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El secreto del miami
ОглавлениеEl chocolate del desayuno, las gaseosas y los bolis de los descansos, el jugo o la leche de la media mañana, el agua que bogaba de la llave, todo líquido que ingería en el transcurso de la jornada se iba asentando silenciosamente pero una vez el viejo bus del colegio arrancaba con sus brincos y frenazos, mi vejiga se inflaba y empezaba a sacudirse como una claraboya en el mar picado.
Las ganas de orinar, si bien las controlaba, me impedían disfrutar la ciudad a través de la ventanilla. Era nuevo en el transporte y no tenía la costumbre de hacer pipí a la salida del colegio, pero debía incorporarlo si no quería seguir siendo víctima de una vejiga a punto de explotar. Así sentía su ferocidad cuando descendía del bus y cruzaba la puerta de la unidad, como si el cuerpo supiera que el baño estaba cerca y por eso acosaba de mala gana amenazando con expulsarlo todo si no arribaba de inmediato al sanitario.
Bajaba las escaleras de la portería dando patadas hacia atrás, contrayendo los genitales, empuñándolos, y llegaba al bloque con la respiración contenida. Apenas comenzaba a subir las escalas la sensación era incontenible. Desde mi debut en la ruta 6 tuve que orinar en una matera frente al apartamento 302. A duras penas llegaba hasta ahí, era el límite, la mata de doña Mirian, la mamá de Ángela, una peladita de mi edad con una belleza muy extraña: su lindo rostro estaba infestado de pecas.
Aunque los primeros días llegaba con la intención de subir un piso más y orinar en la casa como un niño educado, en el tercer piso la claraboya me doblegaba. Desesperado, desabrochándome la bragueta, debía arrimarme a la matera, que hospedaba un miami amarrado a una estaca, sacar mis partes y dejar que el líquido represado y caliente fluyera con libertad. Soltar el aire, respirar, sentir el peso del morral, los taches de los guayos tallando la espalda. Nada importaba, en esos momentos me estaba solazando en el paraíso.
Al cabo de una semana noté que el miami estaba más frondoso y sus hojas, verdes oscuras con pintas verdes claras, habían adquirido un tono más intenso alrededor del nervio principal. Lo confirmé un domingo por la mañana que bajé a jugar fútbol. Doña Mirian estaba conversando con la vecina del 301 mientras trapeaban entre las dos el pasillo y las escalas.
—Como tenés de hermoso ese miami, está divino –le dijo la vecina.
Yo seguí como si nada pero escuché que doña Mirian le respondió algo así como que en el balcón no le estaba dando buena sombra. Salí del bloque estimulado con ese universo de las matas, tan ajeno para mí, pero a la vez tan presente. Neli, la empleada que trabajaba con mi mamá desde que yo nací, brillaba las hojas con cáscara de banano, las bañaba con agua jabonosa para quitarles las plagas, las cambiaba de lugar con frecuencia y las podaba en ciertas noches de luna. ¿Sabría ella que el orín podía darles un buen aspecto? No sé, ni le quise preguntar, pero al ver tan bonito el miami de doña Mirian pensé que también podía embellecer las matas de la casa.
Las matas eran de mi mamá pero yo también me pondría contento de verlas vitales, para mí cada una tenía carácter y personalidad. Las más elegantes eran tres miamis que colgaban de un mueble de la sala; por el amor que mi madre les profesaba al tocarlos o al hablarles, invitaban a respetar lo de ella, sus cosas, sus actos. Una palmera muy grande para un apartamento, con las puntas chuzudas, me intimidaba como si quisiera que llegara a hacer las tareas. Por ningún motivo quería verme jugando por ahí en la sala. Había unas maticas chistosas, de hoja gorda, no sé si por pequeñas pero parecían pícaras y alcahuetas, como si pensaran que la vida es corta y hay que disfrutarla. Un cafeto, el que brillaban con cáscara de banano, era mediano y aburrido, no me decía mayor cosa, como si estuviera en un velorio a toda hora. Me gustaba un helecho que llamaba a la necedad, al desorden con su melena: como sus puntas se quemaban cada tanto lograba que lo estuvieran cambiando de lugar.
Una opción fácil era aprovechar un rato a solas en la casa para aportar mi abono bajo dos modus operandi: el salvaje, pipiciar directamente sobre el sustrato, o el civilizado, orinar en una coca y luego regarlas como hacía Neli. El día llegó y aunque hice pipí en una conservadora que mantenían en el balcón, sentía que la magia era estar reventándome después de subir escalas, con el susto de ser descubierto y al mismo tiempo el placer de estar compenetrándome con la tierra. Pero aguantar un piso más nunca fue posible y tampoco pude orinar un poco en el miami de doña Mirian, contraer esfínteres y suspender el chorro para terminarlo de irrigar en las plantaciones del hogar, no me atrevía, no sé si por pereza a interrumpir lo que ya estaba en curso o por miedo a sufrir algún daño en los conductos del miembro. Así las cosas, mi única posibilidad era hacerlo como había comenzado: en casa, a solas. Eso significaba que el acumulado del colegio seguiría siendo exclusivo del miami que adornaba el frente del 302.
La segunda vez que aboné las matas de la casa me serví de una coca para alcanzar las más altas, en especial los miamis. Mis intenciones eran buenas pero me sentía mal por algún motivo. No sé si a los ojos de mi mamá y Neli sería bien visto lo que estaba haciendo, a veces veía que tildaban de asqueroso al que orinaba en los arbolitos o en los postes, y en últimas esas matas eran testigos de las intimidades familiares, habitaban la casa con estoicismo mientras se desarrollaban nuestras vidas como para que de pronto se sintieran humilladas. Debía estar muy atento a posibles olores o a reacciones inesperadas al mismo tiempo que el aspecto del miami de doña Miriam, piropeado por la vecina, me iba dando la pauta, como una especie de conejillo de indias que alimentaba y monitoreaba.
No sé qué pasó un día en el colegio, si disminuí la ingesta de bebidas, pero descendí del bus con la vejiga a medio llenar. Bajé tranquilo las escalas de la portería y me dirigí al bloque observando los palos de mango, los balcones con matas de otras vecinas, consciente de la luz fuerte sobre la acera, las sombras definidas y hasta los pájaros que ignoraba cuando llegaba haciendo maromas. Subí las escalas y en el segundo piso sentí unas leves ganas de orinar, como si el miami de doña Mirian ya funcionara como el dispositivo del cuerpo que acosa los esfínteres cuando detecta la cercanía del baño. Tenía tiempo de llegar a casa pero para no perder la costumbre hice pipí en la planta. Al exhalar y provocar el chorro sentía que también un poco de maldad contenía este acto. Orinar en su miami me daba cierto poder ante doña Mirian, me hacía sentir superior cuando la veía por ahí, quizás por tener el poder de la información. No era cosa menor que su planta lactara mis nutrientes.
Ese día sentí cierto olor a chichí viejo. Me detallé el miami y busqué algo extraño en sus hojas, en sus tallos, en la tierra, pero lucía saludable, con sus dos tonos de verde. Ya en la casa me pregunté cuánta agua le echaría doña Mirian y con qué frecuencia. O si le daba nutrientes, o si la luz y la sombra influían y en qué se diferenciaba un miami de otro o una planta de otra. Podían no asimilar de la misma forma mis riegos. Hubiera quedado en la ignorancia si no es porque una mañana converso con Víctor, el jardinero del colegio. No se me había ocurrido hablar con él ni con la profesora de ciencias pero ambos me podían ayudar. En el primer descanso lo vi podando los arbustos que amurallaban la rectoría. Lo saludé y le pregunté qué les gustaba más a las matas. Con sus tijerotas en la mano, me respondió que el agua y la luz principalmente, y que muchas cosas podían ser su alimento. En un momento dijo que la boñiga, el estiércol y la gallinaza eran buenos abonos y ahí vi mi oportunidad.
—Víctor, ¿y si uno se orina en una mata? —pregunté sin tapujos, como si se me hubiera acabado de ocurrir la idea.
Víctor me escarbó con la mirada buscando alguna motivación oculta pero solo encontró mi interés genuino.
—Pues depende de la mata, Richi, lo cierto es que los orines son buenos, tienen nitrógeno, fósforo, minerales –contestó ya con cierto entusiasmo por verme interesado en su oficio–, el peligro es que si es mucha cantidad, la planta puede sufrir y quemarse –me advirtió.
Perdí casi todo el descanso hablando con Víctor pero salí con un par de datos importantes. Ya tenía claro que las matas se me podían quemar y una opción para evitarlo era diluir el orín en agua. Al final me regaló una bolsa de tierra de capote y musgo para que llevara a la casa y abonara las matas. Recibí el regalo como si fuera un botín de lujo, Neli sufría cada tanto para conseguirlos y a veces correteaba cuadras enteras al campesino que pasaba los viernes vendiendo tierras, musgo y penca de sábila.
Los conocimientos aportados por Víctor invitaban a no excederse pero a diario seguía haciendo pipí en el miami, casi siempre obligado por la vejiga pero otras veces por pura obstinación. Lo importante era estar pendiente de cualquier alteración y, aunque las matas de la casa estaban radiantes, lo mejor era reducir al mínimo mis riegos; a veces me alertaba un olor dulzón que mi mamá y Neli le adjudicaban a la jaula de mis hámsters, ubicada en una esquina del balcón.
Por esos días, encariñado con el miami que me servía de orinal, como si sintiera que fuera un poco mío, le dije a mi mamá que le pidiera a doña Mirian un piecito. No sé qué la sorprendió más, que usara la palabra piecito para ese efecto, como le decía Neli a la rama que cortaban de una mata madre para duplicarla, o la propuesta en sí.
—Oigan a este bobo con lo que sale –se apresuró a contestarme.
El hecho de haberme dicho bobo significaba que estaba desconcertada y prevenida. Ella tenía sus miamis dentro de la casa, en la sala, y para ella eran más hermosos que el de las escalas, y no tenía por qué ir a pedir piecitos de miamis a nadie y menos a la vecina. Mi mamá desconfió de mi hombría por estos intereses inesperados, por haber llevado tierra de capote y musgo a la casa, pero en vista de que mi relación con las matas era secreta muy pronto dejó de vigilarme.
Mi vida siguió común y corriente. Como sabía que el olor en la sala podría no ser culpa de los hámsters, abandoné la idea de abonar las matas de la casa mientras que al miami de la vecina le entregué todo. Ahora no solo lo orinaba cuando llegaba del colegio, sino en cualquier subida si tenía un mínimo de ganas. Así pasaron varios días hasta que, sumergido en mis cosas, cometí la falla de no prestar atención a dos hechos que me hubieran podido alertar: uno, que cada vez era más frecuente ver a las vecinas del tercer piso trapeando el pasillo, y dos, el olor a jaula de mico perfumado que viajaba entre los pisos dos y cuatro.
Un día que estaba chichiciando normal en el miami, doña Mirian abrió la puerta intempestivamente. Había estado toda la mañana vigilando por el ojo mágico, esperando el momento con el puñal en la boca. A través de ese pequeño monóculo desenfocado en los bordes me vio llegar bien enfocado allá al fondo, en realidad cerquitica de su puerta y de su mata, desabrocharme el pantalón, bajarme el cierre y empapar sus reinos que también eran los míos. El sonido de la puerta me hizo brincar y me alcancé a orinar una mano.
—¡Maldito culicagado, vos sos el que me está miando la mata! –gruñó doña Mirian mientras yo seguía evacuando mi agüita amarilla. La falta de práctica no me permitía detener la orinada con soltura. Lo único que pude hacer fue encorvarme un poco para tener más privacidad. Para que la situación no se hiciera muy eterna, se me ocurrió abrir la boca.
—Abonando la matica, doña Mirian –dije apenado y me apresuré a terminar. Al mirarla, pude ver el rostro pecoso de Ángela asomado en la puerta.
—¡Descarado, ¿por qué no va y orina en las matas de su casa?, puerco! –vociferó la doña y siguió echando cantaleta pero yo ya estaba viajando en la memoria. Que madre e hija me vieran orinando frente a su casa me recordó la vez que, enfermo de varicela, una vecina llegó de visita con una niña de mi edad. Por falta de previsión de Neli, entraron hasta las piezas y me vieron desnudo parado en la cama de mi mamá mientras ella me echaba una pinta de pomada en cada roncha. Ahora estaba igual de acorralado y tan descubierto que me tuve que escabullir escaleras arriba. Nunca más volví a hacer pipí en el miami de doña Mirian. Sufrí como nunca a partir de entonces para entrar o salir del apartamento, del bloque o de la unidad. Tuve que obligarme a orinar al salir del colegio hasta que a los dos meses me sacaron del bus para meterme a otro transporte más barato con un señor de la unidad. A veces me comía un banano y le entregaba las cáscaras a Neli para que brillara el cafeto y una vez probé a pasar yo mismo las cáscaras por sus hojas, pocas caricias que cambiaron mi relación con él: ya no parecía en un entierro, sino un buen estudiante con zapatos Verlón.
De pronto, cuando estaba jugando en la unidad, hacía pipí en cualquier arbolito pensando en que le estaba dando un bocadillo de fósforo y nitrógeno, y otras veces, motivado por la maldad, me metía a otros bloques para buscar miamis y matas paralelas para mearlas y desquitarme del embarazo que me había dejado el tropiezo con doña Mirian y la pecosa. Era terrible darles la cara pero me tocaba porque me saludaban formales y complacidas. La emboscada me había servido de escarmiento. Solo pude superar el episodio al año siguiente cuando nos trasteamos para los bloques de abajo de la unidad. Separados por una colina, ya casi no me encontraba a doña Mirian. A Ángela sí la veía con sus amiguitas por ahí. Si coincidíamos me miraba con la fuerza del que tiene la información. Sonreírle cada vez era tener preservado nuestro secreto.