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ONE GUINNESS TONIGHT!

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Aquella noche lluviosa de luna llena, unas cuantas pintas de más y su inestimable compañía, cambiarían mi destino para siempre.

Debía de ser al filo del alba, entre dos luces. Aunque eso no lo recuerdo muy bien. ¿Presagio de otro amanecer? Muchas veces me he preguntado qué habría sido de mí sin aquella noche etílica. Pero, a decir verdad, ¿qué importa ya? Fuera el azar o la casualidad o algún oculto designio de los dioses, lo cierto es que sucedió. Aún hoy, cuando rememoro aquel suceso, me recorre un escalofrío mezcla de asombro y de incredulidad y — ¡cómo no! — de profundo agradecimiento.

Trinh y yo andábamos a aquellas horas de la madrugada haciendo no pocos equilibrios —y dando más de un traspié— de esquina en esquina, tratando de aliviar nuestras vejigas henchidas. Como se sabe, Irlanda es el mayor productor de cerveza negra y la cerveza constituye la bebida más consumida entre sus habitantes y quienes lo visitan. Nos habíamos aficionado — ¡y de qué manera! — a la Guinness. Nuestras rutas nocturnas de estudiantes libres —o eso es lo que nosotros creíamos— acostumbraban a comenzar en los pubs de Temple Bar y solían concluir Dios sabe dónde. Arrancaban con la puesta del sol y podían acabar —era lo habitual— vencido el amanecer.

El resto del grupo —Érica, Renzo, Klaus y Joanna—, hartos de deambular sin rumbo durante horas, se habían ido retirando a la residencia, próxima a nuestra UCD (University College Dublin), en el campus de Belfield. Caminando, claro, o dando algún que otro bandazo cervecero; a esas horas ya no era posible encontrar un taxi en todo Dublín. Por lo demás, nuestra precaria economía tampoco daba para grandes alegrías.

¡One Guinness tonight!, he aquí nuestro grito de guerra. Corearlo a una sola voz y quedar los seis hechizados era todo uno. Como un mantra, cuando el ánimo aflojaba, nos lo íbamos repitiendo a lo largo de la noche… ¡y eran ya tantas noches…! Hasta qué punto llegaba a excitarnos no es fácil precisarlo. Nos faltaba solo tatuarlo en nuestras frentes o llevarlo colgado sobre el pecho a modo de talismán. Diríase que más allá de la Guinness no existía vida para nuestro grupo. Tanto o más que bebida codiciada, la Guinness se había convertido en nuestro particular amuleto que nos congregaba para adueñarnos de la noche y transgredir horarios y —por qué no decirlo— también algunas convenciones. Sí, sin duda ejercía un poder mágico sobre todos nosotros. O quizá —no lo descarto— en la Guinness se ocultaba la necesidad imperiosa de juntarnos, siendo como era el caso que todos nos encontrábamos lejos de casa.

Klaus era el especialista del grupo. Sus casi dos metros de estatura, su cuerpo musculoso y robusto y su rostro de gruesas facciones, contrastaban con su aire de ingenuidad casi infantil. Podías contar con él para lo que fuera. Siempre estaba dispuesto. Y había que ver cómo devoraba las frankfurts o las hamburguesas. Comía como dos. Él era quien nos había introducido en la Guinness negra. Disfrutaba recordándonos, no desaprovechaba oportunidad, la múltiple variedad de cervezas de su Alemania del alma. Tenía como un orgullo irrenunciable el haber participado con asiduidad desde niño —acompañando a sus padres al principio— en la Oktoberfest, como es sabido la fiesta de la cerveza por excelencia que tiene lugar en Múnich (la ciudad de Klaus) cada mes de septiembre desde hace más de doscientos años. Pero esta —solía decir, refiriéndose a la Guinness irlandesa—, sabe a gloria. Érica, Renzo y Joanna bebían, si bien no mostraban especial pasión. De todos modos, creo no exagerar si digo que los tres eran aves nocturnas y que los tres disfrutaban de la noche como el que más. La magia nocturna les embriagaba de qué manera, y su disposición para el grupo era total a cualquier hora. Trinh Thanh, por su parte —con su inglés asiático—, explicaba, casi como si de un honor personal se tratara, que la Bia Hoi vietnamita era la cerveza de barril más barata del mundo. Pero, a decir verdad, el ¡One Guinness tonight! lo excitaba como excita e incita el ratón al gato: tan recatado durante el día y tan desinhibido a medida que avanzaba la noche.

Por mi parte, no lo voy a negar, la cerveza ha sido —y así es aún hoy, con mucho— mi bebida preferida; eso sí, fresca, muy fresca, bien fría. Si la tomo en casa, tengo por costumbre ponerla en el congelador durante un buen rato, hasta someterla al borde de congelación.

Aquella residencia de estudiantes, la Merville Residence, acostumbrado a mi pequeña familia, se me antojaba un mundo, tanto por sus dimensiones —entre quinientos y seiscientos estudiantes calculo que habitaríamos en aquel conjunto de edificios—, como por su diversidad. Allí podía encontrarse gente para todos los gustos: Erasmus, postgrados, aprendizaje o perfeccionamiento del inglés, másteres…, y de los cinco continentes. Nuestro propio grupo constituía un micromundo: Alemania, Portugal, España, Italia y Vietnam. Esa era la razón por la que, mal que bien, nos entendiéramos en inglés, por supuesto cada cual con su acento peculiar. Pero quizá eso lo hacía más entendible y era, por otra parte, motivo poderoso para esforzarnos en hacernos entender, a la vez que en escuchar con atención para comprender.

Un viaje al silencio

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