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Cartografías contemporáneas

para el arte global

Paola Cortes Rocca

Ya desde su título, el trabajo de David Joselit contrapuntea dos términos económicos que funcionan como una suerte de debe y haber en un libro de cuentas. Por un lado, la deuda, que se revela como el instrumento clave de la dominación neoliberal –en reemplazo de los formatos tradicionales de violencia y ocupación imperial– y, por otro, la tradición cultural y estética que, como una herencia o un patrimonio, podría usarse para pagar algo de esa deuda o, al menos, achicarla. Así se plantea la hipótesis más general de Tradición y deuda: la potencialidad política del arte –y más específicamente del arte globalizado– reside en su capacidad de hacerle frente a la desposesión, a partir de una reescritura de las narrativas y periodizaciones históricas, capaz de sincronizar temporalidades desparejas y reevaluar formas de saber que han sido históricamente marginadas para y por “Occidente”. Esta hipótesis no es naïve: no se trata de postular un valor de resistencia o de transformación que, a fuerza de simple buena voluntad esencialista, se le atribuye al arte contemporáneo, sino de explorar las múltiples formas en las que, en tanto agente –entre muchos otros– y efecto de la globalización, el arte interviene no sólo en la disputa cultural y simbólica, sino también en conflictos legales y políticos y, en su dimensión absolutamente objetual o material, también participa del circuito económico –con un mercado propio, subastas y colecciones privadas y museísticas–.

Articular la dimensión simbólica, política y material del arte y la cultura para pensar las peculiaridades del presente global implica, antes que nada, producir una sólida interpretación crítica acerca de las últimas décadas del siglo XX. Para hacerlo, Joselit sostiene –y problematiza– el mapa geopolítico que se consolida en 1989, con el fin de la Guerra Fría y el comienzo de la desregulación neoliberal. Siguiéndole el juego a ese mapa, Tradición y deuda identifica varios “mundos” (lugares, pero también tramas culturales, tradiciones y lógicas temporales) que coexisten y se contraponen a “Occidente” o lo que podríamos llamar, con otro vocabulario, los centros imperiales o los focos de hegemonía (Estados Unidos + Europa occidental). Se cartografía, por un lado, el mundo poscolonial (Australia, India, África), por otro, el régimen soviético y chino y, en tercer lugar, Latinoamérica y Europa del Este. (1) Cada uno de esos mundos alberga una narrativa específica que no resulta de la periodización americana y europea –primeras vanguardias, modernismo, segunda vanguardia, posmodernismo– sino que tiene sus peculiaridades y que, al ingresar a la escena crítica, altera la narrativa central. A cada uno de esos mundos le corresponde una “expresión” visual predominante que opaca otras formas o lenguajes: en el primer mundo el modernismo se impone en términos de prestigio y circulación a expresiones asociadas al realismo y al arte indígena; en el segundo, el realismo socialista ensombrece una vanguardia sumamente vital pero no oficial –algo que figuras como Eduard Limonov o Ilya Kabakov vuelven a iluminar–; en el tercero, el arte indígena y popular negocia rutas de ingreso a la tradición moderna para participar de ella y, al mismo tiempo, marcarla con su impronta post o decolonial.

Esta cartografía permite distinguir procesos y lógicas que, si bien pueden resultar un poco esquemáticas a primera vista –tal como lo es el mapa mismo que deja trazado la Guerra Fría–, ponen en cuestión no sólo la secuencia temporal de la historiografía estética y crítica, sino incluso el lugar que ocupan sus conceptos así como los modos de definirlos. Por ejemplo, si las vanguardias de comienzos de siglo toman como blanco al espectador burgués, atacan sus tradiciones y códigos y lo exponen a otros, Joselit advierte que esta caracterización de las vanguardias americanas y europeas no se replica en el caso soviético y chino, donde lo que está en juego es la producción de una verdadera cultura de masas con potencial revolucionario. Al incorporar otras genealogías, se desarma lo que entendemos –siguiendo a Peter Bürger y Walter Benjamin así como a Theodor Adorno y Clement Greenberg, entre tantos otros– como el programa de la vanguardia histórica: crítica a la separación entre arte y vida e impugnación a la institución arte espacializada en el museo; deslizamiento de la obra como totalidad orgánica hacia aquella que se expone como artefacto resultado del montaje; y cuestionamientos a la idea de autonomía en tanto reservorio de valores que se salvaguardan allí y no afectan al “mundo”. Esta lectura del programa de la primera vanguardia recorta sus alcances en el momento en que, si bien sigue siendo válido para pensar, por ejemplo, el dadá y el surrealismo, deja de verse como instancia clave del quiebre con el arte anterior, por ejemplo, en el mundo ruso del siglo XX.

Algo similar ocurre cuando se analiza, por ejemplo, la relación entre las vanguardias de los sesenta –el pop, Fluxus, etc.– y las vanguardias latinoamericanas. Aquí también hay un esfuerzo por establecer semejanzas (la apuesta por cierta desmaterialización, por el proceso y la experiencia en lugar del objeto; la relación con la cultura de masas, etc.) y proponer diferencias (el pop norteamericano politiza el consumo mientras que las vanguardias del Cono Sur estarían en un diálogo más frontal con los proyectos de transformación política). Sin embargo, de un modo o de otro, lo latinoamericano no deja de ser, en el peor de los casos, una manifestación puramente epigonal y, en el mejor, la “variante” de una suerte de fenómeno central u “originario”. Siguiendo a Luis Camnitzer y Nelly Richard, David Joselit propone aquí un modelo de interpretación que coloca en el centro de la tarea de las vanguardias latinoamericanas de la segunda parte del siglo XX, la producción de formas de experimentar e intervenir en los sistemas políticos a través de una crítica al autoritarismo y a las violencias de estado o que las piensa como agente constructor de la sociedad civil. Tal vez el modelo no es demasiado preciso y puede objetarse usando muchísimos ejemplos en los que los artistas tuvieron que apropiarse de dos tradiciones que le eran ajenas (lo que Joselit atribuye a India, África y Australia) u otros casos en los que el arte quiere ser una herramienta (el ejemplo más obvio sería el peruano Jesús Ruiz Durand) al servicio de la construcción del Estado o de una cultura de masas progresista (lo que correspondería a China / Rusia).

Una crítica fácil e inmediata que se le puede hacer a este libro es la de no adentrarse exhaustivamente en los contextos locales que aborda y, a partir de ahí, objeciones basadas en tal o cual ejemplo (argentino o australiano, soviético o de la India, de tal o cual década de este siglo o el anterior) que no se incluya en la cartografía de Joselit. Pero, justamente, no se trata de un libro de historia del arte o de un estudio marcado por esta impronta historicista. Por el contrario, Tradición y deuda quiere ser un libro de teoría estética que desafía “la estructura evolucionista del historicismo”. Por eso, lo potente de la propuesta de David Joselit no es una taxonomía estético geopolítica per se, sino el trazado de una cartografía compleja hecha de enfrentamientos y préstamos que, en primer lugar, permite articular en términos materiales, procesos político económicos globales y narrativas estéticas locales –cuya “universalidad” no es nunca un punto de partida, sino de llegada o un efecto de la prepotencia colonial– y que, en segundo lugar, se presenta como un laboratorio para ensayar hipótesis sobre el presente. Por eso el libro elige el año 1989 para abrir el juego. No se trata sólo de la caída del muro de Berlín y la instauración de la lógica neoliberal, sino justamente de un año en el que la desregulación es un fenómeno compartido por el campo de lo estético cultural y el de lo político económico. La confianza en la desregulación económica, que se vuelve programa de las políticas neoliberales a nivel global, coincide –postula Joselit– con un proceso de desregulación propio de las artes visuales que implica la disolución de la especificidad medial y que señala el final irreductible de la lógica modernista.

Escrito desde Nueva York, Tradición y deuda intenta descentrar el relato monolítico con que los historiadores y críticos piensan la modernidad, la posmodernidad y el proceso de pasaje de una a otra. Su público inmediato es, entonces, la comunidad académica e intelectual de ese “Occidente”; pero el planteo también tiene efectos para los lugares que no ocupan el centro de estos relatos. Tal vez resulte evidente que no hay una modernidad, sobre todo para nosotros, habitantes de la modernidad periférica, justamente aquí donde la categoría de modernidad, más que como un tiempo, se ha conjeturado, siguiendo a Néstor García Canclini, como un territorio al que entrar y salir a partir de diferentes estrategias. Sin embargo, la propuesta de Joselit tiene la radicalidad de la decolonización epistemológica y pretende arrasar con cualquier narrativa y conceptualización troncal, para pensar lugares, conceptos y relatos en constante intersección y desencuentro, negociación y resistencia. Así, el planteo, por supuesto, se distancia de la homogeneidad eurocéntrica y colonial pero también de la idea de que hay fenómenos –ya sea la vanguardia o la modernidad– y excepciones o variantes locales que es lo que sugeriría, tanto el adjetivo “periférica” como una territorialidad que habilita entradas y salidas.

El legado de la Guerra Fría con su esquemático ranking de mundos se vuelve instrumento de la decolonialización epistemológica en la medida en que habilita la proliferación de zonas que transitan historias y temporalidades diferentes. Son espacios que duplican y niegan, traducen, incorporan y resisten conceptos y lenguajes, narrativas y sentidos que se imponen desde los grandes centros de producción de valor –económico y estético– donde también se elaborarían los saberes que los legitiman. Este mapa estallado de Joselit permite formular una genealogía del arte contemporáneo (global) como aquello que emerge en el momento en que se sincronizan los diversos modos en los que la producción de cada lugar articuló el vínculo entre tradición y modernidad, autenticidad y apropiación. El punto de partida aquí es el ready-made ya no como un artefacto destinado a interpelar las reglas y valores de la institucionalidad del arte, sino como una téchne flexible que toma un reservorio de materiales, procedimientos y contenidos para poner en contacto y, de algún modo, sincronizar, tradiciones y temporalidades diferentes.

El ready-made como técnica –más que como artefacto– que permea todo el arte contemporáneo global le da una vuelta de tuerca a las reflexiones sobre archivo y patrimonio, desplazando el acento puesto en la memoria y el olvido, para abrir el campo a tres tipos de interrogantes: una pregunta ontológica (¿qué es arte y qué mercancía?), otra semántica o medial que giraría alrededor del cómo está hecho y qué surge a partir de la disponibilidad de materiales y soportes variables (objetos, relatos, imágenes) y una cultural, que atañe directamente al carácter global del arte contemporáneo ya que el ready-made siempre produce interrogantes acerca de la propiedad y la apropiación / expropiación cultural, es decir, acerca de la autenticidad y la legitimidad.

Entre los múltiples objetos que aborda Tradición y deuda, subrayo aquí uno que condensa el conjunto de problemas que el libro explora para formular una hipótesis fuerte sobre el arte contemporáneo en la era global. En 1993, la ley australiana otorga la propiedad de la tierra a ciertos grupos aborígenes con la condición de que comprueben su vínculo ancestral y actual con el territorio reclamado. Lo que se presenta como prueba ante la justicia nacional es una obra de 8 x 10 metros hecha de manera colectiva, a partir de pequeños cuadrados unidos. La obra que la comunidad indígena exhibe ante el juez surge del mandato ancestral que autoriza a representar únicamente el propio territorio y no el ajeno. Sin embargo, está hecha con los materiales de la pintura occidental porque los hombres y las mujeres de la comunidad creen que al usar, por ejemplo, el óleo podrán explicar el concepto de soberanía en términos inteligibles para los blancos. El lienzo Ngurrara sobre el territorio propio hecho con materiales y técnicas ajenas es una prueba judicial definitiva para la firma del tratado que reconoce que las comunidades Walmajarri, Wangkajunga, Mangala y Martuwangka son propietarias de las tierras en cuestión. Luego de eso, la obra que fue parte de un proceso legal se vuelve pieza estética y se exhibe en una muestra itinerante y forma parte hoy de la visualidad de un país que quiere asumirse como multinacional. Tiempo después, Imants Tillers, un artista australiano blanco, utiliza este mismo sistema de montaje de pequeños cuadrados, aunque su trabajo superpone la imagen de un artista del expresionismo alemán y la de un artista aborigen local. La pieza de Tillers genera un inmenso debate sobre quién es dueño legítimo ya no del territorio, sino de las tradiciones culturales –con el agregado de que aquí no se trata de la tradición nacional sino de la aborigen y de la llamada “occidental”, de las cuales Tillers estaría doblemente “excluido”–, cómo se define ese derecho, quién ejerce un uso “autorizado” de ellas y en qué contextos.

El ejemplo del lienzo Ngurrara y de la pintura de Tillers no sólo confirma que las obras están siempre sujetas a procesos, usos y lecturas de autonomización y desautonomización; el marco teórico que propone Joselit también vuelve caducos debates sobre usos legítimos de tradiciones “ajenas”. De algún modo, como lo planteaba Jorge Luis Borges en su conferencia de 1951, “El escritor argentino y la tradición”, el escritor o el artista no está limitado a recurrir a una tradición –a la que pertenecería– sino que puede recurrir a “toda la cultura occidental”, sostenía Borges. Sin embargo, el planteo de Joselit avanza un paso más en la medida en que más que leer cuestiones de autorización o incluso de hibridación o mezcla en términos de estética autoral, las plantea como parte de las condiciones contemporáneas de producción, circulación y recepción de todas las prácticas estéticas.

En el contexto del arte global ya no se trata de hacer, desde la periferia, un uso irreverente de la tradición euronorteamericana, sino de advertirse necesariamente incluido o incluida –incluso, forzosamente incluido o incluida– en una tradición que es global, compartida, accesible y dispersa y que está hecha de miles de focos locales. Dicho de otro modo: todo el arte contemporáneo es global. Lo es debido a la movilidad de los artistas y de las obras, lo es incluso aunque obras y artistas permanezcan simbólica y materialmente en espacios acotados, porque la dispersión de la información sobre ambos –a través de accesos virtuales a museos y galerías, pero también a través de discursos críticos y curatoriales, etc.– habilita públicos deslocalizados y, por lo tanto, lecturas de contenidos y procedimientos que están continuamente reprocesados por los miles de focos del arte y la cultura. En este marco, la disyuntiva ya no se plantea en términos de la tensión entre lo local y lo universal, entre la tradición propia y ajena –que ya no se daría en términos de tradición nacional y “occidental” como lo formulaba Borges y como lo confirma el debate alrededor de la “doble apropiación” de Tillers–, sino en los modos de instalarse y sincronizar diversas líneas territoriales de una trama plural. A partir del abordaje de una serie de obras que van desde los reenactments de Marina Abramović, las miniaturas de la artista pakistaní Shahzia Sikander, los experimentos con el arte milenario de la tinta en las obras del chino Qiu Zhijie y las controversiales imágenes de Kara Walker, hasta las instalaciones de Doris Salcedo y el delicado bioarte de la brasileña Rivane Neuenschwander, David Joselit arriesga, quizás, la hipótesis más potente de Tradición y deuda: la dinámica del arte contemporáneo global requiere, por un lado, de la articulación –uso, préstamo, apropiación, hibridación– de procedimientos, figuras y referencias de la tradición local con otros inteligibles en términos globales y, por otro lado, es justamente esta peculiaridad o autenticidad local la que le da al arte global, su legitimidad en tanto arte contemporáneo.

Para una artista como la colombiana Doris Salcedo, la disyuntiva entre plagar su obra de “color local” o instalarse en el ancho campo de un arte sin atributos ya no tiene la validez que podría suscitar a mediados del siglo XX. Se trata, en cambio, de intervenir en el campo de las prácticas estéticas necesariamente globalizadas, que aportan –tal como lo hace, por ejemplo, en Atrabiliarios– los materiales y la perspectiva que le da su lugar mundo. Salcedo recolecta, entonces, objetos que quedaron como único indicio de los cuerpos desaparecidos bajo el terror de estado y coloca esos zapatos encontrados en una serie de nichos en un muro, sellados con una membrana de fibra animal, cocida con hilo quirúrgico. Una obra como Atrabiliarios no traduce sencillamente la violencia política nacional o regional en los términos del arte “occidental”: no toma un procedimiento “ajeno” (la instalación o el objeto encontrado) para vehiculizar contenidos “locales” (los desaparecidos). Se trata, en cambio, de producir una obra que, en su sincronización de diversos niveles, transforma tanto la semántica del arte conceptual, el ready-made y la instalación como las representaciones y los debates acerca de la violencia política y económica.

Pensar una trama con mil focos dispersos podría correr el riesgo de eludir las relaciones de poder que se juegan en la atribución de valor estético y en los mecanismos de legitimación y ampliación de audiencias. El riesgo siempre latente es el de celebrar un mundo que se ofrece como democrático y accesible para todos sin considerar que la democracia global es tan formal como los modos de acceso, cada vez más marcados por una desigualdad tan o más profunda que la del mundo preglobal. El abordaje de Joselit elude esa mirada falsamente ingenua para pensar el arte contemporáneo global como campo de lucha entre formas de sincronización, debates sobre la propiedad y la legitimidad estéticas. Aquí, Tradición y deuda historiza la figura del curador que, a partir de los años noventa, se recorta con particular nitidez y también lo que denomina el “efecto curatorial”: la curaduría, que ya desde Duchamp se esbozaba como procedimiento, ha migrado gradualmente hacia el universo del consumo (hoy todo es efecto de una curaduría, observa Joselit, desde la música a los productos de belleza). Si la curaduría se reposiciona en el mundo global como proceso de selección de materiales, producción de un marco de exhibición y de relatos para darle inteligibilidad, a partir de la centralidad tanto de dispositivos como el ready-made y reenactment, como del archivo como principio constructivo de gran parte de la producción estética contemporánea, también la noción de autoría se imbrica con la actividad curatorial. Es aquí donde, según la distinción –del cubano Gerardo Mosquera– entre culturas curadas y culturas curadoras, Joselit advierte un nudo profundamente contemporáneo que habita el arte global y que implica debates sobre quién otorga legibilidad y con qué estrategias. El carácter disimétrico entre curado y curador vuelve a reforzar la relación entre expropiación y deuda y a señalar el carácter urgente de la justicia epistemológica –y estética, podríamos agregar– que constituye la politicidad específica del arte contemporáneo en la era global.

El trazado cartográfico y genealógico del libro, sus hipótesis sobre las características del arte contemporáneo y global no estaría completo sin un análisis del museo como nódulo que concentra obras y artistas, públicos, colecciones, archivos y patrimonio, creando y entrenando nuevos públicos globales –marcados, como se planteaba más arriba por la sincronización con lo local–, coagulando también circulación de varios tipos de capital. Joselit recorre en este punto la historia del museo: sus orígenes vinculados a la etnografía y el impulso colonial, su apogeo como institución que proyecta lo nacional como patrimonio de la humanidad y su presente, en el que el museo ya está diseñado como espacio global –Singapur, Hong Kong, como ejemplos emblemáticos– más allá de donde estén emplazados. El dispositivo del museo global funciona a dos bandas: por un lado, intenta ser un aparato de decolonización que reordena y desclasifica sus colecciones a tono con las nuevas narrativas curatoriales y, por otro, encarna las formas de explotación y competencia neoliberal. Se trata de objetos arquitectónicos que buscan reescribir las narrativas nacionales, incorporando pasados que intentan presentarse como plurales y, a su vez, constituyen verdaderas inversiones para la revitalización de centros urbanos no sólo articulados con la industria del turismo, sino incluso con la vida estable de la ciudad, en tanto apuntan también a atraer masas migrantes calificadas e interesadas en la cultura local y global. Los museos contemporáneos, concluye Joselit, no sólo ya no son grandes archivos o depósitos de obras y colecciones, sino que son generadores de experiencias de distinto tipo –económica, turística, educativa, cultural y estética–. Son máquinas de acumular, pero también de producir imágenes: la espectacularidad del museo no sólo invita al recorrido y a la observación, también genera innumerables instantáneas y selfies que se toman en galerías y espacios exteriores, para compartirse de inmediato en redes sociales y agregarse a la visualidad producida colectivamente sobre las obras, las exposiciones, el edificio y, como ya lo advertía la sagacidad de Tony Bennett, como un modo de espectacularización del público mismo. Blanco de los ataques de la vanguardia de comienzo del siglo XX, espacio poroso hasta desbordar y dejarse invadir por la vida exterior en el programa de las neovanguardias de los setenta, el museo vuelve a ser espacio y metáfora de la lógica del arte en la era de la globalización, al articular imágenes extraterritoriales y territorializaciones de diversos tipos de capital, y al activar focos de localidad que generan nuevas formas de cosmopolitismo.

Paola Cortes Rocca obtuvo su doctorado en Princeton University y participó del grupo de investigación Media and Modernity coordinado por Beatriz Colomina y Hal Foster. Enseñó en University of Southern Californa y en San Francisco State University, donde fue Jefa de Departamento. Actualmente, en Argentina, es investigadora del CONICET y docente de UNA (Universidad Nacional de las Artes), Universidad Di Tella y UNTREF (Universidad Nacional de Tres de Febrero). Ha traducido a Boris Groys, Eduardo Cadava, Jonathan Crary y Timothy Morton. Se especializa en el cruce entre escritura y visualidad. Es autora de El tiempo de la máquina: retratos, paisajes y otras imágenes de la nación y de ensayos que abordan la fotografía a partir de cuestiones como paisaje y residualidad, fantasmas e imaginación política, activismo y performatividad, publicados en revistas como October, Iberoamericana, y Journal of Latin American Cultural Studies, entre otras. Desde 2016 integra el colectivo de activistas Ni Una Menos.

1 Si bien ese mapa se acepta como quien toma los presupuestos del adversario para poder polemizar en sus propios términos, una división geopolítica parece colarse en el libro, borroneando por momentos su impronta imperial. Me refiero a “Occidente” y también a “Sur Global”. En primer lugar, el término “Occidente” (West), que ya no se calca sobre el continente europeo para nombrar desde allí, orientalismo mediante, a sus otros –ya sea África o Asia–naturaliza un bloque cultural, político y económico que enlaza ciertos componentes de la cultura de Estados Unidos y los de una zona borrosa de Europa que puede coincidir, por momentos, con la Europa Occidental de la Ilustración o con lo que Naciones Unidas llama Europa Central. En esta geopolítica, Latinoamérica no sería parte de Occidente, tampoco Polonia, pero tampoco lo sería la cultura indígena norteamericana o las comunidades gitanas de la península ibérica. Por su parte, el “Sur Global” (Global South), lejos de nombrar una porción del globo como podría ser el hemisferio Sur, reúne zonas geográficas dispares como Latinoamérica, México y África. Surgido a finales del siglo XX y consolidado en el XXI, el término retoma el eufemismo de “países en vías de desarrollo” para nombrar al tercer mundo, aplanando las diferencias culturales y políticas, lingüísticas y religiosas entre –y en el interior de– los países subdesarrollados que lo componen.

Tradición y deuda

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