Читать книгу Un mar de nostalgia - Debbie Macomber - Страница 9
Capítulo 3
ОглавлениеCAROL podía ver la batalla interna en los gestos de Steve. Se tragó las lágrimas y se negó a dejar de mirarlo a los ojos.
—Ya no estamos casados —repitió él con indecisión.
—No… no me importa —tragándose su orgullo, Carol dio un paso hacia él. Si Steve no se acercaba, entonces se acercaría ella. Le temblaban las rodillas, como si estuviera andando después de estar en cama durante largo tiempo.
—Carol…
Ella no se detuvo hasta estar frente a él. Entonces, lentamente, con infinito cuidado, quitó la mano de la parte delantera del vestido y permitió que sus pechos quedaran libres. Steve la miró como si acabase de dejar de respirar. Carol deslizó las manos por su pecho y se inclinó hacia él. Cuando sintió su erección contra el muslo, cerró los ojos para disimular la sensación de triunfo que corría por sus venas.
Steve se mantuvo quieto, negándose a rendirse a su suavidad. No la apartó, pero tampoco la recibió con un abrazo.
Cinco años de matrimonio le habían enseñado mucho a Carol sobre el cuerpo de su marido. Sabía lo que más lo complacía, sabía lo que lo volvería loco, sabía cómo hacer que la deseara como si no hubiera nada más en el mundo.
Poniéndose de puntillas, Carol le rodeó el cuello con los brazos y lo besó suavemente. Su beso fue tan húmedo y ligero como el rocío sobre una rosa en verano. Steve cerró los ojos y Carol pudo sentir el tormento que rondaba por su cabeza.
Levantando ligeramente un pie, ella permitió que su zapato se le saliera del pie y cayera silenciosamente al suelo. Estuvo a punto de carcajearse al ver la expresión de tortura de Steve. Él sabía lo que se avecinaba y, contra su voluntad, Carol pudo ver que lo estaba deseando. Levantó la pierna y deslizó el pie por la parte trasera de su pierna. Una y otra vez frotó el muslo y la pantorrilla contra él, subiendo poco a poco con sus caricias, acercándose a su objetivo.
Cuando Steve le apretó el muslo con la mano, Carol supo que había ganado. La mantuvo quieta durante un instante que parecía infinito, sin moverse ni respirar.
—Bésame —ordenó él.
Aunque Carol pretendía obedecer sus órdenes, aparentemente no lo hizo lo suficientemente rápido como para satisfacer a su ex marido. Steve gimió y le colocó la otra mano en la nuca, acercándola a su boca. Guiado por la necesidad, su beso fue potente y profundo, como si buscara castigarla por hacer que la deseara tanto. Carol permitió que invadiera su boca, dándole todo lo que deseaba, todo lo que pedía, hasta que finalmente se apartó para tomar aliento. Steve volvió a acercarle la boca y, gradualmente, sus besos fueron haciéndose más suaves, hasta que Carol sintió que su cuerpo ardía por dentro. Al notar aquello, Steve apartó la mano de su nuca y la colocó en su pecho, comenzando a masajearlo suavemente con movimientos circulares mientras, con el dedo, le acariciaba el pezón.
Carol arqueó la espalda para que Steve tuviera un mejor acceso y echó la cabeza hacia atrás mientras él movía los dedos. Entonces su mano abandonó su pecho y se deslizó hasta su otro muslo, levantándola completamente de la alfombra para que sus bocas estuvieran a la misma altura.
Se detuvieron y se miraron a los ojos. Los de Steve mostraban sorpresa y duda. Carol observó esa mirada y sonrió con una alegría redescubierta que brotaba de su interior. Una felicidad interna que había desaparecido cuando Steve se había marchado de su vida y que acababa de regresar. Se inclinó hacia delante y lo besó suavemente, lamiendo sus labios con la lengua de aquel modo que una vez había resultado tan familiar entre ellos.
Carol le mordió suavemente el labio inferior y chupó con fuerza, jugando con él.
El efecto en Steve fue eléctrico. Invadió con su boca la de Carol, dejando sin oxígeno sus pulmones. Entonces, con una fuerza que la sorprendió, la colocó más arriba hasta que su boca estuvo a la altura de sus pechos, donde comenzó a lamer con la lengua, jugando con sus pezones lentamente.
Carol pensaba que iba a volverse loca ante la excitación que inundaba su ser. Le rodeó la cintura con las piernas y colocó los brazos alrededor de sus hombros. Él alternaba con la boca entre un pecho y el otro, hasta que Carol estuvo segura de que, si no la tomaba, se desmayaría en sus brazos.
Colocado contra la puerta del armario, Steve metió la mano entre sus muslos y comenzó a subirla lentamente, hasta que se detuvo al encontrar una barrera de nylon. Un gemido frustrado escapó a sus labios.
Carol se sentía tan invadida por el deseo, que si Steve no la llevaba pronto al dormitorio, iba a tener que exigirle que le hiciera el amor allí mismo.
—No llevabas sujetador —dijo él con voz rasgada—. Esperaba que…
No necesitó terminar para que Carol supiera de qué estaba hablando. Cuando estaban casados, ella solía llevar ligueros en vez de pantys para que no fueran un impedimento a la hora de hacer el amor.
—Te deseo tanto…—susurró ella rodeándole la cara con las manos—. Pero si crees que es mejor que te vayas, vete. La elección es sólo tuya.
Sin dejar de mirarla, Steve atravesó el salón y el pasillo hasta el dormitorio que una vez había sido de ambos.
—Aquí no —dijo ella—. Ahora duermo allí —explicó señalando la habitación que había al otro lado del pasillo.
Steve cambió de dirección y entró en aquel dormitorio más pequeño, sin detenerse hasta no alcanzar la enorme cama de matrimonio. Por un segundo, Carol pensó que iba a tirarla sobre la cama y marcharse de la casa. En vez de eso, siguió con ella en brazos sin dejar de mirarla.
Ella le devolvió la mirada y sintió una pena enorme que amenazaba con ahogarla. Levantó una mano y se la colocó en la cara, sintiendo cómo el corazón le latía tan fuerte que estaba segura de que él podría oírlo.
Para su sorpresa, Steve la colocó suavemente sobre la cama, apoyó una rodilla sobre el colchón y se inclinó sobre ella.
—No estamos casados… No ha cambiado nada nuestra situación —anunció él, como si aquello pudiera ser una noticia sorprendente.
Carol no dijo nada. Simplemente deslizó la mano hasta su cuello y le agachó la cabeza para que la besara.
—Hazme el amor —murmuró después.
Steve gimió, se dio la vuelta y se sentó al borde de la cama, dándole una vista completa de su espalda fuerte. La sensación de decepción que se aferró al corazón de Carol fue seguida de una sonrisa al reconocer los frenéticos movimientos de Steve.
Se estaba desnudando.
Carol se despertó dos horas después al escuchar a Steve rebuscando en la cocina. Sin duda, estaría buscando algo de comer. Con una sonrisa, Carol levantó los brazos por encima de la cabeza y se estiró. Bostezó y arqueó la espalda. Se sentía maravillosa. Feliz.
El corazón le latía con una nueva alegría. Alcanzó la camisa de Steve y se la abrochó lo suficiente para parecer provocativa, pero que, a la vez, pareciese que había intentado cubrirse.
Semidesnuda, caminó hacia la cocina. Descalzo, vestido sólo con sus pantalones, Steve estaba inclinado rebuscando en su nevera.
Carol se detuvo en la puerta y dijo:
—Hacer el amor siempre te ha dado hambre.
—Aquí apenas hay nada más que boniatos —dijo él—. ¿Qué vas a hacer con todos estos restos?
—Estaban en oferta esta semana por la Navidad.
—El precio debía de estar por los suelos. He contado seis recipientes. Parece que los hayas estado comiendo a todas horas durante una semana.
—Hay un pastel que puede interesarte —dijo ella con demasiada rapidez—. Y pavo de sobra para hacerte un sándwich, si quieres.
Él se enderezó, cerró la nevera y se giró para mirarla. Pero, fuera lo que fuera lo que iba a decirle, quedó en el olvido cuando la vio. Estaba apoyada en el quicio de la puerta, sonriéndole, segura de que podría leer sus pensamientos.
—Hay de calabaza, y la cobertura está fresca.
—¿Calabaza? —repitió él.
—El pastel.
—Suena bien.
—¿Quieres que te haga un sándwich ya de paso?
—Claro.
Moviéndose con elegancia, Carol sacó los ingredientes necesarios y preparó algo de comer para los dos. Cuando hubo terminado, llevó los platos a la pequeña mesa que había frente a los fogones.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó ella.
—Yo me encargo —contestó Steve, aparentemente ansioso por ayudar—. ¿Qué quieres?
—Leche —dijo ella automáticamente. Nunca había sido muy devota de esa bebida, pero últimamente se había acostumbrado a beber un vaso o dos al día como preparación para el embarazo.
—Creía que no te gustaba la leche.
—He… adquirido nuevos gustos durante el pasado año.
Steve sonrió.
—Hay algunas cosas en las que no has cambiado nada, y hay algo más, algo completamente inesperado. Te has convertido en una pequeña diablesa.
Carol agachó la cabeza y sintió cómo el calor invadía sus mejillas. Estaba claro que Steve le estaba tomando el pelo. En la cama se había mostrado tan caliente como la dinamita. Cuando él se había desnudado, Carol se había convertido en una tigresa llevada por la pasión.
Riéndose, Steve dejó dos vasos de leche sobre la mesa.
—Me has sorprendido —dijo—. Solías ser un poco más tímida.
Haciendo todo lo posible por ignorarlo, Carol recogió las piernas y se tapó con la camisa. Con una fingida dignidad, alcanzó la mitad de su sándwich.
—Un oficial y caballero es lo que necesito para recuperar mis antiguas costumbres.
—Solías ser un poco más sutil.
—Steve. ¿Puedes dejar de hablar del tema? ¿No ves que me estás avergonzando?
—Recuerdo una vez en que íbamos a la cena de un almirante y anunciaste como si nada que con las prisas se te había olvidado ponerte ropa interior.
Carol cerró los ojos y giró la cabeza, recordando aquella vez tan claramente como si hubiera sido la semana pasada, y no años atrás. Ella también lo recordaba. El sexo aquella noche había sido fantástico.
—No había tiempo de regresar a casa, así que estuviste toda la noche bebiendo champán y charlando como si no pasara nada. Sólo yo sabía la verdad. Cada vez que me mirabas, me volvía loco.
—Quería que supieras lo mucho que deseaba hacer el amor. Por si no te acuerdas, acababas de regresar de un viaje de tres meses.
—Carol, por si no te acuerdas tú, habíamos pasado el día en la cama.
Carol dio un sorbo a la leche y lo miró.
—No fue suficiente.
Steve cerró los ojos y negó con la cabeza antes de admitir:
—Para mí tampoco fue suficiente.
Tan pronto como les había sido posible, Steve había presentado sus disculpas al almirante y habían abandonado la fiesta aquella noche. Durante el camino a casa, se había sentido furioso con Carol, diciéndole que estaba seguro de que alguien se habría dado cuenta de su pequeño juego. Igualmente acalorada, Carol le había dicho a Steve que no le importaba quién lo supiera. Si algún almirante estirado quería dar una fiesta, no debía hacerlo tan pronto después de que sus hombres regresaran.
Habían acabado haciendo el amor dos veces aquella noche.
—Steve —susurró Carol.
—¿Sí?
—Una vez tampoco ha sido suficiente esta noche —no se atrevió a mirarlo, no se atrevió a dejarle ver lo acelerado que tenía el pulso.
Él dejó de comer y, cuando tragó lo que tenía en la boca, pareció como si se hubiera acabado el sándwich entero. Pasó un minuto antes de que hablara.
—Para mí tampoco ha sido suficiente.
El sexo fue diferente en esa ocasión. Único. Irrepetible. La vez anterior había sido como una combustión espontánea. Pero en esa ocasión fue algo lento y relajado. Steve la llevó al dormitorio, desabrochó los botones de la campea que llevaba y la dejó caer al suelo.
Carol se quedó frente a él, y sus pezones parecían pedir sus labios a gritos. Steve observó su cuerpo desnudo como si lo estuviera viendo por primera vez. Levantó la mano y le acarició la cara. Luego deslizó las manos hasta sus pechos y el tacto sedoso de sus pulgares hizo que los pezones se le pusieran erectos. Desde allí, deslizó los dedos por su estómago, deleitándose con su piel caliente mientras la tocaba.
Durante todo el tiempo, Steve no dejó de mirarla, como si estuviera esperando a que ella protestara o lo detuviera.
Carol se sentía como si alguien manejara sus manos como marionetas mientras le desabrochaba la hebilla del pantalón. Lo único que sabía era que quería volver a hacer el amor.
Poco después, Steve estaba completamente desnudo.
Lo observó, asombrada por su fuerza y su belleza. Quería decirle todo lo que estaba sintiendo, pero las palabras se quedaron en su lengua cuando él se acercó y la tocó una vez más.
Siguió deslizando la mano por su tripa hasta la pelvis. Lenta y metódicamente, colocó la palma de la mano sobre su clítoris y comenzó a moverla mientras sus dedos exploraban entre sus muslos.
Sintiéndose casi incapaz de respirar, Carol se abrió y Steve deslizó un dedo dentro de ella. Ella sintió el placer y se mordió el labio inferior para evitar gritar.
Pero debió de hacer algún tipo de sonido, porque Steve se detuvo y preguntó:
—¿Te he hecho daño?
Carol no podía hablar. Negó con la cabeza y entonces él continuó moviendo el dedo, conduciéndola al clímax. Cada espasmo más fuerte que el anterior, más intenso. Un profundo gemido escapó a sus labios, y el sonido hizo que Steve se pusiera en acción.
La envolvió con sus brazos y la llevó a la cama, depositándola sobre las sábanas revueltas. Sin darle tiempo a cambiar de posición ni a estirar las sábanas, Steve se colocó sobre ella, le separó los muslos y la penetró con rapidez.
Respiraba entrecortadamente, sin apenas poder mantener el control.
No se movió, torturándola con aquel intenso deseo que jamás había experimentado. Su cuerpo aún temblaba del clímax anterior cuando ya se dirigía hacia el siguiente. Estaba ansiosa, esperando algo que no podía definir.
Agarrándole las manos, Steve las levantó por encima de su cabeza y las mantuvo prisioneras allí. Se inclinó sobre ella apoyándose con los brazos a ambos lados de su cabeza. Aquel movimiento hizo que la penetración fuera más profunda. Carol gimió y hundió la cabeza sobre el colchón antes de levantar las caderas y sacudirlas un par de veces, buscando más.
—Todavía no —susurró él colocándole una mano bajo la cabeza y levantándosela para besarla. Aquel beso fue salvaje y apasionado, como si sus bocas no pudieran obtener placer suficiente.
Steve cambió de posición y se apartó completamente de ella.
Carol sintió como si se hubiera quedado ciega de golpe; todo su mundo parecía negro y sin vida. Trató de protestar, de gemir, pero antes de que ningún sonido escapara a sus labios, Steve volvió a penetrarla. Un torrente de placer volvió a llenar sus sentidos y suspiró aliviada. Volvía a sentirse llena, libre.
—Ahora —dijo Steve—. Ahora —comenzó a moverse con movimientos calculados, regalándole el sol, revelándole los cielos y explorando con ella el universo. Poco después, lo único de lo que Carol fue consciente fue de la fricción caliente e insistente y las indescriptibles sacudidas de placer.
Sin aliento, Steve se tumbó a su lado y la colocó encima, rodeándola con los brazos. Pareció que pasó una hora antes de que él hablara.
—¿Siempre fue tan bueno?
—Sí —contestó ella—. Siempre.
—Me lo temía.
Lo próximo de lo que Carol fue consciente fue del sonido de algo pesado cayendo al suelo.
—¿Steve? —se incorporó sobre la cama y se tapó con la sábana. La habitación estaba a oscuras y en silencio. El terror la embargó, no podía ser por la mañana. Todavía no, no tan pronto.
—Lo siento. No quería despertarte.
—¿Te marchas? —preguntó ella buscando el interruptor de la lámpara con la mano. La encendió y una luz tenue inundó la habitación.
—Tengo que trabajar hoy —le recordó Steve.
—¿Qué hora es?
—Carol, escucha —dijo él mientras se abrochaba los botones de la camisa—. Yo no pretendía que nada de esto ocurriera. Llámalo como quieras, el espíritu navideño, enajenación mental transitoria, lo que sea. Estoy seguro de que piensas lo mismo.
Ella se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre las rodillas. Tenía el corazón en la garganta, se sentía inquieta y miserable.
—Sí, claro.
—Eso pensaba. Lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de esto.
—Sí —contestó ella tratando de sonar entusiasta al respecto. Estaba saliendo todo justo como lo había planeado: los dos se levantarían por la mañana, se sentirían avergonzados, se disculparían y seguirían cada uno con su camino.
Sólo que no se sentía como había anticipado. Se sentía mal. Muy mal.
Steve salió al salón antes de que ella se moviera de la cama. Carol sacó una bata del armario y se la puso mientras corría tras él.
Steve parecía estar esperándola, dando vueltas de un lado a otro en la entrada. Se pasó los dedos por el pelo un par de veces antes de girarse para mirarla.
—¿Así que quieres que nos olvidemos de lo de esta noche? —preguntó él.
—Yo… si tú quieres —respondió Carol.
—Sí, quiero.
—Gracias por la planta y los bombones —añadió ella. Le parecía inapropiado darle las gracias por el sexo.
—Gracias por la cena… y todo lo demás.
—De nada —dijo ella abriendo la puerta—. Me ha alegrado volver a verte, Steve.
—Sí, a mí también.
Salió de la casa y bajó los escalones, y verlo marchar hizo que Carol se sintiera mareada. De pronto tuvo que apoyarse contra el marco de la puerta para mantenerse en pie. Algo dentro de ella, algo fuerte y más poderoso que su propia voluntad, le pedía que lo detuviera.
—Steve —dijo—. Steve.
Steve se giró abruptamente.
—Feliz Navidad —añadió ella suavemente.
—Feliz Navidad.
Tres días después de Navidad, Carol estaba convencida de que su plan había salido a la perfección. El jueves por la mañana se despertó mareada y con náuseas. Había leído en un libro que lo mejor para las náuseas matutinas era comer galletas saladas, incluso antes de levantarse de la cama.
Se dirigió al cuarto de baño con sensación de triunfo y se miró en el espejo, como si su reflejo estuviera a punto de anunciar con orgullo que iba a convertirse en madre.
Había sido muy fácil. Más bien simple. Una noche de pasión y ya había conseguido su objetivo. Se llevó la mano al abdomen y se sintió orgullosa y maravillada al mismo tiempo. Una nueva vida estaba gestándose allí.
Un bebé. El hijo de Steve.
Pensar en ello hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
¡Otro síntoma!
El libro también explicaba que sus emociones podían verse afectadas a causa del embarazo, que podría ser más susceptible a las lágrimas.
Secándose los ojos, Carol entró en la cocina y buscó las galletas saladas en el armario. Encontró un paquete y se obligó a comer dos, aunque no se sintió mejor que antes.
Sin molestarse en vestirse, encendió la televisión y se tumbó en el sofá. Los trabajadores de Boeing tenían libre la semana entre Navidad y Año Nuevo. Carol había planeado pasar su tiempo libre pintando la tercera habitación, que había destinado para el bebé. Por desgracia, no se sentía con energía. De hecho, se sentía enferma, como si estuviera a punto de tener la gripe.
Una sonrisa perezosa asomó a sus labios. No iba a quejarse. En nueve meses, tendría a un precioso bebé en sus brazos.
Su bebé y el de Steve.