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Nasiriya – La emboscada

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Dos enormes jeeps descapotables, provenientes de la parte norte de la ciudad, cada uno de ellos con tres personas a bordo, detuvieron su carrera al encontrarse con el semáforo en rojo de un cruce aparentemente desierto. Esperaron pacientemente la luz verde y después continuaron lentamente durante una veintena de metros hasta llegar a la entrada de un viejo garaje abandonado.

Del primero de los jeeps descendió un individuo realmente corpulento que, armado con una vieja cizalla, se aproximó con aire circunspecto a la entrada y cortó el cable de metal oxidado que mantenía cerrada la puerta. Justo detrás de él, otro hombre, que había bajado del segundo jeep, lo alcanzó. También él era un tipo bien plantado. Uniendo las fuerzas intentaron sacar el viejo panel que hacía las veces de puerta. Debieron trabajar duro durante unos instantes hasta que, con un siniestro chirrido metálico, el panel se movió. Lo apartaron a un lado con decisión hasta abrir completamente la entrada.

Los conductores de ambos jeeps, que estaban esperando con los motores al ralentí, uno detrás del otro, mientras dejaban a sus espaldas una nube de humo negro, fueron hacia el garaje y apagaron los motores.

«Vamos» dijo aquel que parecía ser el jefe, mientras saltaba del jeep seguido por los otros tres. Los dos que se habían quedado en la entrada se unieron al grupo de tres, los seis, con los cuerpos inclinados, se dirigieron hacia la entrada principal del restaurante.

«Vosotros tres, por detrás» ordenó el jefe.

Todos los componentes del pequeño equipo de asalto estaban equipados con fusiles AK-47 y, colgando de los cinturones de un par de ellos se podían ver las típicas fundas curvas de los cuchillos árabes Janbiya. No eran unos puñales muy largos pero sus hojas afiladas en ambos lados hacían que estuviesen, sin duda, entre las armas blancas más mortíferas.

El propietario del restaurante, consciente que de un momento a otro llegarían sus compañeros, se movía sin parar entre la sala y la entrada de atrás, desde donde espiaba el exterior para controlar eventuales movimientos sospechosos. Su nerviosismo no pasó desapercibido para el general que, como viejo zorro que era, empezó a intuir que algo no iba bien. Con la excusa de coger la botella de cerveza se acercó a la oreja del tipo gordo y susurró «¿No te parece que tu amigo está un poco nervioso?»

«A decir verdad ya me había dado cuenta» replicó el gordito, también en voz baja.

«¿Desde hace cuánto tiempo que lo conoces? ¿No nos estará organizando alguna sorpresita?»

«No creo…. Siempre ha sido una tipo de fiar.»

«Puede.» dijo el general levantándose rápidamente de la silla «pero yo no me fio para nada. Vayámonos de aquí, ya.»

Los otros dos se miraron un momento perplejos, a continuación se levantaron también y se dirigieron con rapidez hacia el propietario.

«Gracias por todo» dijo el tipo gordo «pero tenemos que irnos ya» y le metió otro billete de cien dólares en el bolsillo de la camisa.

«Pero si todavía no os he traído el postre» replicó el hombre con el pelo rizado.

«Mejor, estoy a dieta» respondió el gordo y se encaminó velozmente hacia la puerta. Espió desde detrás de la cortina y, no viendo nada de extraño, hizo una señal a los otros para que lo siguiesen. Ni siquiera había acabado de atravesar el umbral que, por el rabillo del ojo, se dio cuenta de los tres matones que se acercaban desde su derecha.

«Bastardo» consiguió tan sólo gritar antes que, el más cercano a él, en un inglés muy malo, lo intimidase para que se parase. Por toda respuesta, desenganchó del cinturón una granada aturdidora y volviéndose hacia sus compañeros gritó «¡Flashbang!»

Los dos cerraron inmediatamente los ojos y se taparon las orejas. Un relámpago cegador, seguido de un tremendo ruido, rompió la quietud de la noche. Los tres asaltantes, cogidos por sorpresa por la reacción del gordito, quedaron durante unos segundos aturdidos debido a la explosión, la ceguera producida por la granada les impidió ver a los tres americanos mientras, con un ímpetu digno de una final de los cien metros lisos, escapaban en dirección a su automóvil.

«¡Fuego!» gritó el jefe de los agresores.

Una ráfaga de AK-47 partió en dirección de los fugitivos pero, dado que el efecto de la granada aturdidora no se había desvanecido, se perdió por encima de sus cabezas.

«Venga, venga» gritó el tipo delgado mientras, habiendo extraído su Beretta M9 de la funda debajo del sobaco, respondía a los disparos. Mientras sus dos amigos lo protegían con sus disparos se metió en el coche. Otra ráfaga, proveniente de sus espaldas, provocó una serie de agujeros desordenados en la pared de metal del cobertizo que había enfrente de él.

Mientras tanto, los tres agresores que provenían de la parte de atrás desembocaron en la puerta principal del restaurante y se unieron al fuego de sus compañeros. Su puntería era mucho mejor. Un proyectil dio en el espejo retrovisor izquierdo que acabó hecho mil pedazos.

«¡Maldición!» exclamó el tipo delgado mientras, bajando instintivamente la cabeza, intentaba poner en marcha el coche.

«¡General, suba!» gritó el gordito mientras disparaba otra ráfaga en dirección a los asaltantes.

Con la agilidad de un chaval, Campbell se tiró sobre el asiento de atrás justo mientras una bala le rozaba la pierna izquierda y se incrustaba en la puerta abierta. Con un movimiento rápido, desenganchó el asiento posterior y consiguió acceder al portaequipajes. Notó enseguida una serie de granadas dispuestas en fila en el interior de un contenedor de poliestireno. No se lo pensó ni un segundo. Cogió una de ellas y, después de sacar la espoleta, la lanzó en dirección de los asaltantes.

«¡Granada!» gritó y se echó sobre el asiento.

Mientras una nueva ráfaga de AK-47 rompía el parabrisas y destruía la luz intermitente trasera derecha, la granada de mano rodó tranquilamente en medio del grupo de los agresores que, conscientes del peligro inminente, se echaron a tierra aplastándose el máximo posible. La bomba explotó con un sonido ensordecedor y un resplandor deslumbrante rompió la oscuridad de la noche.

El tipo gordo, aprovechando la acción sorprendente del general, corrió hacia el lado del pasajero, subió a bordo y, quedando con una pierna por fuera, gritó «¡Vamos, vamos!»

El flaco pisó a fondo el acelerador y el automóvil, con un gran chirrido de neumáticos, arrancó hacia delante en dirección a la vieja puerta del cobertizo abandonado. La masa del vehículo lanzado a la carrera salió ganando a la plancha oxidada del panel, que cayó pesadamente hacia el interior. El coche prosiguió su loca carrera destruyendo todo aquello que encontraba a su paso. Viejas macetas de cerámica, cajas de madera podridas, sillas e incluso dos viejas lámparas, fueron arrolladas y tiradas por los aires, levantando una enorme polvareda de arena y detritos. El flaco que estaba conduciendo intentaba esquivar el mayor número de cosas posibles usando todo el peso de su cuerpo para girar el volante a derecha e izquierda pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió evitar la columna central de madera medio marchita que sostenía toda la cubierta, seccionándola de cuajo. El cobertizo tembló, luego un estremecimiento, después, como si una enorme roca le hubiese caído sobre el techo, se plegó literalmente sobre si mismo. Todo esto ocurrió exactamente en el momento en que los tres, después de haber desfondado incluso la pared de atrás, salían disparados del viejo garaje, seguidos por un espantoso ruido y una enorme polvareda oscura. El auto, ahora ya sin control, cayó sobre un montón de inmundicia dejada sobre el borde de la carretera y quedó bloqueado.

«¡Maldita sea!» exclamó el general que ya se había dado unas cuantas veces con la cabeza en el apoyabrazos de la puerta. «¿Pero a ti quién te ha enseñado a conducir?»

Por toda respuesta, el flaco pisó a fondo de nuevo el acelerador e intentó pasar entre la basura. Diversos trapos de colores se enredaron entre las ruedas y un viejo televisor quedó enganchado en el parachoques de atrás. Tuvieron que navegar entre la basura todavía un buen rato antes de alcanzar el borde de la carretera. Con un ruido sordo el auto se bajó de la acera y los tres se encontraron en la carretera principal en dirección este.

«¿Quiénes eran essos?» preguntó el gordito mientras se colocaba sobre el asiento e intentaba cerrar la puerta.

«Deberías preguntárselo a tu amiguito el del restaurante» replicó secamente el tipo flaco.

«Como se me ponga a tiro le hago engullir todo el menaje, cazuelas incluidas.»

«¿Qué más da, amigo mío? Hace tiempo que tendrías que haber comprendido que aquí no te puedes fiar de nadie.» Y mientras giraba en una pequeña calle a su derecha, añadió «Al menos hemos podido comer algo.»

El automóvil oscuro se encaminó rugiendo hacia la oscuridad de la noche, dejando, sin embargo, detrás de si, una anómala estela de líquido sin identificar.

Encuentro Con Nibiru

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