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Introducción

«Aunque al poner su nombre en un libro quien escribe asume la responsabilidad personal por todo lo que ha escrito, en la producción de un manuscrito intervienen siempre muchas personas…».

—Samuel Escobar 2012:4

Este libro no es una excepción. La deuda que tengo con muchas personas es impagable. A lo largo de estos años disfruté la lectura de innumerables libros y artículos, así como de la amistad invalorable de amigos irremplazables y, en consecuencia, el producto final es resultado de todas esas lecturas y relaciones amicales. Todo comenzó cuarenta años atrás. Mi peregrinaje ha sido largo, y tuvo un disparador inicial, cuando me pregunté sobre mi identidad evangélica, wesleyana, pentecostal, anabautista.

En los primeros meses de 1974, cuando comenzaba los estudios universitarios, me vinculé a la Iglesia de Dios del Perú «Monte Sinaí» de Villa María del Triunfo (Lima, Perú), la congregación pentecostal en la que conocí y aprendí a amar y servir al Dios de la vida y al prójimo indefenso. La sencillez del pastor Juan Huertas, la espontaneidad y la alegría del culto, así como la participación activa de los miembros en el culto y en el servicio a la comunidad, fueron las principales razones por las que, finalmente, me integré a esta comunidad de discípulos, pequeña en número, pero grande en corazón. Todavía permanezco en ese suelo firme que me ha dado muchas, muchísimas, alegrías en las últimas cuatro décadas.

Cuando fue pasando el tiempo, como probablemente les ha ocu­rrido a otros creyentes, descubrí que no siempre en la congregación en la que me formé socialmente como creyente evangélico de tradición pentecostal y en otras que fui conociendo en esos años, había una correlación estrecha entre la vida privada y la vida pública, la teología y la ética, la identidad confesional y la conducta ciudadana responsable. Pensé entonces que, tal vez, tenía razón un atento observador del movimiento pentecostal peruano que afirmaba que en estas iglesias «aunque se da un desarrollo ético personal verdadero, sin embargo hay una ética social muy pobre…» (Marzal 1989:427). Y que, quizás, tenía cierta consistencia la crítica mordaz de un historiador peruano, quien afirmaba que en las iglesias pentecostales:

Los conversos son bombardeados sistemáticamente con mensajes fundamentalistas y escatológicos. Estos se suministras particu­larmente en las Iglesias donde la labor del pastor adquiere un papel decisivo. Su autoridad es unánimemente reconocida. No hay duda o cuestionamiento a sus opiniones y mandatos […] Se autoeducan en sus iglesias y escuelas dominicales donde taladran la mente de los niños y adolescentes hasta despojarlos de toda la tradición y memoria colectiva, dispensarles de toda preocupación o iniciativa que tenga que ver con la historia, la sociedad y la política inmediata que en nuestro país se encuentra revuelta y convulsa dramáticamente… (Kapsoli 1988:156, 158).

Estas y otras observaciones críticas me condujeron a examinar mis convicciones y práctica de vida como creyente y ciudadano, a conocer la historia del movimiento pentecostal primigenio, así como a indagar en esa historia en busca de las raíces teológicas y éticas de mi identidad confesional. Fui descubriendo así que el pentecostalismo tenía firmes lazos con el movimiento de santidad, la teología wesleyana y la Reforma Radical (anabautistas).

Del examen de la historia pasé al examen de la teología, y del examen de la teología al examen de la ética pentecostal. A lo largo de este proceso de búsqueda de las raíces de mi identidad confesional fui publicando artículos, capítulos para libros, y libros sobre pentecostalismo que daban cuenta de la forma como entendía (y entiendo) mi fe evangélica, wesleyana, pentecostal, anabautista. La política del Espíritu: espiritualidad, ética y política, forma parte de este proceso que todavía continúa y, así será, mientras el Dios de la vida me conceda en su gracia y justicia, seguir peregrinando en este mundo que le pertenece a él y que todos estamos llamados a cuidar responsablemente.

Dos agudas observaciones de José Míguez Bonino jalonaron también el examen de mi herencia teológica y mi compromiso ciu­dadano. En su libro Rostros del Protestantismo Latinoamericano, afirmaba que el pentecostalismo representaba: «…cuantitativamente la mani­festación más significativa y cualitativamente la expresión más vigorosa del protestantismo latinoamericano…» (Míguez 1995:75). Afirmaba además que: «…su futuro es decisivo no solamente para el protestantismo en su conjunto sino para todo el campo religioso y su proyección social» (Míguez 1995:75). Advertía también que el ropaje teológico que el pentecostalismo latinoamericano había heredado era «…demasiado estrecho para abrigar su experiencia o para permitirle la expresión libre de su vigor» (Míguez 1995:75). Todo lo que he escrito hasta la fecha expresa mi respuesta a estas fraternas observaciones de quien fue el decano de los teólogos evangélicos latinoamericanos. Este libro apunta también en esa dirección y, más aún, pretende ser una respuesta directa al desafío fraterno que Míguez Bonino planteó claramente a quienes militamos en el movimiento pentecostal.

Basado principalmente en un análisis teológico, misiológico y pastoral de pasajes claves de la obra lucana y en varios ensayos que fui escribiendo en la última década, este libro expresa lo que en uno de los prólogos al libro La misión liberadora de Jesús, Alejandro Cussiánovich subraya sobre mi aproximación a la propuesta de Lucas y a la misión cristiana:

El pastor Darío, siempre en misión como teólogo y biblista de la espiritualidad de la liberación, nos ofrece un Lucas crítico que convoca y no descalifica y que inaugura un estilo profético radicalmente amigable. Un Lucas que rompe rediles culturales, religiosos, políticos y sociales, de género y de generación. Que afirma sin titubear la universalidad como condición de liberación, de emancipación esencial. Lucas convoca a un panecumenismo siempre necesitado de diálogo, de apertura, de sabiduría y audacia del Espíritu. El capítulo 13 recoge una hermosa e innovadora expresión, la amistad especial de Dios por los pobres. La radicalidad no está reñida con la universalidad. Es que todo es prójimo y de todo somos prójimo (Cussiánovich 2017:9).

Expresa también lo que Samuel Escobar puntualiza acerca de mi comprensión de la fe y militancia cristiana con sabor pentecostal y aroma latinoamericano:

…este libro acerca del Evangelio de Lucas nos muestra la espiritualidad que nutre la acción ministerial y ciudadana de su autor. En sus páginas nos acercamos a la intimidad de su relación con Cristo y al esfuerzo por articular la fe evangélica como reflexión sobre la propia práctica de alguien que escucha al Señor de la vida, se entrega a una vida de obediencia al llamado de Jesús y reflexiona a la luz de la palabra de Dios (Escobar 2012:8).

¡En ese camino seguimos! Jalonando nuevas perspectivas de lectura del tercer evangelio y una mejor comprensión de la propuesta teológica, pastoral y misionera del amplio y heterogéneo mundo pentecostal. El presente libro da cuenta de este esfuerzo que ha tenido la invalorable compañía de dilectos amigos de la Patria Grande: América Latina y el Caribe de habla hispana.

Villa María del Triunfo, diciembre de 2018

La política del Espíritu

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