Читать книгу El Infierno no fue Suficiente: 13 historias que no se quedaron - Daro Ceballos - Страница 6
ОглавлениеLos días comunes suelen pasardesapercibidos y las cosas que hacemos mientras transcurren estos días suelen ser rutinarias y casi automáticas. Ese jueves a la tarde todo transcurría como en una programación de fin de semana de un canal familiar, siempre sucedía lo mismo en el mismo horario. El vecino regaba el pasto con su sobresaliente panza de cerveza, el horrible perro del otro vecino, el de enfrente, ladraba al mismo gato que lo esperaba sentado tranquilamente en la tapia a la que el pequeño perro no llegaba. Santiago se preparaba para su ejercicio aeróbico diario, era un jueves caluroso de verano, cruzando la calle detrás de su casa empezaba un extenso bosque. Estaba nublado, las nubes eran grises, podían empeorar en cualquier momento, pero le gustaba el clima tormentoso y el olor húmedo que surgía de repente en el ambiente, le encantaba experimentar esa calma antes de la explosión.
Con música de potente ritmo en sus auriculares salió corriendo como hacía siempre, otro día común. El bosque ya tenía marcada una senda que los habitantes de la montañosa ciudad de San Javier solían utilizar para paseos. Ese día estaba desierto, Santiago supuso que era por la tormenta. Corriendo entre los árboles, llegó al tramo del sendero donde a la izquierda había un pequeño arroyo plagado de piedras, y comenzó a sentirse mareado. Mareado como cuando hay un pequeño temblor que apenas logra mover las luces del techo, así era la sensación, y crecía a cada tramo.
Lo despertó el ruido de un trueno lejano, de repente el sonido del agua corriendo en el arroyo se hizo más claro en su cabeza, le dolía la sien derecha y no recordaba haberse caído. Se sentía pesado, sofocado, encerrado, pero estaba al aire libre, en el claro del bosque. Se sentó en el piso, y esperó a que sus ojos dejaran de dolerle por la luz, que parecía brillar más, diferente. La música en su teléfono seguía sonando, esta vez una melodía de la década de los ochenta, “Just Another Day” de Oingo Boingo. Paró la reproducción.
Se dirigió hacia el arroyo y, arrodillado en una piedra, se limpió la sien derecha de donde caía una gota de sangre. El agua era densa, distinta, parecía agua destilada. Le atribuyó la sensación al golpe que se había dado en la cabeza; sin embargo, notaba que algo iba mal, todavía no podía descifrar que era, así que decidió volver a su casa. Emprendió el camino de regreso y, después de hacer unos cuantos pasos, no tardó en darse cuenta de que el pequeño sendero de caminata ya no estaba, era solo gramilla y algún que otro yuyo.
Parado en el lugar donde descubrió lo del sendero, decidió sacarse los auriculares, que, si bien no sonaban, le tapaban una buena porción de su audición. Al retirarlos de los oídos, se sintió aún más raro, no había sonidos, solo algún pájaro raro de esos que sonaban en las películas de guerra cuando caminaban por alguna selva remota. Nunca había prestado atención exactamente a los sonidos que podía escuchar en esa porción de bosque, pero sabía que esa sensación que lo invadía era real, no se estaba imaginando nada.
Con una pizca de pánico, empezó a correr en dirección a su casa. Comenzó a ver el bosque más lleno de maleza, no se veía como el mismo bosque, aunque era bastante parecido. Siguió corriendo, el camino era más largo de lo que imaginaba, la distancia era uno de esos detalles en los que no reparaba cuando salía a hacer ejercicio, pero ya comenzaba a asustarse realmente. De repente y sin aviso, un trueno ensordecedor rompió el silencio. Santiago se agachó asustado en plena carrera y cayó al piso. Aturdido, se quiso levantar y, al poner la mano como apoyo en el piso, un bicho salió de entre el pasto alto, parecía una tarántula negra y peluda, pero con una cola como la de un alacrán. El insecto atacó picándolo en el dorso de la mano, reaccionó con un grito y, moviendo la mano violentamente, hizo volar al bicho hacia el bosque. Se paró y siguió corriendo, un pequeño hilo de sangre caía de la picadura de la araña-alacrán.
Después de unos terribles minutos sin poder encontrar el final del bosque, Santiago recordó su celular, todo el tiempo en su bolsillo, y se avergonzó de sí mismo, siempre se quejaba de los personajes de películas que no utilizan el celular a tiempo. Lo sacó del bolsillo, rogando que no faltara la señal, como en las películas de terror, pero la barra de señal estaba llena, así que marcó el número del vecino, Julián, el dueño del pequeño perro hiperactivo. Sabía que Mariana, su novia, no atendería a esa hora ya que hacía horario de corrido en la maldita mutual que esperaba que cubriera ataques de insectos que no sabía que existían. Presionó el contacto y, al ponerse el celular en el oído, lo tuvo que alejar de inmediato porque el acople en la línea lo aturdió, un sonido agudo insoportable. Se quedó mirando la pantalla, se escuchaba el silbido desde el auricular. Cortó la llamada.
—La puta madre —exclamó, frustrado.
Comenzó a mirar alrededor. Un nuevo plan nacía en su mente... Tenía que encontrar algo familiar que le permitiera corroborar que estaba en el mismo bosque al que había salido a correr. Mientras recorría el lugar, la tormenta se hizo cada vez más presente, o al menos eso creía él, ya que, al parecer, desde que se despertó, el mundo había cambiado.
La tormenta no se parecía a ninguna que hubiera visto, los truenos sonaban cada vez más pero sin refucilos, no podía ver luces en el cielo que le indicaran que estaba ante una tormenta normal, sin mencionar las pequeñas partes de nubes que podía ver por encima de los árboles, de un color verdoso oscuro, como una aurora boreal sin brillo.
Su mente avanzaba a tropezones por sus vagos recuerdos de las salidas a correr, hasta que divisó una marca en un árbol y recordó que la había hecho él, un día que salió con su bici y golpeó ese árbol con el manubrio. Corrió hacia él, recordaba esa marca porque recordaba el golpe que se había dado en esa pequeña curva. Cuando llegó a tener a la vista lo que seguía después de la curva, su corazón se llenó de alivio. A unos diez metros, se veía civilización, el pedazo del techo de su casa al final, entre los árboles. Los truenos se escuchaban cada vez más frecuentes, pero Santiago estaba aliviado. Apuró el paso, pero ya sin ese pánico de sentirse perdido.
Cuando estaba llegando a la calle, la luz se hizo un poco más intensa al salir de debajo de la capa de árboles y notó que había un resplandor verdoso en el ambiente. Miró hacia arriba y las nubes le dieron la respuesta, estas parecían una aurora boreal apagada y teñían la luz del sol de un verde oscuro. Se quedó mirando hacia arriba, nunca había visto un espectáculo como ese, pero no sabía mucho sobre el clima así que supuso que era un capricho de la naturaleza. Su mano le dolía, así que retomó su regreso a casa, cruzando la calle.
Sus ojos de repente terminaron mirando hacía las nubes de nuevo. Veía estrellas. Un hombre gordo lo había chocado haciéndolo caer. Era su vecino, su cara era de puro terror, nunca lo había visto así, su camisa del trabajo estaba manchada de sangre que por lo visto había salido de su nariz. Cuando vio a Santiago en el piso, lo tomó de los hombros casi con la misma violencia con que lo había tirado, y lo levantó. Santiago escuchó a medias lo que decía porque todavía estaba aturdido del golpe.
—…Nos trajeron a todos! —Gesticulaba de forma violenta y desesperada—. ¡Nos trajeron a todos!
No pudo decirle nada porque su vecino ya emprendía una desesperada corrida calle abajo, para luego subir a su auto y pasar por delante de él a una velocidad absurdamente rápida para un Ford Fiesta como el que tenía. Decidió regresar a su casa a refugiarse de la inminente tormenta que ya empezaba a generar unas extrañas ráfagas de viento, entrecortadas, que movían los árboles para un lado y para otro. Más tarde trataría de averiguar qué había sido todo aquello.
El viento empezó a ser cada vez más fuerte y las gotas empezaron a caer, Santiago estaba entrando a su casa. Detrás de él, pudo ver al gato del vecino, el que hacía enojar siempre al pequeño perro de al lado, que actuaba de una manera muy extraña, subía y bajaba a la tapia de forma torpe, desorientado, no iba ni a un lado ni a otro. Cerró la puerta de su casa con una punzada de dolor en su mano y, cuando el chaparrón empezó, las gotas se escuchaban muy fuerte en el techo de madera a dos aguas, tanto que parecían piedras de granizo.
Se dirigió directamente al botiquín que tenía en el baño, pretendía vendarse la herida del extraño bicho del bosque que empezaba a dolerle como si estuviera infectada, aunque el pequeño punto del aguijón que tenía solo estaba un poco colorado. Cuando se estaba vendando la mano, comenzó a sonar el teléfono fijo. Se sobresaltó, ya que sonaba muy pocas veces. Cuando lo atendió, era Mariana, con voz desesperada y casi gritando.
—¡Santi, Santi, tenés que ver esto! —La señal se escuchaba mal y se cortaba—¡No sé dónde estamos, es la ciudad, pero no sé bien…! —el teléfono dejó escapar un ruido seco y la señal quedó cortada como el ruido blanco de un televisor sin señal.
Santiago se sacó el auricular del oído, miró el tubo unos segundos, todavía tenía la venda a medio colocar y el ambiente se volvía cada vez más caótico con la tormenta intensificándose afuera. Dejó el tubo y se dispuso a terminar de vendarse, cuando le llegó un mensaje de Mariana al WhatsApp. Lo abrió con la mano libre y miró el celular que estaba apoyado en la mesa del teléfono fijo. Era una foto, que no terminaba de enviarse, por ende, no podía ver de qué se trataba. De repente, un ruido intenso de madera quebrándose junto a un trueno hicieron que se agachara asustado. Dos segundos después, la ventana de su living estallaba en pedazos dándole paso a una rama muy gruesa del árbol que tenía en el patio frontal. Santiago dejó atrás su intento de ver la fotografía y corrió al living, que estaba cubierto de vidrios del ventanal que tenían junto a los sillones; estaba entrando mucha agua, así que decidió salir a la tormenta a sacar la rama desde afuera. Con la venda de la mano colocada a las apuradas, salió al patio delantero con una campera con capucha puesta. El agua que caía era igual a la del arroyo, densa, como agua destilada. Con un poco de esfuerzo tiró la rama que estaba encastrada en el marco de la ventana y la dejó en el pasto. Corrió a la puerta y otro trueno lo hizo agachar del susto. Entró a la casa y corrió a buscar una lona que tenían para tapar la pileta, para ponerla en la ventana. La mano le dolía cada vez más, puteaba mentalmente al condenado bicho. Terminó de cubrir la ventana para evitar que pase el agua y la habitación quedó a oscuras, solo se veía el pequeño resplandor de la pantalla del celular en la mesa, y recordó la fotografía que Mariana le había intentado enviar. Las gotas golpeaban fuerte en la lona que acababa de poner en la ventana rota, seguía parado al lado de ella. Fue hacia el celular y, cuando llegó, la tormenta se detuvo, de repente, todo se frenó, lluvia y truenos.
Se quedó mirando el techo con el celular en sus manos y la boca abierta, nunca había experimentado una tormenta así y menos un final como ese, tan repentino. Después de unos segundos, bajó la mirada al celular, la foto todavía no se había descargado, pero él ya había decidido ir al hospital para hacerse revisar la mano y pasar por donde trabajaba Mariana, a revisar de qué se había tratado esa extraña llamada.
Así como estaba vestido, salió a la calle, las nubes seguían cubriendo el cielo, pero la tormenta ya era inexistente. Decidió que las preguntas sobre el clima se las respondería más tarde, cuando pasara el extraño día que estaba viviendo. La señal todavía era mala, seguía intentando descargar la foto que Mariana le había enviado y, absorto en el celular, como la mayoría de sus días, tropezó con una rama caída y casi terminó de nuevo en el suelo, sin embargo, ese pequeño tropezón le permitió darse cuenta de algo que lo dejó aún más helado que el fin abrupto de la tormenta.
El auto de su vecino estaba estrellado contra un poste de madera a media cuadra de él. Era un barrio tranquilo, de tráfico pasivo, jugaban muchos niños por esas calles y los autos siempre pasaban como si estuvieran paseando. El Fiesta estaba chocado contra el poste, a Santiago le recordó una escena de una película de zombis que había visto en el cine, no recordaba si eraEl Día de los MuertosoEl Amanecer de los Muertos, la imagen frente a sus ojos no parecía real.
Se acercó lentamente, pero desde unos metros atrás ya podía ver que su vecino no estaba al volante, no había nadie, el auto estaba apagado, pero salía un poco de humo blanco desde el capote. Ya en el auto, vio que las llaves seguían puestas, pero no había señal del conductor. Cuando salió, pudo ver una mancha de sangre en el guardabarros trasero, como si alguien se hubiese apoyado, debía de haber sido un choque muy fuerte. Pensó en llamar a la ambulancia para denunciar el choque, cuando recordó la foto que todavía no había podido descargar. Se apartó del vehículo cruzando la calle para seguir por la vereda, mirando su celular, y, por fin, el pequeño círculo de carga se llenó y logró descargar la foto. Santiago se frenó a metros del choque de su vecino desaparecido, no podía quitar la vista de su teléfono, lo que mostraba era increíble.
Miró la foto sacada desde la vereda de la mutual donde trabaja su novia, se veía la plaza de la ciudad, con una estatua de Ignacio de Loyola en el medio, pero encima de ella, por encima también de los cipreses y naranjos que decoran la plaza, podía verse una especie de nave, un disco deforme, con varias antenas, o eso parecían, en su cara inferior, flotando en el aire, se veía tan grande como la plaza misma.
No podía salir de su sorpresa. Sin saber cuánto tiempo estuvo parado ahí, comenzó a percatarse del sonido de pesados pasos acercándose. En su mente, se formó automáticamente la cara de su vecino, el accidentado, pero cuando levantó la mirada, su corazón dio un vuelco, no iba a ser la misma persona después de esa imagen.
De frente a él, un soldado venía cubriendo la retaguardia, de repente volteó y al ver al hombre con el teléfono en la mano mirándolo estupefacto, su cara fue de absoluta sorpresa, más quizás que la del mismo Santiago. El soldado llevaba una voluptuosa armadura, sobresalía por sobre su pecho y sus hombros, en sus manos cubiertas por guantes llevaba un arma que Santiago solo podría haber imaginado en la más loca historia aunque no parecía tener intención de utilizarla. Santiago subió la mirada hasta la cara del soldado, que era de un color verde oscuro, como una sopa, sus ojos vidriosos y grandes ocupaban casi toda su cara, negros pero expresivos, y su pequeña boca estaba abierta, en señal de absoluta sorpresa. Ambos se miraban por primera vez sin creer lo que tenían enfrente.
Santiago perdió la fuerza en sus manos y dejó caer el celular, cayó de rodillas, su mente no podía concebir tal imagen, quizás todo lo que había vivido ahora tomaba contexto. El soldado colgó su arma en su espalda y escribió algo en su muñequera. Detrás de él, en el cielo, se materializó una nave como la que Santiago había visto en la foto; hacía un ruido como el de una heladera, constante y grave.
El soldado seguía mirándolo con asombro. Levantó una mano de cuatro dedos como intentando calmarlo. Sin embargo, la mano de Santiago estaba de color rojo furioso como sol naciente, la picadura del bicho estaba complicándole la motricidad y de repente le dolía muchísimo, se preguntaba en dónde estaba, en qué lío se había metido al despertarse en el mismo bosque de siempre, sin hacer nada especial, en aquel día común.