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Capítulo 3

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Y PODEMOS ir también al cine? —preguntó Kelly mientras se abrochaba el cinturón en el coche. Iban de camino al centro comercial donde la chaqueta más importante del mundo estaba en oferta. O Royce le compraba la dichosa chaqueta o prácticamente le estaría arruinando la vida a su hija. No recordaba que la ropa fuera tan importante cuando él era pequeño, pero el mundo había cambiado mucho desde entonces—. Papá, ¿qué dices de la película?

—Vale —aceptó fácilmente.

¿Por qué no? Se había pasado toda la semana muy irascible, fundamentalmente porque se estaba enfrentando a sus sentimientos por Catherine. Kelly merecía una recompensa después de soportarlo toda la semana.

Habían sido unos días muy extraños con Catherine, pero más por lo que no había pasado entre ellos que por lo que había pasado. Royce era incapaz de entrar en la oficina sin ser consciente de su presencia. Era como si hubiera una bomba en una esquina a punto de estallar. De vez en cuando se miraban y se perdía en aquellos ojos de color miel. En la oficina no era tan problemático, el verdadero examen se daba en la pista de carreras.

Cada día Royce se decía a sí mismo que no iba a correr. Pero al final, todas las tardes, con la precisión de un reloj, se acercaba a la pista y allí esperaba a Catherine. Corrían juntos, sin hablar y sin ni siquiera mirarse.

Era un placer extraño el correr junto a la capitana menuda. La pista era un terreno neutral, un territorio seguro para los dos. Aquel rato junto a ella, era el aliciente por el que se levantaba cada mañana y lo que daba sentido a su día.

Cada vez que Catherine le sonreía, Royce sentía cómo aquellos ojos se clavaban en su corazón. Cada tarde, después de correr, ella le daba las gracias por la sesión conjunta de entrenamiento y se volvía al coche en silencio. En el momento en el que desaparecía de su campo de visión, Royce se sentía abatido. Nunca se había dado cuenta hasta entonces de la escasa compañía a la que lo obligaba la disciplina férrea, sobre todo en las largas y solitarias noches en la cama vacía. Estaba desolado.

Las tardes tampoco eran fáciles. Tenía miedo de que llegara la noche porque sabía que, en cuanto cerrara los ojos, Catherine vendría a su cabeza. Se podía imaginar perfectamente lo cálida y suave que era, y sus fantasías parecían tan reales que todo lo que tenía que hacer era estirar el brazo y estrecharla contra su cuerpo. Royce nunca había sospechado que su cabeza le pudiera jugar tan malas pasadas. Estaba teniendo serios problemas para mantener la distancia con ella, tanto emocional como físicamente. Pero en sueños, el subconsciente abría las puertas a Catherine y atormentaba a Royce con imaginaciones que no podía controlar. Sueños en los que Catherine corría hacia él con los brazos abiertos en una playa. Catherine femenina y suave entre sus brazos. Catherine riéndose. Y Royce hubiera jurado que no había escuchado un sonido más maravilloso en la vida.

Lo único que tenía que agradecer era que los sueños nunca se hubieran traducido en un acercamiento físico en la vida real.

Todas las mañanas, Royce se levantaba enfadado consigo mismo, enfadado con Catherine porque no se marchaba de sus pensamientos y enfadado con el mundo. Y con toda su fuerza de voluntad, que era mucha, apartaba a la capitana de su cabeza.

Mientras Catherine estuviera bajo su mando, todo lo que Royce podía permitirse eran sueños involuntarios. No se permitía el placer de fantasear con ella en momentos de tranquilidad.

La vida podía convertirse en una absurda trampa. Una y otra vez ésa era la lección que Royce había aprendido. No estaba dispuesto a perder por una mujer todo lo relevante que había construido, a pesar de que fuera capaz de atravesarlo con la mirada.

El centro comercial estaba muy concurrido, era fin de semana y se acercaban las Navidades. Royce se dejó arrastrar hasta la tienda P.C. Penney y aquél fue sólo el principio del suplicio. La chaqueta que era tan maravillosa se había agotado en la talla de Kelly. La dependienta había llamado a otras tres tiendas y no había ninguna. Y no quedaban repuestos.

—Lo siento, cariño. ¿Quieres mirar otro abrigo? —le preguntó Royce a la niña, que estaba muy decepcionada. Él quería resolver la situación cuanto antes. Llevaba allí casi una hora y se le estaba agotando la paciencia.

Kelly se sentó cabizbaja en un banco de madera fuera de la tienda. Royce estaba a punto de repetir la pregunta cuando la niña se encogió de hombros.

—¿Y si vamos a tomar algo? —preguntó Royce, que estaba necesitando un café. La niña asintió, se puso en pie y le dio la mano, un gesto que no practicaba en exceso.

Royce le compró un refresco de cola y para él un café, mientras Kelly elegía mesa.

—Papá —dijo la niña emocionada—, mira a esa mujer tan guapa que está ahí.

—¿Dónde? —preguntó él. El centro comercial estaba lleno de mujeres guapas.

—La de la chaqueta rosa, verde y azul. Está caminando hacia nosotros. Corre, mírala antes de que se vaya.

Royce acaba de pensar que la vida era una trampa, y ahí estaba él, al borde del abismo una vez más. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, se puso en pie.

—Hola, Catherine —le dijo acercándose hasta ella. Por lo visto a su hija también le parecía guapa.

—Royce —contestó ella con los ojos iluminados por la sorpresa. Ninguno de los dos estaba cómodo.

—¿Qué tal estás? —preguntó él en tensión.

—Bien.

—Papá —interrumpió Kelly impaciente—, me gusta su abrigo, mucho.

Catherine miró a la niña y pareció aún más sorprendida. Él nunca le había hablado ni de su hija ni de su viudedad. Quizá se pensara que todavía estaba casado.

—Es mi hija, Kelly —aclaró Royce.

—Hola, Kelly. Me llamo Catherine. Tu padre y yo trabajamos juntos.

—Tu chaqueta es muy bonita —dijo la niña sin dejar de tirar de la manga de su padre.

—Lo que a Kelly le gustaría saber es dónde te la has comprado —aclaró Royce.

—Y si tienen tallas para niñas —añadió Kelly.

—Pues me la he comprado aquí mismo, en el centro comercial, en Jacobson’s.

—Papá —dijo la niña tras apurar su refresco—, vamos, ¿vale?

Royce miró la taza de café, apenas si la había tocado, pero Kelly lo estaba mirando como si se fuera a agotar también esa chaqueta.

—No sé si tendrán tallas pequeñas. Como es una tienda de chicas puedo entrar yo y tú te quedas en la puerta, papá.

—¿Te puedo acompañar yo? —se ofreció Catherine. Royce se tuvo que controlar para no besarla.

—¿No te importa? —preguntó él para quedarse tranquilo.

—No. Termínate el café a gusto. No tardaremos mucho —contestó Catherine.

Royce sabía que lo más sensato hubiera sido rechazar su oferta, pero Kelly lo estaba mirando llena de emoción, así que accedió.

Una hija. Royce tenía una hija. Catherine había trabajado con él más de cinco semanas y no se había molestado en mencionar ni que había estado casado ni que tenía una hija. La niña era un encanto, con el pelo oscuro y largo, y los ojos muy azules. Kelly era tan amable y dulce, como su padre era distante y frío.

Royce la había mirado de forma penetrante cuando le había presentado a su hija. Hasta aquel momento no había sido consciente de cuánto lo deseaba. En cuanto lo había visto a lo lejos, se había acercado apresuradamente, guiada por el instinto, para saludar al hombre que ocupaba todos sus pensamientos.

—Hemos estado en P.C.Penney pero las chaquetas de mi talla estaban agotadas. Hemos estado rebuscando y estaba cansada. Entonces papá me ha invitado a un refresco y después te hemos visto —explicó Kelly—. Tu chaqueta me encanta.

Catherine se la había comprado hacía dos semanas. Necesitaba algo más que un chubasquero para pasar allí el invierno. Le había llamado la atención en cuanto la había visto en el escaparate de una tienda de deportes. Lo que más le había atraído había sido la combinación de colores, como a Kelly.

—A mí también me gusta. Y me suena que tienen tallas para niña.

—A papá no le gusta mucho ir de compras. Lo hace por mí, pero estoy segura de que preferiría estar viendo cualquier partido tonto. Los hombres son así, ya sabes.

—Eso dicen —dijo Catherine. Por lo visto, la hija de Royce sabía mucho más de hombres que ella.

Catherine de pequeña había vivido sólo con su madre y en la universidad en una residencia sólo para chicas.

—Papá pone mucho esfuerzo, pero no entiende muchas cosas de mujeres.

Catherine no pudo evitar sonreír. Obviamente ella no era la única en no saber cómo comportarse con el sexo opuesto. Royce y ella necesitaban a una niña de diez años para enderezar sus vidas.

Llegaron a la tienda y encontraron una chaqueta casi idéntica de la talla de Kelly. La niña se la probó delante del espejo y después la dejaron reservada en el mostrador.

Kelly salió corriendo en dirección a la cafetería para informar a su padre y Catherine la siguió.

—Es rosa, verde y azul. No el mismo azul que el de Catherine pero muy parecido. Me la puedo llevar, ¿verdad? Yo pagaré un poco —dijo la niña sacando un billete de cinco dólares y algunas monedas del bolsillo del pantalón.

—Vale, vale. Me rindo —contestó Royce poniéndose en pie. Miró a Catherine y le guiñó un ojo.

Ella no se lo creía. El hombre de hielo era capaz de guiñar el ojo como cualquier otro ser humano. Royce Nyland se comportaba de una forma en la oficina, de otra en la pista y de otra distinta con su hija.

—Bueno, parece que todo está controlado por aquí —dijo Catherine dispuesta a marcharse. Se sentía incómoda con él.

—No te vayas —le pidió Kelly agarrándole la mano—. Papá me ha dicho que vamos a comer pizza y quiero que vengas con nosotros.

—Estoy seguro de que Catherine tendrá otros planes —afirmó él.

—La verdad es que sí que tengo cosas que hacer. Me quería pasar por la tienda de animales para comprarle unas cosas a mi gato —admitió ella un poco decepcionada por que Royce no hubiera insistido.

—A mi me encanta la tienda de animales. Una vez me dejaron acariciar a un cachorro. Yo me moría de ganas de llevármelo, pero papá dijo que no podíamos porque no iba a haber nadie en casa durante el día para cuidarlo —explicó—. Oh, Catherine, ven con nosotros, por favor.

Catherine miró a Royce. Esperaba encontrarse con una mirada fría e indescifrable. Sin embargo, parecía estar dudoso y con ganas de invitarla. Catherine sintió un escalofrío.

—¿Estás seguro de que no voy a ser una molestia? —preguntó. Sabía que debía declinar la invitación. Estaban a punto de prender un fuego que acabaría por consumirlos pero ninguno de los dos parecía estar dispuesto a hacer nada por evitarlo.

—Estoy seguro —contestó Royce.

—¡Bien! —exclamó la niña ajena a lo que estaba sucediendo entre los dos adultos—. Espero que no te gusten las anchoas. Papá siempre se las pide en su mitad de la pizza. A mi me dan asco esas cosas.

Media hora después, estaban sentados en una pizzería. Catherine y Kelly compartieron una pizza de salchichas y aceitunas y Royce se pidió una para él con las anchoas que tanto asco daban a las dos damas.

A pesar de la buena temperatura que hacía en el restaurante, Kelly insistió en comer con el abrigo nuevo puesto.

—¿La uñas largas que llevas son de verdad? —preguntó Kelly. Catherine asintió con la boca llena—. ¿No son de las postizas?

—No —repuso Catherine.

Los ojos de Kelly se abrieron admirados y le tendió la mano a Catherine, que sacó del bolso un pequeño juego de manicura y le fue explicando para qué servía cada instrumento.

—¿De qué estáis hablando? Por lo visto, las mujeres tenéis vuestro propio idioma —dijo Royce en tono de burla.

Kelly cerró el estuche y se lo entregó a Catherine. Después miró a su padre y de nuevo a Catherine, quien se imaginó lo que estaba pensando la niña.

—¿Estás casada, Catherine? —preguntó la niña con inocencia.

—Ah… no —contestó ella en tensión.

—Mi papá tampoco. Mi mamá murió, ¿sabes? —comentó Kelly sin parecer muy afectada.

—No… no lo sabía —contestó tratando de no mirar a Royce.

—¿Así que mi papá y tú trabajáis juntos? —prosiguió Kelly.

—Kelly Lynn —dijo Royce en un tono que Catherine conocía perfectamente de la oficina. Por lo visto le servía para llamar la atención tanto de sus soldados como de su hija.

—Sólo estaba preguntando.

—Entonces deja de hacerlo.

—Vale, pero no estaba haciendo nada malo —repuso la niña volviendo a la pizza—. Catherine va a venir al cine con nosotros, ¿verdad? —le preguntó a su padre—. Te dejo elegir la película.

Aquél debía de ser todo un honor porque padre e hija debían de tener gustos muy dispares y la elección probablemente fuera una dura batalla.

Catherine no sabía qué era lo que estaba pensando Royce. La propuesta de la niña estaba fuera de lugar. Comer juntos era una cosa y estar sentados juntos en el cine otra bien distinta.

—¿Papá?

Royce y Catherine se miraron fijamente. La tensión era palpable.

—Catherine tiene otras cosas que hacer —le contestó a su hija.

—Es verdad, bonita. Quizá otro día —se apresuró a añadir Catherine.

La niña asintió con la cabeza pero parecía decepcionada. Y no era la única. A Catherine le pesaba el corazón. Nunca hasta entonces se había sentido tan cerca de Royce. Con su hija, aquel hombre bajaba la guardia y dejaba ver la faceta cariñosa y cálida que escondía tras un muro de orgullo y disciplina.

Catherine se limpió las manos y tomó su bolso.

—Gracias a los dos por la comida. Es hora de que me vaya —dijo.

—Me encantaría que vinieras al cine con nosotros —se quejó Kelly.

—A mí también me encantaría —susurró Catherine mirando a Royce.

Cuando ya estaba en la puerta del restaurante, Royce la detuvo. Había salido corriendo detrás de ella. No dijo nada durante unos instantes, pero no dejaba de mirarla. Su rostro no delataba lo que estaba sintiendo. Era un experto a la hora de esconderse.

Le dijo la película y la sesión a la que iban a ir sin apartar su mirada intensa.

—Por si cambias de opinión —finalizó Royce antes de volver con su hija.

Cuando Catherine se metió en el coche, comenzó a temblar. ¿Qué le pasaba a Royce? ¿Se había vuelto loco?

Era su superior, una persona consciente de las consecuencias, y la estaba invitando a ir al cine. No obstante, estaba dejando la decisión en manos de Catherine. Y ella se moría de ganas de aceptar.

Después de todo, ir al cine tampoco era acostarse con él. Los dos podrían haber coincidido en la misma película a la misma hora, no había nada de malo en eso. Las normas no decían que no pudiesen ser amigos. Amigos que se habían encontrado en el cine y que se habían sentado juntos, ¿no?

Catherine no sabía qué hacer. Su cabeza le decía una cosa y su corazón otra. Ambas carreras profesionales estaban en peligro. Era un riesgo demasiado grande sólo por estar sentados uno junto a otro en el cine.

Cuando llegó la hora, Catherine estaba detrás de un grupo de adolescentes, y su corazón latía tan fuerte que pensaba que la gente se iba a dar cuenta. Royce y Kelly estaban sentados en la última fila y la niña no tardó en divisar a Catherine. Pegó un bote y salió al pasillo para abrazarla.

—¡Sabía que ibas a venir! —dijo tomando la mano de Catherine y guiándola hasta su asiento.

Catherine no miró a Royce. Tenía miedo de lo que se pudiera encontrar en sus ojos.

—Missy está ahí. ¿Puedo ir a enseñarle mi abrigo nuevo?

Royce dudó un instante y luego le dio permiso a la niña para que saludara a su amiga.

Catherine se sentó dejando un asiento libre entre los dos. Royce seguía mirando hacia delante, como si no conociese a Catherine de nada.

—¿Estás loca? —preguntó finalmente en un murmullo.

—¿Y tú? —replicó ella agitada.

Los dos se sentían furiosos y era por el mismo motivo. Catherine no estaba dispuesta a asumir toda la responsabilidad. Él había sido quien había puesto la pelota en su tejado, el que de alguna manera la había invitado aunque se estuviera arrepintiendo.

—Sí, creo que estoy loco —admitió.

—No iba a venir.

—¿Y por qué lo has hecho?

Catherine no lo sabía. Quizá fuera porque le gustaba vivir arriesgándose, caminar por el filo sin caerse.

—No lo sé, ¿y tú?

—Maldita sea, no lo sé. Me temo que me gusta desafiar al destino.

—Papá —dijo Kelly asomándose a su asiento—, Missy quiere que me siente con ella. No te importa, ¿verdad?

—Vale —respondió Royce volviendo a dudar de nuevo.

—Gracias, papá —dijo la niña, quien al pasar por al lado de Catherine le guiñó un ojo, tal y como se lo había guiñado el padre horas antes. Catherine no entendía el significado de ninguno de los dos gestos.

Cuando Kelly se marchó, la tensión entre los dos adultos aumentó.

—Me moveré yo —dijo Catherine poniéndose en pie, pero Royce la detuvo.

—No, quédate ahí —le suplicó sujetándole el brazo.

Catherine lo obedeció, pero instantes después fue él quien se sentó junto a ella. En ese instante la sala se oscureció y la música comenzó a sonar. Royce estiró las piernas y rozó la rodilla de Catherine sin querer y ella se quedó sin aliento. Se le había olvidado lo agradable que podía llegar a ser el contacto con un hombre.

Catherine alzó la vista y se encontró con que Royce la estaba observando. Sus ojos estaban encendidos de deseo, lo que provocó una ola de calor en el cuerpo de Catherine. Haciendo un gran esfuerzo, logró apartar la mirada.

Royce cambió de postura y sus cuerpos dejaron de estar en contacto, lo que fue un alivio para ambos. La situación era lo suficientemente difícil como para aumentar la tentación y echar más leña al fuego.

Catherine tenía serías dudas de que alguno de los dos se estuviera enterando del argumento de la película. Ella estaba completamente concentrada en el hombre que tenía a su lado.

Royce puso un cucurucho de palomitas entre ellos y Catherine tomó un montón y las fue tomando una a una. Una de las veces que metió la mano en el cucurucho se encontró con la mano de él. Cuando fue a retirarla, Royce ya la había agarrado. Sacaron las manos de las palomitas pero Royce no dejó de acariciarla, despacio, como si estuviese arrepintiéndose de su debilidad. Sin embargo, no la soltaba, era como si no la quisiera dejar marchar.

Catherine no podía explicarse la explosión de emociones que le estaba generando aquel contacto. Si la hubiera besado, tocado los pechos o hecho el amor, Catherine habría entendido aquella reacción, pero era algo desmedido para una simple caricia.

Nunca en la vida se había sentido tan vulnerable. Estaba poniendo en riesgo aquello que era más importante en su vida. Y Royce estaba haciendo lo mismo, ¿por qué?

Era una pregunta difícil y la respuesta lo era aún más. Ella casi no conocía a Royce. Había estado casado, su mujer había muerto y tenía una hija. Era un marino, un hombre que había nacido para ser un líder. Era un tipo respetado. Admirado. Pero nunca se habían sentado a charlar sobre sus vidas. Que sintieran una atracción tan fuerte el uno por el otro era una casualidad del destino. No había ningún motivo, y sin embargo nada ni nadie hubiera sacado a Catherine de aquel cine.

La película terminó y se dio cuenta porque Royce le soltó la mano. Le entraron ganas de protestar porque quería seguir sintiendo su calor.

—Catherine —suspiró él acercándose—, vete ahora.

—Pero…

—Por el amor de Dios, no me lleves la contraria. Sólo vete —le pidió. Catherine se puso en pie.

—No vemos el lunes.

Catherine sabía que iba a estar pensado en él cada minuto del fin de semana hasta que llegara el lunes.

—¿Pasa algo entre tú y el capitán Nyland? —le preguntó Elaine a Catherine cuando llegó el lunes a la oficina.

—¿Por qué me preguntas eso? —dijo ella con el corazón en un puño.

—Me ha dicho que pases a verlo en cuanto llegues. Otra vez.

—¿Qué pase a verlo en cuanto llegue?

—Y cuando el capitán ordena, nosotras obedecemos. Lo único que quiero saber es qué has hecho esta vez —comentó la secretaria.

—¿Por qué crees que he hecho algo? —preguntó Catherine mientras colgaba su abrigo.

—Porque parece que está de un humor de perros. Ese hombre es un peligro. Yo de ti tendría cuidado.

—No te preocupes —contestó. Catherine se cuadró y llamó a la puerta del capitán.

—Pase —contestó él.

Al verla entrar frunció el ceño. Era cierto, tenía muy mal aspecto. Volvía a ser el hombre de hielo. El padre cariñoso había sido sustituido por el rígido militar.

—Siéntese, capitana —ya había dejado de ser Catherine. Obedeció sin saber qué iba a suceder.

—Creo que no es buena idea que sigamos haciendo ejercicio juntos por las tardes —afirmó él con un lápiz entre los dedos.

Catherine lo miró. Era el único rato que pasaban juntos, aunque fuera egoísta, no quería renunciar a él.

—Soy consciente de que tiene tanto derecho como yo a utilizar la pista así que me gustaría que pensáramos un horario. Es una pena, pero yo sólo tengo las tardes libres…

—Mi horario es menos restrictivo, capitán. No se preocupe, haré un esfuerzo para evitar coincidir con usted. ¿Le gustaría que dejara de ir al centro comercial también?

El rostro de Royce se tensó. Catherine no sabía por qué se sentía tan ofendida. Él sólo estaba haciendo lo que correspondía dadas las circunstancias. Pero Catherine se sentía como si le hubieran quitado el suelo que había tenido bajo los pies y estuviera tratando de mantener el equilibrio.

—Puede ir de compras donde quiera.

—Gracias —contestó crispada—. ¿Eso es todo?

—Sí.

Catherine se dio la vuelta para salir.

—Capitana… —ella se detuvo y lo miró, pero Royce negó con la cabeza—. Nada, será mejor que se vaya.

Unidos por el mar

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