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CAPÍTULO III
ISLA FINK
ОглавлениеLos cálculos de Alekt y Argüer coincidieron con lo esperado, ya que al alba siguiente se podía divisar el borrón en el horizonte que todos sabían que era la isla Fink. En realidad, por como eran de imprecisos sus aparatos y cálculos, habían acertado con aproximaciones rudimentarias, que sumadas a un azar positivo, final y felizmente correspondería con la realidad. A pesar de esa chiripa, la marinería no dudaría de la pericia de los Tuoran. Sin embargo, ellos en lo más profundo de sus razonamientos no dejarían de agradecer a la Providencia por no haberse desviado cien millas, perderse en el océano y eventualmente iniciarse así un motín que los hubiese sumido en la catástrofe. En sus propias conversaciones, en silencio o, como mucho, a media voz se sugerían, con miradas y comentarios breves, la suerte que habían tenido.
La isla se iba perfilando ante la visión de los marineros como una especie de espejismo en un mundo azul, en medio de un mar de olas breves y corrientes rápidas serpenteantes bajo las quillas de los barcos. No había otras islas más pequeñas, solo era isla Fink y los peñascos de alrededor. Nadie se pararía a saber si era de origen volcánico, o lo que fuera, era demasiado misteriosa como para hacer visitas y comprobaciones. De hecho, gran parte de esa masa no estaba explorada ni cartografiada. Solo les importaba la cala donde desembarcar, las fuentes donde recoger el agua, los árboles donde recoger algunos quintales de fruta y finalmente, hablar con el “Quinteto”. Esa agrupación, como se deduce de su nombre, estaba constituida por los cinco marineros que daban ínfimo crédito de la posesión de esa remota isla por parte del imperio. Tenían una cabaña, manejaban un faro, administraban los escasos servicios a los barcos que pasaban y sobrevivían pescando y cultivando. Poco más se sabía de ellos. Para muchos de los marineros, entre ellos el joven Trucano, eran una especie de duendes bondadosos que cuidarían celosamente de sus cartas para hacer que misteriosamente llegaran a las manos de sus seres queridos. Siempre hay pensamientos cándidos.
¿Qué sentido tenía la posesión de esa isla? ¿Por qué desde su descubrimiento hacía más de un siglo no se había explorado en profundidad? ¿Por qué no se había colonizado? A menudo no hay explicaciones para el olvido y la dejadez. A veces ocurre que se estira más el brazo que la manga y el imperio, queriendo hacer gala de ser lo más extenso del planeta pero sin recursos para desarrollarlo, enviaba pequeños destacamentos en medio de ninguna parte para decir «también estamos aquí». En realidad la isla podía representar una perfecta base naval para atacar a la confederación de repúblicas hacia las costas que quedaban en su retaguardia. La isla estaba tan al Este que quedaba más allá de los dominios de la confederación de repúblicas. Sin embargo, los recursos no eran todos los que se querrían para hacer lo que se proponía el emperador. Por culpa de la política general de ese gobierno de desorden y apaños a medias, los Tuoran se vieron obligados a solicitar las fragatas birladas en esta guerra a la República de Eretrin y además en nombre del imperio. Esto era así porque la mayor parte de carpinteros y torneros estaban construyendo instalaciones militares o máquinas de guerra. Esa era la planificación del emperador Raundir Stosser en la expansión de sus dominios, un caos sin más dirección que el ansia de poder. Aquí iban a encontrar la misma filosofía: buscarse uno la vida, sírvase usted mismo y provéanse sobre el terreno. Los Tuoran sabían muchos de estos pormenores, pero al mismo tiempo sabían conservar la humanidad, no se proveerían jamás dejando morir a nadie de hambre.
Por otra parte, la posesión de esa lejana isla tuvo un efecto indirecto inesperado precisamente en la historia de Alekt Tuoran. El conocimiento de las corrientes sincronizadas no venía solamente de la observación en el litoral del continente, en las playas de su país de origen. El mismo Alekt fue en su tiempo de servicio en la marina imperial un miembro más del quinteto de isla Fink y aprendió en esa estancia cómo se movían las corrientes que iban de Norte a Sur de manera estacional. Con ese fantástico descubrimiento postuló que si un barco entraba en la cuerda de la primera corriente hasta isla Fink y se sincronizaba con las estaciones para enganchar la corriente de isla Fink hacia el Sur, la expedición que hiciera este sería transportada sin necesidad de grandes esfuerzos casi al otro lado del mundo conocido. Pero el ajuste de los tiempos de navegación debía ser realmente fino para no perder ninguno de los trenes de agua, ni cogerlos de cara. Esta información constituyó parte del saber clave de los Tuoran para el éxito de este viaje.
Desde que se avistó la tenue línea por encima del horizonte que daba a intuir la aparición de la isla, hasta que se había discernido claramente su silueta, sus bosques y sus montañas, prácticamente había pasado toda la mañana. Eso daba una idea de su tamaño, que no era nada despreciable. Algunos, que no habían visto nada así, se quedaban boquiabiertos en medio de sus faenas cuando sus miradas coincidían con la visión de la isla. Realmente tenía un aspecto imponente porque parte de su litoral eran acantilados de terrorífica verticalidad allí donde acababan los picachos que ascendían como laderas boscosas desde el interior de la isla. Pero no toda la isla era tan tremenda. De hecho, los barcos estaban circunnavegando la costa para llegar a la parte del litoral en que se hallaban las calas de desembarco. Las maniobras llevaban cierta lentitud por si tenían que corregir rumbos, más entonces que empezaban a aparecer algunos riscos. En la Eretrin solo gobernaban el barco los que podían ser realmente hábiles y precisos en este tipo de maniobras y que llevarían a buen término gracias a la lentitud de dichos movimientos. En total diez marineros y tres mandos eran los que tripulaban de facto la nave sin complicación alguna pero con extremo cuidado. Alekt, daba las últimas órdenes a Nástil para enfilarse por el último estrecho hasta su destino:
—Como ya te dije, te metes en la cofa de proa y cuando aparezca la punta de la caleta norte nos avisas. Recuerda que dependemos de ti para una maniobra correcta. Es sencillo, pero debe ser preciso.
—Sí patrón, eso es pan comido —contestó el vigía con saludo marino y sonrisa cómplice en su cuarteado rostro. Este se movió hasta la proa y se deslizó como un mono entre jarcias, cabotajes y amarres hasta llegar a la cofa minúscula que había en el bauprés. Mientras, Alekt gritó a sus hombres:
—¡A media vela! —Y él mismo cogió el timón para marcar el rumbo. En cuando Nástil gritó «¡punta!», Alekt voceó—: ¡A toda vela!
El capitán cambió el rumbo de nuevo y al cabo de veinte segundos ya podían ver la cala de arena blanca en la que se veían desperdigadas algunas herramientas de amarre, barquichuelas y otros útiles marineros. Allí estaban al pie de un pequeño peñón uno de los miembros del quinteto, sobresaliendo su silueta de entre las rocas. Cuando se pudo percibir muy lejano el grito de saludo del hombre como un agudo y desgarrado «¡¡eeeeeh!!» toda la tripulación contestó rugiendo alegre con un grito mucho más grande. Todos estaban contentos, incluido el avieso Gotert, que había cambiado mucho su actitud, al menos aparentemente, y que aceptaba la pérdida de una parte de sus juguetes en alta mar, esperando quizás un momento mejor para la venganza a la vuelta de aquel viaje.
La nave de Argüer debía hacer la maniobra por su cuenta también, no debía seguir a la Eretrin pues la proximidad de esa nave le ocultaría los puntos de referencia en los riscos, necesarios para una maniobra correcta y autónoma, ya que los cambios de rumbo debían ser súbitos para no acabar encallados. La nave de Argüer, tan inmóvil como toda su tripulación en ese momento, esperaba al inicio del recorrido, pero esperaba con la alegría de sus marineros, porque ellos habían oído ya el intercambio de saludos en la primera fragata, lo cual indicaba que todo había ido bien. A pesar de esta seguridad, al llegar al mismo punto que la Eretrin otro miembro del quinteto que ahora oteaba desde el peñón les ofreció la oportunidad de repetir la ceremonia de llegada con los gritos simples y la alegría desbocada de la tripulación. Eso sin duda elevaba la moral de todos. Al llegar a cierta distancia el enjuto y barbudo miembro del quinteto que estaba en el peñasco, dio la bienvenida como era costumbre:
—Bienvenida la nave Eretrin, bienvenido su capitán cuyo nombre ¿es? —Alekt, que lo venía observando contestó:
—Alekt Tuoran, compañero del mar. —El guardián tuvo un estremecimiento y agudizó la vista, pretendía reconocer a Alekt, pero siguió con el protocolo:
—Al ser una nave fuera de los tránsitos periódicos, decidnos el motivo de vuestro viaje, el número de la tripulación, el rumbo que llevaréis y quién es vuestro armador. —Alekt con la sonrisa de desafío, le respondió:
—El motivo es la exploración de regiones ignotas, somos ochenta y ocho tripulantes y doce pasajes, nuestro armador es el visir de navegaciones en nombre del emperador. —El hombre de tierra se estremeció aún más y esta vez respondió totalmente fuera de protocolos:
—¡Alekt, maldito muchacho! Siempre te andas metiendo en los mayores berenjenales. —Los que rodeaban a Alekt se quedaron sorprendidos de que su jefe fuera conocido por esos lugares. Los pocos que ya lo sabían, no obstante, no creyeron relevante hacerlo público entre los compañeros: del capitán no hay que hablar más que con respeto. Alekt respondió al hombre de tierra con un comentario que le hizo recordar viejos tiempos al miembro del quinteto:
—Si no me meto en berenjenales no soy yo, ¿verdad Ertulel? —El miembro del quinteto echó una carcajada y preguntó por la otra nave:
—¿Y quién comanda la otra nave muchacho? ¿No me digas que va a ser el gordo de tu hermano? —A lo lejos se oyó el grito de Argüer:
—¡Te he oído Ertulel, estropajo de mar! —Tras otra carcajada que se generalizó por las tripulaciones, prosiguió con las instrucciones:
—Está bien, marineros de agua dulce, podéis fondear sin problemas. No avancéis más de sesenta metros de donde estáis, poneos a distancia de amarre.
Tras moverse lentamente con el trapo necesario, la nave Eretrin echó el ancla en la profundidad adecuada, mientras los miembros del quinteto empezaban a moverse para preparar el amarre de los barcos. Había en la playa una pequeña escollera, con una estructura de muelle que la dividía en dos y penetraba unos cincuenta metros en el mar donde la profundidad era suficiente para permitir la entrada de barcos del calado de las fragatas. Los hombres de tierra se movían con expresa alegría ya que hacía más de dos meses que no pasaba ni un solo barco. Al acabar las maniobras ya tenían una pasarela preparada para bajar toneles y personas.
La recepción había sido un buen augurio para la mayoría de marineros que o bien jamás habían sido marineros o bien no habían llegado nunca tan lejos. Trucano bajó a tierra de los primeros para observarlo todo, carente de todo miedo. Mientras, los comandantes iniciaban una calurosa charla con Ertulel, jefe del quinteto, y el resto de sus miembros. Alekt les preguntó a los dos miembros del quinteto que ya conocía:
—Decidme Ertulel, Romprett, ¿habéis seguido la historia de las corrientes que os dije? Es importante para este viaje.
—Te pasaste un año y medio estudiando las corrientes del demonio y durante cuatro años más no se volvieron a ver. Yo tenía otras cosas más importantes que hacer que registrar esa zarandaja —dijo Romprett, el más anciano.
—¿Por qué dices eso Romprett? A ti te interesaba —terció Argüer.
—En realidad os ayudaba por pasar el tiempo, pero ya os dije y os digo que esa corriente no os asegura que encontréis tierra alguna.
—Cállate Romprett. Muchachos, yo sí que he hecho registro y faltan aún tres días para que llegue la mayor intensidad de la corriente —intervino Ertulel.
—Que conste que os he advertido —concluyó Romprett.
Los hermanos Tuoran se dieron por satisfechos y viraron la conversación sobre anécdotas, el interés por las familias, descubrimientos ingeniosos y los últimos chismes. Gotert, sempiterno observador, estaba en la conversación como si no estuviese y no puso de relieve, en ningún momento, el episodio de la bofetada. Tanto él como Alekt se habían comprometido manifiestamente a llevar a cabo ese viaje y sabían los dos que luego saldarían cuentas.
Firmó sin demasiadas ganas los documentos de paso de las embarcaciones como autoridad máxima del imperio. Luego, animándose a hablar, no dejó de hacer alarde de la toma de Eretrin cuando se terció hablar de tal asunto. Mientras tanto, la tripulación tenía sus funciones bien designadas y bajarían por turnos. Se prohibió expresamente salirse de las áreas y circuitos que el quinteto había marcado en la isla. De entrada, la falta de exploración y los peligros naturales eran suficientes pretextos para desanimar a navegantes que ya de por sí venían cansados y no tenían muchas ganas de aventurarse en la jungla. Pero Trucano Negosores estaba hecho de otra pasta y además no se enteró o no quiso enterarse de la advertencia. Se acercó al límite del bosque que había justo delante de la playa. Dicho bosque estaba a menos de cien metros de la playa, pero precisamente estaba vedado: tal cosa constituía una provocación para una mente elementalmente curiosa, como era la mente del joven ebanista. Y fue así como llegó ante el linde entre la playa y la maraña de matojos y finos árboles que constituían ese bosque.
De entrada no parecía que se hubiesen asentado árboles viejos, de diámetro considerable, no, todo era liviano. Se podría decir que parecía plantado hacía poco. Seguía Trucano observando la peculiaridad de esa vegetación mientras revoloteaban minúsculos insectos y algún tipo de mosquito que se le posaban a decenas atraídos por su sudorosa piel, pretendía desprenderse de ellos pero el número era cada vez mayor por lo que aceleró la marcha hasta emprender una frenética huida de la nube de parásitos que tenía a su alrededor, así se internó en el bosque imprudentemente mientras con las manos intentaba espantar los molestos insectos. Pero su carrera dentro del bosquecillo fue brevísima porque, de un inesperado golpe, topó con una masa metálica enorme. Se levantó con un dolor que le asfixiaba pues el golpe lo había recibido principalmente su pecho. Al incorporarse pudo ver lo que tenía delante, camuflado por la maleza. Se trataba de un enorme disparador, nunca había visto nada parecido. Estaba herrumbroso y descuidado, pero solo aparentemente, porque al examinarlo se pudo percatar de que… estaba cargado. Le entró un pánico terrible. Salió corriendo del bosque siguiendo el sentido que indicaba la boca del cañón y tras salir del bosque confirmó lo que su rápida lógica le hizo sospechar y en ese momento veía con sus propios ojos: el arma estaba en línea con la fragata Eretrin ¿Qué diablos significaba aquello? Estaba aterrado, ¿es que acaso se hundían algunos barcos de manera arbitraria? Pensó que debería haber otro disparador de cargas explosivas gemelo para la posición en la que se hallaba la Clan Tuoran, por lo que volvió a internarse en el bosque para comprobarlo. Esta vez no lo consiguió. De entre las lianas y los matojos un objeto duro le golpeo en el maxilar superior de tal manera que lo dejó inconsciente. Trucano Negosores fue arrastrado al interior del bosque.
Trucano se despertó de sopetón con un chorro de agua bien fría en la cara, lo cual le causaba un agudo dolor porque le caía en la zona que se había quedado magullada del golpe. Una voz familiar le preguntó:
—¿Te encuentras mejor? —Trucano miró hacia arriba con la visión aún borrosa y pudo distinguir a Alekt Tuoran, al lado del enorme disparador que había abandonado antes. Alrededor de él, con expresión mucho más adusta estaban los dos miembros más veteranos del quinteto. Romprett, el viejo cascarrabias, le gritó:
—¿Es que no te había quedado clara la prohibición, joven estúpido? —Trucano no dijo nada, estaba espantado por la connivencia de su patrón con esos dos locos y su arma oculta. Alekt, viendo que su intérprete estaba colapsado le calmó aclarándole la situación:
—Ya sé qué es lo que piensas muchacho. Pero estos disparadores jamás hubiesen sido utilizados contra nosotros. Llevamos el pabellón del imperio y hemos dado la garantía diciendo quién es el armador, ¿lo comprendes? —Trucano continuaba intranquilo, por lo que Alekt continuó—. La lista de armadores proscritos o armadores de piratas es muy corta, hubiese sido imposible, créeme.
—¿Solo basta con que el armador sea proscrito para que mueran inocentes? —preguntó Trucano extrañado.
—Déjate de historias, jovenzuelo. Ahora sabes lo que hay aquí y no puedes salir así como así —intervino Ertulel. Ante eso, Alekt se volvió de súbito y se encaró al rostro de su antiguo compañero:
—Va a salir sin ningún problema, viejo amigo, doy fe de él. —Ertulel le respondió con enfado:
—¿Y en qué se basa tu confianza? ¿Te ha salvado la vida? ¿Lo conoces de hace mucho? Según hemos sabido por la tripulación no es más que un nalausiano vencido que te encontraste. —Entonces se dio cuenta Alekt, que de quien tenía toda su confianza no tenía ninguna prueba voluntaria de la misma y además era cierto que era, al fin y al cabo, un enemigo vencido. Ante ese panorama la situación podía agravarse hasta el punto de tener que sufrir un juicio en la metrópoli bajo acusaciones de negligencia o de traición. Era necesario inventar una mentira. Mirando a Trucano primero se dirigió a sus antiguos compañeros y les dijo:
—En medio de la batalla quedé desarmado, desmontado de mi caballo y golpeado en el suelo. Fue él quien me derribó, estaba blandiendo su pica ya contra mí, hubiese podido matarme, pero al verme así, tuvo piedad de mí y no me mató. —Trucano estaba horrorizado porque ese cuento supondría un estigma muy molesto hacia el resto de nalausianos y una especie de lacra para su futuro. Por lo que tuvo que intervenir lo más rápido posible en la misma línea que su patrón, siguiéndole en la mentira:
—Señores, por favor, patrón, te lo suplico. Esto que hemos hablado, no debe trascender. Pensad cómo me verían el resto de nalausianos. —Alekt reaccionó y le gritó:
—Entonces matarme hubiese sido aceptable para tu pueblo, ¿no es así? —Trucano no cayó en esa consideración. Alekt le cogió de las solapas y le dijo—: A mí no me interesa airear detalles de mi vida más íntima, a nadie. Si los hemos escuchado y somos hombres dignos, nadie, repito, nadie lo va a decir fuera de este círculo. Suponer que no será así, es suponer que no somos hombres de palabra, hombres de verdad —y acabó de decir esto mirando fijamente a Romprett y Ertulel, estos se quedaron callados y compungidos por haber dudado hasta ese punto del honor y la fidelidad de su antiguo compañero.
Todos marcharon a través del bosque, evitando salir y ser vistos por los demás cerca de los disparadores gigantes. Trucano imaginó cómo podría ser la descarga de aquellos dos monstruos despidiendo su proyectil letal a ras de mar, imaginó lo potente que debía ser como para pulverizar en su camino toda la vegetación que lo ocultaba. Ese era sin duda el motivo de que toda la floresta de camuflaje fuese tan joven y liviana. Entonces, pudiendo más su curiosidad que su tacto, lamentablemente, no se le ocurrió otra cosa que preguntar:
—¿Han sido utilizados alguna vez? —Alekt se volvió hacia él y detuvo la marcha, los otros dos hombres arquearon los brazos y se tensaron de rabia. Esta vez Romprett fue más duro que su colega, y dijo:
—¿Qué nos impide matar a este bocazas? —Y sacó un enorme cuchillo marinero de su vaina. Alekt tenía la piel rojiza de la furia que acarreaba, pero terció en su defensa:
—Perdonadle la vida, no lo hace con malicia.
—Pero algo hay que hacer para que este imbécil no se vaya de la lengua —sugirió Romprett, y Alekt respondió:
—¡Sí! ¡Esto le voy a hacer! —Y tal como lo decía eyectó su puño con una rapidez inusitada, como si fuese el resorte de una ballesta. Percutió en todo el ojo de Trucano, tirándole al suelo de la conmoción. El mismo Alekt lo levantó del suelo por el brazo y le volvió a dar en la mejilla, esta vez con menor efecto. Aquella simple reprimenda se iba a transformar en una paliza de consecuencias inesperadas. Alekt se había armado con un palo tieso y duro que había en el suelo para seguir pegando a su subalterno. Inmediatamente se puso a pegar en la cabeza del desvalido Trucano, más con repetición que con fuerza, frenéticamente cambió de posición para darle ahora en la espalda. En ese momento y ante la brutalidad de los hechos, el mismo Ertulel, el viejo gruñón y cascarrabias tan proclive a criticar y pelearse se abalanzó sobre Alekt para que detuviese tanta violencia. Le arrebató el palo, o más bien se lo dejó arrebatar Alekt, dada la avanzada edad de su compañero. La cosa no fue a más y Alekt cesó. El capitán se quedó inerme, de pie y tembloroso, presa de una gran agitación y con la piel encharcada en sudor. Mientras, Romprett, aún tenía el cuchillo en la mano y una expresión de alucinamiento. Entonces Ertulel le gritó:
—Deja ese cuchillo ya, aprendiz de asesino. —Romprett despertó de un sueño y obedeció de mala gana a su compañero. Estaba dispuesto a matar.
Los dos ancianos ayudaron al malherido Trucano, que estaba en realidad llorando, cosa que no había hecho desde hacía muchos años. Alekt estaba controlando como podía un colapso nervioso mientras decía:
—Venga, vámonos de aquí. Diremos que te has caído por un barranco —se dirigió a Trucano—: Es una orden, ¿entendido? —Trucano, subiéndose los mocos, pudo decir:
—Entendido patrón.
Reemprendieron la marcha y los hombres se dispersaron a sus quehaceres como si no hubiese pasado nada. Alekt le dio la orden indolentemente a Trucano de que le mirara las heridas el cirujano. Así lo cumplió y este le dio el día entero de descanso, «diga lo que diga el capitán —insistió el sanitario».
Ese día los hombres habían tenido mucha suerte; una manada de gorrinos de la selva se aventuró por el extremo del bosque más de la cuenta y tres de ellos pudieron ser abatidos con facilidad. Los animales eran rollizos y musculosos por lo que el asado que salió de estos fue de una exquisitez poco frecuente en la dieta de los marineros. Se lo comieron en medio de un ambiente festivo en el que incluso Trucano, a pesar del dolor en sus maxilares, devoraba su pedazo con fruición. Mientras, en su camarote, Alekt Tuoran se hallaba terriblemente borracho y sin el más mínimo rastro de la alegría que se compartía aquella noche. Mientras se cantaban las últimas canciones antes de dormir, o de caer bajo el sopor del licor de lianas que el quinteto almacenaba en abundancia, Ertulel se acercó a Trucano con la intención de compensarle de la bestial paliza de su jefe. En realidad le iba a compensar hablando del mismo tema que había originado la paliza. El anciano hizo un gesto de saludo para pedir sentarse en la misma roca que Trucano, y le dijo:
—Sí que los utilizamos muchacho, eso es casi obvio ¿no crees? —El joven ebanista se quedó atónito de terror, pero como siempre la imaginación le pudo y preguntó:
—Pero… ¿Por qué? ¿Quiénes eran? ¿Qué hicieron? —El marino le conminó con el gesto a que bajara el tono de voz. Y con la calma de la lejanía en el tiempo relató, no sin cierto cinismo, el violento episodio:
—Eran unos corsarios de la República, unos delincuentes marinos, lo sabíamos y debíamos acabar con ellos fueran cuales fueran sus movimientos o acciones, ¿me comprendes?
—Pero entonces... ¿Es que os atacaron?, ¿os hicieron algo? —balbuceó titubeante Trucano.
—Bueno, muchacho, no les dimos tiempo. En realidad nos pedían desembarcar a por agua. —Ante esta respuesta Trucano se estremeció aún más, y a modo de queja, como si ellos hubiesen podido ser víctimas parecidas, le acribilló a preguntas:
—¿Cómo podíais estar tan seguros de lo que hacíais? ¿Es que acaso os habían dado muestras de ser hostiles? ¿No es vuestra obligación asistir a los navegantes? Es que no salgo de mi asombro… ¿no es la hospitalidad un acuerdo tácito entre todos los marineros? —El anciano, entre sardónico y conciliador, con un gesto de su mano le indicó que se calmara, y le dijo:
—Vamos a ver… mi querido muchacho… nosotros de entrada sabemos lo que hacemos, ¿de acuerdo? Teníamos una lista de los barcos a abatir, una lista de barcos según su armador, por eso preguntamos el vuestro. Esa lista es una lista negra, ¿estamos? No debe sobrevivir nadie. Es así.
—¿Y esa lista? —cortó Trucano al anciano.
—¡Caaalla! Déjame hablar. —Tomó unos segundos para comprobar el silencio requerido a Trucano y prosiguió—: Esa lista viene en el velero que nos visita cada dos o tres meses y es una lista firmada por el visir de navegaciones. Supongo que querrás saber cómo rábanos la consiguen. —Trucano asintió con un gesto de cabeza, por lo que Ertulel continuó con su explicación—: Esa lista se obtiene de los siguientes hechos, te explico, primero se identifica el barco, luego se busca su armador y se le interroga para saber qué otros barcos de ese tipo ha suministrado, se busca el astillero, entonces se cierra, se publica un bando en las ciudades de alrededor penando a los que colaboren con los proscritos y recompensando a los que informen. Al cabo de un tiempo, ya sabes qué otros barcos se han construido, a quién sirven, qué hacen… lo sabes todo. Y no solo por el bando, sino por la fama de lo que ya se sabe como ejecuta las cosas el imperio. —Entonces surgió la eterna curiosidad en forma de pregunta de Trucano:
—¿A qué fama te refieres?
—Bien, se conocen y se han comprobado los terribles casos de dos pueblos que fueron borrados de la faz de la tierra junto con sus habitantes por construir barcos para piratas en sus astilleros y por no informarlo. —Trucano estaba alucinado con las formas del imperio, y no solo eso, estaba aterrado porque su familia estaba viviendo bajo su dominio. Como constante en su naturaleza, volvió a hacer otra pregunta:
—¿Cómo se mantiene el imperio con esta forma de vida tan tiránica? —Inesperadamente el anciano se rio a carcajadas y le respondió:
—Alimentando nuestras ansias, muchacho. El imperio es tiránico, y date cuenta que tenemos libertad para decirlo, porque nosotros somos también así de tiránicos. Y de esa forma conseguimos nuestras metas en la vida, o morimos.
—Me parece aberrante —interpeló Trucano.
—Te parecerá todo lo que tú quieras, pero cuando alguien castiga o delata, tiene una sensación de poder tan grande y placentera que no te la puedes imaginar. Además, somos recompensados. Eso es fantástico. —Trucano encontró un punto débil en sus argumentos y se lo planteó al hombre:
—Si se consiguen más fácilmente los propósitos de uno y se limitan a eso, es que se pierde la mitad más buena de la humanidad. Pero aun siendo así, si hay tales grandes propósitos, si es así, entonces, ¿qué haces aislado con cuatro hombres más en este pedazo de tierra en medio del océano? —Romprett, torció el gesto y se puso serio, no obstante le respondió:
—No sabes cuáles son mis motivos o mis aspiraciones para haber llegado aquí. Es posible que me encuentre realmente a gusto y lo hayas juzgado a la ligera.
—Es posible —contestó desafiante el joven Trucano. El anciano quiso poner la última palabra como vindicación de su experiencia:
—El imperio, te recuerdo, os ha vencido. Eso, para mí es prueba suficiente de que el sistema que alimenta nuestras ambiciones saca la verdadera fuerza del ser humano. —Y dicho esto, prácticamente rozándole la nariz, dejó en silencio a Trucano. Pero este adoptó una expresión indolente, porque por dentro pensaba: «más rápido, más atractivo, pero no más fuerte, al final venceremos». A pesar de esa pelea verbal Trucano no se sintió amilanado, y sin perturbarse se levantó para calentar lo que le restaba de carne en las brasas.
Al día siguiente se había hecho ya suficiente acopio de víveres, ni pocos ni demasiados por la importancia de mantener las velocidades de crucero. Lo cual era hasta cierto punto absurdo porque tampoco tenían un cálculo remotamente riguroso de a qué distancia quedaría la masa de tierra que querían encontrar. Aún debían esperar un día más para zarpar y coger el máximo de velocidad de la corriente, ¿qué hacer mientras tanto? Para gente como Trucano, reprimirse y estarse quieto, para el resto simplemente entrenarse o descansar. Gotert ya tenía a sus hombres haciendo ejercicios que se convirtieron en espectáculo para los marineros, holgazaneando en el barco y la playa. Gotert, en sus inacabables ganas de imponer terror al darse cuenta de los espectadores mandó cambiar de ejercicio y pasaron a comprobar la fuerza de los brazos de la tropa y el filo de los sables. Cuando Gotert gritó:
—¡Quiero que cortéis cuellos! ¡De los hijos de nuestros enemigos primero! —La tropa respondió bramando:
—¡Cumplido! —Y de un tajo cortaron los troncos de los árboles.
Eso ya estremeció a un sector de marineros, los nalausianos sobre todo, que hasta ahora no recordaban que no hacía unas semanas que esos soldados eran sus enemigos directos, ya que durante el viaje, embarcados como pasaje contra su voluntad, los habían considerado simplemente unos mandados.
Ahora, viéndolos tan sumisos a su superior y tan convencidos de lo que hacían, más aún tratándose de esa atrocidad, sentían una mezcla entre temor y repulsión. Los soldados pasaron luego a troncos más gruesos, que eliminaban de dos o tres golpes. Uno de los soldados lo hizo en cuatro y fue lamentablemente golpeado como castigo por el mismo Gotert. La mayoría ya no podía soportar la humillación y concluyeron la visión de cualquier espectáculo más, excepto para los sádicos del quinteto, que ahora disfrutaban más que nadie.
La tarde acabó y sobrevino un nuevo crepúsculo lleno de vientos y premoniciones, caldo para las pesadillas de la noche. El amanecer ya no sería de esperanza, sino de resignación, pues se lanzaban a lo desconocido y a lo trabajoso de una navegación incierta que precisaría de toda su eficacia. Las maniobras se emprendieron con la exactitud del que lo ha hecho cientos de veces, ausentes de ímpetu o grandilocuencia, solo silencio y rutina. En esta ocasión, los administradores hacían un inventario más cuidadoso para evitar dejarse nada, pues era su última escala conocida. La noche anterior se habían quedado hasta tarde pesando los víveres que se habían recogido y evaluando su estado, debido a la política estricta de velocidad de crucero y utilidad de la carga. Todo parecía correcto. Ahora tenían víveres para unas tres semanas si racionaban con rigor, obviamente se aumentarían las reservas con aquello que pudieran pescar en alta mar. Pero llegados al mes sin encontrar tierra, ¿qué pasaría? Había que tener fe ciega en el capitán o ignorancia total de lo que se estaba haciendo para proseguir en ese viaje. Como despedida, el quinteto por entero subió al peñasco desde el cual tres días antes los habían recibido e hicieron algo que no se esperaba nadie. Cantaron a coro una canción de mar:
Si ves la vela desaparecer,
no pienses bella que no volveré.
Si ves la nube oscura al despertar,
no pienses que voy a zozobrar.
Porque sabes sin dudar,
que tu hombre es marinero,
de la gran mar.
Porque sabes que brego,
incesante contra olas.
Y nunca lleves velo,
tengo pacto con el profundo,
y ni al otro lado del mundo,
mi ánimo arrugo.
Porque sabes sin dudar,
que tu hombre es marinero,
de la gran mar
Y al acabar, Romprett bramó:
—¡Volveréis! —Las tripulaciones por entero, repentinamente animadas por esa magia vital y en parte salvaje que tenía el quinteto, estalló en un grito de reafirmación. Y entonces todo fue valentía y tesón. Al menos hasta que la isla ya no se viese.
Trucano, estaba pensando de todo, pensaba qué pasaría si por algún motivo caprichoso esas dos naves pasaban a ser naves proscritas y su destino en el viaje de vuelta debía ser el de reducirse a astillas y sus cuerpos a jirones de carne. Esa noche no podría dormir con ese pensamiento. Y es más, no podía ni comentárselo a nadie.
Muchas relaciones quedarían cambiadas tras el paso por isla Fink, como suele ocurrir cuando se está en un sitio donde “nadie mira” ni hay nadie que te pueda hacer sentir responsable.
Es más fácil que alguien bajo órdenes de otro caiga en el salvajismo, porque ya no está bajo las de su propia conciencia. Y así se dio, de manera más o menos oculta, o más o menos expuesta durante esos tres días. Como ahora simplemente a esos salvajes les colmaba el trabajo en exceso, todo había quedado en el olvido inmediato. Ahora mandaba la mar, y esta como el tiempo, ponía a todos en su sitio.
Al cuarto día de navegación, sin dejar de llevar ese imparable ritmo que les daba la corriente, padecieron el paso de una tormenta de considerable virulencia. De las que los expertos ya estaban acostumbrados pero que los novatos sufrían con el estómago revuelto y con el equilibrio trastocado. Las naves desaparecían por completo de la visión del horizonte en mareas repentinas del oleaje mientras durante unos segundos todos los de cubierta solo veían el agua de mar que inundaba el puente y los ahogaba para volver a aparecer arrastrados por la cubierta, tosiendo y exhaustos. Era un mal sueño que empezaba a hacerse demasiado largo, tanto como para que a alguno le asaltase la locura de querer saltar por la borda.
Los oficiales y contramaestres estuvieron al quite, en medio de los terribles vaivenes. Y cuando todo parecía que no podría ser peor, de repente, la carga atada en cubierta se empezaba a soltar. Todos debían hacer algo por muy malas que fueran las condiciones. El silbido del viento era tan fuerte que no se podía oír ninguna orden, los enlaces que las llevaban desde los capitanes y los oficiales a duras penas podían llegar con eficacia a su destino. Era corriente que una orden dada cuando era transmitida por el mensajero o bien ya no era necesaria en el destino por el cambio de la situación o bien ya había sido tomada la iniciativa por los marineros de ese sector.
Al final, las dos fragatas parecían gobernarse solas como monstruos oscuros e intrépidos, apareciendo y desapareciendo entre las enormes depresiones que el oleaje provocaba, mientras los marineros hacían las mil y una maniobras para que esos monstruos perviviesen. El propio Alekt se vio forzado a desplazarse él mismo hasta el lugar donde quería que se ejecutase una orden, mientras en el camino, entre golpes, gestos y palmadas mandaba recogerse a los que presentaban señales de agotamiento: no podía permitirse el lujo de perder ni un solo hombre. Por desgracia en las peores embestidas de esa noche perdió dos valiosos marineros: un nalausiano contratado que había demostrado tener un nervio y una camaradería sin igual y uno de los empleados de la familia, experto en cordaje y costura de velas. Para todos, una desgracia de la que, para más desánimo, no se dieron cuenta hasta que estuvieron fuera de la terrible tormenta.
Y como todo lo malo conocido, esto tampoco podía durar siempre. La calma siempre resultante de una tempestad pudo dar el necesario descanso a las tripulaciones, al menos unos pocos minutos para reponerse. Justo después, vendría el momento de identificarse, numerarse, ver quién faltaba, evaluar los daños, poner prioridades en las reparaciones y un sinfín de cosas para cuando se ha salido del infierno de agua. Tras corregir el rumbo y retomar la corriente volvieron a navegar en la ruta indicada, esta vez la veloz corriente los llevaba hacia el Sur como si estuviesen en la cuerda de una polea.
Isla Fink habría desaparecido de la visión hacía ya más de dos jornadas y, en un día despejado desde la cofa, se hubiese oteado una línea parecida en el horizonte a la que vieron al llegar. No obstante, el frente nuboso que habían pasado lo impedía totalmente. Si hubiesen tenido ese hipotético día despejado, ni siquiera con las lentes se hubiese visto el tenue perfil de la lejana isla, ni por las noches se podía tampoco ver un atisbo de la penumbra que podía arrojar el faro en la noche cerrada. El tiempo y la distancia habían hecho desaparecer esa isla deseada y ominosa a un mismo tiempo. Así lo estaba observando Alekt Tuoran con su catalejo, en un ejercicio de obviedad.
Cuando estuvo cansado de divisar la pelea de nubarrones que habían dejado atrás, se dirigió al contramaestre para que llamase a Trucano, que estaba reparando cuantiosos desperfectos. Como vio que el trabajo estaba prácticamente acabado aprovecharía la ocasión para hablar con él. El contramaestre trajo a Trucano, que tenía expresión de preocupación y la mirada de súplica, se podía leer fácilmente que esperaba recibir otra tunda como la de tierra firme en isla Fink. Alekt, ordenó al contramaestre retirarse en el estilo respetuoso en que lo hacía normalmente. Eso tranquilizó al ebanista. Entonces, el patrón inició la charla entre los dos:
—Será mejor que hablemos con más calma en el camarote, además, no está Gotert en cubierta ni mira ninguno de sus soldados. Eso hay que tenerlo siempre en cuenta.
—Comprendo patrón —contestó Trucano, ya algo más tranquilo.
Bajaron a la penumbra de los pasillos que llevaban al camarote del capitán y ni siquiera encendieron bujías. Cuando Alekt cerró la puerta detrás de sí, hizo un gesto exigiéndole un poco de silencio. El capitán, en un acto de paranoia inducida, pegó el oído a las paredes. Al cabo de un momento dio su conformidad y empezó a hablar, o más bien a susurrar:
—Antes que nada, deseo expresarte mis disculpas por la paliza. No sé si te diste cuenta pero tu vida estaba en juego. —Trucano miró al suelo nervioso, estaba sorprendido y llegó a pensar que su jefe estaba buscando una excusa para sus prontos y cambios de carácter, pero calmándose un poco le preguntó cortésmente:
—Capitán Alekt Tuoran, con el debido respeto, ¿a qué os referís! Disculpadme si soy incapaz de seguiros.
—De acuerdo, entonces simplemente no te diste cuenta de nada. Y has aguantado vivir con esta humillación sin saber el porqué de la paliza que te propiné. —Se quedó callado ante este hecho, y prosiguió—: Eso dice mucho de ti, mi buen Trucano.
—No podía hacer nada más, eres el jefe y hasta hace no demasiado mi enemigo, por lo que podía ser tu prisionero una vez vencido —respondió el ebanista con brevedad.
—Claro, eso es cierto también. Pero podrías haber extendido el rumor de mi brutalidad entre los compañeros, incluso entre los oficiales —objetó Alekt, pero Trucano seguía con su razonamiento:
—Ellos también son jefes, patrón, y los demás marineros no me conocen mucho y en realidad están bastante apegados a sus jefes.
—Bueno, olvidemos ahora estas consideraciones. —Así se deshizo Alekt de este embarazoso empecinamiento de Trucano por no reconocerse nobleza alguna en sus gestos. Se quedó unos segundos pensativo, intentando aclararse las ideas, ya que como cualquier hombre a veces olvidaba cuál era el verdadero tema de una conversación por derivar la charla a cualquier sitio menos a su fin. Por fin lo recordó y atajó en presentaciones, se lo dijo así de crudo a Trucano:
—El viejo Ertulel te iba a rebanar el cuello con su cuchillo para evitar que te fueras de la lengua. Conozco sus maneras y era seguro que lo iba a hacer, tenía el arma en la mano. Yo tuve que armar ese tinglado de la paliza con la esperanza de hacer reaccionar a Romprett, que tiene en realidad más autoridad moral que Ertulel. Así fueron las cosas, y las hice con la esperanza de salvarte de ese perturbado de Ertulel. Veo que ha funcionado, pero lo que tú no ves es lo mal que lo he pasado al tener que hacerlo. —Trucano no sabía qué decir ni qué hacer, su capitán abrió la ventana del camarote, cogió de nuevo el catalejo y miró en la dirección de isla Fink, acto estúpido pues la persistencia de las nubes de la tormenta sobrepasada le impedían ver nada más allá. Al final, Trucano, lacrimoso, solo pudo decir:
—Gracias Alekt. —Y Alekt, observándolo con la mirada entre dura y melancólica que ya exhibió en el camino de Erevost, le contestó:
—Gracias a ti, amigo mío.
Como Trucano guardaba el protocolo de jerarquía y aún no se había ido, permanecía callado esperando órdenes. Alekt le dio la última orden de ese día:
—Mañana, cuando pronuncie algunas palabras por los desaparecidos, tú me harás de intérprete muchacho. Uno de los desaparecidos era nalausiano, como bien sabes.
—Sí, patrón. —Y Trucano desapareció del puente de mando con una sensación de protección. En realidad, ningún capitán habría permitido otro lenguaje en una ceremonia. Alekt era una excepción en la marinería del imperio de Strooli y del mundo entero, para bien y para mal.
Al día siguiente, antes del desayuno, en cada barco todos los hombres estaban reunidos en el puente y guardaron unos minutos de silencio. Al cabo de ese tiempo, uno de sus amigos citó una anécdota suya:
—Estando de guardia, vio como los compañeros caían de sueño. Sus tareas se concentraban en supervisar su sector y dar vueltas para espabilar a los compañeros que se dormían.
Otro marinero tomó el turno y dijo:
—Tenía un saque fenomenal compañeros, aún recuerdo los veinte vasos de turpa que se metió. Ganó la apuesta y luego se la gastó en invitarnos otro día.
Y así sugirieron tema tras tema, el recuerdo del que fue vivo, que era lo que debía prevalecer. Si alguno lo decía en nalausiano era traducido por Trucano y a la inversa para los que hablaban en rigani. Al acabarse los comentarios y los recuerdos, Alekt levantó la mano y dijo:
—Saludos Untaro Deprobet, estás con nosotros. Saludos Tistert ta Kom.
—¡Saludos! —gritaron al unísono todos los marineros.
En aquel momento hubiesen tirado por la borda los cadáveres amortajados de sus compañeros, pero la fuerza del mar durante la tormenta ya había hecho ese infame trabajo. Los recuerdos se quedaron en isla Fink, el sabor de una vida sin ley se probó en isla Fink, la salvaje camaradería estaba en isla Fink, el último vestigio del imperio se quedó en isla Fink, y por supuesto las cartas, guardadas con el celo de la palabra dada y con el azar de que vuelva a pasar otro barco para llevárselas. Ahora empezaría el dominio de la verdadera aventura, donde nada ni nadie les ayudaría, ni habría escalas a puertos conocidos, donde los elementos miden la verdadera dimensión de los seres humanos y cada uno se encuentra a sí mismo, para siempre.