Читать книгу Unidos por el mar - Debbie Macomber - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеDESPUÉS de la ducha, Catherine se puso un albornoz y una toalla enrollada en la cabeza. Se sentó en la cocina, frente a una taza de infusión, y acogió a Sambo en su regazo.
Mientras disfrutaba de la bebida, repasó los acontecimientos del día. Una sonrisa, algo reticente, se dibujó en sus labios. Después del encuentro que había tenido con Royce Nyland en la pista de carreras, le disgustaba menos aquel hombre. No es que lo considerara mejor persona, pero sí que sentía un respeto creciente hacia él.
Sambo le clavó ligeramente las uñas y Catherine le dejó bajarse después de acariciarlo. No podía dejar de pensar en el rato que había compartido con Royce. Le había encantado la lucha silenciosa que habían mantenido en la pista y sintió una oleada de calor al recordarlo. Por alguna extraña razón, había conseguido divertir a su jefe. Debido a la oscuridad, no había podido disfrutar plenamente de su sonrisa, pero le hubiera gustado sacarle una foto para no olvidar que aquel hombre era capaz de reír.
Catherine tenía hambre y se acercó a la nevera. Ojalá apareciese por arte de magia algo ya preparado para meter directamente en el microondas. No tenía ningunas ganas de cocinar.
De camino a la cocina se detuvo a mirar la fotografía que tenía sobre la chimenea. El hombre del retrato tenía los ojos oscuros y su mirada era inteligente, cálida y con carácter.
Los ojos que había heredado Catherine.
Era un hombre guapo y a ella le daba mucha pena no haber tenido la oportunidad de conocerlo de veras. Catherine había tenido sólo tres años cuando su padre había sido destinado a Vietnam y cinco años cuando habían escrito su nombre en la lista de desaparecidos. A menudo buscaba en su memoria tratando de rescatar algún recuerdo de él, pero sólo se encontraba con su propia frustración y decepción.
El hombre de la foto era muy joven, demasiado joven como para arrebatarle la vida. Nunca nadie supo ni cómo ni cuándo había muerto exactamente. La única información que le habían dado a la familia de Catherine había sido que el barco de su padre había entrado en una zona selvática llena de soldados enemigos. Nunca supieron si había muerto en la batalla o si había sido apresado como rehén. Todos los detalles, tanto de su vida como de su muerte, habían servido de pasto para la imaginación de Catherine.
Su madre, abogada en el sector privado, nunca se había vuelto a casar. Marilyn Fredrickson tampoco se había amargado la vida ni estaba enfadada. Era una mujer demasiado práctica como para permitir que aquellos sentimientos negativos enturbiaran su vida.
Como esposa de militar, había soportado con entereza y en silencio los años que habían estado sin saber nada y no había cedido ni a la desesperanza ni a la frustración. Cuando los restos de su esposo habían sido repatriados, había mantenido la compostura orgullosa mientras él era enterrado con todos los honores militares.
El único día en que Catherine había visto llorar a su madre había sido cuando el ataúd con los restos mortales había llegado al aeropuerto. Con una dulzura que había impresionado a Catherine, su madre se había acercado al ataúd cubierto con la bandera y lo había acariciado. «Bienvenido a casa, mi amor», había susurrado Marilyn. Después se había derrumbado y de rodillas había llorado y sacado a la luz las emociones que había contenido durante los diez años de espera.
Catherine también había llorado con su madre aquel día. Pero Andrew Warren Fredrickson no había dejado de ser un extraño para ella, tanto en vida como en su muerte.
Cuando había elegido ser abogada de la Marina, Catherine lo había hecho para seguir los pasos tanto de su madre como de su padre. Formar parte del ejército, la había ayudado a entender al hombre que le había dado la vida.
—Me pregunto si alguna vez tuviste que trabajar con alguien como Royce Nyland —dijo suavemente acariciando la foto.
Algunas veces le hablaba a aquel retrato como si realmente esperase una respuesta. Obviamente no la esperaba, pero aquellos monólogos la ayudaban a aliviar el dolor por no haber disfrutado de su padre.
Sambo maulló poniendo de manifiesto que era la hora de la cena. El gato negro esperó impaciente a que Catherine rellenara su cuenco con comida.
—Que aproveche —le dijo una vez que lo había servido.
—Pero, papá, es que yo tengo que tener esa chaqueta —afirmó Kelly mientras llevaba su plato al fregadero. Una vez allí lo lavó y lo dejó en el escurridor, cosa que no solía hacer nunca.
—Ya tienes una chaqueta preciosa —le recordó Royce mientras se ponía en pie para prepararse un café.
—Pero la chaqueta del año pasado está muy vieja, tiene un agujerito en la manga y ya no es verde fosforescente. Voy a ser el hazmerreír de todo el colegio si me vuelvo a poner ese trapo viejo.
—«Ese trapo viejo», como tú dices, está en perfecto estado. Esta conversación se ha terminado, Kelly Lynn.
Royce estaba convencido de no tenía que ceder en aquella ocasión. Había una línea peligrosa con su hija que no iba cruzar porque no quería malcriarla. Siempre le consentía sus caprichos porque era una niña encantadora y generosa. De hecho, era sorprendente que se hubiera convertido en una niña tan considerada. Había sido criada por sucesivas niñeras, ya que desde el nacimiento su madre la había dejado despreocupadamente en otras manos.
Sandy había accedido a tener sólo una hija, y lo había hecho con reticencia después de seis años de matrimonio. Su trabajo en el comercio de la moda había absorbido su vida hasta tal punto que Royce había llegado a dudar de su instinto maternal. Después había fallecido en un terrible accidente de tráfico. Y aunque Royce había sufrido mucho con la pérdida, también había sido consciente de que su relación había muerto años atrás.
Royce era un hombre difícil pero todo el mundo sabía que era justo. Con Kelly lo estaba haciendo lo mejor que sabía, pero a menudo dudaba de si eso sería suficiente. Adoraba a Kelly y quería proporcionarle todo el bienestar que necesitaba.
—Todas las chicas del colegio tienen chaqueta nueva —insistió la niña. Royce hizo como que no la había escuchado—. Ya he ahorrado 6,53 dólares de mi paga y la señorita Gilbert dice que las chaquetas van a estar de oferta en P.C. Penney, así que si ahorro también la paga de la semana que viene, ya tendré un cuarto del precio. Mira lo que me estoy esforzando en aritmética este año.
—Buena chica.
—¿Entonces qué hay de la chaqueta, papá? —preguntó sin dejar de mirarlo con sus ojos azules.
Royce estaba a punto de ceder. Aquello no estaba bien pero él no era un bloque de piedra, a pesar de que ya le había dicho que la conversación estaba cerrada. La chaqueta que tenía estaba perfectamente. Se acordaba de cuando la habían comprado el año anterior. A Royce le había parecido un color espantoso, pero Kelly le había asegurado que le encantaba y que se la pondría dos o tres años—. ¿Papá?
—Me lo pensaré —dijo finalmente a punto de ser convencido por la dulce voz de su hija.
—Gracias, papá. Eres el mejor —chilló la niña corriendo a abrazarlo.
La tarde del día siguiente Catherine se fue a correr a la pista. Una vez allí la asaltó un ataque de inseguridad. Royce estaba entrenando junto a algunos hombres más.
Durante el día, Royce apenas le había dirigido la palabra, como era habitual. Tan correcto y frío como siempre. Sin embargo, por la mañana al llegar a la oficina Catherine se hubiera atrevido a jurar que la había mirado de arriba abajo. Una mirada difícil de descifrar que, a pesar de la intensidad, destilaba indiferencia.
No era que Catherine estuviera esperando que Royce se lanzara a sus brazos, pero le molestaba esa forma de mirar tan impersonal. Por lo visto, ella había disfrutado más de la conversación de la tarde anterior que él.
Aquél era el primer error y Catherine tuvo miedo de cometer un segundo.
Se estiró y comenzó a correr en dirección a la pista. Era más tarde que el día anterior. Las dos últimas horas había estado revisando informes que registraban los progresos de los participantes en el programa. Le dolían los ojos y la espalda, no estaba de humor para enfrentarse a su superior, a menos que él la retara.
Catherine completó el calentamiento y se unió a los corredores de la pista. Necesitaba olvidarse del enfado por el trabajo extra que le habían impuesto. A menos el capitán le había dado el turno de guardia del viernes a otra persona.
La primera vuelta fue tranquila. A Catherine le gustaba ir entrando poco a poco en la carrera. Empezaba lentamente y poco a poco iba aumentando el ritmo. Normalmente, tras correr dos millas alcanzaba su mejor momento y avanzaba a grandes zancadas.
Royce la adelantó fácilmente la primera vuelta. Ella se quedó de nuevo impresionada por la potencia de aquel musculoso cuerpo. La piel de Royce estaba bronceada y el contorno de sus músculos se marcaba con claridad. Era como si estuviera delante de una obra de arte en movimiento. Un cuerpo perfecto, fuerte y masculino. Los latidos del corazón de Catherine se aceleraron más de lo conveniente y le sorprendió una oleada de calor que estuvo a punto de hacer que le flaquearan las piernas. Después de aquella emoción, la embargó otra aún más potente. Rabia. En ese momento Royce la volvió a adelantar y Catherine no se pudo contener más. Comenzó a correr como si estuviera en las Olimpiadas y aquélla fuera una oportunidad única para su equipo.
Adelantó a Royce y sintió tal satisfacción que se olvidó del esfuerzo que estaba haciendo para mantener aquel ritmo vertiginoso.
Como suponía, la satisfacción no duró mucho, ya que él volvió a darle alcance y se quedó corriendo junto a ella.
—Buenas tardes, capitana —dijo él cordialmente.
—Capitán —contestó ella. No podía decir nada más. Aquel hombre había conseguido irritarla de nuevo. Ningún hombre jamás había logrado provocarle unos sentimientos tan agitados, fueran racionales o no. Y era porque gracias a Royce Nyland se había pasado toda la tarde revisando una pila interminable de informes.
Royce apretó el ritmo y Catherine se esforzó por seguirlo. Tenía la sensación de que la podía dejar atrás en cualquier momento. Estaba jugando con él como si fuera un gato arrinconando a un ratón. Sin embargo, Catherine no desistió en su empeño.
Después de dos vuelta más, se dio cuenta de que Royce se estaba divirtiendo con ella. Era obvio que al capitán le hacía gracia que fuese tan obstinada.
Durante tres vueltas consiguió mantener el ritmo de su superior pero Catherine era consciente de que no iba a poder seguir aquel ritmo frenético mucho más tiempo. Tenía dos opciones: dejar de correr o desmayarse. Eligió la primera.
Poco a poco fue aminorando el paso. Royce siguió adelante, pero cuando se dio cuenta de que ella no lo seguía se dio la vuelta para sorpresa de Catherine.
—¿Estás bien? —preguntó corriendo al paso de ella.
—Un poco cansada —repuso ella casi sin aliento. Él sonrió de forma socarrona y la miró con sarcasmo.
—¿Tienes algún problema?
—¿Estamos fuera de servicio? —preguntó ella de forma directa. Llevaba un mes soportándolo y no podía contenerse más. Estaba deseando decirle exactamente lo que pensaba de él.
—Por supuesto.
—¿Hay algo en mí que te moleste? —preguntó Catherine—. Porque sinceramente creo que te has picado conmigo, y eso no es problema mío… es tuyo.
—No te trato de forma diferente al resto —contestó Royce con calma.
—Pues claro que lo haces —replicó ella. Para bien o para mal los demás se habían ido y sólo quedaban ellos en la pista—. No he visto que le hayas puesto a nadie guardias durante cuatro viernes seguidos. Por alguna razón, que no alcanzo a comprender, te has empeñado en estropearme los fines de semana. Llevo once años en la Marina rodeada de hombres y nunca he estado de guardia más de una vez al mes. Hasta que has sido mi superior. Por lo visto, no te agrado y exijo saber por qué.
—Estás equivocada —respondió él algo tenso—. Creo que tu dedicación es digna de elogio.
Catherine no esperaba que él admitiera directamente la animadversión que le despertaba pero no estaba dispuesta a aguantar su retórica militar.
—¿Y debo suponer que ha sido mi dedicación al trabajo lo que te ha decidido a premiarme con el maravilloso puesto de coordinadora suplente del programa de mantenimiento? ¿Es acaso una recompensa por todas las horas extra que he realizado en el caso Miller? Si es así, podrías haber buscado otra manera de darme las gracias, ¿no?
—¿Eso es todo? —preguntó Royce. Estaba nervioso.
—La verdad es que no. Seguimos fuera de servicio, y tengo que decirte que pienso que eres estúpido —añadió Catherine.
De repente se sintió completamente aliviada. Sin embargo, comenzó a temblar, no sabía si por el exceso físico que había cometido o porque llevaba un rato insultando a su superior con todas sus ganas.
La mirada de Royce era imposible de descifrar. Catherine sintió un nudo en el estómago.
—¿Es eso verdad? —preguntó el capitán.
—Sí —contestó ella algo dubitativa.
Tomo aire. Sabía que acababa de traspasar el límite de lo que se le podía decir a un superior. Tenía las manos cerradas en puños y las apretó más. Si había pensado que así iba a solucionar sus problemas, se había equivocado. Si algo acababa de lograr, era arruinar su propia carrera.
Royce se mantuvo en silencio durante un rato. Después movió levemente la cabeza, como si hubieran estado charlando sobre el tiempo, se dio la vuelta y comenzó a correr de nuevo. Catherine se quedó quieta mirándolo.
Aquella noche Catherine durmió mal. No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Royce podía hacer dos cosas: ignorar la pataleta que había tenido o enviarla a una misión en cualquier país del tercer mundo. Con cualquiera de las dos opciones, Catherine estaría teniendo su merecido. Nadie le hablaba a su superior de la forma en la que ella lo había hecho. Nadie.
Se pasó horas tumbada en la cama analizando lo que había sucedido. No lograba comprender cómo había podido perder los nervios de aquella manera.
A la mañana siguiente, Royce ya estaba en su despacho cuando ella llegó. Catherine miró cautelosa a la puerta cerrada del capitán. Si Dios se apiadaba de ella, el capitán Nyland estaría dispuesto a olvidar y a perdonar la pataleta del día anterior. Catherine quería disculparse y se humillaría si hacía falta, porque quería dejar claro que su comportamiento había sido inaceptable.
—Buenos días —le dijo a Elaine Perkins al entrar—. ¿Cómo está el jefe hoy? —preguntó esperando que la secretaria hubiese podido evaluar el humor de Royce.
—Como siempre —contestó Elaine—. Me ha pedido que te dijera que vayas a su despacho cuando llegues.
Catherine sintió un escalofrío.
—¿Ha dicho que quería verme?
—Eso es. ¿Por qué te preocupa? No has hecho nada malo, ¿no?
—No, nada —murmuró Catherine. Solamente había perdido la cabeza y se había desahogado con su jefe.
Se estiró la chaqueta del uniforme y se cuadró. Caminó hasta la puerta del despacho y llamó suavemente. Cuando le ordenaron entrar lo hizo con la cabeza alta.
—Buenos días, capitana —dijo Royce.
—Señor.
—Relájate, Catherine —le pidió mientras se recostaba en su sillón. Tenía la mano en la barbilla como si estuviera reflexionando.
Le había pedido que se relajara, pero Catherine no podía hacerlo sabiendo que su carrera estaba pendiendo de un hilo. Ella no se había alistado en la Marina, como muchas otras mujeres, con la cabeza llena de pájaros en busca de aventuras, viajes y una formación gratuita. Ella fue consciente desde el principio de las rigurosas rutinas, de las implicaciones políticas y de que se iba a tener que enfrentar con todo tipo de machistas.
Sin embargo, quería formar parte de la Marina. Se había esforzado mucho y se había sentido recompensada. Hasta aquel momento.
—Desde la conversación de ayer, he estado dándole vueltas a la cabeza —dijo Royce. Catherine tragó saliva—. Por lo que he leído de ti, tienes un expediente intachable. Así que he decidido que inmediatamente serás reemplazada del puesto de coordinadora suplente del programa de mantenimiento físico por el capitán Johnson.
Catherine pensó que no había escuchado correctamente. Sus ojos, que habían estado clavados en la pared se posaron en los de Royce. Trato de recuperar el aliento para poder hablar.
—¿Me estás retirando del programa de mantenimiento físico?
—Eso es lo que he dicho.
—Gracias, señor —logró decir Catherine después de pestañear repetidamente.
—Eso es todo —concluyó Royce.
Ella dudó un instante. Estaba deseando pedir disculpas por haber perdido los nervios la tarde anterior, pero aquella mirada le decía que Royce no tenía ningún interés en escuchar sus justificaciones.
A pesar de que le temblaban las piernas, Catherine se puso en pie y salió torpemente del despacho.
Catherine no volvió a ver a Royce el resto del día y lo agradeció. Así tuvo tiempo para ordenar sus tortuosas emociones. No sabía qué pensar del capitán. Cada vez que se creaba una opinión sobre él, Royce se comportaba de tal forma que la desmontaba. Catherine tenía sentimientos ambiguos hacia él, lo que hacía la situación aún más confusa. Era, desde luego, el hombre más viril que había conocido en su vida. No podía estar en la misma habitación que él y no sentir su magnetismo. Pero por otro lado, le resultaba un tipo muy desagradable.
Catherine se dirigió al aparcamiento después de su jornada laboral. Lluvia, lluvia y más lluvia.
Ya se había hecho de noche y tenía tantas agujetas del día anterior, que decidió que aquella tarde no iría a la pista. Al menos ésa era la excusa que se daba a sí misma. No era momento de preguntarse cuánto de verdad había en esa justificación.
Su coche estaba aparcado al final y Catherine caminó hasta allí encogida por el frío. Entró en el coche y trató de encender el motor. Nada. Lo intentó de nuevo infructuosamente. Se había quedado sin batería.
Se apoyó sobre el volante y se quejó. Sabía tanto de mecánica como de una operación de neurocirugía. El coche sólo tenía unos meses, así que el motor no podía estar estropeado.
Salió del coche y pensó en echarle un ojo al motor. No iba a servir de mucho, ya que era de noche. Tardó un rato en encontrar el botón para abrir la capota y, con la pálida luz de la farola, apenas podía ver nada.
Después de darle varias vueltas sólo se le ocurrió llamar a un servicio de grúa. Cuando estaba a punto de volver al edificio para realizar la llamada se detuvo junto a ella un coche deportivo negro.
—¿Problemas? —preguntó Royce Nyland.
Catherine se quedó paralizada. Su primera tentación fue decirle que todo estaba en orden y que continuara con su camino. Mentira, pero era una forma de posponer un encuentro con él. Todavía no había tenido tiempo para que sus emociones se apaciguaran. Royce Nyland la confundía y le hacía perder el sentido común. Sacaba lo peor de ella y a la vez Catherine no era incapaz de dejar de intentar impresionarlo. En aquel preciso instante comprendió lo que le estaba ocurriendo. Se sentía sexualmente atraída hacia Royce Nyland.
Y aquélla era una atracción peligrosa para ambos. Mientras estuviera bajo su mando, cualquier relación romántica entre ellos estaba completamente prohibida. La Marina no se andaba con miramientos cuando se trataba de relaciones amorosas entre mandos y subordinados. Ni una sola actitud en aquel sentido era tolerada.
Por su propio bien y por el de Royce debía ignorar la fuerza de los latidos de su corazón cada vez que lo veía. Ignorar aquel cuerpo escultural mientras corría en la pista. Royce Nyland estaba fuera de su alcance, era como si estuviese casado.
—¿Es ése tu coche? —preguntó él impaciente ante la falta de respuesta.
—Sí… No arranca.
—Le echaré un vistazo.
Antes de que Catherine pudiera decirle que estaba a punto de llamar a la grúa, Royce ya estaba en pie dispuesto a ayudar. Se metió dentro del coche e intentó arrancar.
—Me temo que te has debido de dejar las luces puestas esta mañana porque está sin batería.
—Oh… Quizá me las haya dejado —reconoció ella. Estaba en tensión. Correr junto a él en la pista era una cosa, pero estar en el aparcamiento a oscuras, tan cerca de él, era otra. Instintivamente dio un paso atrás.
—Tengo unas pinzas en el coche. Con eso podrás arrancar.
En pocos minutos colocó los cables entre los dos coches y cargó la batería del coche de Catherine.
—Gracias —dijo Catherine mientras recogían. Él asintió mientras se disponía a marcharse, pero ella lo detuvo—. Royce.
Catherine no había querido pronunciar su nombre, de hecho era la primera vez que lo hacía, pero se le había escapado. Nunca se le había dado bien pedir perdón, pero tenía que hacerlo.
—No tenía que haber dicho lo que dije la otra noche. Si hay alguna justificación es que estaba muy cansada e irascible. No volverá a ocurrir.
—Estábamos fuera de servicio, Fredrickson, no te preocupes —dijo él con una medio sonrisa en la cara.
Se miraron fija e intensamente y Catherine no pudo evitar dar un paso al frente.
—Estoy preocupada —admitió ella y ambos supieron que estaba hablando de otra cosa.
Royce no dejaba de mirarla con una intensidad que le confirmaba cosas que hasta entonces Catherine sólo había sospechado. Cosas en las que no tenía ninguna intención de indagar.
Él se sentía solo. Y ella también.
Él estaba solo. Y ella también.
Catherine se sentía tan sola que por las noches, cuando se tumbaba en la cama, notaba una punzada en el corazón. Algunas veces se desesperaba porque tenía la necesidad de ser acariciada, de que la besaran.
Sintió que Royce tenía la misma necesidad que ella. Eso era lo que los había unido y lo que a la vez, los separaba.
Transcurrieron unos segundos pero ninguno de los dos se movió. Catherine no se atrevía ni a respirar. Estaba a punto de echarse a sus brazos, a punto de dar rienda suelta a lo que estaba sintiendo. La tensión que existía entre ellos era como una nube de tormenta a punto de estallar en el cielo azul.
Fue Royce quien dio el primer paso. Pero fue en dirección contraria a Catherine, que suspiró aliviada.
—No hay ningún problema —murmuró él antes de marcharse.
Catherine estaba deseando creerlo pero su intuición le decía que Royce no estaba en lo cierto.
Royce estaba temblando. Aparcó y apagó el motor mientras trataba de recuperar la compostura antes de entrar en casa. Había estado a punto de besar a Catherine y aún se sentía atrapado por el deseo. Él era un hombre forjado a base de disciplina. Siempre se había sentido orgulloso por su capacidad de autocontrol y había estado a punto de lanzar por la borda sus principios. ¿Y por qué? Porque Catherine Fredrickson le excitaba.
Durante tres años Royce había mantenido cerrada la válvula que controlaba su apetito sexual. No necesitaba el amor, ni la ternura ni las caricias de una mujer. Aquéllas eran emociones básicas que podían ser ignoradas. Y él había estado cerrado a ellas hasta que había aparecido Catherine.
Desde el mismo instante en el que ella había puesto el pie en su despacho, Royce se había sentido desbordado por un torrente de sentimientos inesperados. Al principio no se había dado cuenta, aunque inconscientemente le había aguado todos los viernes. No hacía falta un diván de psicoanalista para interpretar aquello. Y su nombre había sido el primero que le había venido a la cabeza en cuanto había tenido que cubrir un puesto.
Tras analizar lo que había ocurrido, Royce se dio cuenta de que había estado castigando a Catherine. Y la había castigado porque la capitana le atraía y le estaba recordando que era un hombre con necesidades que no podían ser negadas por más tiempo.
Desafortunadamente, tenía que enfrentarse a muchas más cosas aparte de a su apetito sexual. Catherine estaba bajo su mando, lo que lo hacía más difícil para los dos. Estaba completamente fuera de su alcance. Ninguno de los dos podía permitirse ceder a aquella atracción. Si lo hacían, sólo conseguirían herirse mutuamente. Sus carreras profesionales se resentirían, así que debían esforzarse por mantener a sus indisciplinadas hormonas a raya.
Royce tomó aire, cerró los ojos y trató de expulsar a la imagen de Catherine de su mente. Era una mujer orgullosa, pero se había atrevido a pedirle perdón. Se había echado todas las culpas, aunque Royce sabía que ella en realidad había tenido razón al enfadarse. En aquel momento, fue consciente de que ninguna mujer le había merecido nunca tanto respeto. Por ser honesta, directa y por estar dispuesta a enfrentarse a lo que había entre ellos, aunque todavía no le supieran poner un nombre.
En resumen, le había demostrado algo que él ya llevaba tiempo sospechando. La capitana Catherine Fredrickson era una mujer de los pies a la cabeza. Un mujer especial, una mujer tan bella que no sabía qué demonios iba a hacer para sacársela de la cabeza. Lo único que estaba claro era que tenía que conseguirlo, aunque eso supusiera pedir un traslado y separar a Kelly del único lugar que había significado un hogar para ella.