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NUESTRA ISLA DE SILENCIO
ОглавлениеAndaba por el tercer año. Mi máster en energías renovables se había alargado más de lo previsto. De la University College Dublin estaba francamente satisfecho, muy satisfecho. Tal y como me la habían presentado, mis expectativas se vieron cumplidas: en verdad hacía honor a su fama de ser la universidad más progresista de Irlanda, además de ocupar una posición destacada en casi todos los rankings de las mejores universidades del mundo. Concretamente, en energía eólica, marina y solar —mi especialidad— era puntera. ¿Por qué, pues, todo se había dilatado? No encuentro otra explicación posible: algunas de las amistades hechas durante este tiempo, unido a la liberación de la tutela paterna, habían acabado por generar no pocas juergas y, en consecuencia, algunos suspensos aún pendientes del segundo año.
De esta Isla Verde me gustaban, de modo particular, sus dos mil kilómetros largos de distancia respecto de Barcelona y, por tanto, —esa era la cuestión— respecto de mi hogar paterno. Ahora creo que haber aterrizado en Irlanda para mi máster, como si se hubiera tratado de cualquier otro destino posible, fue lo de menos. Lo mismo habría dado Dinamarca, Italia, Canadá o Australia —pongamos por caso—. Desde que llegué, tuve la sensación, por primera vez, de haber conquistado por fin mi libertad. Y esa sensación —sentirme embriagado de libertad— me penetró desde el primer momento como un dulce y seductor perfume de mujer, hasta emborracharme. ¡Conquistar la libertad!, ese era el botín codiciado. ¿Quién no lo ha anhelado siendo joven? El escenario de la batalla resultaba, por tanto, intrascendente y del todo secundario.
Además de la cerveza, como acabo de referir, una comida que muy pronto descubrí deliciosa de los pubs dublineses, y sobre todo en invierno, era el seafood chowder: una crema hecha de varios pescados, sin espinas, con nata, acompañada de brown bread. Las reducidas dimensiones de Dublín —poco más que Barcelona— y su ambiente internacional hicieron que, apenas llegué, me sintiera cómodo, resultándome una ciudad de inmediato muy familiar. Allí convivíamos italianos, franceses, checos, españoles, asiáticos, alemanes, americanos… Un verdadero mundo en una superficie de ciento diecisiete kilómetros cuadrados. Un auténtico microcosmos —diría yo ahora— a juzgar por la enorme diversidad concentrada en tan concreto espacio.
Más de una noche de aquellas juergas que se iniciaban en Temple Bar, estirábamos las horas hasta el amanecer buscando el éxtasis ante la salida del sol. Nada que ver con el jolgorio de las horas precedentes. Que cerraran el parque a las seis de la tarde no constituía para nosotros impedimento alguno, aunque este se hallara en el centro de la ciudad. Pronto encontramos nuestra rendija secreta por donde colarnos a cualquier hora, evitando ser vistos. Una vez dentro, estirados sobre la hierba —teníamos nuestro rincón preferido—, el grupo se transformaba, quedábamos literalmente arrebatados. Tanto, que no creo exagerar si afirmo que en tales circunstancias parecíamos más una pequeña comunidad de monjes en meditación que un grupo de alocados estudiantes con algunos grados de más. Espontáneamente, entrábamos en una suerte de trance de silencio. Por mi parte, siempre lo percibí como un silencio lleno, incluso denso, saturado de emociones, de recuerdos y de mil añoranzas que a cada cual nos afloraban al instante.
Más aún que la cerveza, aquellas pintas de silencio, que sorbíamos con verdadera pasión, nos sabían a cielo. Junto al estanque de St, Stephen’s Green Park —lugar predilecto del grupo—, nuestras vidas reflejadas en aquellas aguas aquietadas, destilaban contornos y dimensiones insospechados. ¡Quizá nuestro verdadero hogar, del que nunca debimos marchar, sea el silencio!
El hecho de que esta antigua área pantanosa hubiera sido en otro tiempo paraje donde los pastores llevaban sus rebaños a apacentar, me congratulaba de modo singular. Esa peculiaridad —por trivial que pueda parecer— me devolvía a alguna de mis raíces: yo mismo había ejercido de pastor improvisado por horas en algunos de los veranos de mi infancia, cuando las ovejas paren sin avisar, antes de que mis padres se mudaran a Barcelona.
Por lo demás, el pequeño busto del famoso escritor irlandés James Joyce en una de las praderas del parque, de rostro constreñido, cara de maquinista de tren, bigote de Charles Chaplin y lentes de don Miguel de Unamuno, hacía que me sintiera —como un nuevo Leopold Bloom de su Ulises— héroe de mi propia odisea irlandesa. Me faltaba, eso sí, comer riñón de cerdo en el desayuno para ser un verdadero y remozado Bloom.
A Joanna, casi de manera invariable, le daba por tararear un fado —solía ser siempre el mismo— que según nos contó había aprendido de su abuela:
¡Fado! Porque me faltan sus ojos.
¡Fado! Porque me falta su boca.
¡Fado! Porque se fue por el río.
¡Fado! Porque se fue con la sombra.
¡Había que verla! ¡Y aún más, oírla! ¡Cuánta melancolía y nostalgia! Joanna era la viva expresión de su Oporto natal: nos encandilaba con su nostálgica belleza; acompañarla en sus fados era para nosotros tanto como degustar un oporto exquisito. De cuerpo menudo, resaltaba en ella su rostro vivaracho, adornado por una larga cabellera de color castaño, sedosa y abundante. Sus ojos verdes almendrados, como dos gotas gemelas de agua sacadas del Atlántico que baña las playas de su ciudad, transparentaban un alma receptiva y delicada.
La salida del sol concitaba, en todos y cada uno del grupo, los más variados sentimientos y recuerdos. Érica, muy sensible, no podía evitar las lágrimas. Con frecuencia me ha sorprendido que la naturaleza (un amanecer o un atardecer, el olor a hierba o a tierra húmeda, el horizonte de las montañas, el vaivén de las olas del mar…) suele despertar los afectos más íntimos y sinceros que todos albergamos. No sabría formular una explicación elaborada y coherente, pero así me ha parecido muy a menudo. Pudiera ser que la naturaleza nos pone desnudos ante nuestra propia imagen: de dónde venimos, quiénes somos o qué hacemos por aquí y a dónde nos dirigimos. Y en la naturaleza, como en un espejo, reconocemos nuestra verdadera identidad.
Aquellas mejillas sonrosadas y claras, como un melocotón cubierto por el rocío de la noche, adquirían un brillo entre tierno, doloroso y frágil. Pero bello, muy bello, inusitadamente elocuente. Su madre murió cuando ella aún no había alcanzado los dieciséis. Eso lo habíamos sabido por Renzo. Érica, de naturaleza reservada, guardaba estos sentimientos en el cofre de su intimidad, abriéndolo en contadas ocasiones y solo a quienes consideraba suyos.
Con el despertar del sol emergía también en ella, eternamente vivo, el recuerdo de aquel último abrazo en el hospital. «¡Nunca lo olvidaré! —repetía invariablemente—; ese ha sido el desgarro más sangrante de mi vida; me faltaba el aire; sentí que la tierra se abría bajo mis pies; ¡deseé desaparecer con ella!» Los cuarenta y ocho años de su madre se habían ido transformando paulatinamente, a lo largo de dos años y pico, en cincuenta, sesenta, ochenta… Completamente debilitada, apenas le quedó, finalmente, un hilillo de voz audible, piel y huesos. Reuniendo todas sus fuerzas y fundiendo sus vidas en una sola, madre e hija permanecieron abrazadas sobre la cama del hospital durante una eternidad —o así le pareció a Érica—; con la presencia de su padre como único testigo ocular. «Fue nuestro último abrazo, el abrazo para siempre. Mudas, la una dentro de la otra, fundidas, las dos sabíamos que era el sello de nuestra definitiva despedida» —le había contado a Renzo la primera vez que le habló de esto—, y quedó en un largo silencio con la mirada suspendida en el infinito. Renzo la había acompañado también con su silencio, temeroso de profanar el misterio que habitaba el santuario de Érica. De hecho, en tales circunstancias, todos permanecíamos en el más absoluto silencio, como si el alcohol de la noche se hubiera evaporado por arte de magia de nuestros cuerpos no demasiado firmes pocos minutos antes. ¿No será el silencio la expresión de una nostalgia? ¿o la presencia de una ausencia? —llegué a preguntarme en más de una ocasión—. «Abrázame fuerte, no me dejes, por favor, abrázame muy fuerte» —le pedía Érica a Renzo—, sumida en las lágrimas de aquellos amaneceres.
También le había explicado cómo su madre, en las últimas semanas en el hospital, guardaba discretamente una estampa bajo la almohada. No en vano, era con Renzo con quien más había intimado del grupo; nosotros sospechábamos que más que amigos eran ya pareja. «Mi madre era muy religiosa» —solía evocar Érica—. Y a decir verdad, también ella —¿cosas de la genética? — lo era. En más de una ocasión le oímos afirmar con rotundidad que ella creía en la vida, «en la VIDA con mayúsculas» —añadía a continuación—. Qué quería expresar exactamente no nos lo había llegado a explicar, ni por nuestra parte nos atrevimos nunca a solicitarle más aclaraciones. ¿Quizá Renzo sí lo sabía?
Aunque desde aquel último abrazo eterno habían transcurrido diez años, Érica recordaba todavía aquellos meses anteriores al ingreso final en que su madre se vio obligada a pasar las noches sentada en el sofá o paseando por la casa. «¡Noches interminables! Tosía y tosía y esas posiciones le aliviaban ligeramente. ¡Lo tengo clavado en la memoria!» —concluía Érica—. Como el martillo que golpe a golpe va remachando el clavo, aquellas toses se habían incrustado para siempre en sus entrañas.
Trinh Thanh había llegado a Dublín para completar su doctorado en Astrofísica. Mientras contemplábamos estirados sobre la hierba el cielo aún estrellado de St. Stephen’s Green, disfrutaba explicándonos que la luz tarda tiempo en llegar hasta nosotros. «Aunque su velocidad sea la mayor velocidad posible en el espacio, ¡alcanza los 300.000 kilómetros por segundo! —afirmaba con voz exclamativa— siempre vemos el Universo con un cierto retraso. Y este retraso es tanto mayor —continuaba entusiasmado— cuanto más lejos esté el objeto celeste. Así, la luz de la Luna nos llega al cabo de poco más de un segundo; la del Sol, al cabo de ocho minutos; la de la estrella más cercana —y aquí se contenía, consiguiendo tensar nuestra atención—, Próxima Centauri, al cabo de 4,3 años; la luz de la galaxia más próxima parecida a nuestra Vía Láctea, Andrómeda, al cabo de 2,3 millones de años, y así sucesivamente». Llegados a este punto, Trinh había logrado ya paralizar nuestra respiración. «Y la luz de las estrellas más lejanas —apostillaba en tono solemne— todavía está de viaje: los casi 15.000 millones de años que tiene el Universo no ha sido tiempo suficiente para que haya podido hacer su viaje hasta la Tierra. Para que os deis cuenta de las impresionantes dimensiones del Universo» —concluía, poniendo punto y final a su breve disertación.
—¿De modo que vemos las cosas con ocho minutos de retraso? —preguntó en una ocasión Klaus.
—Así es —aseguró Trinh.
—¿Y eso quiere decir —intervino Érica— que moriremos también ocho minutos más tarde?
Todos sonreímos con indulgencia ante aquellai n g e n u i d a d ,ya q u íf i n a l i z ó— a u n q u es o l omomentáneamente— la lección de astronomía. Por su parte, Renzo, no satisfecho con la explicación de Thanh, añadió, más gesticulando que hablando, con total convencimiento:
—Parece que el Universo es infinito. Aunque, en verdad, el infinito no podemos pensarlo. De ser así, dejaría de serlo para convertirse en finito.
—Claro, porque no cabe en nuestro cerebro que es limitado —quiso aclarar Klaus, seguramente pensando que así todos entenderíamos lo que se estaba debatiendo.
—¡Guauuu! —exclamó Joanna, sorprendida y emocionada, como si acabara de descubrir un nuevo continente—, ¡tú sí que eres un verdadero filósofo! —aunque no sé muy bien a quién quiso referirse en concreto: si a Renzo, a Klaus, a Trinh, o a los tres.
—No, Joanna, eso no es filosofía; eso es ver las cosas tal como ellas son. Tenemos que aprender a mirar con los ojos. Las cosas no son conceptos, son simplemente lo que son. Eso es todo lo que hemos de admirar. ¡Esa es la maravilla! —zanjó Trinh.
Finalmente, como tratando de relajar la solemnidad que aquella circunstancia había adquirido, Klaus nos regaló una perla con la que Einstein evocó de modo humorístico la ignorancia de nuestra especie respecto del tamaño del universo: «Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, y no estoy nada seguro de la infinitud del universo». Volvimos a reír ante la ocurrencia, y aquí se disolvió nuestra conversación cosmológica.
Trinh Thanh —como nos había comentado en varias ocasiones—, una vez finalizado su doctorado, que tenía ya muy avanzado, soñaba con dedicarse a la divulgación científica, y lo cierto es que ya entonces apuntaba maneras. No nos cabía la menor duda de que muy pronto despuntaría en el campo de la astrofísica. No en vano Thanh es un nombre vietnamita con diversas adjetivaciones (brillante, soleado, luminoso o sonido agradable, delicado, de gran valor) que, a mi entender, él reunía de modo admirable.
Con independencia de cómo transcurriera el tiempo que duraba nuestra isla de silencio, acabábamos siempre fundidos en un abrazo. El calor de los brazos trenzados con fuerza sobre los hombros, las caricias tiernas y entrañables que nos prodigábamos con nuestras manos en aquellas circunstancias, y la proximidad del cuerpo a cuerpo, enardecía nuestros deseos de vivir, a la par que conseguía que nos sintiéramos valiosos e importantes. Aquella liturgia plena de humanidad concluía, con una ingenuidad bendita, en un estallido de risas contagiosas, tan auténticas como sinceras y abrazados en sintonía con aquel primer sol de la mañana. Allí estaba exactamente todo lo que debía estar: nosotros, el sol, el estanque, los patos aún dormitando, la biografía de cada uno, el trébol (símbolo nacional de la cultura irlandesa), la amistad, la cerveza…