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Capítulo 2

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HASTA que Carol no habló, no sabía lo mucho que deseaba que Steve pasara el día de Navidad con ella, y no por las razones que había tramado. Echaba de menos a Steve. Había sido amigo y amante, y ahora no era nada; el sentimiento de pérdida era abrumador.

Él siguió observándola, y el arrepentimiento pudo verse en su cara. El éxito de su plan dependía de su respuesta, así que esperó, casi temiendo respirar.

—Carol, escucha… —Steve hizo una pausa y se pasó la mano por la nuca.

Carol lo conocía bien y sabía que estaba recomponiendo sus pensamientos cuidadosamente. También sabía que iba a rechazarla. Lo sabía sin necesidad de decirlo en voz alta. Se tragó el dolor, aunque no pudo evitar que sus ojos se agrandaran a causa de esa sensación. Cuando Steve se había presentado con los papeles del divorcio, Carol se había prometido a sí misma que nunca le daría el poder para herirla de nuevo. Y, sin embargo, allí estaba, entregándole el cuchillo y exponiendo su alma.

Sentía cómo el corazón le latía con fuerza en el pecho y trató de controlar sus emociones.

—¿Es tanto pedir? —susurró ella.

—Tengo que trabajar.

—En Navidad… —no estaba preparada para aquello, no figuraba en sus planes. En otras palabras, la excusa de la Navidad no iba a funcionar. Su estrategia fracasaría y acabaría pasando el día sola.

—Lo haría si pudiera —dijo Steve de tal manera que supo que decía la verdad. De algún modo, Carol se sintió menos decepcionada por ello.

—Gracias —dijo ella tocándole la mano. Sorprendentemente, él no la apartó, lo cual volvió a darle esperanzas.

El silencio se hizo entre ellos. Había habido un tiempo en que parecía que tenían mil cosas que decirse, pero ya no quedaba nada.

—Supongo que será mejor que regrese —dijo Steve.

—Sí, y yo también —añadió ella alegremente, quizá demasiado alegremente—. Me alegro de haber vuelto a verte. Tienes buen aspecto.

—Tú también —Steve dio un par de pasos hacia atrás, pero no se dio la vuelta. Tragándose la decepción que sentía, Carol sacó del bolso las llaves del coche y se dio la vuelta para subir a su Honda. Entonces se dio cuenta. Si no era el día de Navidad, entonces…

—Steve —dijo girándose.

—Carol —dijo él en ese mismo momento.

Los dos se rieron, y aquel sonido pareció extraño entre ellos.

—Tú primero —dijo él con una sonrisa.

—¿Qué hay de la Nochebuena?

—Yo estaba pensando lo mismo.

Carol dejó que la excitación burbujeara en su interior, como el gas en una soda. Una sonrisa asomó a sus labios al darse cuenta de que no se había perdido nada y que aún quedaba mucho por ganar. En la distancia, Carol estaba segura de poder escuchar las notas de una nana de Brahms.

—¿Podrías venir lo suficientemente pronto para la cena?

—¿A las seis?

—Perfecto. Estoy impaciente.

—Yo también.

Entonces Steve se dio la vuelta y se alejó de ella, y Carol tuvo que controlarse para no comenzar a hacer una danza de guerra alrededor del coche. En vez de eso, se frotó las manos como si la fricción pudiera disminuir parte de la excitación que sentía. Steve no tenía ni idea de lo memorable que sería esa noche. ¡Ni idea!

—Tu humor ha mejorado últimamente —le comentó Lindy a Steve cuando éste entró en la cocina silbando un villancico navideño.

—¿Mi humor? —preguntó Steve deteniéndose en seco.

—Llevas toda la semana muy vivaz.

Steve se encogió de hombros con la esperanza de que ese gesto disimulara su actitud alegre.

—Será la época.

—Supongo que no tendrá nada que ver con tu encuentro con Carol.

Su hermana lo miró con escepticismo, buscando confidencias, pero Steve no iba a dárselas. La cena con su ex mujer era sólo el encuentro de dos personas solitarias luchando por sobrellevar las fiestas. Nada más y nada menos. A pesar de desear que Carol negara que estuviera saliendo con Todd, ella no había dicho nada. Steve interpretó su negativa a hablar del otro hombre como una admisión de culpa. Ese bastardo la había dejado sola en Navidad durante dos años consecutivos.

Si Lindy tenía razón y su humor había mejorado, sería simplemente porque iba a pasar la velada lejos de su hermana y de Rush; los recién casados podrían pasar su primera Nochebuena solos sin una tercera persona incordiando.

Steve alcanzó su abrigo y Lindy se dio la vuelta mirándolo con sorpresa.

—Te marchas.

Steve asintió mientras se abrochaba los botones de la chaqueta de lana.

—Pero… si es Nochebuena.

—Lo sé —dijo golpeando suavemente la caja de bombones que llevaba bajo el brazo y levantando la flor de pascua que había comprado por impulso aquel día.

—¿Adónde vas?

A Steve le hubiera gustado decir que iba a casa de una amiga, pero eso no sería cierto. No sabía cómo clasificar su relación con Carol. No era una amiga. No era una amante. Más que una conocida, menos que una esposa.

—Vas a casa de Carol, ¿verdad? —insistió Lindy.

Lo último que Steve quería era que su hermana se hiciese una idea equivocada sobre su velada con Carol, porque eso era lo que iba a ser.

—No es lo que piensas.

Lindy levantó las manos fingiendo estar consternada.

—No pienso nada, salvo que me alegra verte sonreír de nuevo.

—Bueno, pues no veas cosas donde no las hay.

—¿Vais a hablar? —preguntó Lindy.

—Vamos a cenar, no a hablar —explicó Steve—. Ya no tenemos nada en común. Probablemente estaré en casa antes de las diez.

—Lo que tú digas —contestó Lindy con una sonrisa—. Pásalo bien.

Steve decidió no contestar a eso y abandonó el apartamento, pero, tan pronto como estuvo fuera, se dio cuenta de que estaba silbando de nuevo y se detuvo de golpe.

Carol metió el CD en la minicadena y la música navideña comenzó a sonar por toda la casa. En el horno había un pequeño pavo relleno. Dos pasteles estaban enfriándose sobre la encimera de la cocina. Uno era de calabaza, para Steve, y el otro de carne picada, para ella. Además, en el frigorífico había un pastel de boniato y pacanas.

Carol eligió un vestido de seda rojo que se ajustaba a su piel. Se había puesto maquillaje y algo de perfume, aunque de manera sutil. Todo estaba listo.

Bueno, casi todo.

Steve y ella eran dos personas diferentes, y no había más vueltas que darle al tema. Arrepentirse del pasado era una futilidad, y, aun así, Carol llevaba varios días dándose cuenta de que el divorcio había sido un error. Un gran error. Todas las emociones que había conseguido enterrar durante el último año habían salido a la superficie desde su reunión con Steve, y no podía recordar un momento en que se hubiera sentido más confusa.

Deseaba tener un hijo, y estaba utilizando a su ex marido. Más de una vez a lo largo de la semana, se había visto obligada a enfrentarse a su sentimiento de culpa. Pero ya no había marcha atrás. Sería imposible volver a tener lo que había existido entre ellos antes del divorcio. No habría reconciliación. Pero más que con el pasado, a Carol le costaba enfrentarse con el presente. No podían verse sin que saltaran chispas, y eso hacía que todo fuera más difícil. Los dos eran demasiado testarudos, demasiado temperamentales, demasiado obstinados.

Y eso les estaba arruinando la vida.

Carol sentía que no podían retroceder, pero tampoco podían avanzar. La idea de seducir a Steve y quedarse embarazada había sido completamente egoísta al principio. Deseaba un bebé y consideraba que Steve era el mejor candidato… el único candidato. Después de su encuentro en el restaurante, Carol sabía que la elección del padre del bebé era algo más que práctica. Una parte de ella seguía queriendo a Steve, y probablemente siempre lo haría. Deseaba tener un hijo suyo porque era la única parte de él que sería capaz de tener.

Todo dependía del desenlace de aquella cena. Carol se llevó las manos al estómago y deseó en silencio ser fértil. En la última hora se había tomado la temperatura dos veces, rezando para que su cuerpo jugara su papel en ese plan maestro. Su temperatura era ligeramente alta, pero podría ser debido a la sensación de calor que la invadía cada vez que pensaba en volver a compartir una cama con Steve. O podrían ser simplemente nervios.

Llevaba todo el día sintiéndose ansiosa e inquieta. Estaba convencida de que Steve la miraría y sabría que quería que se quedara a pasar la noche. La clave de su plan era que Steve pensara que la idea del sexo fuera de él. Una y otra vez, sus planes para esa noche daban vueltas en su cabeza, como si fueran las aspas de un molino de viento agitando el aire.

Sonó el timbre, Carol tomó aire y forzó una sonrisa antes de atravesar la sala y abrir la puerta.

—Feliz Navidad —dijo ella suavemente.

Steve le entregó la flor de pascua como si tuviese ganas de deshacerse de ella. No la miró a los ojos. De hecho, parecía estar evitando mirarla, lo cual complacía a Carol, pues sabía que el vestido rojo estaba teniendo el efecto que deseaba.

—Muchas gracias por la planta —dijo ella colocándola en la mesa del café—. No era necesario.

—Recordé que solías comprar tres o cuatro plantas de éstas cada año, así que pensé que por una más, no pasaría nada.

—Muy considerado por tu parte, muchas gracias —dio ella estirando la mano para recoger su abrigo.

Steve colocó un pequeño paquete bajo el árbol y la miró.

—Son Frangos —explicó—. Supongo que seguirán siendo tus bombones favoritos.

—Sí. Yo también tengo algo para ti.

Steve se quitó la chaqueta y se la dio.

—No espero regalos de ti. He comprado la planta y los bombones porque quería contribuir con algo a la cena.

—Mi regalo es una tontería, Steve.

—Pues entonces guárdalo para otra persona, ¿de acuerdo?

Carol estuvo a punto de perder los nervios, pero consiguió contenerse. Su sonrisa era un poco más forzada cuando terminó de colgar su chaqueta en el perchero de la entrada y se dio la vuelta, pero esperaba que Steve no se hubiera dado cuenta.

—¿Te apetece un ponche caliente antes de la cena? —preguntó ella.

—Suena bien.

Steve la siguió hasta la cocina y bajó la botella de ron del armario mientras ella ponía agua a hervir.

—¿Cuándo te cortaste el pelo? —preguntó él.

—Hace algunos meses.

—Me gustaba más cuando lo llevabas más largo.

Apretando los dientes, Carol consiguió no decirle que se cortaba el pelo para ella, y no para él.

Steve vio el brillo de irritación en los ojos de su ex mujer y se sintió un poco mejor. El comentario sobre su pelo no era lo que ella quería oír; seguramente esperaba que le dijera lo guapa que estaba. El problema era que no había sido capaz de quitarle los ojos de encima a Carol desde que había entrado a la casa. El causante era un mechón de pelo rubio que se le movía cada vez que se giraba. No había sido capaz de ver más allá de ese mechón rizado. Ni tampoco podía dejar de mirarle los labios ni la curva de la barbilla, ni el azul de sus ojos. Al reencontrarse con ella en Denny’s la otra tarde, él se había mostrado a la defensiva, esperando a que Carol soltara la bomba. Pero ya había bajado todas sus barreras defensivas. Querría haber culpado de ello a las fiestas navideñas, pero se daba cuenta de que era algo más que eso, y lo que vio le dio razones para echarse a temblar. Carol era tan sensual y atractiva como siempre lo había sido. Quizá incluso más.

Él ya sabía lo que iba a ocurrir. Pasarían la mitad de la velada hablando y tratando de encontrar algo en lo que estuvieran de acuerdo. Pero ya no había nada en lo que pudieran estar de acuerdo. Esa noche era una noche fuera de lugar y, cuando terminaran, volverían los dos a sus respectivas vidas.

Cuando Carol terminó de preparar las bebidas, regresaron al salón y hablaron. El alcohol parecía aliviar parte de la tensión. Steve llenó el silencio con detalles de lo que había ocurrido en la vida de Lindy y con su trabajo.

—Veo que te ha ido bien —admitió Carol.

Steve no le preguntó por su carrera porque eso implicaría preguntarle por Todd, y ese hombre era un tema que se había jurado no sacar. Carol tampoco dio información al respecto. Sabría que no debía.

Media hora después, Steve la ayudó a llevar la cena a la mesa.

—Debes de haber estado cocinando todo el día.

—Me ha dado algo que hacer —dijo ella sonriendo.

La mesa estaba repleta de pavo, patatas, salsa, relleno, brócoli, boniatos y ensalada de fruta.

Carol le pidió que encendiera las velas y, cuando Steve lo hizo, los dos se sentaron a cenar. Sentado frente a ella al otro lado de la mesa, Steve se encontró a sí mismo ensimismado por su boca mientras comía. Trató de recordar con todas sus fuerzas las razones por las que se había divorciado de Carol. Pero era cautivadora. Sus manos se movían alegremente, levantando el tenedor del plato y llevándoselo a la boca con movimientos elegantes. Steve no debería disfrutar tanto de mirarla, y se dio cuenta de que pagaría el precio más tarde, cuando regresara al apartamento y la soledad se apoderara de él una vez más.

Cuando hubo terminado de cenar, se recostó en la silla y se colocó las manos sobre el estómago.

—No recuerdo una cena tan buena en mi vida.

—Hay pastel…

—Ahora no —dijo él negando con la cabeza—. Estoy demasiado lleno como para dar otro bocado. Quizá más tarde.

—¿Café?

—Por favor.

Carol llevó los platos al fregadero, guardó los restos en el frigorífico y regresó con la cafetera. Llenó las tazas, regresó a la cocina y luego volvió a sentarse frente a él. Apoyó los codos en la mesa y sonrió.

A pesar de sus intenciones durante la cena, Steve no había sido capaz de quitarle los ojos de encima. El modo en que estaba sentada, echada hacia delante, con los codos sobre la mesa, hacía que sus pechos se juntaran, rellenando el más que generoso escote del vestido. Habría jurado que no llevaba sujetador. Carol tenía unos pechos fantásticos y Steve lo observó, cautivado por el modo en que sus pezones sobresalían bajo la seda. Parecían señalarlo directamente, como invitándolo a saborearlos. Contra su voluntad, su ingle comenzó a palpitar hasta colmarlo de deseo. Desconcertado, miró la taza de café. Con manos temblorosas, dio un sorbo y estuvo a punto de abrasarse la boca.

—Ha sido una cena excelente —repitió tras un momento de silencio.

—No te arrepientes de haber venido, ¿verdad? —preguntó ella inesperadamente y sin dejar de mirarlo. Aquella mirada intensa demandaba toda la atención de Steve. Su piel era pálida y cremosa a la luz de las velas, sus ojos grandes e inquisitivos, como si la respuesta a la pregunta fuera de vital importancia.

—No —admitió Steve—. Me alegro de estar aquí.

Su respuesta la complació y Carol sonrió, haciendo que Steve se preguntara cómo había podido dudar de ella. Sabía lo que había hecho, sabía que había destruido su matrimonio adrede, y, en aquel momento, no le importaba. La deseaba de nuevo. Deseaba abrazarla y sentir su cuerpo caliente. Quería meterse dentro de ella para que nunca volviera a desear a otro hombre mientras los dos vivieran.

—Te ayudaré con los platos —dijo él poniéndose en pie.

—Ya los lavaré más tarde —dijo Carol levantándose también—. Pero, si quieres hacer algo, podrías ayudarme con el árbol.

—¿El árbol?

—Sí, está a medio decorar. No alcanzo las ramas más altas. ¿Me ayudarías?

—Claro —dijo Steve, y habría jurado que Carol pareció aliviada, aunque no sabía por qué. A él le parecía que el árbol estaba perfecto. Había algunas partes sin adornos, pero nada importante.

Carol llevó una silla del comedor al salón y sacó una caja con adornos de debajo de una mesa.

—¿Haces punto? —preguntó Steve al ver el ovillo. A Carol debía de dársele fatal hacer punto, pero aun así enlazaba un proyecto tras otro y parecía ajena a la falta de talento. Había habido un tiempo en que podía bromear con ella al respecto, pero no sabía si apreciaría su ocurrencia en esos momentos.

Carol apartó la mirada como si temiera su comentario.

—No te preocupes, no voy a burlarme de ti —dijo Steve recordando la vez en que se había presentado orgullosa con un jersey que había hecho para él. La manga izquierda era diez centímetros más larga que la derecha. Él se lo había probado y, al verlo, Carol se había echado a llorar. Era uno de los pocos recuerdos que tenía de ella llorando.

Carol colocó la silla junto al árbol y levantó la pierna para subirse encima.

Steve la detuvo y dijo:

—Pensé que querías que eso lo hiciera yo.

—No. Necesito que me des los adornos y luego te apartes para ver cómo quedan.

—Carol, si yo colocara los adornos en el árbol, no necesitarías la silla.

—Prefiero hacerlo yo —dijo ella con un suspiro—. No te importa, ¿verdad?

Steve no sabía por qué estaba tan decidida a colgar ella los adornos, pero le daba igual.

—No, si quieres arriesgarte a partirte el cuello, tú misma.

Ella sonrió y se subió a la silla.

—De acuerdo, dame uno —dijo dirigiéndole una mirada por encima del hombro.

Steve le entregó una bombilla de cristal brillante y notó lo bien que Carol olía. A rosas y a otra fragancia que no lograba identificar. Carol estiró los brazos para alcanzar la rama más alta. El vestido se le subió unos diez centímetros, dejando ver la parte de atrás de sus muslos suaves y la curva de sus nalgas. Steve apretó los puños para evitar tocarla. Habría podido agarrarla y decir que tenía miedo de que se cayese de la silla. Pero, si dejaba que eso ocurriera, sus manos se deslizarían y pronto acabarían en sus nalgas. Cuando la tocara, Steve sabía que no podría parar. Apretó los dientes y tomó aire por la nariz. Tener a Carol ahí de pie era más de lo que un hombre podía resistir. En aquel punto, estaba dispuesto a utilizar cualquier excusa para estar cerca de ella una vez más.

Carol bajó los brazos y el vestido regresó a su sitio. Steve creyó estar a salvo de más tentaciones hasta que ella se dio la vuelta. Sus pechos firmes estaban apretados contra la seda del vestido, proporcionándole una vista clara de su forma redondeada. Si antes no estaba seguro sobre lo del sujetador, ya no le quedaba la menor duda. No llevaba.

—Ya estoy lista para el siguiente adorno —dijo ella.

Steve se giró y tomó otro adorno. Se lo dio e hizo todo lo posible para evitar mirarla a los pechos.

—¿Qué te parece ése? —preguntó Carol.

—Bien —contestó Steve.

—¿Steve?

—¿No crees que ya hay bastantes adornos?

Su tono áspero lo pilló tan por sorpresa a él como, evidentemente, a Carol.

—Sí, claro.

Sonaba decepcionada, pero no se podía hacer nada al respecto. Steve se colocó a su lado y le ofreció la mano para bajarse. Su pie debió de golpear una de las patas de la silla porque se movió hacia delante. Quizá fue algo que hizo ella, pero, fuera lo que fuera, hizo que la silla se tambaleara sobre la alfombra.

Con un pequeño grito, Carol levantó los brazos.

Gracias a sus años de entrenamiento en la Armada, los reflejos de Steve reaccionaron a tiempo y estiró las manos para agarrarla. La silla cayó al suelo, pero Steve agarró a Carol por la cintura, presionándola contra su torso. Los dos tenían la respiración agitada, y Steve suspiró aliviado al ver que no se había caído. Estuvo a punto de reprenderla, de decirle que era una tonta por no dejarle a él colocar los adornos. No podía ponerse en peligro por algo tan banal como un árbol de Navidad. Pero no consiguió que las palabras le salieran de la boca.

Sus miradas estaban a la misma altura. Los ojos de Carol lo miraban y decían su nombre con la misma claridad que si lo hubieran dicho en voz alta. Los pies de Carol estaban a unos centímetros del suelo y, aun así, Steve seguía sujetándola, incapaz de soltarla. El corazón le latía con fuerza mientras él levantaba un dedo y le tocaba el cuello sin dejar de mirarla. Quería dejarla sobre la alfombra, liberarlos a los dos de aquel abrazo invisible antes de que acabara con ellos, pero no encontraba la fuerza para soltarla.

Lentamente, ella se deslizó hacia abajo, haciendo que su falda se le subiera y, cuando aterrizó en el suelo, Steve se dio cuenta de que su abdomen estaba apretado con fuerza contra su ingle. Entonces las palpitaciones comenzaron de nuevo y tuvo que contener un gemido que amenazaba con escapar de lo más profundo de su pecho.

Deseaba besarla más de lo que había deseado nada en toda su vida, y sólo su gran fuerza de voluntad hizo que se controlara.

Carol ya lo había traicionado una vez. Steve había jurado que jamás volvería a permitir que lo utilizara, pero sus argumentos se hicieron cenizas, como la madera seca en medio de un incendio.

Le acarició los labios con el pulgar, como si aquella simple acción fuese suficiente para satisfacer a los dos. No fue así. Al contrario. Hizo que su deseo aumentara. El corazón le latía cada vez más rápido y, antes de poder evitarlo, le levantó la barbilla con el dedo y la besó.

Carol suspiró.

Steve gimió.

Ella se acomodó entre sus brazos y cerró los ojos. Steve la besó una segunda vez, invadiendo su boca con la lengua. Le tocó el pecho con la mano, acariciándole el pezón hasta que estuvo erecto. Carol gimió.

Necesitaba tocarle los pechos de nuevo. Tenía que experimentar aquella suavidad. Con un suspiro rasgado, condujo las manos por detrás de ella y le bajó la cremallera del vestido. Ella parecía tan ansiosa como él cuando le bajó la parte delantera del vestido, dejando ver su piel desnuda.

Carol le rodeó el cuello con los brazos mientras lo besaba y dejaba caer el peso contra su cuerpo. Steve pronto abandonó sus labios para explorar con su boca la curva de su cuello y, finalmente, sus pechos sonrosados. Su lengua húmeda comenzó a trazar círculos alrededor de los pezones hasta que Carol se estremeció, enredando los dedos en su pelo.

—Steve… oh, te he echado tanto de menos… —ella repitió las palabras una y otra vez, pero las palabras no se grababan en la mente de Steve. Cuando lo hicieron, se quedó de piedra. Quizá Carol lo hubiera echado de menos, pero no le había sido fiel. Aquel pensamiento hizo que se quedara totalmente quieto.

Carol debió de sentirlo también, porque dejó caer los brazos a los lados.

Steve la soltó de golpe y dio dos pasos hacia atrás.

—Esto no debería haber ocurrido —dijo él con voz áspera.

Carol lo miró, pero no dijo nada.

—Tengo que salir de aquí —añadió Steve.

Carol abrió mucho los ojos y negó con la cabeza.

—Carol, ya no estamos casados. Esto no debería estar ocurriendo.

—Lo sé —dijo ella mirando a la alfombra.

Steve se acercó al perchero y agarró su chaqueta. Era como si lo estuviera haciendo a cámara lenta, como si toda la fuerza de la gravedad del universo cayera sobre él.

—Gracias por la cena —dijo con la mano en el picaporte.

Carol asintió y, cuando Steve se dio la vuelta, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y que se estaba mordiendo el labio inferior para contenerlas. Tenía una mano cubriéndose los pechos desnudos.

—Carol…

Ella lo miró y estiró la mano.

—No te vayas —rogó—. Por favor, no me dejes. Te necesito tanto…

Un mar de nostalgia

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