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1. Tradición y deuda

El año 1989 fue un año decisivo, testigo tanto del colapso de la pretensión maniquea, efecto de la Guerra Fría, de dividir el mundo en dos zonas geopolíticas distintas y de la consolidación de una nueva forma de poder político que había ido ganando terreno a lo largo de la década del ochenta. Este poder, el neoliberalismo, operó a partir de la apertura radical de los mercados mundiales y, de forma complementaria, a partir de la introducción de la especulación financiera y la privatización en áreas consideradas, hasta el momento, como responsabilidad de los gobiernos soberanos (como prisiones, servicios públicos y otros sistemas de infraestructura). El lugar del imperialismo formal fue ocupado por la capacidad financiera de los acreedores del mundo desarrollado (ya sean ONG como el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio o bancos comerciales con sede en las capitales de Occidente) de gobernar a través de la deuda. Las herramientas de esa gobernación exceden el simple otorgamiento de préstamos. Para recibir fondos, las naciones endeudadas de Latinoamérica, Europa del Este, Asia oriental y África se sometieron mayoritariamente a exigencias de “ajustes estructurales” en su política monetaria, que con frecuencia incluían la desregulación del mercado para facilitar una intensa inversión extranjera, así como la privatización de las funciones públicas que mencioné antes.7 Uno de los efectos de esta desregulación financiera ha sido una suerte de recolonización económica de los Estados-nación en el Sur Global por parte de los antiguos poderes coloniales, en una maniobra tan neoliberal como neocolonial por controlar las políticas nacionales y regionales a través del garrote de la deuda, una fuerza que es tanto moral como financiera.

Como relato de la globalización, el gobierno a través de la deuda es una historia conocida. En este capítulo consideraré un cambio análogo ocurrido alrededor de 1989: la desregulación de las jerarquías estéticas establecidas que durante mucho tiempo habían separado a las bellas artes de las prácticas comerciales y populares o indígenas en Occidente. Si bien es similar a la estructura de la desregulación financiera, la desregulación de la imagen tiene la capacidad de corregir los relatos de la desposesión a través de la reanimación de la herencia cultural como bien inalienable, incluso si uno de sus efectos es convertir al arte en una suerte de moneda de cambio. La desregulación de los mercados financieros “libres” introdujo, de manera notable, las fuerzas de la homogeneización cultural en lo que ha sido llamado la McDonaldización del mundo. Pero la desregulación de la imagen, al mismo tiempo que participa en esta nivelación a través del surgimiento del arte contemporáneo global, también hizo posible la recalibración de dos géneros estéticos que habían sido subordinados, en términos jerárquicos, al modernismo euroamericano durante la mayor parte del siglo XX: por un lado, las expresiones realistas asociadas con la cultura de masas y, por otro, el arte popular e indígena. Para comprender los efectos de esta desregulación visual es necesario, en primer lugar, especificar qué constituye una regulación en el arte, y de manera más amplia, en la cultura visual.8 La definición más simple y convencional que ofrece la historia del arte sobre la regulación de la imagen es, por supuesto, el concepto de medio: una obra individual sobre lienzo, por ejemplo, debe obedecer lo suficiente a las reglas de la pintura como para ser categorizada dentro de ese medio, así como una escultura o un video debe adherir a reglas comparables para pertenecer categóricamente a sus respectivos medios. Este tipo de regulación, conocida como especificidad medial, es en gran medida (aunque no exclusivamente) una categoría desarrollada durante el modernismo euroamericano. Es bien sabido que a partir de la década del sesenta, este modo de regulación de la imagen sufrió un serio ataque. Ciertas obras heterogéneas, por ejemplo los happenings, quebraron los límites entre los medios individuales, combinándolos en entornos que podían incluir elementos tomados de la pintura, la escultura y el cine, y que juntos servían como escenario para acciones simples, que desdibujaban aún más los límites entre las artes visuales, el teatro y la danza. Con el advenimiento del posmodernismo en la década del ochenta, la mezcla de medios que fue pionera en los happenings, las instalaciones y el land art, se enriqueció mediante la inclusión de estilos históricos, aunque esta heterogeneidad se daba generalmente en obras de arte individuales, en lugar de espacializarse en instalaciones. Esto es lo que Fredric Jameson identificó como “pastiche” posmoderno.9 En Occidente, entonces, la transición del modernismo al posmodernismo se nutrió de la desregulación de la imagen dentro del sistema modernista de la especificidad medial. Pero para comprender la cuestión más amplia de las jerarquías de imágenes globales, la aplicación de conceptos históricos y críticos occidentales como posmodernismo no es suficiente. Como ha propuesto Dipesh Chakrabarty, debemos provincializar Europa (y los Estados Unidos) yendo más allá de los límites de sus definiciones estéticas estandarizadas.10 Esto implicará, entre otras cosas, reconocer que la tradición moderna / posmoderna euroamericana es sólo una de las múltiples genealogías en la producción de la cultura visual global del siglo XX, aunque haya eclipsado o subordinado a otras en circuitos mundiales del arte global durante el siglo XX y posiblemente todavía hoy siga haciéndolo. En otras palabras, implica reconocer que las cualidades estéticas valoradas como universales por el modernismo occidental son, en realidad, una forma particular de tradición local. Si, dentro de la tradición de la historia del arte occidental, el drama de la regulación de la imagen se produjo como un conflicto entre la especificidad de los medios y los desafíos a dicha especificidad, a nivel global, esa desregulación no ocurre dentro de una sola tradición sino entre las diferentes expresiones estéticas que he mencionado: 1) lo moderno / posmoderno, 2) el realismo / la cultura de masas, y 3) lo popular / indígena. En otras palabras, la desregulación de la imagen se da a partir del cuestionamiento de las jerarquías estéticas y políticas que han organizado las diversas formas de propiedad cultural. Es un cuestionamiento, podría decirse, a la especificidad de la expresión.

Para mapear esta configuración global de expresiones estéticas que se cruzan –e incluso entran en conflicto– propondré un conjunto de amplias correspondencias entre expresiones y culturas que, aunque admito que son reduccionistas, nos permitirán mapear las complejas condiciones de la desregulación visual que se da alrededor de 1989. Así como durante la Guerra Fría supuestamente había tres “mundos”, también había tres expresiones visuales predominantes.11 En la ideología estética occidental, cada una de ellas correspondía a una región geopolítica: 1) el arte moderno (y su descendencia posmoderna) estaba ligado geográficamente al mundo desarrollado o “primer mundo”; 2) el realismo socialista, un arco de prácticas figurativas destinadas a encarnar y celebrar los valores del socialismo de Estado y el comunismo en parte a través de su participación en la cultura de masas, estaba típicamente ligado al “segundo mundo” y su esfera de influencia; y finalmente 3) las prácticas del arte indígena o popular, que a menudo se pensaban como atemporales y arraigadas en sus comunidades tradicionales, y cuyos productores eran, hasta hace poco, rara vez consignados como artistas, se asocia con el “tercer mundo”. Las condiciones reales de la producción artística en todo el mundo eran, por supuesto, mucho más complejas de lo que sugiere esta estricta clasificación tripartita. Porque en cada una de las zonas geográficas que he mencionado (los tres mundos, según la normativa geopolítica de la Guerra Fría) existían también al menos tres mundos artísticos internos que, si bien varían significativamente en sus detalles de un lugar a otro, permitieron una interpenetración de las tres expresiones estéticas que he identificado. En el primer mundo, por ejemplo, una vibrante cultura visual masiva destinada a producir y consolidar mundos tridimensionales de consumidores –algo que a veces se ha llamado “realismo capitalista”12– quedó subordinada al modernismo en términos de prestigio, si no en escala o visibilidad, mientras que el arte indígena producido por grupos de nativos norteamericanos y por los pueblos originarios de todo el mundo quedaron habitualmente encerrados en un pasado idealizado y, a menudo, alojado en museos antropológicos como instituciones contrapuestas a las de las bellas artes. En el segundo mundo del estado socialista y comunista, el arte oficial alineado con formas de realismo, que estaba destinado a inspirar una amplia identificación masiva a través de la propaganda, habitualmente coexistía con una vanguardia “no oficial”, mucho más pequeña y paralela, cuyos miembros a menudo adoptaron sofisticadas estrategias modernistas inspiradas en la información obtenida en el extranjero o en las tradiciones de las vanguardias anteriores. En el segundo mundo, las formas populares / indígenas fueron, a menudo, igualmente reprimidas o subordinadas al arte oficial, aunque a veces, como en otras partes del mundo, resultaron apropiadas al servicio de una posición multiculturalista. En el tercer mundo, las tradiciones indígenas supuestamente puras se transformaron, como respuesta a las condiciones coloniales o imperiales, en formas que iban desde el arte turístico hasta géneros híbridos producidos en talleres o academias europeas, introducidas para formar a los artistas locales. Antes y después de la decolonización, movimientos anticoloniales como la negritud recuperaron prácticas e iconografías al servicio de una modernidad poscolonial, subordinando así lo moderno a lo indígena de modo directamente opuesto a las formas en que el expresionismo abstracto norteamericano, por ejemplo el de Jackson Pollock, remitía a las prácticas indígenas de pintura con arena, pero que finalmente subsumía en las abstracciones modernistas. No puedo analizar todas estas variaciones en detalle. Lo que importa para mi argumentación es que, en los “tres mundos” postulados por la geopolítica de la Guerra Fría, las tres expresiones estéticas predominantes –modernismo / posmodernismo, realismo / cultura de masas, y lo popular / indígena– estaban relacionadas entre sí de acuerdo con diferentes jerarquías estéticas y culturales que variaban significativamente según las historias regionales y nacionales particulares. Sin embargo, a pesar de esta diversidad real, en el mundo del arte internacional de la Guerra Fría –cuyas instituciones eran predominantemente euronorteamericanas o basadas en sus modelos –, la expresión principal de las bellas artes siguió siendo el modernismo occidental (y posteriormente el posmodernismo), al que las otras dos expresiones se subordinaron de múltiples formas. Si la cultura de masas aparecía en el contexto del arte internacional, sería condenada como kitsch (en cierta medida, hasta la consagración mundial del arte pop), mientras que si el arte indígena resultaba incluido o aludido, sería en el contexto del primitivismo o del exotismo, una forma de apropiación meramente estética que vaciaba el poder cultural que tenían esas obras en sus comunidades de origen. Sin embargo, es crucial recordar que esta jerarquía siempre ha sido dinámica y provisional más que eterna. En otras palabras, para ser considerada preeminente, una expresión estética particular como el modernismo necesitaba ser autorizada, tal como lo fue por los valores culturales y el poder político y financiero eurocéntricos. Pero las pretensiones de universalidad de cualquier expresión particular han sido siempre ilegítimas. De hecho, siempre y en todos lados, otras expresiones –como el realismo socialista en la Unión Soviética o en China– fueron autorizadas por otros poderes. La historia de la globalización del arte contemporáneo es la historia del modo en que las diversas formas de legitimación empiezan a encontrarse –y a contradecirse– unas a otras.

Más allá del sistema regulatorio de la especificidad medial dentro del modernismo occidental, el desmantelamiento del orden de la Guerra Fría ha alentado el desmantelamiento de la “especificidad de la expresión artística” por medio de un campo más amplio y genuinamente global de encuentros entre diversas expresiones estéticas, cada una de las cuales reclama legitimidad y fuentes políticas de autorización. Este campo, el campo de emergencia del arte contemporáneo global, no sólo desregula los medios, sino también las expresiones estéticas que enumeré: moderno / posmoderno, realismo / cultura de masas y prácticas populares / indígenas. Sostendré que el arte contemporáneo global es el resultado de la desregulación de estas distintas expresiones mundiales y que la invención posterior de nuevos agregados de contenido estético, en el que se combinan una gama diversa de bienes culturales, tiene el potencial de socavar las jerarquías eurocéntricas del arte y el conocimiento. Es importante reconocer, sin embargo, que la desregulación de las imágenes también ha dado lugar a efectos mucho menos progresistas: una suerte de mercantilización del arte que nunca deja de desafiar y constreñir su potencial progresista. Mi planteo aquí apunta a identificar la capacidad del arte contemporáneo global para combatir la desposesión cultural, sin perder nunca de vista que participa de ese mecanismo. Me parece que no existe una posición estable para el arte contemporáneo global fuera de las condiciones económicas de la globalización. Si vamos a reconocer al arte contemporáneo como agente de la globalización, no debemos atribuirle, románticamente, virtudes políticas que no tiene y quizás no pueda tener.

Así como los tres mundos del orden político de la Guerra Fría sufrieron una reconfiguración después de 1989, también lo hicieron las tres expresiones del arte mundial. La subordinación de las prácticas locales de la cultura de masas/el realismo y de las prácticas indígenas / populares a las historias occidentales del arte ha sido desafiada vigorosamente: artistas indígenas, críticos e historiadores, por ejemplo, han insistido en que las tradiciones del arte indígena no deben marginalizarse como “primitivismo”, sino ser reorganizadas como algo que posee relevancia contemporánea y una fuerza comparable a las genealogías occidentales del modernismo y el posmodernismo. Ya no se considera a la tradición como algo encapsulado en el pasado sino más bien como un recurso vivo; en suma, la herencia cultural se reanima en el arte contemporáneo. En su libro Returns: Becoming Indigenous in the Twenty-First Century, James Clifford sostiene exactamente esto al afirmar que “cuando se la concibe como práctica histórica, la tradición se libera de su asociación primaria con el pasado y se entiende como una forma de conectar activamente tiempos distintos; es una fuente de transformación”.13 Clifford reconoce que para los pueblos indígenas contemporáneos el pasado no está aislado o “muerto” para el presente, a pesar del hecho de que las historias del arte canónicas de Occidente hayan tratado las prácticas culturales y creencias indígenas como si pertenecieran a un momento que ha terminado de manera definitiva, eclipsado por la modernización. Tal como lo plantea Clifford, “hace no mucho tiempo atrás, los diversos pueblos que ahora llamamos indígenas eran casi universalmente considerados como pueblos que no tenían futuro”.14 Este diagnóstico significa que, para tener futuro, los pueblos originarios tenían que seguir el programa de la modernización euronorteamericana. Lo que Clifford propone, en cambio, es una serie de “historias alternativas”, cada una de las cuales está caracterizada por una lógica de retorno temporal en la que el pasado, el presente y el futuro ya no se imaginan como sucediéndose uno al otro bajo la forma de un vector unilateral sino fusionándose a través de una serie de ciclos y bucles temporales, en los que las tradiciones vivas son capaces de adaptarse a nuevas condiciones y proponer nuevos futuros.


1.1. Sherrie Levine, Untitled (After Malevich and Schiele), 1984. Lápiz y acuarela sobre papel, 35,6 x 27,9 cm. Museum of Modern Art. © Sherrie Levine. Imagen digital. © The Museum of Modern Art / Licencia de SCALA / Art Resource.

A lo largo de este libro, voy a usar el término “tradición” para señalar los recursos con los que se reanima el pasado. A pesar de sus conexiones coloquiales con la tradición o con el indigenismo, en mi uso del término no me limitaré a los productos de ninguna de las tres expresiones estéticas que identifiqué, sino que lo considero algo presente en todas ellas. “Tradición” señala lo que se ha heredado bajo condiciones culturales particulares en lugares específicos y que es capaz de atesorar genealogías estéticas de historias e identidades compartidas. Es más, para una artista como Sherrie Levine, activa en Nueva York a fines de los setenta, las vanguardias europeas podían funcionar como una forma de tradición madura para revaluarse a través de la apropiación (figura 1.1). En este libro, sostengo que la tradición compensa, e incluso repara parcialmente, las desigualdades culturales y aun económicas, así como las formas de desposesión iniciadas en el siglo XIX por las prácticas de colonización y esclavitud y que son actualmente impuestas a través del dominio neoliberal de la deuda. Como sostiene George Yúdice en El recurso de la cultura, la tradición es un recurso que puede oponerse tanto económicamente (a través de la gentrificación, el turismo, etc.) como simbólicamente al poder financiero de los acreedores.15 Gobernar a través de la deuda puede ser contrarrestado por el poder simbólico y económico de la tradición, aunque hay que recordar que estos despliegues de la tradición por parte de los gobiernos suelen estar lejos de ser igualitarios. David Harvey argumentó, por ejemplo, que bajo las condiciones niveladoras de la globalización en las que una sede corporativa o las instalaciones fabriles pueden reubicarse prácticamente en cualquier lugar, la cultura sirve cada vez más y más como un recurso único debido a su capacidad de monopolizar ingresos. La Gran Muralla china, el Kremlin de Moscú, las ruinas mesoamericanas de México o el Louvre de París, por nombrar sólo algunos monumentos culturales importantes, no se pueden “externalizar” (incluso si las imágenes de estos sitios pueden viajar más allá de sus ubicaciones geográficas). Harvey escribe:

Me gustaría mostrar [...] que hay luchas en curso sobre la definición de los poderes monopólicos que podrían concederse a la localización y la localidad y que la idea de “cultura” está más y más entretejida con los intentos de reafirmar tales poderes monopólicos precisamente porque las afirmaciones de originalidad y autenticidad se pueden articular mejor como reclamos culturales distintivos y no replicables.16

En otras palabras, en un sentido explícitamente económico, mientras que el gobierno neoliberal a través de la deuda socava las relaciones entre localidades y corporaciones tradicionales, también refuerza el vínculo entre un lugar y su cultura o su tradición. De hecho, la cultura y el comercio están profundamente imbricados en las economías globales: por un lado, el desarrollo programático de las artes contribuye a la revitalización de las ciudades posindustriales o al branding de las nuevas ciudades industriales a través de programas como bienales, festivales de cine y la fundación de un gran número de nuevos museos. Y, por otro lado, las capitales financieras dominantes y las que están en ascenso, desde Nueva York y Londres hasta Dubái y Shanghái, fomentan el desarrollo cultural con el objeto de atraer y retener trabajadores calificados e inversión de capital extranjero.17 La globalización ha creado un circuito de retroalimentación entre cultura y finanzas, entre tradición y deuda. Esta es la dimensión neoliberal del arte contemporáneo global, donde el arte y la cultura se entienden como recursos virtualmente “naturales” para ser capitalizados.

Es en la intersección del neoliberalismo y la conveniencia cultural donde encontramos las actividades del coleccionista chino Liu Yiqian (figura 1.2). En una entrevista posterior a la compra de una obra de Amedeo Modigliani por 170,4 millones de dólares en 2015, declara: “el mensaje para Occidente es claro: hemos comprado sus edificios, hemos comprado sus empresas, y ahora vamos a comprar su arte”.18 En una declaración de 2014, en la que informaba sobre la compra de un tapiz de seda de la dinastía Ming por cuarenta y cinco millones de dólares, declara: “antes, nuestro país no era muy fuerte ni próspero, tantas cosas se perdieron en manos de compradores extranjeros. [...] Ahora que hemos acumulado riqueza, necesitamos profundizar nuestra propia sofisticación cultural. Entonces, estamos comprando arte occidental, por no hablar de nuestro propio arte”.19 Liu explicita, en términos sencillos, la política del arte global. El hecho de que busque repatriar antigüedades chinas a un gran costo, crear una colección de arte occidental en China, y de que, junto con su esposa y socia coleccionista, Wang Wei, haya fundado una institución, el Museo Long, que tiene dos ubicaciones en Shanghái –una en Pudong (inaugurada en 2012) que se centra en una extensa e importante colección de pintura realista socialista china o de “clásicos rojos” y la otra en West Bund (inaugurada en 2014) dedicada al arte contemporáneo, además de un puesto de avanzada en Chongqing (inaugurado en 2016)–, sugiere un programa explícito para el reordenamiento de las jerarquías estéticas de la Guerra Fría.20


1.2. Nuevos coleccionistas chinos: Liu Yiqian y su esposa Wang Wei, cofundadores del Museo Long. Philippe Lopez / AFP / Getty Images.

Los intentos especulativos de tal reordenamiento ya eran evidentes en varias de las exposiciones más importantes montadas en diferentes partes del mundo en 1989, o cerca de ese año clave: muchas fueron completamente consistentes con la mercantilización de la tradición, mientras que otras ofrecieron poderosas alternativas a ella. Cada una de estas presentaciones desafió, desde una perspectiva concreta, las jerarquías occidentales respecto de las expresiones estéticas y, a su vez, en todas ellas se establecieron nuevas yuxtaposiciones y relaciones entre diversas expresiones estéticas: se formaron nuevos ratios simbólicos entre tradición y deuda. “Magiciens de la Terre”, montada en París en 1989, fue la más famosa y notable. En este proyecto crucial, el curador Jean-Hubert Martin produjo una serie de yuxtaposiciones evocadoras y polémicas entre artistas occidentales y productores indígenas de diversos tipos, como cuando el dibujo mural Red Earth Circle (1989) del artista británico Richard Long se exhibió junto a Yam Dreaming (1989), una pintura sobre el piso, de autoría colectiva de la comunidad aborigen australiana yuendumu, compuesta por formas curvilíneas que representaban motivos de serpiente, agua y plantas nativas como el ñame (figura 1.3). Las yuxtaposiciones de “Magiciens de la Terre” generaron una animada controversia: obras como la de Long y la del grupo de yuendumu pueden compartir cualidades visuales, pero surgieron bajo condiciones estéticas, geopolíticas y culturales completamente diferentes, cuyas historias y significados no fueron adecuadamente reconocidos ni explicados por el curador. Más allá de sus fallas, Martin desreguló la jerarquía “primitivista” entre las expresiones indígenas y modernas al centrarse en una colección de individuos o grupos creativos, al margen de que sus obras pertenecieran a las categorías occidentales de arte contemporáneo o no. Su método para acomodar estas diferencias fue reemplazar el concepto occidental del artista como creador humanista (al menos, desde el Renacimiento) por la noción ostensiblemente más universal de mago o chamán, en una inversión de los intentos modernistas de dominar o subordinar las expresiones indígenas conceptualizándolas como exóticas o “primitivas”. En esta lectura es la magia, más que la historia del arte, lo que constituye un terreno compartido para el arte contemporáneo.


1.3. Comunidad yuendumu (Australia), Yam Dreaming, 1989 (sobre el suelo) y Richard Long, Red Earth Circle, 1989. © Warlukurlangu Artists Aboriginal Corp.; © 2020, Richard Long. Todos los derechos reservados, DACS, Londres / ARS, NY. Foto © Deidi von Schaewen.

La III Bienal de La Habana, también presentada en 1989, fue pionera en lo que ha sido llamado conexiones Sur-Sur entre naciones del tercer mundo, sin encauzar esos intercambios a través de un centro europeo metropolitano de arte, como ocurrió en “Magiciens de la Terre”. Los curadores de la bienal aprovecharon la amplia red diplomática y cultural de Cuba con las naciones del tercer mundo para llevar adelante una investigación original en un momento en el que el arte contemporáneo de esas naciones aún no había sido institucionalizado, de manera tal que era bastante difícil, para las instituciones establecidas del mundo del arte identificar artistas en África, Medio Oriente y muchas partes de Asia (si es que de hecho lo intentaron). Como dice Rachel Weiss, “sólo alrededor del tres por ciento de las obras [en la exposición central] fueron de artistas reconocibles en el circuito internacional”.21 Al prescindir de la forma de la bienal convencional, la III Bienal de La Habana no contó ni con pabellones nacionales ni con premios para artistas individuales, como ha sido característico de las bienales desde la primera exposición de este tipo en Venecia, en 1895. En cambio, se organizó una muestra central y extensa en torno al tema general titulada “Tres mundos” con cuatro núcleos compuestos a su vez por varias presentaciones distintas. Como lo planteó recientemente el curador Gerardo Mosquera, “el tema de todo el evento fue la tradición y la condición contemporánea en el arte y el diseño del tercer mundo”.22 De hecho, se exhibió una gama bastante asombrosa de obras modernistas, realistas e indigenistas, que iban desde esculturas abstractas de acero que aluden a la tradición precolombina, de Eduardo Ramírez Villamizar, a una muestra de juguetes de alambre, fabricados por niños africanos de Burkina Faso, República de Guinea, Mozambique, Tanzania, Zaire, Zambia y Zimbabue. El tema de esta bienal y de los animados simposios que la acompañaron fue el significado cambiante de la tradición y la contemporaneidad, tanto en términos de los medios que indexaron (es decir, formatos indígenas versus occidentales o modernos) como, y tal vez incluso de manera más polémica, en términos de su condición de marcadores geopolíticos a través de los cuales la “tradición” se asocia con el mundo en vías de desarrollo y la “contemporaneidad”, con el mundo desarrollado.23 Con respecto al tema general de la bienal, “tradición y contemporaneidad”, dice Weiss:

Aunque se trataba de algo muy amplio, sugería un malestar entre ambos términos, como se entendían habitualmente (es decir, como opuestos de algún modo), y proponía una reconsideración general de las raíces de la contemporaneidad en regiones donde la modernidad se había experimentado a través del proceso de colonización.24

Lo que llamo desregulación de la imagen fue, por lo tanto, explícitamente tematizado en la III Bienal de La Habana como un encuentro entre “tradición y contemporaneidad” aunque, a diferencia del modelo de “Magiciens de la Terre”, no se creó una categoría trascendental de artista cuya relevancia global se produce a costa de reemplazar el origen nacional y étnico junto con la medialidad estética. En lugar del artista individual y excepcional, la Bienal de La Habana buscó establecer una forma de solidaridad colectiva entre los artistas y artesanos del tercer mundo que negaba deliberadamente cualquier deuda con los centros de arte metropolitanos de Occidente. Y lo hizo a través de un esfuerzo multivalente por repensar los términos “tradicional” y “contemporáneo” de manera tal que su oposición conceptual y geográfica pudiera reconfigurarse activamente, en parte mediante el desmantelamiento de lo que he estado llamando “especificidad de la expresión”. En resumen, este esfuerzo fue un intento consciente de desafiar el dominio mundial del canon occidental moderno / posmoderno.

Otras dos exposiciones buscaron más directamente capitalizar la tradición como un medio para que las comunidades o naciones previamente excluidas o marginadas en las redes comerciales y de exhibición del mundo del arte euronorteamericano. La primera es la subasta de Sotheby’s “Vanguardia rusa y arte contemporáneo soviético”, que tuvo lugar en Moscú el jueves 7 de julio de 1988. Facilitada por un coleccionista suizo, el barón Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza, que tenía vínculos con la URSS y con Sotheby’s, y habilitada políticamente por la glásnost, o la política de mayor apertura del presidente soviético Mijaíl Gorbachov, la subasta, en palabras del ministro de cultura Vasily Zakharov, estaba destinada a “ampliar la recepción de las obras de artistas soviéticos contemporáneos para un público amplio de amantes del arte en todo el mundo”.25 De hecho, su orientación hacia los extranjeros se hizo explícita debido a que se requería que todas las ventas se realizaran en libras esterlinas en lugar de rublos. Antes de esta subasta no había un mercado de arte abierto en la Unión Soviética. Para ser un artista profesional se necesitaba ser “oficial” (operar a través del sindicato de artistas que controlaba las comisiones, exposiciones y ventas a través de salones designados cuyo acceso era extraordinariamente difícil para los coleccionistas extranjeros).26 De manera paralela o más allá de este ámbito oficial, cuyos valores estéticos estaban dictados por una especie de realismo socialista obsoleto, existía un pequeño pero vibrante mundo del arte “no oficial”, cuyos participantes tenían poco o ningún acceso a las oportunidades de exhibición pública y que no podían vender su trabajo a través de los salones del sindicato. De hecho, estos artistas solían exponer en las casas u organizar acciones en el campo. Sin embargo, especialmente después del colapso de la Unión Soviética en 1991, la mayor visibilidad de los artistas no oficiales que inauguró la subasta conduciría por fin a su canonización como figuras ejemplares en las historias del arte contemporáneo soviético. La venta de Sotheby’s reflexionó sobre la tradición de manera significativa. Por primera vez exhibió artistas modernistas de la vanguardia soviética de principios del siglo XX que habían sido marginados en la URSS desde la década del treinta, junto con una selección de artistas no oficiales contemporáneos, consagrando así a estos últimos como herederos de una tradición interrumpida de modernismo avanzado en Rusia y la Unión Soviética cuyo valor no había disminuido en Occidente. Para mejorar la viabilidad comercial de la subasta, la revista Apollo informó que “Sotheby’s tiene permiso para incluir y luego exportar obras del período heroico (en términos modernistas) del arte ruso del siglo XX: obras de Udaltsova, Ródchenko, Stepánova, etc.”.27 Suscrita de esta manera por una herencia local de vanguardia, la venta forjó una nueva categoría –“arte soviético contemporáneo”– a través de un proceso doble: utilizar el mercado capitalista del arte para revertir la relación entre artistas oficiales y no oficiales. Mientras que los primeros tuvieron poder a nivel nacional durante la era soviética, los segundos adquirieron una nueva visibilidad y privilegio a través de su éxito en el mercado internacional del arte iniciado por la subasta. Esto fue más que una cuestión de dinero. Tal como lo advierte el historiador del arte Octavian Esanu:

El evento de Sotheby’s tuvo un impacto tremendo en la escena artística local no oficial. Los críticos de arte rusos escriben hoy que “en este momento Sotheby’s entró solemnemente en la historia del arte ruso” y, de hecho, fue el título del catálogo el que anunció al público soviético la llegada de una nueva categoría cultural: “arte contemporáneo”. Aquí uno es testigo de un evento verdaderamente lexicográfico, ya que Sotheby’s transformó la categoría histórica previa del arte –“arte no oficial soviético” o “inconformismo soviético”– en “arte soviético contemporáneo”.28

Si el mercado del arte transformó las distinciones institucionales locales (entre artistas soviéticos oficiales y no oficiales) en la categoría general y “global” de arte contemporáneo, lo hizo al valorar la persistencia de la tradición en la obra. En la subasta se puede encontrar indicios de esto en uno de los éxitos sorpresivos de la subasta: una pintura de Grisha Bruskin, artista hasta ese momento poco conocido en Occidente, que se vendió por £220 000 excediendo dramáticamente el precio estimado (entre £17 000 y £24 000) (figura 1.4). Como escribió Richard W. Walker en ARTnews, “un precio tan extraordinario podría explicarse por la naturaleza inusual de la pintura: una pintura de 220 x 303,84 cm, compuesta por treinta y dos lienzos, cada uno con cuatro de los personajes rusos característicos de Bruskin, pintados como estatuas de mármol blanco al estilo estalinista”.29 En otras palabras, si bien la desregulación de la imagen puede haber sido un instrumento para deshacer la infraestructura artística oficial soviética, también valorizó las características históricas de la tradición de la URSS: en el caso de Bruskin, un pastiche bastante extraordinario entre arte popular ruso y realismo socialista estalinista. Fueron precisamente esas referencias a la herencia soviética las que se convirtieron en “puntos de venta” o marcadores de identidad a medida que el arte de la URSS desarrolló un perfil internacional.


1.4. Grisha Bruskin, Fundamental Lexicon, 1986. Óleo sobre lienzo, 220 x 304 cm. © Grisha Bruskin.

La cuarta exhibición que quiero considerar, el pabellón australiano en la Bienal de Venecia de 1990, reorganizó de un modo similar las categorías estéticas convencionales a través de un recurso a lo contemporáneo. En este caso, las prácticas artísticas occidentales e indígenas se sintetizaron para producir una forma de tradición que buscaba darle al arte australiano un perfil distintivo en el entorno competitivo del amplio espectro de pabellones nacionales de la Bienal de Venecia. La presentación estuvo dedicada a dos artistas de ascendencia aborigen. Rover Thomas y Trevor Nickolls. Mientras las artes aborígenes australianas de carácter turístico –cuya forma, con frecuencia, era motivada por el contacto con antropólogos o docentes occidentales– habían estado disponibles para los extranjeros desde finales del siglo XIX, no fue sino hasta los años setenta y ochenta, tras la incorporación de los artistas de Papunya Tula como corporación en 1971-1972, que las pinturas acrílicas basadas en formas tradicionales aborígenes extraídas de “el Sueño” comenzaron a ingresar a los circuitos internacionales de arte.30 “El Soñar” es un término europeo para los procedimientos o ritos con que los aborígenes australianos establecen contacto con sus ancestros por medio de historias y huellas en el paisaje. Los derechos ceremoniales y territoriales relacionados con el Soñar y sus historias son heredados, pero en la ejecución suele haber variaciones individuales. Las pinturas acrílicas, cuyo contenido sagrado fue modificado para evitar que los no iniciados vieran lo que les estaba prohibido, y cuyas formas, típicamente compuestas por pequeños puntos individuales, parecían abstractas, fueron muy valoradas fuera de las comunidades aborígenes por su belleza y elegancia formal. En 1990 habían alcanzado un perfil internacional, como lo indica la presencia del trabajo de la comunidad yuendumu, Yam Dreaming, en “Magiciens de la Terre”. Sin embargo, es significativo que tanto la pintura de Thomas como la de Nickolls fueran más allá de este modelo tradicional para sintetizar explícitamente la experiencia de los aborígenes euroaustralianos. Thomas, por ejemplo, exhibió una obra titulada Roads Meeting (1987; figura 1.5), que el curador Michael O’Ferrall describió como “un paisaje donde la industria ganadera, la música country, las maniobras militares y el estruendo de los camiones con remolque luchan por imponerse en el silencio de las colinas y las llanuras cubiertas de hierba seca”.31 Y en obras como Dollar Dreaming (1984), Nickolls introdujo explícitamente la experiencia urbana, incluido el consumo, en la pintura aborigen de puntos. En otras palabras, las obras contemporáneas de Thomas y Nickolls refinan y revalorizan las distinciones entre expresiones euroaustralianas y expresiones indígenas australianas. Como escribió O’Ferrall en su introducción:

A medida que Australia entra en la década del noventa, el arte aborigen se considera cada vez más como una parte importante e integral de la práctica artística contemporánea nacional. La expresión individual y a menudo muy indirecta de los artistas aborígenes ha inyectado una nueva diversidad en el arte australiano y le ha añadido una dimensión crítica significativa. [...] La situación, como sugirió el destacado historiador de arte australiano Bernard Smith, es una muestra de la creciente convergencia en una expresión cultural dentro de dos tradiciones estéticas nacionales hasta ahora consideradas como entidades separadas.32

Tal convergencia de dos experiencias distintas de la tradición tenía un fuerte valor político. Durante la mayor parte de la historia australiana hasta la fecha, a los pueblos aborígenes se les han negado los derechos legales sobre sus tierras tradicionales y se los ha marginado económicamente de un modo severo. La celebración oficial del arte aborigen a través de exposiciones de arte como el pabellón de Venecia de 1990 o de espectáculos como los juegos olímpicos de Sídney en 2000, así como el ingreso generalizado de la iconografía aborigen en la cultura popular australiana, es parte de una política nacional de multiculturalismo que parece tener como objetivo cancelar una deuda socioeconómica con los pueblos originarios a través de las “ganancias” simbólicas obtenidas al celebrar su cultura.


1.5. Rover Thomas, Roads Meeting, 1987. Pigmentos naturales y aglutinante sobre lienzo, 90 x 180 cm. © National Gallery of Australia, Canberra / Bridgeman Images. © Rover Thomas / Copyright Agency. Autorizado por Artists Rights Society (ARS), Nueva York, 2020.

Permítanme resumir, entonces, el campo revisionista del arte contemporáneo global tal como se manifiesta en las cuatro exposiciones que he considerado. En “Magiciens de la Terre” los artistas se posicionaron como individuos encantados a los que, debido a su poder trascendental, se les perdona la deuda con la modernidad (o tal deuda se vuelve incoherente). Una economía de la creatividad chamánica –ya estrechamente alineada con las nociones románticas del artista aún vigente en Occidente– desregula los lenguajes estéticos normativos al afirmar una equivalencia entre los diversos actos creativos.

En el caso de la Bienal de La Habana, un grupo diverso de artistas y artesanos del tercer mundo establecieron una forma de solidaridad colectiva con el fin de rechazar su deuda con el primer mundo, del mismo modo en que, en los siglos XX y XXI, en el contexto de la crisis de deuda soberana, un Estado nación puede optar por declarar ilegítima la deuda que tiene con sus acreedores. Estas dos primeras exposiciones abrazaron un modelo de cosmopolitismo como estructura de intercambio global, pero lo hicieron sobre la base de principios de coexistencia muy diferentes. “Magiciens de la Terre” buscó revertir la así llamada subordinación primitivista de las expresiones estéticas indígenas a las formas de vanguardia que se inició a finales del siglo XIX y principios del XX con artistas que van desde Paul Gauguin hasta Pablo Picasso. Esa fascinación por culturas desconocidas y pensadas erróneamente como “primitivas” persistió de maneras multiformes a lo largo del siglo XX; y a pesar de que la revalorización realizada por “Magiciens de la Terre” tenía la intención de colocar las prácticas indígenas en pie de igualdad con las modernistas, muchos críticos condenaron justificadamente una relación imperialista persistente entre el centro metropolitano occidental de París y las llamadas periferias. La III Bienal de La Habana, en cambio, buscó trazar un nuevo mapa estético del mundo reuniendo el arte de las llamadas “naciones no alineadas” justo cuando el orden geopolítico de la Guerra Fría colapsaba. Mientras que “Magiciens de la Terre” dejó implícitamente intacto el mundo del arte occidental, incluso si intentaba subvertir su sistema de valores, la III Bienal de La Habana tenía como objetivo desarrollar una nueva infraestructura para un mundo del arte policéntrico. A pesar de sus diferencias, estas dos exposiciones compartieron el cosmopolitismo como su estrategia amplia, ubicando las expresiones modernistas, indígenas y las de la cultura de masas, unas junto a otras para interrumpir las jerarquías convencionales entre ellas.

La subasta de Sotheby’s en Moscú y el Pabellón de Australia en Venecia proponen un marco geopolítico diferente para mapear el arte global contemporáneo. En lugar de cosmopolitismo, encontramos el nacionalismo. De hecho, la era posterior a la Guerra Fría experimentó un resurgimiento del nacionalismo en todo el mundo, en regiones tan diversas como África, Oriente Medio y Europa del Este, que a menudo condujo a la creación de nuevos Estados nación como en la desintegración de Yugoslavia y Checoslovaquia, por no hablar de la Unión Soviética. En la práctica del arte, esos impulsos nacionalistas estaban estrechamente ligados a la tradición. Como he mostrado, en contextos tan diferentes como la URSS y Australia, los marcadores de la tradición nacional, que van desde referencias al estalinismo hasta la incorporación del arte aborigen australiano, funcionaron como características distintivas que podrían facilitar el ingreso de ciertos circuitos artísticos, anteriormente marginados, en los circuitos globales de exhibición y venta. Si, en los mundos cosmopolitas, la deuda con las tradiciones occidentales se neutraliza al establecer una equivalencia entre obras de arte basadas en un creador trascendente o igualitario –la excepcionalidad del artista (como chamán) o la solidaridad política entre artistas del Sur Global–, desde una perspectiva nacionalista el objetivo del arte es establecer un perfil nacional fuerte, que está estrechamente ligado a la tradición. Como modelos de circulación global, el cosmopolitismo y el nacionalismo también difieren en una cuestión de énfasis: el primero se basa en una equivalencia multicultural quizás ilusoria, mientras que el segundo se basa en la competencia. En cualquier caso, la capacidad de dar visibilidad en estas condiciones implica la reactualización de la tradición como un recurso para rechazar el endeudamiento con las formas de arte occidentales. De hecho, debido a que la genealogía modernista globalmente aceptada del arte contemporáneo se originó en Occidente, las formas modernistas que se han desarrollado en otros lugares habitualmente se consideran epigonales, literalmente en deuda con las tradiciones metropolitanas extranjeras. La tradición parecía tener la capacidad de pagar esta deuda... con intereses.

Esta dinámica indica una crisis historiográfica. A pesar de las críticas generalizadas al historicismo –a la tendencia a contar la historia como una narrativa evolutiva lineal–, los relatos dominantes sobre el arte contemporáneo siguen enraizados en los valores del progreso y la innovación. Esto puede parecer paradójico dado que estrategias estéticas como la repetición, la cita y la apropiación –que son epigonales por definición– han ganado tal prevalencia entre los artistas occidentales desde la década del ochenta. Pero la paradoja colapsa fácilmente: este tipo de repetición se vuelve “progresista” y susceptible de canonización historicista en el relato de sus innovaciones conceptuales, es decir, en su contribución teórica o filosófica a cualquier historia del arte sostenida en el avance constante. Se podría decir que mientras el arte moderno innovó en la forma, el arte posmoderno y contemporáneo innovó en la estrategia. Es por eso que “crítico” se ha convertido en uno de los términos principales para elogiar al arte desde el surgimiento del conceptualismo a fines de la década del sesenta y setenta. En lugar de inventar un lenguaje visual único (como lo hicieron las vanguardias del siglo XX con el cubismo, el constructivismo, De Stijl, el dadaísmo, el surrealismo, etc.), la crítica estética analiza los códigos visuales existentes exponiendo su estructura ideológica; la novedad en este caso es inherente al ingenio de su estrategia. Artistas agrupados bajo la etiqueta de “apropiacionismo” a finales de los setenta y en los ochenta, por ejemplo, reencuadraron, refotografiaron y reeditaron contenidos existentes con el objeto de manifestar las dimensiones ideológicas y no reconocidas de sus propiedades sociales, políticas y económicas. Richard Prince volvió a tomar fotografías del “hombre de Marlboro”, basadas en cowboys estadounidenses que aparecían en anuncios de cigarrillos, y Barbara Kruger introdujo fotografías antiguas en sus obras de gran escala que combinan imagen y texto para imitar la retórica seductora de los diseños de revistas. Dara Birnbaum reeditó imágenes de video tomadas de la televisión y Sherrie Levine hizo sus propias “ilustraciones” del trabajo de “maestros” modernos como Egon Schiele o Walker Evans, dibujando o refotografiando. Estos actos de apropiación estaban al servicio de recontextualizar varios códigos visuales para develar sus valores ideológicos (el anuncio de Marlboro parece un arte romántico barato que glorifica la masculinidad del vaquero; las viejas fotografías utilizadas por Kruger y el video editado por Birnbaum a menudo revelan roles sexistas de género; y la miniaturización de Levine de los maestros modernos desinfla su primacía histórica). En otras palabras, cada uno de estos artistas utilizó estrategias literalmente epigonales para exagerar aspectos de la imagen de la que se apropiaban y que solían pasar desapercibidos.

Estas prácticas de apropiación fueron prominentes dentro de lo que llamo el lenguaje estético modernista / posmodernista, estrechamente alineado con los mundos del arte occidental. Si bien la crítica no fue inherentemente ajena a las otras dos expresiones que he considerado –realismo / cultura de masas y popular / indígena– los modelos historicistas no comprenden correctamente el modo en que la tradición reactiva el pasado para señalar futuros alternativos.

En otras palabras, para acomodar las interacciones globales entre deuda y tradición es necesario un nuevo tipo de historia del arte que opere desde una concepción diferente de la relación entre pasado, presente y futuro. Las teorías posmodernas, que fueron dominantes en los mundos del arte metropolitano de Occidente durante la década del ochenta, reconocieron esta crisis historiográfica, aunque desde una perspectiva fundamentalmente occidental. De hecho, el posmodernismo mismo surgió en gran medida como respuesta a condiciones específicas de desregulación de la imagen y al esfuerzo por combatir la especificidad tanto del medio como de la expresión que eran endémicos para el mundo desarrollado de finales del siglo XX, debido a una debilitación o incluso un colapso de la distinción entre las bellas artes y las formas de la cultura de masas como la publicidad, la televisión y el cine. Como sostuvo Fredric Jameson en su canónico ensayo “La lógica cultural del capitalismo avanzado”, surgió una fascinación por el “paisaje ‘degradado’ del trash y el kitsch, de las series de televisión y la cultura del Readers Digest, de la publicidad y los moteles”.33 A pesar de su actitud condescendiente hacia el “paisaje ‘degradado’” de la cultura de masas, el análisis de Jameson es una herramienta invaluable para elaborar una descripción adecuada del arte contemporáneo global. Para él, el colapso de la superioridad jerárquica del arte moderno, que lo volvió incapaz de servir como estándar para la producción de arte a nivel mundial o incluso en el propio Occidente, condujo a la “heterogeneidad sin norma”.34 En otras palabras, desde un punto de vista estético, la subordinación jerárquica de las expresiones estéticas del realismo / la cultura de masas y de lo popular / indígena a lo moderno / posmoderno ya no podía sostenerse. De hecho, las cuatro exposiciones que he examinado proponen respuestas a tal “heterogeneidad sin norma”, especulando sobre nuevas normas: el artista como mago, la solidaridad del tercer mundo, el poder del mercado y la puesta en escena estratégica del biculturalismo para promover agendas nacionalistas.

Desde la perspectiva de Jameson, lo que llamo desregulación de la imagen desafió la estructura evolutiva del historicismo. Jameson sostiene que

con el derrumbe de la ideología del estilo del alto modernismo –aquello que es tan peculiar e inconfundible como las huellas digitales, tan incomparable como el propio cuerpo– [...] los productores culturales no tienen hacia dónde volverse más que al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de todas las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que ya es global.35

Para Jameson, esta promiscua “imitación de estilos muertos” asume la forma del pastiche, al que considera un género apolítico donde la escoria de muchos períodos –los “estilos muertos”– flota desvinculado de cualquier marco histórico sintético. Y mientras que la parodia, al retener una norma como objeto de burla, puede seguir funcionando como crítica, el pastiche pone en cortocircuito el historicismo al producir el colapso completo de las jerarquías mediante la evacuación total de cualquier norma reguladora. Como dice Jameson,

El pastiche, como la parodia, es la imitación de un estilo peculiar o único, idiosincrásico [...], pero es una práctica neutral de tal imitación, carente de los motivos ulteriores de la parodia [...], despojada de risas y de la convicción de que junto a la lengua anormal, de la que se ha echado mano momentáneamente, aún existe una saludable normalidad lingüística.36

Quisiera argumentar que, si bien gran parte del arte contemporáneo global puede parecer un pastiche, esto no significa que esté “despojado de convicción”. Por el contrario, en su capacidad de pulverizar las jerarquías establecidas por el “alto modernismo”, el llamado pastiche puede incorporar y recalibrar el valor relativo de los tres lenguajes estéticos que he comentado, incluyendo el realista / de la cultura de masas y el popular / indígena. El pastiche establece una relación abierta y especulativa entre diversas expresiones; aborda el debilitamiento de la norma global no con la melancolía de Jameson, sino con un esfuerzo estridente por negociar nuevas relaciones interculturales a partir del colapso de las viejas. Como lo define Jameson, en lugar de pivotar sobre una estética estándar única como lo hace la parodia, el pastiche permite la producción de nuevas formas de poética a partir de las imágenes de las que se apropia; de hecho, es precisamente la forma de esas articulaciones lo que produce sentido en el pastiche. Dicho de otro modo: en el pastiche, la significación yace en la relación entre los diversos bienes culturales. Entonces, en términos geopolíticos, la parodia encarna un modelo de centro-periferia porque sigue centrada en una norma, mientras que el pastiche establece relaciones horizontales análogas a las de las redes del Sur-Sur que se articulan en la III Bienal de La Habana. El crítico literario brasileño Roberto Schwarz capta el potencial político del pastiche en su análisis del rol que desempeña la imitación en las élites decimonónicas del Brasil poscolonial. Dice que “nuestro deseo de autenticidad tiene que expresarse en un lenguaje extranjero”,37 y “a medida que pasa el tiempo, el sello ubicuo de la ‘inautenticidad’ puede ser visto como la parte más auténtica del drama nacional, su marca misma de identidad”.38 Lo que Schwarz identifica aquí son las prácticas culturales en las que otros códigos visuales –en este caso, normas hegemónicas europeas– se adaptan a necesidades y condiciones locales imprevistas. En lugar de verlo como una forma servil de mímesis, Schwarz reconoce que el contenido del material imitado es menos importante que la forma que toma su articulación en estos nuevos lugares. Tales modalidades culturales específicas de apropiación son, de hecho, únicas de cada lugar y por eso constituyen, de un modo genuino, tal como lo sostiene Schwarz, una expresión de identidad y autenticidad. Lo que importa entonces no es la cuestión del original versus la copia, sino más bien las luchas por la autorización –literalmente la autor-ización provisional– de contenidos existentes por parte de nuevos autores. Como dice Schwarz con respecto a los ideales políticos liberales de libertad e igualdad que fueron adoptados por las élites brasileñas en contradicción con la persistencia de la esclavitud en el Brasil del siglo XIX, “no ayuda insistir en su obvia falsedad. Más bien deberíamos observar su dinámica, de la que esta falsedad fue un componente verdadero”.39 Los dos ensayos de Schwarz que he citado se publicaron en 1973 y 1988 y, por lo tanto, son más o menos contemporáneos de “La lógica cultural del capitalismo tardío” de Jameson, publicado por primera vez en 1984. Pero estos dos teóricos ofrecen modelos bastante distintos respecto del pastiche: para Jameson es inauténtico debido a su contenido prestado o “muerto” y a su falta de una estructura historicista o norma, pero para Schwarz el pastiche puede desplegar materiales “inauténticos” (o copiados) para expresar una identidad auténtica, cuyo carácter reside en un dinámica específica de apropiación: una dinámica caracterizada por la mezcla de temporalidades más que por el establecimiento de una narrativa lineal única. En otras palabras, Schwarz está interesado en cómo las normas establecidas por otros pueden adaptarse a los propios propósitos.

Para ilustrar cómo la dinámica de la apropiación puede activar la aparente pasividad del pastiche, permítanme considerar dos pinturas comparables, una realizada antes y otra después de la liberalización económica o colapso de los dos países más poderosos del llamado segundo mundo: China y la URSS. De una manera no muy diferente de las obras estadounidenses orientadas a la apropiación que he mencionado, cada lienzo yuxtapone una imagen de la “tradición” comunista, con la marca comercial global de una corporación estadounidense. La Serie de grandes castigos: Coca-Cola (1993) del artista chino Wang Guangyi está dominada por tres potentes trabajadores que se encuentran lado a lado, representados a la manera de una xilografía (figura 1.6). Sus musculosos brazos izquierdos están extendidos en formación, como si los tres constituyeran un solo organismo social. El hombre del primer plano parece agarrar el librito rojo de Mao, mientras todos sostienen una pancarta en un gesto de unidad. Este fragmento, que hace referencia explícita a la propaganda de la era de la Revolución Cultural, se yuxtapone a la marca registrada Coca-Cola pintada en blanco sobre rojo en el cuadrante inferior derecho de la imagen, como si fuera una segunda franja en perspectiva forzada. La Lenin-Coca-Cola de 1980 de Alexander Kosolapov ya había utilizado un dispositivo sorprendentemente similar (figura 1.7). El perfil blanco del líder soviético Vladimir Lenin, parte de un pasado comunista heroico que había perdido su poder de convencer para 1980, se combina con la marca registrada de Coca-Cola por encima del eslogan publicitario “It’s the Real Thing” [es lo auténtico, literalmente “la cosa real”], todo en un fondo rojo uniforme. La analogía entre el producto y el líder se confirma con humor a través de la inscripción “Lenin”, bajo el eslogan de Coca, como si esas palabras fueran suyas (o como si se refirieran a la autenticidad de él como “cosa real”).


1.6. Wang Guangyi, Serie de grandes castigos: Coca-Cola, 1993. Óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm. © Wang Guangyi Studio.

Las pinturas de Kosolapov y Wang se ajustan a la definición de pastiche de Jameson al desplegar el “estilo muerto” de dos formas de propaganda comunista junto con una de las marcas más ubicuas y duraderas en el mundo. Pero la ostensible pasividad del pastiche se activa, dando lugar a la dinámica de lo “auténtico” identificada por Schwarz, a través de la sincronización de las diferentes historias que implican estos códigos visuales. El estado comunista se basó en un modelo historicista por el cual la clase obrera o el proletariado le arrebataría el modo de producción industrial a sus propietarios capitalistas, reclamando así la plusvalía de su propio trabajo. Este modelo fuertemente evolutivo se contrapone a la difusión ubicua del capitalismo de consumo, ejemplificado por Coca-Cola. Según lo señalaron teóricos posmodernos como Jameson, la desenfrenada mercantilización de la cultura desde la década del sesenta condujo precisamente a la caída del historicismo en el pastiche. Otros, ubicados a la derecha, fueron más lejos hablaron del “fin de la historia” a través del dominio de la democracia estadounidense y la sociedad de consumo con la que está estrechamente ligada. De hecho, el deseo de acceder a productos de consumo comparables a los que estaban disponibles en Occidente fue una de las contribuciones al colapso de la URSS, así como del giro de China hacia una liberalización de la economía después de 1978. En otras palabras, el imaginario del realismo socialista y el de la marca registrada Coca-Cola yuxtapuestos en las pinturas de Wang y Kosolapov representan no sólo dos códigos visuales distintos, sino dos modelos históricos, dos visiones del mundo que divergieron dramáticamente durante la Guerra Fría, pero que estaban en proceso de derrumbarse uno en otro a principios de la década del noventa hasta la difusión mundial del neoliberalismo. Al reunir estas imágenes en el espacio y el tiempo únicos del lienzo, los artistas sincronizan dos modelos históricos claramente diferentes. Sincronizar es hacer que ciertas imágenes o acciones ocupen el mismo momento. La sincronización está políticamente más cargada que la mera contemporaneidad: es la reconciliación forzosa de temporalidades e historias divergentes.40 En otras palabras, la sincronización a menudo conlleva una apuesta por el dominio, por la sujeción de historias alternativas a una normativa. Como lo sabían muy bien aquellos que estaban sujetos a la racionalización del trabajo fabril y a la estandarización de la jornada laboral durante la revolución industrial del XIX, la sincronización puede ser una forma de poder altamente opresiva capaz de afectar todos los aspectos de la vida cotidiana. La globalización opera a través de modos de sincronización acelerados, por ejemplo alineando complejos modos de producción en los que los componentes se producen en una región del mundo, se ensamblan en otra y se venden en otro lado. Es la sincronización de la producción y las finanzas en diversos mercados mundiales lo que caracteriza a la globalización, y es la sincronización de diversos lenguajes estéticos –que encriptan diferentes modelos históricos– lo que caracteriza al arte contemporáneo global.


1.7. Alexander Kosolapov, Lenin-Coca-Cola, 1980. Acrílico sobre lienzo, 107 x 177 cm. Colección Antonio Piccoli. © Alexander Kosolapov.

La sincronización, que se caracteriza por la alineación forzosa de distintas temporalidades asociadas con visiones del mundo diferentes y, a menudo, conflictivas, no puede sintetizarse en una prolija narrativa historicista. Con respecto a la pintura de Wang, por ejemplo, es estética y teóricamente engañoso argumentar que la yuxtaposición, en 1993, de la obsoleta propaganda del realismo socialista con el comercio global demuestra el triunfo del capitalismo sobre el comunismo, en lo que Francis Fukuyama llamó el famoso “fin de la historia”,41 como mínimo porque ambos coexistían en la China de 1993 y continúan haciéndolo hasta el día de hoy. El verdadero logro de Wang y Kosolapov es interpretar la sincronización como una lucha, una suerte de campo de fuerza. La publicidad o el “realismo capitalista” se enlaza de manera antagónica con el “realismo socialista” y, al mismo tiempo, permite que surjan ciertos puntos fundamentales en común, como la necesidad compartida de crear legitimidad a través de la persuasión. Así, estas obras demuestran las fracturas y correspondencias internas del lenguaje estético de la cultura de masas / realismo socialista antes y después de su desregulación. El indecidible enfrentamiento que ellas escenifican es una invitación a habitar el espacio político de la sincronización (en palabras de Schwarz, a evaluar la autenticidad de una declaración inauténtica).

En este capítulo he rastreado la dinámica de la tradición y la deuda en los dos registros distintos en que se desarrolla. En primer lugar, he sostenido que la “desregulación de la imagen” es el correlato visual de la desregulación neoliberal de los mercados y su estrategia concomitante de dominio a través de la deuda y que, como consecuencia, el arte mismo es vulnerable a la mercantilización. En segundo lugar, he demostrado que abordar la tradición como un archivo viviente se ha vuelto una herramienta privilegiada para que los artistas contemporáneos de diversas partes del mundo “cancelen” lo que se percibe como deuda con el modernismo occidental (para neutralizar la acusación de que trabajar fuera de Occidente es epigonal en relación con lo que se hace en los centros metropolitanos euronorteamericanos y para afirmar experiencias alternativas de la modernidad). De hecho, como señaló Jameson, el giro hacia el pasado fue la respuesta –incluso entre los artistas del mundo desarrollado– a la “heterogeneidad sin una norma” que marcó el colapso de los cánones occidentales a partir de la década del ochenta. El desafío de una práctica progresista del arte contemporáneo global es combatir la mercantilización del arte con su capacidad de escenificar formas globales de sincronización en términos de lucha política. La dificultad para llevar adelante esta tarea la articula quizás inadvertidamente el crítico Terry Smith, que señala una analogía financiera entre el arte aborigen y el de los llamados Jóvenes Artistas Británicos (YBAs, Young British Artists) como Damien Hirst, Tracey Emin y Sarah Lucas, quienes adquirieron notoriedad, en parte, al reanimar la cultura de la clase trabajadora inglesa en la década del ochenta:

Si se compara el marketing de los YBAs con el del arte aborigen australiano contemporáneo, es evidente que pese a lo completamente diferente que hay entre ellos (y casi todo lo es), ambos se han beneficiado del reciente derrumbe de la distinción entre mercados primarios y secundarios, de la convergencia entre lo que solían ser los mundos separados de la galería comercial o el marchante especializado y la casa de subastas. Nada de esto es casual, aunque sea, precisamente, fortuito. Es exactamente lo que los hace contemporáneos entre sí, y contemporáneos en el sentido de pertenecer a su tiempo.42

Este modelo de contemporaneidad orientado hacia el mercado hace caer las diferencias culturales en términos de precios diferenciales.

Hay una violencia inherente a esa sincronización de mercado, en tanto se combinan historias diferentes y generalmente contradictorias que conducen a obras culturalmente distintas hacia la medida “universal” del precio. Para identificar esa violencia –y para especificar cómo la diversidad de tradiciones corre el riesgo de disolverse en la lista de precios del mundo del arte– es muy útil adaptar la reflexión de Benjamin Lemoine sobre la relación entre deuda financiera y social en el neoliberalismo. Así como los gobiernos, guiados por los principios neoliberales, empiezan a concebir sus obligaciones con la seguridad social de los ciudadanos, tales como pensiones o seguros médicos, como si fueran deudas futuras, estos beneficios se vuelven vulnerables al cálculo financiero (y a los recortes presupuestarios) de manera tal que la administración del Estado nación respecto de la seguridad social de sus ciudadanos se gestiona como cualquier otra transacción financiera. Lemoine sostiene que a través de tales modos de contabilidad, los bienes sociales están subordinados a la conveniencia económica.43 Algo similar ocurre cuando el arte entra en la lógica de las finanzas. De hecho, en abril de 2015, Laurence D. Fink, el presidente de BlackRock Inc. –por entonces el mayor “administrador de activos” del mundo según Bloomberg-Business–, declaró que “el oro ha perdido su brillo y hay otros mecanismos en los que se puede almacenar riqueza ajustable a la inflación”. Para él, una de las “dos mayores formas de resguardo de la riqueza a nivel internacional hoy es el arte contemporáneo. [...] Y no lo digo como una broma, digo que es una clase de activo serio”.44 La definición fundamental de una clase de activo estándar, como el oro, es su capacidad para retener valor a pesar de la volatilidad del mercado. Si el arte contemporáneo ha comenzado a funcionar de este modo es porque un mundo del arte global de élite está compuesto por coleccionistas, marchantes de arte y curadores que han colaborado para afirmar y mantener el valor de un pequeño subconjunto internacional de artistas de primera línea, convirtiendo todo lo demás en “epigonal”.45

Una forma primaria de resistencia a tal mercantilización del arte, y la consecuente recanonización de los artistas-celebridades orientados-hacia-el-mercado como los YBAs, es volver a cambiar la valencia desde el ethos de la métrica aplanada de la deuda, fundada en una categorización contundente por precio, hacia un principio diferente de comparación arraigado en lo que he llamado tradición. Al tomar esta posición no estoy defendiendo una perspectiva nativista, populista o fundamentalista según la cual cada nación, comunidad o grupo posee una tradición individual pura o “esencialista”. En efecto, como ha declarado Dipesh Chakrabarty, “provincializar Europa se convierte en la tarea de explorar cómo este pensamiento [europeo], que ahora es herencia de todos y que nos afecta a todos, puede renovarse desde y para los márgenes”.46 En otras palabras, en nuestro presente globalizado, mientras la tradición intelectual euronorteamericana sigue comprometida en los intentos de consolidar el dominio, los artistas y pensadores del Sur Global se han aferrado también a las formas occidentales de conocimiento como una herramienta fundamental y eficaz para desafiar tal hegemonía cultural. Por otra parte, el mundo intelectual, político y artístico euronorteamericano ya no puede pretender legítimamente ignorar las formas multivalentes de la tradición intelectual y estética desarrolladas en el Sur Global. Más bien, lo que necesitamos es un método histórico del arte que se adecue al juego de apropiación y contrapropiación que Roberto Schwarz describe con respecto a Brasil, como una dinámica en la que “el sello ubicuo de la ‘inautenticidad’ llegó a ser visto como la parte más auténtica del drama nacional, la marca misma de su identidad”.47 Estas dinámicas de apropiación y contrapropiación, de tradición y deuda, son una estructura global ubicua, pero están autorizadas de manera distinta en diferentes partes del mundo. Por autorización, no pretendo sugerir la reinscripción de la primacía del artista individual como autor, sino más bien el embargo situacional y provisional de una cantidad de significado como legítimamente propio. Una historia responsable del arte contemporáneo global debe describir cómo los reclamos históricos específicos, las tácticas de poder y los procedimientos estéticos están en juego en iteraciones locales particulares de apropiación y contrapropiación. En el próximo capítulo describiré tres genealogías distintas del modernismo que se desarrollaron en paralelo o en oposición a las dominantes en Occidente, y consideraré cómo estas tres genealogías modernas, así como el canon occidental, están sincronizadas en y por el arte contemporáneo.

Tradición y deuda

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