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Capítulo 3
ОглавлениеElizabeth Castillo
Al acabar la jornada también había terminado con las primeras actividades que me había encargado mi jefe. Estaba maravillada con esos ejemplares.
Pero también con él, no podía negarlo, era brillante, carismático y elocuente. Aunque, era una locura pensarlo como una mujer. Lo había conocido tarde y según lo que sabía del amor, para ese entonces, cuando el corazón encuentra dueña es imposible disuadirlo.
No debía hacerme ideas absurdas con él, ni mucho menos permitir que mi admiración me hiciera confundir nuestra relación laboral. Debía centrarme en mi crecimiento y en demostrar que podía ser una buena escritora, no podía perder el enfoque. Pero, ¿cómo le iba a hacer? Si no dejaba de mirarlo cada que tenía oportunidad y eso que no llevábamos ni veinticuatro horas juntos.
—Elizabeth, Camelia llevará los folders al departamento de edición. Puedes dejarlo sobre el escritorio e ir a tu casa. Mañana te espero a las ocho —anunció, desde el sofá derecho.
—Eh… sí, está bien, así será, licenciado.
—¿Pasa algo? —Preguntó al detectar mi mirada inquieta.
—No, bueno, sí, quiero decirle que me siento feliz de este día. No fue un error solicitar el puesto. Por cierto, le garantizo que estos ejemplares serán un éxito, los autores son increíbles.
—Gracias por las adulaciones, espero que así sea.
—Ya le dije cómo funciona la vida, usted debe atraer todo lo bueno: Ley de atracción.
—Tu forma de pensar es curiosa, ¿quieres que te lleve a casa? —Preguntó, al tiempo que se levantó.
—Tiene un compromiso con su esposa, no puede llegar tarde.
—Lo había olvidado —confesó rascando su cabeza.
—¿Tan pronto?
—El trabajo que tenemos es abrumador, es por eso que necesito una asistente porque los pendientes se me olvidan.
—Aquí estoy para salvarle el día —bromeé—, y gracias por el ofrecimiento, pero tengo auto, nos vemos mañana. Pásela bien en su cena.
Recogí mi cartera del perchero y abandoné la oficina ante su mirada. Me despedí de Camelia una vez estuve en la recepción; no había tenido tiempo de conversar con ella, pero algo me decía que seríamos buenas amigas.
Caminé hacia el estacionamiento con la mirada fija en mi teléfono. Tenía varios mensajes de mis compañeros de la universidad y procuré responderlos antes de subir al auto.
Encendí la radio, al son de una alegre melodía manejé hacia mi casa. Podía imaginarme la cara de mi familia, cuando les dijera que había conseguido el puesto y no era gracias a mi apellido.
—Justo te iba a llamar. ¿Cómo te fue con Rivers? —Preguntó mi papá, al verme cruzar la entrada. Parecía interesado en lo que pudiera decirle.
—¡Soy su asistente! —Confirmé con emoción.
—Espero que no se te olvide lo que hablamos, el día que te gradúes te quiero en la empresa —recalcó, con un beso en mi frente de saludo.
—Sí, papá, créeme que lo tengo presente.
Posó su mano en mi hombro y me miró con orgullo. Recordé la tarde en la que le dije de mis planes. Era de valientes contradecirlo y rara vez cambiaba de opinión. Pero no estaba en mis planes perder esa batalla, aunque fue mamá la que logró que aceptara mi propuesta… a regañadientes. Correspondí a su sonrisa con un ligero ladeo de cabeza, tenía la esperanza de que mi tiempo en la editorial bastara para convencerlo de que mi decisión no era otro de mis caprichos.
—Saldré con Patricia a una cena de negocios —aviso ante el silencio que se había formado—, Tania está arriba. Ustedes decidan si quieren cenar aquí o piden algo para comer.
Asentí para después lanzarle un beso e ir a saludar a mamá, quería contarle de mi primer día; luego de asesorarla con su peinado dejé que terminara de arreglarse y fui en busca de Tany.
—¿Qué tal las compras con Majo? —Pregunté apoyándome en el marco de su puerta.
—Vacié todas las tiendas —contestó con inocencia—, ¿cómo te fue en la editorial? Quiero detalles de la flamante escritora.
—Pues tengo el trabajo y leí unos posibles éxitos literarios.
—¡Conociste a Rivers! —Se levantó de la silla y se acercó a mí—. ¿Cómo es? ¿Cumplió tus expectativas?
Afirmé y ella se abalanzó hacia mi cuerpo con euforia, me haló hacia su cama con una risa escandalosa.
—Quiero saber todo, odio cuando me cuentas las cosas a media.
—Tiene treinta y siete años, está casado y tiene un hijo casi de mi edad. Es relajado como jefe y tiene un aire de picardía, pero al mismo tiempo muy formal. Es… es perfecto.
—Elizabeth Castillo, ¿te gusta tu jefe? Pensé que era un amor de mentira.
—¿¡Qué dices!? Lo admiro como profesional, nada más. Además, es mi jefe, lo acabas de decir.
—Le puedes mentir al mundo entero, pero a mí no, conocerlo alborotó tus hormonas —afirmó con orgullo.
—Mejor dime si me compraste algo, no quiero tener esta conversación contigo, es absurda.
Enarcó las cejas en medio de una sonrisa burlona. Pero sabía cuándo guardar silencio. Se levantó de la cama y corrió a su armario, de una bolsa transparente sacó un vestido verde y lo sujetó contra su cuerpo confesando que era mío.
—Tu gusto nunca decepciona, gracias por los detalles.
—De nada, lo mejor para mi hermana terca y loca.
—Te quiero.
Caminé hacia ella y le di un abrazo.
—Y yo, al menos la mayoría del tiempo. Por cierto, llamó la abuela y dijo que el abuelo se encuentra en perfectas condiciones. ¿Te imaginas lo que diría si se entera del trabajo?
—De seguro dejaría Irlanda y se vendría con nosotras a tratar de persuadirme, pero tú no le vas a decir. —La señalé con el dedo índice y le arrebaté el vestido de las manos—. Mañana madrugo, me voy a dormir.
—Me quedaré un rato en la computadora. Dulces sueños con tu jefe. Espero no te quedes dormida.
Salí del cuarto y caminé hacia el mío con una sonrisa pícara, mi hermana sabia como subirme el ánimo y matar la soledad, que a veces me invadía, más si mi mejor amiga estaba del otro lado de país. Yo no era de estar en casa y si pasaba mucho tiempo en ella me aburría. Pero no podía hacer más. Era el precio a pagar si quería que mis papás me tomaran en serio.
Dejé el vestido sobre el armador de la puerta y me tumbé sobre la cama. Sentir el frío de las sábanas fue relajante, que casi hasta me quedo dormida; antes de apagar las luces revisé mi teléfono, sonreí como una ilusa al leer una notificación de Facebook en mi pantalla de inicio.
Esteban Rivers me había enviado una solicitud de amistad. La acepté sin vacilaciones y esa fue la excusa para desvelarme, entre sus fotografías y estados altruistas.
—Buenos días, Camelia, ¿ya está aquí el licenciado Rivers?
—Hola, Elizabeth, él aún no llega, pero supongo que no tardará en hacerlo.
—Estaré en la oficina, una pregunta, ¿se enviaron los ejemplares al departamento de edición?
—Sí, de hecho, hoy los diseñadores empezarán con los posibles bocetos para las primeras impresiones.
Levanté las cejas con entusiasmo al mismo tiempo que una sonrisa fina se dibujó en mi rostro. Me despedí con un ademán de dedos y caminé hacia la oficina de mi jefe, cerré la puerta cuando estuve en ella. Recordé el día anterior y otra sonrisa se escapó de mis labios. Ese espacio se sentía personal y yo me sentía parte de esa privacidad, era como una conexión.
Rodeé su escritorio y mis manos dibujaron círculos sobre la superficie. Estuve tentada a sentarme en su puesto, pero sería loco. Podría aparecer y no tendría justificación. Me fijé en la fotografía de la izquierda, era él con familia: feliz y orgulloso. Escuché la voz recriminatoria de mi conciencia y corrí a mi puesto. Tenía que trabajar y no darles riendas sueltas a ilusiones absurdas.
—Hola, buenos días.
El saludo vino desde la puerta entreabierta por lo que mi mirada se detuvo en ella.
—Adelante.
—Disculpa, ¿tú debes ser Elizabeth?
Asentí de inmediato a la mujer delgada, que me miraba desde la entrada de la oficina. Sabía quién era. Había visto sus fotografías la noche anterior.
—Sí, un gusto. ¿En qué la puedo ayudar?
—A mí no, más bien a mi esposo. —Caminó hacia el escritorio retumbando sus tacones y extendió su mano pálida—: Soy Clara Prout de Rivers, es un placer conocerte.
—Encantada, señora Prout. ¿Qué necesita su esposo?
—Dijo que quería copia de los ejemplares que llegaron ayer en la mañana. Se le presentó un inconveniente y no podrá venir por ellos.
—Por supuesto, déjeme y los reviso.
Rodeé mi espacio de trabajo ante su sonrisa jovial y caminé hacia mi destino con un leve nerviosismo. Tomé lo que me había pedido y se lo entregué a los segundos.
—Eres simpática, mi esposo me comentó que también eres eficiente. Uno de estos días deberías ir a mi casa. ¿Sabías que somos amigos de tus padres?
—Sí, gracias, tendré en cuenta su invitación, señora.
—Llámame Clara, no tengo inconveniente con las buenas costumbres. Yo también tengo un hijo joven, de seguro se llevarían bien. Concretaré con mi esposo los detalles de tu visita, cuídate.
Cerró la puerta de la oficina y yo me quedé con una sensación extraña dentro de mí ser. Clara Prout de Rivers era el prototipo de las mujeres presuntuosas de su matrimonio —o al menos lo parecía—, y yo no tenía el derecho de sentir gusto por su esposo. No me habían educado para eso.