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La historia ¿Qué está tapando la visibilidad del camino?

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Hace mucho tiempo, cuatro ejecutivos de una importante empresa norteamericana fueron a África para vacacionar. La compañía los premió con ese viaje por haber alcanzado objetivos importantes.

En una de las visitas programadas, atravesaron parte de la mágica sabana en un Jeep. En su recorrido por las llanuras del Serengueti, fueron de asombro en asombro por la diversidad de la fauna local: había hienas, monos, ñus, rinocerontes, cebras, jirafas, leopardos. Era un lugar majestuoso.

Una de las principales atracciones de la reserva, que no estaba incluida en la excursión contratada, era la posibilidad de observar, a tan solo unos cuantos metros, una manada de leones alimentándose. Aseguraban que era un espectáculo maravilloso, pero solo los cuidadores del parque tenían acceso regular a él por el riesgo que implicaba.

Después de seis horas de recorrido, al acercarse la noche, los ejecutivos pidieron a su guía masái que los llevara a donde se encontraban esos imponentes animales. Él, en un respetable inglés, les explicó que sería un tanto complicado porque habían cambiado algunas carreteras y en esa época del año estaba lleno de zonas pantanosas. No obstante, el grupo insistió y el guía accedió a desviarse de la ruta planeada.

Todo marchaba de maravilla para los turistas. Iban en su 4x4 disfrutando, sacando fotografías, emocionados por la grandiosa experiencia.

Tomaron una vereda llena de vegetación. De hecho, no era común que pasaran autos por allí. Resultaría peligroso, pero los ejecutivos ya habían persuadido al guía ofreciéndole un poco más de dinero.

De pronto, vieron que algo estaba obstaculizando el camino. Parecía un animal grande, según la dimensión de aquella mancha gris. Los directivos temieron que fuera un rinoceronte.

–¿Ya vieron lo que hay allá? –exclamó Pedro señalando hacia el frente.

Había anochecido y la visibilidad era poca. El protocolo de los guías indicaba que no detuvieran la marcha en estos casos porque podía ser peligroso, pero no había forma de continuar. Así, el guía frenó poco a poco y les dijo a sus compañeros:

–Por el tamaño, debe de ser un elefante.

–Solo hay que tocar el claxon para que avance y podamos seguir detrás de él –propuso uno de ellos.

Lo hicieron y no hubo respuesta. El hombre aceleró el motor con la marcha en neutral para que el ruido ahuyentara al animal, pero fue inútil. Tampoco sirvió que le gritara. Eso empezaba a ser frustrante para los turistas.

El guía apagó el motor, abrió cuidadosamente la puerta y descendió del vehículo para ver de qué se trataba. Aunque pidió a los otros cuatro que permanecieran quietos, no hicieron caso y bajaron también. No querían perderse la oportunidad de ver de cerca a tan imponente animal.

Los animales estaban acostumbrados a los automóviles de la carretera, pero no a verlos fuera de ella. Tienen un gran sentido de olfato, y si este los olía, arremetería contra ellos. Sin duda, no es lo mismo ver un animal en el circo o en el zoológico que estar frente a uno en estado salvaje.

Se acercaron un poco más para observar el trabajo del guía. El hombre hizo algunos ademanes bruscos, moviendo la maleza para hacer avanzar al animal, pero también resultó inútil. Parecía que el asombroso mamífero de casi siete toneladas y media había tomado ese sitio y no pensaba irse a ninguna parte, pasara lo que pasara.

Como no conseguían nada, algunos comenzaron a mostrar preocupación. Marcel, el más joven de todos, los alentó:

–No entiendo su miedo. No creo que eso sea un elefante, pero si es, se quitará cuando avancemos. Estamos creando un conflicto innecesario. El guía sabe más que todos, y él hará que se quite lo más rápido posible.

–¿Cómo no va a ser un elefante? ¿Qué, acaso no ves su trompa y los colmillos? –señaló Víctor, el director de comercialización de la empresa. Y justo cuando terminó de hablar, se escuchó al animal barritar fuertemente.

A Víctor, por la adrenalina y el miedo del momento, solo se le ocurrió recoger algunas piedras y arrojárselas. Pero nada.

Parecía que solo le hacían cosquillas. Cuando movió un poco sus patas delanteras, Víctor le lanzó unas varas que había recogido, mas el resultado fue el mismo.

El guía le pidió que detuviera su ataque:

–Los elefantes pueden ser muy agresivos cuando se los provoca. Además, en la reserva está prohibido maltratar a los animales.

Mientras decía lo anterior, el guía avanzó entre la maleza, tratando de no perturbar al animal. Distinguió su piel arrugada, sus grandes orejas moviéndose suavemente. Pero sabía que algo no andaba bien: no era su comportamiento habitual.

–¡Este animal es gigante! –exclamó Sofía, la responsable de finanzas de la empresa–. ¡Podría matarnos en un momento! No sé por qué nos metimos en esto. Hay que regresar inmediatamente.

El guía, resignado y un poco más ecuánime, aprovechó para pedirles que volvieran al automóvil:

–Me temo que no se moverá, al menos por un buen rato. Está aquí por alguna razón. Probablemente, no es nuestro momento para seguir. Ya oscureció, y no quiero meterme en problemas. Tampoco debo acercarme mucho porque puede ser fatal. Están frente a uno de los mamíferos más grandes del mundo. Tendremos que dejar el espectáculo de los leones para otro día.

–¡Cómo que otro día! –exclamó Víctor molesto–. Ahorita hago que se mueva, sí o sí. ¿No dicen que en algunos lugares ya no saben qué hacer con tanto elefante? Hasta los matan. Creo que sería bueno empezar a quitar estas cosas de aquí… O hable por su radio para que vengan sus colaboradores y nos lo muevan. Les daremos una buena propina.

–No se trata de propina. Tienen que aceptarlo: así es la vida, así es África. El elefante manda, y no podemos hacer nada. Sus reglas no son las de los humanos. Vayamos de regreso. Ya buscaremos otras opciones, o les mostraré a otros leones más adelante –propuso el guía.

–¡No es posible! –dijo Pedro–. Todo lo que hicimos para llegar hasta aquí, y un elefante se pone enfrente. ¡Lo único que nos faltaba! ¡Siempre es lo mismo! Por eso prefiero no entusiasmarme, porque siempre pasan imprevistos. Yo les dije que no confiáramos en este guía. Ni ha de conocer el camino. Hay que exigirle que nos devuelva nuestro dinero.

Pedro, a pesar de ser el director general de la compañía, tenía mucha dificultad para delegar, e incluso consideraba difícil que su gente tuviera éxito en el viaje. Su carácter, aparentemente fuerte y controlador, ahora se encontraba endeble.

Estuvieron largo rato esperando. Marcel, el director de mercadotecnia, insistía en que exageraban, y consideraba que si seguían andando, el animal se movería. Estaba un poco indiferente, como si nada pasara, y mejor fue a sacar unas fotos de las montañas, del paisaje y de sus compañeros.

Sofía, por su parte, no dejaba de morderse las uñas y cada vez se estresaba más. Tenía hambre, estaba cansada y necesitaba un buen baño.

«No sé en qué momento dije que sí los acompañaría. Esto no es para mí. Si el elefante nos hace algo, no la vamos a contar. Voy a regresarme sola; no me importa nada más», caviló Sofía. Mientras tanto, Víctor caminaba por los alrededores buscando una piedra puntiaguda para arrojársela al elefante. Los demás trataban de calmarlo con bromas, pero era inútil:

–No vamos a irnos hasta que esa cosa se mueva. No es posible. No puede ganarnos un lento y torpe animal de cuatro patas –decretó Víctor.

Pedro prefirió subirse al Jeep y, con los brazos cruzados y cara de decepción, no dejaba de quejarse y lamentarse por lo que estaba ocurriendo. En su psicosis, imaginaba que en cualquier momento algunos cómplices del guía aparecerían para asaltarlos. Estaba convencido de que el elefante era solo una trampa. Por todo lo que había pasado en su vida, sentía que el mundo conspiraba en su contra. Su lema, de hecho, era Piensa mal y acertarás. Le habían advertido que tuviera cuidado con los africanos porque eran muy astutos para engañar al turista. Sabía que ese dichoso show de los leones era demasiado bueno para ser verdad.

El guía trataba de persuadirlos para que retornaran al campamento. Y aunque ya eran tres los que querían regresar, los otros dos insistían en hacerle algo al elefante para poder continuar el recorrido. Deseaban solucionar el problema de alguna manera, pero no sabían cómo.

Trataron de asustarlo, le echaron el auto, le lanzaron de todo. El paquidermo seguía inmóvil, como hipnotizado. Lo peor era que no solo obstaculizaba el camino, sino que ni siquiera los dejaba ver qué había más allá. No sabían si el resto del trayecto estaba libre o si había otros animales obstruyéndolo también. En un lugar así nunca se sabe con qué se puede topar uno.

Nadie resolvía nada, nadie daba una solución real. Por el contrario, comenzaban a tener más conflictos entre ellos.

Quién iba a decirlo: habían obtenido valiosos resultados en la empresa, acumulado poder y escalado peldaños; eran extraordinariamente hábiles para hacer negocios, pero ahora estaban atrapados en plena África, y todo por un elefante que apareció cuando menos lo esperaban.

Este era un buen momento para dejar el ego a un lado y reencontrarse con ellos mismos. Debían hacer algo diferente.


Tú, ¿qué hubieras hecho?

Imagina que estás en ese exótico lugar disfrutando de una invaluable experiencia después de haber triunfado en algún proyecto de tu vida. Todo parece como sacado de una película de fantasía. Y de pronto, un animal gigantesco se atraviesa en el trayecto.

¿Cómo te sentirías? ¿Qué pensarías?

¿Regresarías al campamento para pedir ayuda? ¿Harías hasta lo imposible para moverlo a como diera lugar? ¿Buscarías otra forma de continuar caminando? ¿Seguirías golpeándolo hasta que se fuera?

La historia de los cuatro viajeros y el elefante no es muy ajena a la nuestra. Ellos ya tenían claro el destino, pero todo cambió repentinamente.

Así funciona esto que llamamos vida. A veces, cuando uno está disfrutando del paisaje o en la travesía hacia determinado sitio, un elefante llega y todo se vuelve diferente. Nos cambia los planes, las prioridades; nos sacude, nos hace replantear objetivos.

Todos atravesamos por nuestros propios serenguetis. Son momentos de frustración, coraje, desánimo, miedo, resignación. La vida se transforma.

La hazaña de estos hombres parecía sencilla. La verdad es que lo único que había que hacer era quitar al elefante del camino en el menor tiempo posible para poder continuar el recorrido. Pero ¿cuáles eran los miedos que los bloqueaban? ¿Cuáles eran los costos que tenían que pagar? Probablemente, el elefante no se movería. O, por el contrario, en un descuido arremetería contra ellos para aplastarlos. No sabían a ciencia cierta qué estaba sucediendo.

Así llegan a nuestra vida los grandes elefantes: sin anunciarse, sin pedir permiso. Si no estamos preparados, nos toman por sorpresa. Son animales enormes a los que muchos les profesan respeto. Con decir que algunos hasta los consideran sagrados…

La primera vez que escuché referencias de los elefantes fue en mi niñez. Recuerdo una clase de la primaria en donde nos explicaron lo maravilloso de estos animales, la lentitud de sus movimientos en contraste con la fuerza de sus pasos. Pero ninguna explicación se acerca a lo que viví cuando realmente tuve uno enfrente; quedé sorprendido.

Algo que me llamó poderosamente la atención fue su gran tamaño y que en estado de furia sean capaces de destruir comunidades enteras. Pero en su estado normal es todo un deleite observarlos, ya que su forma de conducirse en su hábitat y la manera en que se comunican entre ellos son muy interesantes. Todo depende del momento en que se los encuentre y a través de cuál cristal se los observe.

Entonces, ¿qué representa el elefante?

¡El elefante simboliza tu crisis, problema o adversidad!

Es todo cambio crítico o complicado que no te deja avanzar, que no te deja crecer; esa situación difícil, ese momento inesperado, el fallecimiento de un ser querido, una enfermedad, una separación, una pérdida, pocas ventas, baja autoestima, rechazo, miedo, traición, despido; eso que nos quita la tranquilidad y genera angustia, depresión o inseguridad.

Pueden existir elefantes en cada área de nuestra vida: hay emocionales, financieros, físicos, mentales y hasta sociales. Unos son muy claros y concretos, y otros se camuflan entre la vegetación de la vida diaria.

Cuando las cosas ya no son como antes o como nos gustaría que fueran, es necesario detenerse a observar si hay algunos elefantes estorbando en el camino.

La buena noticia es que el elefante puede traer grandes enseñanzas a tu vida.

Un elefante, ¿enseñarme a mí?, te preguntarás.

¡Claro! Te lo explico con este caso real:


La vida que llevaba Julieta no era la que había soñado; sin embargo, no quería cambiar. Su mal carácter, su rencor y su baúl de prejuicios le impidieron atraer a una pareja o amigos verdaderos. Solía echarles la culpa al pasado, a que así la habían educado, y pensaba que no había posibilidad alguna de que las cosas fueran diferentes. Su economía no era la mejor, pero, como maestra, tenía lo suficiente para sobrevivir.

Julieta estuvo amenazando en diversas ocasiones con quitarse la vida hasta que una tarde de octubre, cuando sintió que ya no podía más, cumplió su promesa; murió en completa soledad y con muchos nudos por deshacer, círculos por cerrar y puertas por abrir. Fue una vida desperdiciada a causa de los desacuerdos y desencuentros de su mente con los demás, con el mundo; a causa de todos esos elefantes que se atravesaron en su camino.

Conozco muchas julietas que tomaron la misma decisión cuando se toparon con un animal de estos. Algunas optaron por golpearlo, gritarle, quejarse de y con Dios. Después decidieron callar, reprimir lo que sentían y esperar a que se moviera. Fue en vano: el elefante siempre siguió allí.

Cuando las cosas ya no son como antes o como nos gustaría que fueran, es necesario detenerse a observar si hay algunos elefantes estorbando en el camino.

He visto caer a personas con valiosos proyectos por un simple elefante. He visto carreras devastadas por no poder superar o manejar uno de estos encuentros.

Por otra parte, he entrevistado a múltiples hombres y mujeres que han obtenido importantes logros en distintas áreas de su vida. En todos ellos detecté un factor común que determinó su éxito: supieron lidiar con sus elefantes en vez de quejarse amargamente de ellos.

Todo elefante puede llegar a ser positivo si así lo deseamos, pero sobre todo, si nos hacemos responsables de él.

No es muy sensato echarle la culpa a Dios cuando parece que la felicidad olvidó tocar nuestra puerta. No es una buena medida atribuir la falta de logros a que el país está en crisis, a que no recibimos suficiente apoyo o a que no hay demanda de nuestros productos o servicios. No se puede justificar el fracaso de una familia con el argumento de que las parejas ya no son como antes.

Todos esos aparentes resultados negativos provienen de un mal manejo de los elefantes. Algunos de ellos existen, pero otros solo están en el inconsciente. Lo cierto es que ambos son dañinos y estorban.

En otros casos he comprobado que no es que las personas ignoren cómo moverlos, sino que los perciben tan inmensos que, de entrada, se dejan apantallar y, por lo tanto, se paralizan, como si de pronto se desconectaran del instinto de supervivencia que puede ponerlos a salvo.

Esa es la reacción de mucha gente frente a algo que no puede resolver. Muchos pierden más tiempo y energía por esa actitud que por la misma crisis.

Estoy convencido de que hay momentos en la vida en donde decir «Ya basta» o «Ya fue suficiente» y tomar decisiones al respecto hace toda la diferencia.


Recuerdo la historia de Arturo, alguien que asistió a uno de mis seminarios. Para él todo marchaba aparentemente bien. Trabajaba en una compañía de seguros donde, entre sueldo y comisiones, su ingreso era más o menos considerable. Sus hijos estudiaban en universidades de prestigio; se consideraba un buen padre y mantenía una relación cálida con Rocío, su esposa, a quien amaba profundamente. De pronto, en un chequeo médico de rutina, a ella le detectaron cáncer, y todo se vino abajo.

La enfermedad fue un proceso doloroso; el final, aún más. Rocío falleció seis meses después del diagnóstico. Y aunque Dios le concedió a Arturo la gracia de pasar tiempo de calidad con ella y su familia, no se perdonaba no haber podido hacer nada para salvarla. Se peleaba contra todo y todos. De pronto el culpable era el doctor; luego, Dios; después, el destino.

Cuando entró a ese círculo vicioso, todo empezó a bloquearse y a salir mal: lo despidieron de la compañía, se refugió en el alcohol, sus hijos le hablaban cada vez menos… En una noche de soledad, se puso a llorar amargamente, harto y desesperado por no encontrar la salida de ese momento oscuro.

No nada más se sentía solo, sino traicionado por el mundo. No dejaba de preguntarse ¿Por qué a mí?

Después de unos años, con esfuerzo, voluntad y terapia, salió adelante y resurgió. Una vez, platicando con él, me dijo: «Creo que esto pudo haber sido muy diferente si yo hubiera tenido la información que tengo ahora. Me ha costado mucho trabajo evolucionar, pero quisiera contar mi experiencia a la gente para ayudarlos a acortar la brecha entre lo que les sucede y lo que pueden elegir y hacer para sentirse bien a pesar de ello. Ahora estoy seguro de que toda pérdida humana puede ser ganancia espiritual».

Es común que escuchemos hablar de elefantes como estos todos los días y en cualquier lugar. El gran problema de Arturo se debió a que estaba condicionado, al igual que muchas personas, por la idea de que el mundo funciona a base de suerte, como si fuera un juego del destino. Todo cambió cuando tomó la situación en sus manos, después de ese «Ya basta».

Desde pequeños, a muchos se les ha inculcado que su vida siempre será obstaculizada por monstruos grises, y que Ni modo, no hay mucho que hacer más que aguantar porque así te toca.

Hasta los medios de información se encargan de advertirnos que hay una manada de elefantes asechando al país. Pueden tener algo de razón, pero hay quienes se enganchan tanto con esa idea que la asumen como su realidad en vez de cambiar su perspectiva y, así, no formar parte de las estadísticas.

Aquí surge una cuestión: ¿por qué algunos países y algunas compañías, grandes y pequeñas, resurgen mejor y con más fuerza que otras después de una crisis?

Existe algo que no todos ven, que muy poca gente observa, porque, de hecho, los elefantes tapan la visibilidad y obstruyen la mayor parte del camino. Eso es, justamente, lo más importante y lo que hace la diferencia: lo que hay detrás del elefante.

Me preguntarás: Bueno, David, ¿y qué es lo que hay? Eso lo descubrirás en los próximos capítulos. Tenme paciencia. Antes debes saber que así como el éxito deja pistas, los elefantes dejan huellas. Esas huellas son el resultado de la primera respuesta o decisión que tomas cuando llegan a tu camino. Todo se define en esos primeros minutos.

De hecho, el problema no es que los elefantes deambulen por el mundo; esos, siempre habrá, de todos tamaños, colores y aspectos. No solo se trata de saber qué hacer para que se vayan, para evitar que llegue una manada.

Lo importante es comprender que los elefantes no tienen alas, por lo cual es imposible que de pronto se vayan volando y desaparezcan como si nada hubiera pasado. Ese animal seguirá ahí si no hacemos algo productivo para que se mueva.

El andar del elefante es proporcional a nuestra capacidad para reaccionar. Hay que hacerse responsable con lo que experimentamos y capitalizar las lecciones que nos arroja cada elefante.

¿Cómo reaccionarías tú si de pronto se cruza un elefante en tu safari personal?

¿Qué costos tiene para ti, tu familia o tu empresa que sigas reaccionando siempre de la misma manera?

¿Qué puedes perder para empezar a ganar?

Los elefantes no vuelan

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