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Capítulo 1

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LLUVIA. Eso era todo lo que se había encontrado la capitana de corbeta Catherine Fredrickson, desde que había puesto el pie en la base naval submarina de Bangor, como abogada militar, en Silverdale, Washington. Sin embargo, el mes de octubre en Hawai era sinónimo de una temperatura ideal, piscina y baños de sol.

En conclusión, había sido trasladada del paraíso al purgatorio.

Por si el mal tiempo no hubiese sido suficiente para desanimarla, su capitán de fragata era Royce Nyland. Catherine no había conocido a una persona más irritante en su vida. Entre los compañeros abogados de la base de Hawai había existido mucha camaradería y trabajar allí había resultado muy agradable.

Bangor era diferente, sobre todo por las diferencias que existían entre ella y su superior. Simplemente no le gustaba aquel hombre, y por lo visto era un sentimiento recíproco.

Desde el principio Catherine había sabido que algo no marchaba bien. En ninguna otra base le habían exigido que estuviera tantas horas de servicio. Los cuatro primeros viernes se los había pasado haciendo vigilancias de veinticuatro horas. Parecía como si el capitán de fragata Nyland se hubiese propuesto amargarle la vida.

Después de un mes de estancia estaba completamente segura de ello.

—Fredrickson, ¿tiene los archivos del caso Miller? —le preguntó él mientras trabajaba en su escritorio.

—Sí, señor —contestó ella poniéndose en pie y entregando una carpeta al hombre que había ocupado sus pensamientos todo el día.

El capitán Nyland abrió la carpeta y comenzó a revisarla mientras echaba a caminar. Catherine lo siguió con la mirada mientras se preguntaba qué había en ella que tanto molestaba a aquel hombre. Quizá no le gustaran las mujeres morenas. Era una tontería, pero es que no encontraba ninguna explicación lógica. Quizá fuera porque era menuda, o quizá le recordara a alguien que no soportaba. En cualquier caso, Catherine no había hecho nada para merecerse ese desprecio y no estaba dispuesta a tener que lidiar con él.

Los rumores decían que estaba soltero y no era difícil explicarse por qué. Si la forma en la que la trataba a ella era un ejemplo de cómo trataba a las mujeres, obviamente aquel tipo necesitaba un correctivo.

El desprecio que aparentemente sentía por Catherine al menos evitaba un problema. No existía el peligro de que se enamoraran el uno del otro. La forma más efectiva de poner fin a una carrera en la Marina era establecer una relación íntima con un superior dentro del mismo comando. La forma más rápida para sufrir un consejo de guerra. La Marina rechazaba de plano ese tipo de comportamiento.

No obstante, el capitán de fragata Nyland no era su tipo. A Catherine le gustaban los hombres más suaves y mucho más afables.

Durante los once años que llevaba sirviendo a la Marina, Catherine había trabajado con muchos superiores diferentes y con ninguno había tenido un trato tan malo.

Nada de lo que ella hacía parecía agradarle. Nada. No había sentido ningún reconocimiento hacia su trabajo, aparte de un leve movimiento de cabeza.

Pero lo más absurdo de todo aquello era que había algo que a Catherine le hacía gracia, y no podía evitar estar todo el día con una sonrisa tonta en los labios.

Necesitaba volver a Hawai, y necesitaba hacerlo pronto.

—Venga a mi oficina, capitana.

Catherine levantó la vista y se encontró con el capitán Nyland frente a ella.

—Sí, señor.

Se puso en pie y tomó una libreta antes de seguirlo hasta su despacho. El capitán se sentó y le señaló un sillón de cuero que había frente a la mesa para que tomara asiento. Catherine tragó saliva, estaba nerviosa. No le gustaba la mirada que tenía el capitán. Estaba con el ceño fruncido, nada raro por otro lado, ya que era su gesto más habitual. Nunca lo había visto sonreír.

Repasó mentalmente los casos en los que había estado trabajando y todo estaba en orden. No se merecía ninguna llamada de atención. Aunque con el capitán nunca estaba segura porque él no necesitaba excusas.

Había un silencio tenso en la habitación.

—He estado observando su trabajo en las últimas semanas —dijo él finalmente con mirada indiferente.

No obstante, Catherine sintió que le estaba pasando revista. Llevaba el pelo recogido en una coleta y su uniforme estaba perfectamente planchado. Pero daba la sensación de que si aquel hombre le encontraba una sola arruga la enviaría frente a un pelotón de fusilamiento. Ningún hombre jamás la había hecho ser tan consciente de su aspecto físico. Y no había ni rastro de reconocimiento ante su impecable apariencia. Catherine no era engreída pero se daba cuenta de que era una mujer atractiva y el hecho de que el capitán la mirase como si fuese un maniquí le resultaba insultante.

—Sí, señor.

—Como iba diciendo, he seguido sus progresos.

Aquello era una muestra de interés. Catherine fue consciente de que también lo estaba observando. Para ella resultaba demasiado desagradable y temperamental, y sin embargo era un hombre muy respetado por sus compañeros. Personalmente, Catherine lo encontraba insoportable, pero su criterio estaba influido por las cuatro noches de los viernes que se había pasado trabajando.

La política afectaba a todas las bases en las que ella había sido enviada, pero en Bangor su presencia era más significativa. El capitán de fragata Royce Nyland era el subordinado inmediato de la capitana de navío Stewart, y era el encargado de dirigir los asuntos legales. Llevaba a cabo su tarea con total dedicación y con una habilidad que Catherine nunca había visto anteriormente. Por un lado era el mejor capitán de fragata con el que había trabajado en su vida, y por otro lado, el peor.

Parecía un hombre que había nacido para ser un líder. Era fuerte y llamaba la atención. Su oficio lo requería.

En aquel momento, frente a él durante unos minutos, Catherine tuvo que reconocer que era un hombre atractivo. La suya no era una belleza clásica, pero tenía algo especial. Desde luego no era un hombre que pasara inadvertido.

Los rasgos de su cara no eran de los que hacían que las mujeres enloquecieran. Tenía el pelo casi negro y los ojos de un color azul muy profundo. Las espaldas eran anchas y a pesar de tener una estatura media, transmitía fuerza y poder en cada gesto que hacía.

El examen que Catherine le estaba haciendo no parecía molestarle.

—Me alegra informarla de que la he escogido como coordinadora suplente para el programa de mantenimiento físico de la base.

—Coordinadora suplente —repitió Catherine lentamente. Se le había caído el alma a los pies. Hubiera hecho cualquier cosa para no tener que ser la coordinadora del programa de mantenimiento. No era, precisamente, uno de los puestos más envidiados dentro de una base.

La Marina era muy rígida respecto a la condición física de sus hombres y mujeres. Aquellas personas que se pasaban de peso eran sometidas a severas dietas y a un estricto horario de ejercicio físico. Como coordinadora suplente, Catherine se iba a ver obligada a seguir atentamente los progresos y a dar cuenta de ellos en reuniones interminables. También se le exigiría que elaborara programas específicos para las necesidades de cada persona. Y por si fuera poco, también sería la encargada de la dolorosa tarea de expulsar de la Marina a aquellas personas que no cumplieran con las condiciones físicas exigidas.

—Creo que está cualificada para desempeñar este puesto competentemente.

—Sí, señor —dijo ella mordiéndose la lengua. En el momento en el que asumiera el puesto, a pesar de que fuera suplente, sabía que no iba a tener tiempo ni para respirar. Era una tarea muy laboriosa y muy poco valorada. Si el capitán había estado buscando una forma de acabar con la vida social de Catherine, la acababa de encontrar.

—El teniente de navío Osborne se encontrará con usted y le entregará toda la documentación necesaria a las 15 horas. Si tiene alguna pregunta, se la podrá hacer a él —dijo el capitán mirando hacia otro lado sin prestarle atención.

—Gracias, señor —contestó ella reprimiéndose para no mostrar su enfado.

Salió del despacho y cerró la puerta con decisión. Caminó con dignidad hasta la oficina y lanzó la libreta sobre la mesa.

—¿Algún problema? —preguntó Elaine Perkins, su secretaria. Era la mujer de un oficial y conocía bien las dificultades de la vida militar.

—¿Problema? ¿Cuál podría ser el problema? —preguntó sarcásticamente—. Dime, ¿hay algo repugnante en mí y yo no me doy cuenta?

—Nada que yo haya notado.

—¿Tengo mal aliento?

—No —contestó Elaine.

—¿Se me ve la combinación bajo la falda?

—No por lo que yo veo. ¿Por qué me preguntas todo eso?

—Por nada —contestó Catherine antes de salir de la oficina de nuevo en dirección a la fuente.

Una vez allí se inclinó para beber. El agua fresca apaciguó su orgullo herido.

A Catherine le hubiera gustado haber hablado con Sally. Junto con ella eran las dos únicas mujeres en un comando con cientos de hombres. Las dos eran mujeres en un mundo de hombres, pero por el momento no parecía posible. Una vez que hubo recuperado la compostura, Catherine se dirigió a su despacho y forzó una sonrisa.

«Me alegra informarla de que la he escogido como coordinadora suplente para el programa de mantenimiento físico de la base», recordó Catherine horas después mientras se dirigía a la pista de carreras. El sol se estaba poniendo, pero aún había tiempo para echar una carrera.

Así que el capitán Nyland se alegraba de haberle endosado aquel puesto. Cuanto más pensaba en ello, más furiosa se ponía.

Más le valía correr para olvidar lo que había sucedido. En el cielo había unas nubes amenazantes, pero a Catherine no le importó. Acababan de asignarle la peor tarea colateral de todo su carrera y necesitaba dejar a un lado la frustración y la confusión que sentía antes de llegar al apartamento que había alquilado en Silverdale.

Echó a correr a grandes zancadas y enseguida subió la colina donde se situaba la pista de atletismo. En cuanto llegó arriba se paró en seco. Había varios corredores girando en la pista, pero uno destacaba sobre todos los demás.

El capitán Nyland.

Durante un rato Catherine no pudo apartar la mirada de él. Sus movimientos eran ágiles y fluidos. Tenía una zancada larga y corría a gran velocidad. Aunque le costara reconocerlo, lo que más le gustaba de aquel hombre era la fuerza que escondía en su interior. Aunque en realidad Catherine no estaba dispuesta a encontrar ninguna característica positiva en él.

Si el mundo hubiese sido un lugar justo, un rayo tendría que haber caído sobre el capitán en aquel mismo momento.

Catherine miró al cielo y, para su decepción, vio que las nubes se estaban esfumando. Como siempre. Cada vez que deseaba que lloviera, el sol comenzaba a brillar. Bueno, ya que no le iba a caer un rayo, al menos le deseaba una lesión.

Catherine estaba a punto de marcharse de la base sin correr. Si bajaba hasta la pista, probablemente hiciera o dijera algo que no fuera del agrado del capitán.

Era obvio que inconscientemente había hecho algo ofensivo para merecerse su desprecio. La había puesto cuatro viernes de guardia y la había enviado a la peor tarea de toda la base. ¿Qué iba a ser lo siguiente?

Catherine se dio media vuelta pero inmediatamente cambió de idea. ¡No iba a permitir que aquel hombre controlase toda su vida! Tenía tanto a derecho a correr por aquella pista como cualquiera. Y si a él no le agradaba, podía marcharse.

Con aquellos pensamientos en la cabeza bajó hacia la pista y comenzó con unos ejercicios de calentamiento. Estaba deseando ponerse a correr. Aunque era menuda, era una excelente corredora. Había participado en los equipos de carrera campo a través tanto del instituto como de la universidad y tenía muy buenos registros. Si había una actividad física en la que sobresalía, era correr.

La primera vuelta comenzó suavemente y adelantó a dos hombres con facilidad. El capitán Nyland aún no se había dado cuenta de su presencia, lo cual no era problema para Catherine. No había ido hasta allí para intercambiar cumplidos con él.

Poco a poco fue acelerando el ritmo y advirtió que había entrado en calor antes de lo normal. A pesar de que daba grandes zancadas, no era capaz de dar alcance a su superior. En el único momento en que lo consiguió, él la superó de nuevo a los pocos instantes.

Se sintió frustrada. Quizá no pudiera adelantarlo, pero seguro que tenía más aguante que él.

Catherine continuó corriendo a un ritmo frenético hasta que fue consciente de que ya había corrido seis millas. Los pulmones empezaban a dolerle y los músculos de las piernas se estaban quejando por el exceso. Aun así, ella continuó con determinación. No estaba dispuesta a que el capitán volviera a pisotear su orgullo. Si ella lo estaba pasando mal, él seguro que también.

Catherine hubiese preferido caerse rendida de cansancio que retirarse en aquel momento. Era algo más que una cuestión de orgullo.

Justo entonces comenzaron a caer gotas de lluvia sobre la tierra seca. Aun así, Catherine y el capitán continuaron corriendo. Lo pocos corredores que quedaban en la pista la abandonaron velozmente y sólo quedaron ellos dos frente a las fuerzas de la naturaleza. El uno contra el otro en una silenciosa batalla.

No intercambiaron ninguna palabra. En ningún momento. Catherine, a pesar de que sintió que se iba a desmayar, no se detuvo. Cayó la noche y apenas veía sus propios pies. Tan sólo destacaba la silueta del capitán recortada contra el cielo. De repente desapareció de su campo de visión.

A los pocos minutos escuchó unas pisadas detrás de ella. Era el capitán que estaba a punto de adelantarla. Cuando alcanzó a Catherine, aminoró la marcha y corrió junto a ella.

—¿Cuánto tiempo vamos a seguir con este juego, Fredrickson? —le preguntó.

—No lo sé —contestó ella tratando de no quedarse sin aire.

—Estoy empezando a estar cansado.

—Yo también —admitió Catherine.

—Tengo que reconocer que es una corredora excelente.

—¿Es eso un cumplido, capitán? —preguntó ella. Pudo advertir una sonrisa en los labios de su superior y sintió que le daba un vuelco el corazón.

Aquella situación era absurda. Acababa de lograr arrancarle una sonrisa.

—Que no se le suba a la cabeza —repuso el capitán.

—No se preocupe. Supongo que no se habrá dado cuenta de que está lloviendo.

—¿Por eso está todo mojado? —bromeó él.

—Eso es. Dejaré de correr si usted también para. Podríamos decir que hemos empatado —propuso Catherine.

—Trato hecho —contestó Royce aminorando el paso. Ella hizo lo mismo. Cuando se detuvo se inclinó tratando de recuperar el aliento.

La lluvia caía con fuerza. Mientras habían estado corriendo el agua no había sido molesta, pero parados era diferente. La coleta de Catherine estaba medio deshecha y algunos mechones de pelo mojados le caían en el rostro.

—Váyase a casa, Fredrickson —dijo Royce.

—¿Es una orden?

—No —respondió él antes de echar a andar. Se detuvo un instante y se dio la vuelta—. Antes de que se marche, tengo una curiosidad. Solicitó un traslado desde San Diego hace años, ¿por qué?

Catherine sabía que aquella información aparecía en la ficha personal, pero la pregunta la pilló desprevenida.

—¿A quién no le gusta más vivir en Hawai? —preguntó con ligereza.

—Ésa no es la razón por la que se marchó de San Diego. Solicitó el traslado y sin saber si el nuevo destino sería Hawai o Irán —añadió Royce insinuando que sabía más de lo que parecía.

—Motivos personales —admitió ella reticente. No entendía por qué le hacía aquel interrogatorio en ese preciso instante.

—Dígame la verdad —insistió él en un tono confiado que empezaba a irritar a Catherine.

Contó hasta diez en silencio tratando de mantener la calma.

—Ésa es la verdad. Siempre he querido vivir en Hawai.

—Yo creo que un hombre tuvo que ver en aquella decisión.

Catherine sintió un nudo en el estómago. Casi nunca pensaba en Aaron. Durante los tres años anteriores prácticamente había logrado olvidar que lo había conocido. No estaba dispuesta a que Royce Nyland castigara su corazón con recuerdos de su antiguo prometido.

—¿Qué le hace pensar que mi petición tenía que ver con un hombre? —preguntó con ganas de terminar ya aquella conversación.

—Porque suele ser así —añadió él. Catherine no estaba de acuerdo pero no quería empezar una discusión con la que estaba cayendo.

—En aquel momento me apetecía un cambio de escenario —concluyó ella.

En realidad se había marchado de San Diego porque no había querido correr el riesgo de encontrarse con Aaron. No hubiera soportado verlo de nuevo. Al menos eso era lo que había pensado. Se había enamorado locamente de él y de forma muy rápida. Justo después había tenido una misión en un juicio a bordo del Nimitz y cuando había regresado, semanas después, se había enterado de que Aaron no la había esperado.

En cuanto había regresado, Catherine había volado hasta el apartamento de su novio y se lo había encontrado en el sofá con la vecina de al lado. Era una mujer rubia, atractiva y recién divorciada Aaron se había puesto en pie a toda velocidad en cuanto la había visto aparecer. La vecina se había sonrojado mientras se abotonaba a blusa. Aaron le había asegurado que sólo había sido un juego. ¿Por qué no iba a poder divertirse un poco cuando ella pasaba varias semanas fuera de la ciudad?

Catherine recordó que se había quedado paralizada, fijando su mirada en el anillo de diamantes de su dedo. El anillo de compromiso. Se lo había quitado y se lo había devuelto a Aaron. Sin mediar palabra Catherine se había marchado de la casa. Él se había quedado clavado en el sitio por la impresión, y después había salido corriendo detrás de ella hasta el aparcamiento. Le había suplicado que fuese más comprensiva. Le había asegurado que, si tanto la ofendía, no volvería suceder y que estaba teniendo una reacción desproporcionada.

Con el tiempo Catherine se había dado cuenta de que aquél había sido un duro golpe más para su orgullo que para su corazón. En realidad era un alivio hacer sacado a Aaron de su vida, aunque sólo con el tiempo había aprendido aquella lección.

—¿Catherine? —dijo Royce en un tono de voz masculino. Ella dejó a un lado los recuerdos.

Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Hasta entonces siempre la había llamado «capitana» o «Fredrickson», pero nunca Catherine. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban.

—Había un hombre —admitió algo tensa—. Pero fue hace muchos años. No tiene que preocuparse de que mi antiguo compromiso pueda afectar al trabajo que realizo bajo sus órdenes. Ni ahora ni en el futuro.

—Me alegro de escuchar eso —repuso él.

—Buenas noches, capitán.

—Buenas noches —contestó Royce. Habían llegado ya a la colina.

Ella comenzó a descender y cuando estaba a mitad de camino Royce la llamó.

—¡Catherine!

—¿Sí? —preguntó ella volviéndose para mirarlo.

—¿Estás viviendo con alguien?

—Eso no es asunto tuyo —contestó sin reflexionar, tuteándolo por primera vez. La pregunta la había pillado por sorpresa.

Royce no dijo nada. Una farola iluminaba su semblante serio. Estaba en tensión.

—Confía en mí. Te aseguro que no tengo ningún interés en tu vida amorosa. Por mí, puedes vivir con quien quieras o puedes salir con cinco hombres a la vez. Lo que a mí me preocupa es el departamento legal. Ya sabes que es un trabajo muy exigente y que los horarios son extenuantes. Me gusta conocer a la plantilla para evitar causarles problemas innecesarios.

—Ya que te parece tan importante, tengo que confesarte que sí que comparto mi vida con alguien —dijo Catherine tras un silencio. En la distancia no pudo ver con claridad si el rostro de él cambiaba de expresión—. Sambo.

—¿Sambo? —preguntó él frunciendo el ceño.

—Eso es, capitán. Vivo con un gato llamado Sambo.

Catherine soltó una sonrisa y se marchó.

No había dejado de llover. Royce se encontró sonriendo en la oscuridad. Sin embargo, aquella sonrisa se evaporó enseguida. No le gustaba Catherine Fredrickson.

—No —murmuró contestándose a sí mismo.

Sí que le gustaba. La capitana de corbeta tenía determinadas cualidades que le hacían admirarla.

Era una mujer dedicada y muy trabajadora, que se llevaba muy bien con el resto de la plantilla. No se quejaba nunca. Antes de salir de la oficina, Royce había revisado el cuadrante de guardias y se había dado cuenta de que había requerido su presencia durante cuatro viernes consecutivos. Hasta aquel momento no había advertido su error. Cualquiera le hubiera llamado la atención y hubiera estado en su derecho de hacerlo.

En cuanto el teniente Osborne había sido enviado a unos juicios en alta mar y se había necesitado un coordinador suplente para el programa de mantenimiento, el nombre de la capitana había sido el primero que había aparecido en la mente de Royce.

Se había dado cuenta de que a Catherine no le había gustado demasiado la asignación. Había visto cómo la rabia llenaba sus ojos por un instante, y aquélla había sido la prueba de que la responsabilidad del cargo no le asustaba.

Esa mujer tenía una mirada capaz de clavarse en el alma de cualquier hombre. Habitualmente, Royce no solía prestar atención a ese tipo de cosas, pero no se había olvidado de aquellos ojos desde el momento en el que se habían conocido. Eran brillantes como dos luceros, pero lo que más le impresionaba era la calidez que transmitían.

A Royce también le agradaba la voz de Catherine. Era una voz aterciopelada y femenina. «Ya está bien», pensó. Se estaba empezando a parecer a un poeta romántico.

Era gracioso, Royce no era una persona que precisamente se definiera a sí mismo como romántico, así que estuvo a punto de soltar una carcajada ante aquellos pensamientos. Su mujer, antes de morir, había acabado con las últimas reservas de amor y de alegría que le quedaban.

Royce no quería pensar en Sandy. Bruscamente se dio media vuelta y se dirigió hacia el coche. Caminó a grandes zancadas, como si de esa forma pudiese poner distancia con los recuerdos de su difunta esposa.

Montó en su Porsche y encendió el motor. Vivía en la base, así que llegaría a casa en menos de cinco minutos.

Catherine volvió a irrumpir en sus pensamientos. Se asustó ante aquella persistencia, pero estaba demasiado cansado como para luchar contra sí mismo. En cuanto llegara a casa, su hija Kelly, de diez años, lo mantendría ocupado. Por una vez iba a ser benévolo consigo mismo e iba a dejar que su mente volara libre. Además, estaba muy intrigado por las sensaciones que le estaba despertando Catherine Fredrickson.

No es que fuera muy relevante. Tampoco necesitaba saber mucho más acerca de ella. Simplemente despertaba su curiosidad. Nada más.

Lo cierto era que aquella mujer le intrigaba y a Royce no le gustaba esa sensación porque no la comprendía. Le hubiese gustado poder saber exactamente qué era lo que le fascinaba de ella. Sin embargo, no había sido consciente hasta aquella tarde de la atracción de estaba sintiendo.

Catherine no era una mujer distinta a otras con las que había trabajado en la Marina durante años. Aunque sí que era especial, pensó contradiciéndose una vez más. Había algo en ella, quizá fuera su mirada limpia y la calidez que desprendía.

Aquella tarde había descubierto algo más sobre Catherine. Era una mujer realmente testaruda. Royce nunca había visto a nadie correr con tal determinación. Hasta que no había empezado a llover, no se había dado cuenta de que ella lo estaba desafiando. Royce había estado corriendo absorto en sus pensamientos hasta que ella lo había adelantado y lo había mirado por encima del hombro, haciéndole saber que le estaba ganando. Hasta aquel momento ni se había percatado de que Catherine estaba en la pista. No había bajado el ritmo en ningún momento. Los dos habían corrido hasta el límite de sus fuerzas.

Royce aparcó el coche y apagó el motor. Dejó las manos sobre el volante mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa. Una mujer orgullosa.

Cuando entró en casa su hija se asomó al salón. En cuanto lo vio se volvió a ir, y por la forma en la que lo había hecho, Royce supo que estaba enfadada. Se preguntó qué demonios habría hecho para que su hija no hubiese salido corriendo a recibirlo como acostumbraba a hacer.

Royce se echó a temblar. Su hija podía ser más testaruda que una mula. Por lo visto, aquel día estaba destinado a lidiar con mujeres con mucha determinación.

Unidos por el mar

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