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Milord

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Las invitaciones a la finca del tío Fernando siempre fueron un arma de doble filo. Desde una semana antes del viaje mi mamá entraba en un acelere nervioso que trataba de controlar regañándonos por cualquier cosa. La empacada de ropa y demás preparativos se hacían bajo un ambiente tenso donde la cantaleta llegaba al punto de hacernos sentir que no merecíamos el paseo a pesar de habernos portado bien. Viejos traspiés escolares o actitudes perezosas, como hacer siesta después de llegar del colegio, le servían de argumento. Si hubiera sabido que ya tenía puesta la pantaloneta de baño en lugar de los calzoncillos también lo hubiera utilizado en mi contra.

Para tenernos afilados, esa semana previa vivíamos una especie de régimen militar en la casa: nos ponía a lavar platos y a tender las camas, a barrer, trapear, sacudir, acostarnos temprano y cualquier queja del colegio podía suponer el castigo de no ir a la finca del tío. Mi mamá siempre acudía a la frase “ustedes no son hijos de Pablo Escobar” si nos veía a mi hermanita o a mí derrochar algún producto, o si le pedíamos dinero extra para un antojo, pero en el fondo todos sabíamos que donde el tío vivían como príncipes y allí sí nos podíamos dar gusto hasta la saciedad. Al parecer entrar en esa vida, así fuera por un par de días, le generaba estrés y le preocupaba que sus pequeños vástagos –y quizás ella misma– estuvieran a la altura.

La cantaleta se evaporaba con el timbre del citófono. De la portería de la unidad llamaban para avisar que Morcilla, el conductor del tío, había llegado. A veces nos recogían en una van café y mis amigos de la unidad decían que era la versión paisa de la camioneta de Los Magníficos; se acercaban a los vidrios polarizados haciendo visera con sus manos para ver lo que los primos denominábamos “sofá en U con bar”. También veían una mesita, una nevera y todo el interior del carro casa. Otras veces era una Ranger roja y gris, como la de Profesión Peligro. Pero una cosa era lo que decían mis amigos y otra muy distinta lo que comentaban sus madres, que veían subir sendas naves por las callecitas de la unidad.

No recuerdo esa mañana decembrina en qué carro nos recogieron. La noche anterior, mi tía Sofía, esposa de Fernando, le había dicho a mi mamá que iban por nosotros muy temprano, Morcilla tenía que llevar encargos para el desayuno de la gente que estaba en la finca, unas veinte personas, desde los abuelos hasta los nietos más pequeños. Llevaban varios días allá y aunque la comida abundaba, algunos alimentos comenzaban a escasear. En Pakita, llegando a San Jerónimo, fue la única parada. Morcilla sacó un papelito y leyó: quince quesitos y doce paquetes de pandequesos. También pedimos unos chicles Adams de menta para mi mamá. Todo lo pagó Morcilla que siempre administraba un fajo de billetes del tío.

En menos de una hora llegamos a la carretera destapada del Tamarindo dejando atrás polvaredas que envolvían a los campesinos que iban y venían por un lado del camino. El portón de la finca estaba abierto. La camioneta entró despacio por el empedrado y desde lo lejos se veía la casona, los jardines, los árboles, las canchas desoladas. Todos dormían a esa hora de la mañana. Mientras el carro avanzaba vi por la ventanilla a Milord, el Lassie de la familia, correteando una mariposa por el césped que rodeaba la piscina. Su pelaje blanco y castaño se doraba con los rayos del sol aún débil; era tan elegante al trotar y de un garbo que una tía dijo que parecía un inglés, y por eso lo bautizaron Milord. El animal, que había sido un regalo de Fernando a su hijo Juanfer, era una alegría más en la familia.

Milord y el tío Fernando eran los únicos despiertos a esa hora, y por supuesto Juaco, el mayordomo, y su señora, que recibió los quesitos y los pandequesos. El olor del chocolate era el mismo de siempre pero era extraño estar tan temprano en la finca: la piscina parecía en obra negra, cubierta por un plástico con piedras en las esquinas. Si no fuera por el reguero de botellas, envolturas de mecato, vasos y copas se podía pensar que no había paseo.

Poco a poco la gente fue saliendo de las piezas. Primero los abuelos y los niños, luego las tías y los primos grandes y al final los camaradas: primos de la misma edad –algunos venidos de Cali y Bogotá que hacía tiempo no veía–, llenos de vitalidad para disfrutar hasta el último recoveco de la hacienda. El hecho de verlos despertar uno a uno somnolientos y despelucados, aún con los brazos desgonzados, atenuó esa desventaja a la que se somete el que llega tarde a los paseos. Otro gallo hubiera cantado si llego y los encuentro despiertos, jugando, con el espíritu en su esplendor: ahí sí hubiera sido comidilla y objeto de su crueldad.


A las diez de la mañana ya todos estaban levantados y desayunados. La piscina en tonos de azul lucía provocativa para devorarla a brazadas, para zambullirse una y otra vez y jactarse con el sonido del agua. Juaco dispuso las sillas bronceadoras alrededor del quiosco y quitó las lonas de cuerina de las dos mesas de billar, una de las pocas cosas que conservaba la finca del anterior dueño. También destapó un juego de sapo que, curiosamente, tenía cada vez más argollas. El empalme con los primos se dio rápido y el día de sol comenzó perfecto. Mi mamá, estresada e intensa en la casa, en la finca se convertía en la madre amorosa y responsable, siempre pendiente de que nos portáramos bien y de que no hiciéramos daños.

Precisamente ese día noté que el paño de una de las mesas de billar estaba rasgado; el primo Jimi lo había roto por tacar massé, pero a Fernando no le importaban los daños, ni que las piedras que les tirábamos de noche a los sapos amanecieran en el fondo de la piscina, ni que cosecháramos mandarinas biches a puñados. Al tío lo que le importaba era que pasáramos bueno, y tener su vaso-termo lleno de hielo y whisky desde las once de la mañana. La grasa que comía en forma de chicharrón y choricitos lo mantenía en pie y con ganas de jugar de manos. Mis tías sufrían para que no nos fuera a lastimar con su brusquedad innata.

Ese día todo salía muy bien. Desde el quiosco, comandado por Fernando con su whisky, los grandes contaban chistes y vigilaban el juego de los chiquitos en los columpios mientras otros primos chapuceaban en la piscina. Juaco y su señora terminaban de recoger los restos del asado y después tenían la orden de ensillar las bestias habituales, que eran un par de yeguas, dos mulas y un táparo bautizado La Rosa. La costumbre de los grandes era hacer cabalgatas por los potreros y recorrer veredas pero después de que los pequeños diéramos algunas vueltas a cabestro dentro de la hacienda. También había carneros, vacas, gallinas, conejos, pavos reales y un mico, Aquiles, un miembro más de la numerosa familia.

De repente, en medio de las carcajadas y el tastás de las bolas, uno de los niños gritó. Era el llanto de Juanfer, sentado en el césped. Fue un momento eterno en el que el niño enrojeció, mudo, con los ojos rasgados y la boca abierta, seco en llanto. En medio de la confusión se escucharon varias frases.

—¡El perro le tiró al niño, lo mordió! –vociferó la tía Uge desde el quiosco.

—¡Le rayó la carita! –gritó indignada la tía Sofía lanzándose hacia su pequeño para auxiliarlo y mirarlo de cerquita. Como el niño seguía seco en llanto sin emitir sonido, Sofía lo sacudió para que reaccionara mientras todos sentíamos que iba a morir ahogado. Milord, con la trompa clavada al piso, iba y venía como enjaulado en campo abierto. Su comportamiento evidenciaba cierta culpa.

Juanfer se estaba demorando para volver en sí, para soltar el aire hecho berrido. Durante ese instante eterno, el tío Fernando reaccionó: la imagen congelada de su hijo llorando en seco, aterrorizado, con una herida leve en el cachete era muy fuerte, y eso sumado a las frases de mis tías, terminaron por despertar sus genes primitivos y decidido se paró de su poltrona, cosa que era difícil que ocurriera. ¿Qué pudo pasar por su mente en esos segundos en que la ebriedad placentera se convirtió en un caos familiar? ¿Milord, el tal perro inglés, era en realidad un peligro para el niño? Fernando puso su termo en una mesita que siempre llevaba consigo, al lado de una diminuta llanta de camión acostada que funcionaba como cenicero, repleto de cuscas de Marlboro rojo. Cuando el niño por fin volvió a emitir sonido, Fernando ya había llamado a Juaco con un grito desgarrado, y mis tías, que conocían muy bien las furias del tío, presintieron lo peor. Sin éxito intentaron calmar al pequeño.

Juaco llegó apresurado con la mano en el sombrero y Fernando le dijo que matara a Milord.

—¡Matá a ese hijueputa perro traicionero! –le insistió vocalizando mal, embombado por el efecto del licor, y el miedo se apoderó de todos porque hablaba en serio. Juaco se quedó estupefacto y quiso hacerlo recapacitar.

—¡Si no lo matás, te mato yo hijueputa! –lo interrumpió Fernando. Nadie sabía cómo reaccionar, los más allegados trataban de calmar al tío, pero la sangre le estaba corriendo muy rápido y muy caliente, como gasolina.

Cuando Joaquín llegó con un rifle, Milord seguía por ahí confundido con su trompa alargada y sus ojos pequeños y redondos. Mi mamá alcanzó a llevarse a mi hermanita y a unos primitos y los dejó encerrados llorando en una pieza. Otros primos mirábamos sin saber qué hacer y también sollozamos y chillamos cuando Juaco cargó la escopeta y apuntó. Milord se movía despacio, huía sin querer, volvía noble, y Joaquín equivocaba el tiro a ver si Fernando desistía, pero no. En su borrachera no le perdonaba a Milord que hubiera atacado al príncipe Juan Fernando, el heredero, su único hijo, sietemesino y de parto delicado.

Joaquín disparó unos cartuchos rojos que parecían tubos de vitamina C. Fueron dos escopetazos aturdidores que mataron a Milord. Y mientras el mismo Juaco fue a enterrarlo a orillas del río, el horror y la tristeza nos invadieron a todos, acurrucados en los rincones de las piezas, espantados. Ese día no volvimos a salir al aire libre y después de un rato nos pusimos a jugar Hágase Rico. Tiramos los dados hasta la madrugada en medio de un silencio sepulcral, haciendo la compraventa de inmuebles sin importar quién iba a ganar, sin ánimos de acumular las mansiones rosadas, sin remilgos para adquirir los tugurios de la zona marrón.

Al otro día, como si estuviera planeado, casi todo el mundo se organizó para bajar a Medellín. El 24 de diciembre estaba cerca y a la finca llegaban y salían amigos cercanos, allegados y conocidos todo el tiempo. Mi mamá, mi hermanita y yo nos devolvimos en el Renault de mi primo Gustavo. Fernando, cargando a Juanfer toda la mañana como un escudo, no se refirió a Milord. La tragedia estaba latente y dolía tanto que el mutismo parecía su apéndice. Quizás los grandes no sabían cómo manejar ese trauma que se estaba gestando en la mente de los pequeños. Un trauma muy diferente al de otras veces cuando dejábamos la finca para regresar al colegio y a la vida en Medellín.

Antes del mediodía salimos por el empedrado, muy despacio porque el carro era bajito; atrás quedaban la piscina, el quiosco, el sapo, los billares, el césped donde jugaba Milord... El tembleque de las ventanillas y de toda la carrocería desapareció cuando llegamos a la carretera pavimentada. El viaje de regreso pintaba silencioso pero con la diplomacia de alguien que es y no es de la familia, la novia de Tavo puso el tema: que en la noche habían dicho que Juanfer le pisó la cola al perro sin culpa y que el perro por naturaleza había reaccionado. Así como la naturaleza violenta y alcoholizada de Fernando lo había llevado a dar esa orden ciega. Cuando pasamos Pakita estábamos otra vez en silencio. Con Milord se fue la fantasía, esa vida de príncipes nunca se volvió a mencionar en la casa.

Piel de conejo

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