:

—Si empiezo a leer cuestiones sentimentales no te preocupes que pasaré al párrafo siguiente. —Y empezó a leerse la carta:

“Mi amada Nitavi, espero que puedas recibir esta carta, cosa que a veces es difícil por la lejanía de la isla Fink.

Será imposible que me respondas, porque el destino es desconocido como ya bien sabías. Espero y deseo que nuestro hijo crezca como lo ha ido haciendo hasta ahora. Por lo que respecta a la prima Duelva, sé que os colmará de dulzura y amabilidad porque siempre ha sido así.

Por mi parte he de decirte que estoy en manos de los marineros con más pericia del continente. Mi capitán no es un gran líder, pero conoce muy bien su trabajo y como ya viste en el camino, no deja de confiar en mí. Últimamente ha resuelto como ha podido la insidia de un personaje cruel y perjudicial para nuestro viaje. Si lo ha hecho así seguro que es por nuestro bien, y así le seguiría a donde dijese, porque es alguien que vela por sus hombres y no por la gloria del imperio que nos acaba de ocupar”.

La carta continuaba, pero Alekt la plegó rápidamente y con la pesadumbre del que debe hacer las cosas en contra de sus sentimientos, le habló así a su subalterno:

—Debes volver a escribirla, esta carta no puede salir de este barco ni pasar por el correo imperial en ningún caso. Es más, la voy a destruir. Haz una nueva en la que no menciones ni una sola palabra de los problemas que tenemos con Gotert, ni de las ideas que podamos tener sobre el viaje. —Trucano reaccionó contra la injusticia y le replicó:

—Pero esto es absurdo, ¿y los oficiales? ¿Acaso no escriben? ¿Por qué miráis exclusivamente mi carta? —Alekt notaba, como buen marino, que el tiempo les pasaba demasiado y concluyó cualquier objeción:

—En otra ocasión te será explicado, ahora volvemos con los demás. —Y empujó con suavidad pero con vehemencia a su intérprete hacia el interior de la sala, donde conminó a todos los presentes a seguir con el tema.

Finalmente fueron asignadas las funciones de cada uno: Nástil enviaría el mensaje por luces a la Clan Tuoran; Trucano llamaría a los tres guardias uno por uno para que cayesen en la trampa de Emendel y el poderoso Balana; Urtrul, el otro segundo oficial y el administrador que llevaba las llaves de todos los compartimentos abrirían los cofres donde guardan los armamentos y desatarían los amarres de la cubierta, donde había gran cantidad de material militar guardado y oculto.

El plan se puso en práctica en no más de media hora. En ese espacio de tiempo ya podía ir registrando lo que iban encontrando en la impedimenta de la tripulación militar e irla desechando. Arrojaron al mar cosas realmente inútiles o en todo caso excesivas. Los soldados llevaban entre esos bártulos su propio material quirúrgico, sabiendo que ya tenían un cirujano a bordo muy bien equipado: aquello era redundante y por la borda fue; se trajeron armaduras para caballo, ¿qué caballos? Demasiado iluso encontrarse los mismos caballos en tierras remotas, que además se dejasen domar: por la borda. También hallaron armas repetidas, tres juegos de armas para cada soldado, ¿no sería mejor que se conformasen con una que ya tengan?: por la borda. El ruido que armaban se oía cada vez más mientras los siete hombres trabajaban con ahínco sin importarles si se despertaba hasta el mismísimo emperador en su propia cama.

Al cabo de un rato quien se despertaba era Gotert Muntro. Desde su camarote sospechó que algo grave pasaba, por eso mismo apareció con el sable empuñado y pudo presenciar la escena, flagrante en toda su ejecución. Gritó para que parasen, pero tras una breve e insultante mirada de Alekt, este y los suyos prosiguieron. Se le añadieron tres marineros más sirvientes del clan Tuoran, que reían ante los ojos perplejos de los soldados recién levantados y la expresión histérica de Gotert. Tiraron un disparador ligero, que a pesar de llamarse ligero pesaba doscientos kilos. Este descarte de tan espléndida arma la ejecutaron los marineros sin ningún remordimiento, porque en realidad los soldados ¡llevaban otro más! Tiraron juegos repetidos de corazas, tiraron la munición que correspondía a todo lo que habían tirado y en la distancia, en medio del murmullo del mar se oía el chapoteo de lo que simultáneamente iban echando por la borda la gente de la fragata Clan Tuoran. Tiraron de todo, hasta que encontraron unos instrumentos compuestos por tubos metálicos y culata de madera, que no reconocía nadie, ¿una especie de disparador en miniatura? Alekt se quedó muy intrigado, Trucano que estaba a su lado le preguntó qué debían hacer. Alekt se sintió demasiado atraído por el misterio de esas extrañas armas como para tirarlas al mar. «Esperad a tirarlas más tarde —les dijo a todos». Le parecía haber visto algunos destacamentos de soldados con estos artilugios en medio de la batalla de Eretrin, pero el recuerdo en medio de la lucha por su supervivencia le era muy vago.

En el trabajo de esa noche, se deshicieron de mil ochocientos kilogramos en la fragata Eretrin, por su parte el jovial Argüer se había deshecho de más lastre aún. Cuando más o menos se quedó todo el mundo callado con aire desafiante delante de Gotert, este, desesperado y al mismo tiempo iracundo, empezó a lanzar improperios contra los marineros:

—Atajo de repugnantes bucaneros, malditos descerebrados. Este desacato, este desprecio a la autoridad lo pagareis todos con el destripamiento, os prometo por lo más sagrado que acabaréis así. —Alekt, que estaba muy tranquilo, le respondió:

—Existen unas leyes marineras, refrendadas por el mismo emperador. En un juicio tendríais las de perder, mi advenedizo pasajero. Además, aquí no ha habido ningún desacato, no habéis dado orden alguna. Sintiéndolo mucho lo único que hemos hecho es obrar con los sesos en su sitio. Hablasteis con Sokert ta Munder para guardarlo todo, ¿lo recordáis? Y así fue, todo había quedado guardado, cerrado y almacenado pero, Gotert Muntro no dio expresa orden en ningún momento de que jamás se manipulase o se dejase de manipular la carga. No habría testigo que afirmara tal cosa. —Emendel emocionado hasta el paroxismo, habló entonces interrumpiendo a su jefe:

—Y si os preocupan otros menesteres os lo citaré: que las tierras que se descubran y tomen pasen automáticamente al imperio se cumplirá, que dispongáis el orden político y militar en las nuevas tierras, lo haréis, que cumplamos vuestras órdenes dentro de la posibilidad, se hace, pero llevar toda esa quincalla desde que salimos de Eretrin os dijo el capitán que era imposible y no sería cuestión de poner por testimonio de vuestra estulticia y falta de visión, nuestros cadáveres en medio del océano. —La gente marinera lanzó vítores y hurras ante el discurso de su capitán y el del bravo subalterno. Gotert, abochornado y colapsado por el estupor, quiso huir de la escena, pero aún pudo alzar la voz para que le oyesen decir:

—Por favor, decidme que no habéis tirado unos tubos metálicos.

—No, compañero, no los hemos tirado. Y ahora envainad el sable y entendámonos como personas. Comprended que no podéis ahora meter en el calabozo a ninguno de los siete hombres que han obrado esta suelta de lastre. Somos esenciales para la buena marcha de la expedición. —Gotert con un gesto de rendición, entendió que así debía ser, y se dejó acompañar por el victorioso Alekt al pañol donde guardaban los extraños instrumentos. Una vez en el interior de la nave y apartados del resto, el joven, en segundos, cambió su expresión por una malévola rabia y le dijo gritando, mientras volvía a desenvainar su sable:

—No me costará nada azotar a una docena de marineros, que no intervinieron, por el simple hecho de vitorearos y no escuchar mis órdenes. Ahora mismo lo haré. Les voy a hacer saltar la carne a tiras hasta que se les vean las costillas.

Alekt, harto de él, actuó entonces con convicción y certeza: le propinó tal bofetada en su mejilla izquierda que de la conmoción desasió la empuñadura del sable y calló al suelo. Entonces le cogió de las solapas y le dijo con susurros amenazadores:

—Me cargáis muchacho impertinente. Si se os ocurre siquiera volver a pensar en eso, entonces sí que habrá un motín en toda regla. Por muy fuertes y entrenados que sean vuestros hombres, ¿sabéis cuántos hay disponibles? Once, ¿sabéis cuántos somos? Más de ochenta. Y creedme que, en tal caso, os cogeríamos por sorpresa. En cuanto a vos, ya habéis visto que yo me basto y me sobro para daros una azotaina en el trasero, mocoso.

Gotert se derrumbó inesperadamente y rompió a llorar. Aunque no se podía saber si era de rabia o de qué, Alekt le dejó que se postrase en el suelo y se desahogase de esa patética manera. Cuando más o menos se hubo calmado, Alekt le pidió que le acompañase casi con un aire apiadado. Pero esa actitud no podía ser más que un error porque con alguien así más vale o no apiadarse y liquidarlo o estar siempre en guardia, probablemente considerarlo vencido iba a suponerle a Alekt en el futuro el origen de graves problemas. Llegaron los dos hombres donde se almacenaban los fascinantes tubos. Y Alekt le preguntó:

—¿Qué nueva arma es esta? Se me ocurrió que fueran una especie de pequeños disparadores, pero se me antoja muy difícil pensar en cómo se debe soportar la fuerza, el fogonazo, el retroceso en una máquina tan pequeña. —Gotert se le quedó mirando estupefacto, porque prácticamente había identificado el aparato y las dificultades de su invención. Conteniendo su acostumbrada rabia, entre otras cosas porque ahora estaba desarmado, le respondió con un tono de falso candor infantil:

—Señor, pudiera ser que tuvieseis razón pero yo ni siquiera los he visto funcionar. Si piensas esto, te digo de tú mi buen amigo, te suplico por lo más sagrado o incluso por la lección que me acabas de dar que no des a conocer ni por un solo comentario, la existencia de este arma. —Y sin decir más se marchó de esa bodega para acabar rápidamente con ese vergonzoso episodio.

Alekt se quedó alucinado con la visión de esos brillantes, y aún hipotéticos, dadores de muerte. Se imaginaba las descargas controladas, de al menos una docena de ellos, atravesando corazas, escudos, carne, huesos. Pero era curioso que no se hubiesen empleado en la misma batalla por la toma de Eretrin, ¿se los reservarían a nativos hostiles? ¿A imperios armados de arco y flecha? Elucubrar más era perder el tiempo, por eso Alekt cerró el arcón y también desapareció de ese lugar.

Cuando volvió a cubierta la escena se había diluido, los soldados de guardia fueron desatados y recompuestos con una ración doble de licor y de descanso, lo cual les haría olvidar en poco tiempo los empujones y amordazamientos recibidos. Quedaban esperando al administrador Sokert ta Munder para recibir las instrucciones de inventario, revisión y cierre de bodegas; quedaba Trucano siempre fiel y atento a las traducciones y quedaba el oficial de noche, quedaba ya escurriéndose por una esquina el correoso Nástil que ya tenía ganas de irse a dormir, pero que al ver a su jefe redirigió sus pasos hacia él. El vigía se dirigió a Alekt con rigor marinero:

—Capitán, se ha recibido mensaje de la Clan Tuoran, le resumo: su hermano evalúa un aumento de la velocidad en tres décimas partes. Nosotros vamos un poco más lentos patrón. —Alekt miró fatigado a sus hombres, y respondió:

—Mensaje para Clan Tuoran: aminora la velocidad arriando velas hermanito. Ocho décimas partes de la velocidad primitiva es suficiente para llegar pasado mañana al alba —tomó una pausa que advirtió Nástil y esperó— no espero respuesta, fin y buenas noches. Ahora todo el que tenga que dormir que vaya a dormir lo que pueda.

Trucano, que jamás paraba de pensar, había hecho sus cálculos y esa diferencia no le parecía excesiva. Por eso se pegó a su patrón siguiéndole con una pregunta en los labios. Por fin al detenerse se la pudo hacer:

—Patrón, ¿es posible que pueda entender por qué dos décimas partes de la velocidad de más nos pueden suponer tanta diferencia? —Alekt lo miró sombrío y sin ningún ánimo de responderle con la confianza de la que hasta entonces los dos habían bebido. Y así le dijo:

—Estás tomando demasiadas libertades, esto no es una academia de navegación. La última e irrevocable orden que he dado a los hombres que no estén de guardia es la de irse a dormir, ¿me estás desobedeciendo?

Trucano se espabiló en seguida tras esa represiva e inesperada respuesta. Hizo el saludo marinero brevemente y sin pronunciar palabra se retiró azorado y sintiéndose algo apaleado. Con el malestar que había generado esa situación en su pecho no podía conciliar el sueño de ninguna de las maneras, por lo que con la involuntaria colaboración del sueño profundo de sus compañeros de camarote, que dormían inertes e insensibles a la luz de su vela, pudo reescribir la carta a su mujer, que venía a decir:

“Mi amada y añorada Nitavi, mi querido hijo Tubisto:

No sabéis cuánto os echo de menos, ni cuánto añoro la vida que he dejado atrás. Os mando mis más cariñosos abrazos y besos. Sabemos que queremos llegar a un gran continente en el Este, eso seguro que lo sabéis hasta por los rumores de mercado; y sabemos que la última tierra conocida será la isla Fink. Después de eso, nuestra confianza descansa en la sabiduría de nuestro capitán y en el gobierno del conocidísimo Gotert Muntro, cuya reputada fama conocemos todos de sobra, en esta frase están nuestras fundadas esperanzas. Dichas esperanzas existen.

Espero y en realidad estoy seguro que la prima Duelva os está colmando de cuidados. Os tiene tanto cariño y os echaba tanto de menos que seguro que os agasaja con todo lo que tiene.

Cuando te llegue esta carta no sé dónde estaré, pero puedes responderla para que se quede depositada en el servicio de correo marino de isla Fink. Ya sabes que las cartas, tanto la de ida como la de vuelta, pasa por exactamente el mismo proceso y por lo tanto la recibiremos en las mismas condiciones.

Y entre otras cosas, entre otras bellezas que añoro y solo puedo imaginar, es la blancura de tu piel, las curvas perfectas de tu pecho y la dedicación de tus caricias. Esto es suficiente para ilustrar si hubiese de hecho que ilustrar a alguien de cómo debe amarse.

Y acabar diciéndote, compañera de mi vida, que realmente nos llevan con sabia disciplina y con férreo orden, ya que el mando cuanto más incomprendido, más se teme, y así más cumplida se lleva cualquier orden por contradictoria que parezca. Y esto es así tanto en los mandos militares con el severo Gotert, como en los mandos marineros de nuestro bien hallado Alekt.

Procuraré traer alguna curiosidad para nuestro querido hijo, para que juegue, imagine y comprenda. Y para ti mi Nitavi, traeré algo que no te desmerezca, siempre con la esperanza de que salgamos con bien de esta ignota aventura.

Un abrazo de vuestro Trucano, siempre”

Trucano encontró más adecuado decir inteligible que incomprendido. Y otros matices para decir lo que necesitaba decir sin desvelarse delante de un censor, fuera quien fuera. Acabó así de reescribir la carta por última vez, si quería Alekt o quien fuera corregir algo que se lo tachase con tinta y le dejasen en paz. Él ya estaba bastante harto.

Pobres conquistadores

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