Читать книгу Tradición y deuda - David Joselit - Страница 7
ОглавлениеIntroducción
Tradición y deuda propone una teoría de la globalización fundada en el arte visual. Demostraré que la globalización del arte tiene el potencial de corregir la desposesión cultural que el modernismo occidental ha ejercido en el Sur Global. Tanto el imperialismo como la esclavitud –dos de las formas principales de acumulación de capital durante el siglo XIX– sostuvieron la inferioridad de las culturas no occidentales como justificación para la apropiación de la tierra, el trabajo y la libertad personal de sus pueblos. Si bien el arte no occidental fue denigrado y suprimido en sus lugares de origen, a su vez, el modernismo europeo se apropió de él otorgándole la posición subordinada de “primitivismo” o “exotismo”, o lo coleccionó cual inoperantes reliquias antropológicas en los museos de historia natural o enciclopédica de las metrópolis europeas o norteamericanas. El arte contemporáneo global le ha hecho frente a esta historia de desposesión en su contrapropiación de la tradición cultural como recurso contemporáneo. El término tradición (2) puede parecer discordante en este contexto ya que, históricamente, su aplicación a las culturas no occidentales ha sido generalmente cómplice de la desposesión en lugar de combatirla. Si bien el modernismo europeo reivindicaba la libertad respecto del lastre de la tradición, relegaba el arte no occidental a una forma de la tradición que carecía de dinamismo y relevancia contemporáneos, excepto como ocasional inspiración para sus propias innovaciones. Al afirmar la modernidad europea como universal –y por lo tanto, como algo que no está ligado a ninguna tradición en particular (a pesar de que numerosos movimientos modernistas como el cubismo estaban profunda y conscientemente arraigados en la historia “local” de la pintura europea posrenacentista)–, Occidente se atrevió a considerar todas las demás expresiones de la modernidad como deudoras o epigonales. Tal endeudamiento no sólo sustentó instituciones modernas como la dupla imperialismo y esclavitud –al postular a los pueblos dominados como no completamente humanos y, en consecuencia, en deuda con sus gobernantes o amos en cuanto al acceso a la modernidad–, sino que además continúa caracterizando las técnicas neoliberales (o neoimperiales) de gobierno por medio de la deuda, mediante préstamos de agencias financieras internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. En mi uso del término, tradición denota cualquier tipo de herencia cultural transmitida en cualquier lugar y por consiguiente abarca tanto las prácticas ostensiblemente “tradicionales”, por ejemplo la pintura letrada con tinta en China, como las “modernas”, por ejemplo el op art en Euroamérica. Los pensadores nacionales y poscoloniales, para quienes la tradición es y ha sido siempre un recurso vivo, han criticado rotundamente la presunción eurocéntrica de que la tradición está dormida y felizmente guardada en el pasado y, por lo tanto, constituye la antítesis de la modernidad. En el presente libro, me baso en estas ideas para sostener que la respuesta estética –y, muchas veces, la respuesta económica– al eurocentrismo en condiciones de globalización ha sido una reactivación de la tradición como recurso para inventar genealogías alternativas al modernismo y diversas experiencias de la contemporaneidad.
Para la globalización es fundamental, entonces, una recalibración cultural con grandes efectos: Occidente “recupera” su tradición como un conjunto de tradiciones particulares más que universales y, a su vez, el Sur Global reafirma sus tradiciones dinámicas como contemporáneas. El arte contemporáneo global constituye el espacio clave de esta recalibración y, por lo tanto, según Boaventura de Sousa Santos, es un campo en el cual puede exigirse “justicia epistemológica”,1 entendida como compromiso y respeto por una cantidad de formas de conocer y experimentar el mundo. Como argumentaré más adelante, el carácter inalienable de la tradición –en tanto herencia de un grupo, pueblo, nación o región, más que como propiedad privada de un individuo– también funciona como un importante recurso económico en las condiciones de la globalización, donde los valores de autenticidad son siempre escasos y, por lo tanto, más valiosos. En este sentido, la capacidad de la tradición como una herencia con la que compensar la deuda no es simplemente metafórica, sino un hecho corroborado por la participación mundial del arte contemporáneo en el desarrollo económico. Por eso, este libro no omite la consideración de la economía y la política, sino que desarrolla su análisis a partir de una exploración de la agencia del arte en el interior de su propia dinámica –como una forma especial de conocimiento y también como un recurso para el desarrollo–, en lugar de pensarlo como una representación de segundo orden. La política del arte que postulo no se funda en el tipo de crítica solipsista que gran parte de la historia del arte contemporáneo occidental celebra, sino más bien en la potencia del arte para corregir la desposesión cultural mediante la revalorización de formas de conocimiento hasta ahora marginadas en Occidente.
La mayoría de los estudios sobre arte contemporáneo global adopta una de dos formas: el análisis en profundidad de las naciones o regiones del Sur Global, cuyas prácticas particulares de la modernidad se han pasado por alto; o el panorama general, cuyo multiculturalismo anodino ensambla arte de todo el mundo sin conocer demasiado sobre ninguno, y mucho menos corregir las historias de conquista y desposesión que preceden a su aparición en la contemporaneidad. Pese a lo importantes que son los primeros (y esenciales para mi argumentación en este libro), estas nuevas narrativas nacionales o regionales habitualmente se desarrollan en gran medida fuera de un marco global comparativo. Por el contrario, los panoramas de arte contemporáneo global simulan una forma de diversidad etnogeográfica casi totalmente divorciada de las historias locales.2 Es la tipología de las exposiciones bienales, con su tradición de pabellones nacionales a los que se suman muestras diversas y generalmente panorámicas, la que ha consolidado estos dos formatos dominantes para analizar el arte contemporáneo global.3 A pesar de sus indudables buenas intenciones, estas exposiciones separan a los artistas de su tradición a partir de una forma superficial de representación multicultural –o tokenismo– que no hace justicia a sus historias estéticas. En este libro, sostengo que la tradición se revela como un recurso para exigir justicia epistemológica, porque al volverse contemporánea, la tradición requiere ser adjudicada a varias epistemologías, narrativas e incluso ontologías mundiales diferentes y, a menudo, contradictorias.
Si bien creo que la reanimación de la tradición puede ser una herramienta progresista para reclamar justicia en un mundo poscolonial y post-Guerra Fría, es innegable que en el momento en que escribo –el final de la primera década del siglo XXI– hay reclamos sobre la tradición que se despliegan con fines profundamente autoritarios, a menudo al borde del fascismo. El surgimiento de nacionalismos o populismos étnicos o culturales en todo el mundo –incluidos, por supuesto, Europa y Estados Unidos– corrobora mi afirmación de que la miríada de formas de desposesión cultural llevada a cabo por el capitalismo liberal y el neoliberalismo global han desencadenado una reactivación mundial de la tradición. Sin embargo, contrariamente a lo que sostiene el prejuicio eurocéntrico y modernista, creo que, así como la democracia puede inclinarse hacia la inclusión radical y, a su vez, promover programas desastrosos de neoimperialismo militarista, del mismo modo no hay una política inherente a la reanimación de la tradición. En este libro, trazo un potencial progresista particular y un uso estético de la tradición, tal como la reformula lo que podría llamarse una “episteme curatorial”. Argumentaré que la curaduría abarca lo que en otro lugar he llamado la epistemología de la búsqueda: formas de conocimiento que se basan en el ordenamiento y la constitución de patrones algorítmicos de vastas acumulaciones de datos.4 Como forma de búsqueda humana o “a medida”, la curaduría se evoca ahora como un concepto organizativo que va mucho más allá de los recintos del arte y que nombra un principio de selección y puesta en valor de productos que van desde queso o vino hasta departamentos de lujo. Esa estética de la curaduría no sólo está muy extendida entre los artistas contemporáneos globales –cuyo trabajo va desde la agregación o reanimación de contenido apropiado hasta el giro archivístico generalizado en el arte contemporáneo–, sino que también abarca políticas culturales, como la fundación de nuevos museos a nivel mundial, destinados a distinguir localidades dentro de un mercado global competitivo. Quizás lo más importante es que una aproximación curatorial del conocimiento es particularmente adecuada para recalibrar la relación entre las diferentes formas de tradición mundial en su capacidad de unir objetos e imágenes muy diferentes sin colocarlos en una relación jerárquica fija.
Demostraré que la episteme curatorial surge a partir de tres fases superpuestas. Se inició durante la década de 1980 mediante un proceso de “desregulación de la imagen”, en el que los estándares eurocéntricos de valor, aplicados durante mucho tiempo al arte de diferentes regiones y registros estéticos –es decir, las bellas artes, la cultura de masas y las expresiones indígenas–, comenzaron a colapsar. La desestabilización de estas jerarquías creó posibilidades para que surgieran nuevos principios de combinación, lo que exigía la innovación curatorial. Coincidiendo con el fin de la Guerra Fría y las políticas financieras desreguladoras del neoliberalismo, la “desregulación de la imagen” también permitió la globalización de los mercados del arte, lo que aceleró aún más la mezcla de genealogías estéticas locales y regionales. En el capítulo 1, “Tradición y deuda”, analizo una variedad de formatos de exhibición y estrategias estéticas de pastiche o ensamblaje desarrollados a finales de los años ochenta y noventa. En Occidente, estos esfuerzos se llamaron “posmodernos”, mientras que en otros lugares a menudo se descartaron como “derivaciones”. Considero estos formatos como un lenguaje estético genuinamente global destinado a recalibrar jerarquías modernistas de larga data. Estas nuevas combinaciones requirieron nuevas formas de narrar las historias del arte, algo que abordo en el capítulo 2, titulado “Sincronización”. Aquí rastreo el modo en que los diferentes ordenamientos de las obras que constituyen el “arte contemporáneo global” deben entenderse como surgidos de tres genealogías modernas diferentes, que se desarrollan en oposición dialéctica con el modernismo euronorteamericano. Las categorizo así: lo moderno poscolonial (típico de zonas que vivieron el asentamiento colonial, como áfrica, donde los artistas se distanciaban de las tradiciones indígenas y, a su vez, resultaban excluidos de la formación europea), el realismo socialista (típico de China y la Unión Soviética, por ejemplo, donde el modernismo significó el desarrollo de un nuevo modo de recepción de masas, más que la innovación formal, característica del modernismo europeo) y el under (en regiones como Latinoamérica y Europa del Este donde hubo una fuerte conexión con el modernismo europeo, cuyo acceso a un público más amplio resultó bloqueado por los gobiernos autoritarios). Sostengo que estas genealogías modernas, surgidas en diferentes lugares del mundo durante comienzos y mediados del siglo XX, están sincronizadas unas con otras, así como con el modernismo occidental, para producir lo que llamamos “arte contemporáneo global”. Considero tal sincronización un proceso marcadamente político –en oposición a la noción de contemporaneidad multicultural o de amable convivencia, en la que se imagina que las obras de diferentes lugares coexisten unas junto a otras en el entorno neutral del espacio blanco de la galería–. Tal como ocurre en la industria con la tercerización de una producción “flexible”, la sincronización de distintas formas globales de modernidad y modernismo puede ser algo violento y opresivo para muchos, así como económicamente provechoso e incluso potencialmente liberador para otros. De hecho, las formas globales de sincronización, en tanto mecanismo económico, han conducido a niveles inéditos de desigualdad de ingresos en los que el arte, en su papel de trofeo para los ultra ricos, participa inevitablemente. Tales sincronizaciones requieren nuevas narrativas históricas que van más allá de los modelos historicistas de sucesión de movimientos (o críticas) que todavía caracterizan a gran parte de la historia del arte occidental.
El capítulo 3, “Propiedades en disputa”, y el capítulo 4, “Culturas curadas”, describen el modo en que opera la episteme curatorial en dos registros diferentes: a nivel de la obra de arte individual y a nivel de la exhibición, fundamentalmente, en el contexto de los nuevos museos globales. En el capítulo 3, identifico una respuesta formal clave a las sincronizaciones a las que me refiero en el capítulo 2. Ideado como un polémico desafío a la naturaleza misma del arte europeo, el ready-made y su difusión y apropiación a finales del siglo XX definen la tarea fundamental del artista como un desplazamiento desde la invención de nuevos contenidos, hacia la selección de contenidos existentes –su curaduría–. En el capítulo 3, sostengo que tanto el ready-made como su apropiación se han liberado de los límites de la genealogía occidental para volverse una herramienta muy difundida en el arte contemporáneo global justamente porque visualiza cuestiones de justicia epistemológica. Al reencuadrar el ready-made y la apropiación de contenido, los artistas pueden proyectar afirmaciones epistemológicas múltiples e incluso contradictorias sobre los mismos bienes culturales: pueden reclamar la adjudicación de múltiples perspectivas cognitivas porque demuestran cómo un mismo objeto puede ocupar diversos marcos de referencia a la vez. Por ejemplo, en el Gran Desierto Arenoso los artistas aborígenes australianos han producido pinturas basadas en la “autoapropiación” de formas tradicionales del Dreaming [el Soñar] –historias que establecen vínculos con territorios ancestrales– que, simultáneamente, han funcionado como prueba de tenencia de la tierra en un tribunal legal y como imágenes abstractas contemporáneas en el contexto del museo cosmopolita. El capítulo 4º identifica una tensión política inherente a los actos curatoriales. Si, por un lado, James Clifford sostiene que “las ‘culturas’ son colecciones etnográficas”,5 el curador Gerardo Mosquera ha dicho que “el mundo está dividido prácticamente entre culturas curadoras y culturas curadas”.6 Como sugieren estas afirmaciones, el poder de la curaduría está íntimamente vinculado a cuestiones de soberanía cultural. El surgimiento de nuevos museos en todo el mundo durante el período de globalización tiene, en consecuencia, un doble filo: estas instituciones pueden funcionar para la decolonización y encarnar, simultáneamente, formas neoliberales de competencia entre áreas locales para atraer mano de obra calificada e inversión de capital mediante la construcción de un perfil cultural atractivo. Sostendré que uno de los proyectos políticos más urgentes de la globalización del arte es reclamar el derecho y la capacidad de curar culturas.
En el capítulo final, “Ciudadanos de la información”, transpongo la cuestión de la curaduría a la de los archivos (o colecciones) de textos e imágenes en la medida en que son ensamblados, exhibidos y atesorados como información por los artistas contemporáneos de todo el mundo. En la era digital, que grosso modo se corresponde con el surgimiento de la globalización, el encuadre de los datos en tanto información –lo que incluye la generación de perfiles personales, ya sea a través de la vigilancia o de manera voluntaria, por medio de las redes sociales– es lo que caracteriza a los sujetos políticos. Sostengo que el arte contemporáneo global tiene la capacidad de visualizar actos de encuadre estético y político que constituyen la cara pública de los individuos contemporáneos (como perfiles informacionales) y la representación de hechos históricos. Volviendo a las cuestiones de justicia, sostengo que los perfiles pueden transformarse en ciudadanos de la información a través de actos de recepción crítica cuya atención a la “curaduría” de datos en tanto información se convierte en un deber cívico fundamental. En mi opinión, entonces, si bien la episteme curatorial implica, sin lugar a duda, la increíble proliferación de bienales a partir de la década de los noventa (una forma que descarté anteriormente como multiculturalismo anodino), su potencial progresista radica en la capacidad de los actos de selección o encuadre o curaduría para volverse herramientas con las que recalibrar las jerarquías epistemológicas. En este sentido, el arte contemporáneo global puede hacer una contribución genuina a los proyectos de decolonización y antiimperialismo.
Espero que Tradición y deuda funcione como ese acto de recepción crítico. Aunque es un libro sobre la globalización, está inevitablemente enraizado en cierta localidad: el siglo XXI en Nueva York, un centro fundamental para la producción, comercialización e interpretación del arte occidental, en suma, un centro para su canonización. Y yo soy un investigador formado en su historia. Estas condiciones y límites enmarcan, a fin de cuentas, lo que soy capaz de entender y teorizar con respecto al amplio tema del arte contemporáneo global. Este libro ofrece un modelo desde un lugar y un momento particular y su autor es completamente consciente de que puede –y debe– considerarse como un modelo posible, entre muchos otros.
2 El término heritage presente en el título se traduce de manera literal como herencia: es lo que un individuo o un grupo recibe como legado de otra persona u otra generación. También puede traducirse como patrimonio en la medida en que constituye, además, un acervo o colección de objetos con valor simbólico y económico. Finalmente, la palabra tradición está más alejada de la dimensión económica y objetual que tienen los términos anteriores pero es la más utilizada para referirnos a valores culturales y estéticos, autores y lecturas, recibidos y transmisibles, compartidos por un colectivo (un pueblo, grupo, nación). Si bien se eligió este último término para el título, los otros también se utilizan a lo largo del libro como traducción de heritage [N. de la T.].