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ОглавлениеCAPÍTULO UNO
El día que abordé el avión rumbo al Viejo Continente europeo no imaginé las transformaciones que se operarían en mi interior. Desde el momento mismo en que mis pies dejaron de sentir la inercia de la tierra, elevándome hacia las nubes, y como una flecha cruzaba el espacio por encima del océano, tuve una sospecha, como otras tantas, apoyada en una corazonada nunca antes sentida.
Tan solo dos meses atrás, nunca había abordado un avión, ni lo conocía por dentro de manera real, pues absurdo es adquirir un boleto de entrada con el fin de ver el interior de una aeronave (donde está la magia), como se puede hacer en algunos veleros turísticos fondeados en la bahía de Cartagena.
El primer impedimento para aquel largo viaje fue la tarjeta de identidad de mi hijo menor, principal obstáculo que impidió la rápida tramitación del pase internacional. Las circunstancias lo habían colocado como mi compañero de fortuna, yo no quería hacer un viaje tan largo sola. Por ello, mi hija Lara decidió comprar dos pasajes de ida y vuelta. Su sueño de tenerme junto a ella no sería truncado por un impedimento menor.
Después de ser tramitado el documento por el aparato gubernamental de la burocracia colombiana, mi hijo, de dieciséis años, obtuvo el pasaporte otorgado a los menores de edad. Un impedimento menos ante las trabas del camino. Todo aquello lo afrontaba algunas veces con carácter y determinación, y en otras ocasiones de manera tibia y vacilante. La ceguera intelectual me impedía moverme hacia lo deseado con la misma fuerza de voluntad que me había impulsado hacia la consecución de otros objetivos mayores.
La motivación se encontraba todavía en estado laxo, embargada por un miedo auténtico ante lo desconocido. Como el clima invernal y las bajas temperaturas. Un día amanecía convencida de mis fortalezas físicas y mentales, pero al siguiente volvía a caer dentro de la misma incertidumbre. Presa de dudas exacerbadas, venida a menos, me creía incapaz de poseer la voluntad necesaria para afrontar todo aquello. Como al escritor de una historia cuya inspiración no alcanzaba para un suspiro y dos o tres líneas diarias le demostraban lo patético de su acción mental, de manera semejante, la inspiración para cumplir un deseo de aquella envergadura me abandonaba por intervalos; y cuando sucedía dejaba los cabos sueltos, y yo en medio de la trama como un muñeco a quien se le estaba agotando la carga. Atrapada en la mazmorra indefinida de mis dudas, los días, las semanas y los meses se sucedían y se iban desgastando; junto a ellos, las estaciones de lluvia y verano, sin atrapar la energía beta que seda y tranquiliza la actividad de los cerebros y los corazones. Otra clase de descarga vino en mi ayuda y pudo estremecer mi fuero interno más recóndito, sacándome de la zona de confort donde me situé por largos años en detrimento de mi propio espíritu imaginativo.
De manera anticipada, mi hija Lara, antes de llevarme a tierras lejanas, donde habitan estos seres curiosos llamados germanos, debía hacerme experimentar el frío en un grado menos superlativo, donde podía analizar posibles riesgos y alteraciones en mi salud. Lo planeó cuidadosamente y al detalle, y con esta carta de viaje arribó a Cartagena un hermoso día de noviembre.
Con este plan preconcebido arrancamos hacia Bogotá tiempo después, con el fin de aclimatarnos en un tour de pocos días.
Al llegar a la gran metrópolis bogotana nos dirigimos de inmediato al hostal previamente reservado, situado en el barrio de La Candelaria, cuyas callejuelas angostas hacen subidas y bajadas por el corazón mismo de la ciudad. Paseamos por lugares que hablan por sí mismos de la idiosincrasia bogotana de épocas pasadas y actuales. Ese pedazo del país donde había nacido me era extraño también. Por ello, al preguntarme mi hija cuál era el sitio predilecto a conocer como primera opción de las diferentes regiones colombianas, no dudé en responder y mi dedo sobre el mapa apuntó al valle del Cocora. Debido a ello creí saber cuál sería el primer recorrido a efectuar. Pero el itinerario de viaje trazado por la Doc (suelo llamar así a mí hija) y Dominic, su marido, dejaría por fuera la zona cafetera indicada para dar prioridad, en el itinerario de ruta en el interior del país, a otros lugares tanto o más desconocidos por mí. Ese destino y la posibilidad de ir al Amazonas fueron derogados porque hubo de sentirlo jodidamente caro.
Sobre el particular le escribió a su hermano menor, quien luego sería mi compañero de viaje, dos líneas:
Mano, lo del Cocora y el Amazonas ya no va, pero lo de las islas de San Bernardo y el Tayrona sí, también incluiremos Bogotá y Villa de Leyva en el itinerario.
Él, sorprendido, preguntó:
¿Por qué incluiste Villa Perdida en nuestro viaje?
Y recibió por respuesta:
Porque es un punto paleontológico colombiano donde existe un gran museo de fósiles.
Mi joven compañero de viaje, quien deseó por mucho tiempo estudiar paleontología, quedó satisfecho con la escogencia.
Nos fuimos hacia Bogotá el grupo de los cinco, pues además de Lara, su marido, mi hijo y yo, también se encontraba mi esposo. Fue una grata estadía en Bogotá, a pesar de que a mi marido le desagradan los mochileros, de quienes se expresó en algún momento con desdén al llegar al hostal, donde también se hospedaban varios de esos trotamundos de morral, mochila, cabello y aire andariego. La habitación estaba fría como el hielo, nada agradable colocar las nalgas sobre la loza yerta del inodoro. Fue nuestro mayor reto como iniciados en el contacto con temperaturas de aquel calibre (obvio, ¿no?) como los seres atrapados en el ardiente calor costeño que veníamos de ser.
Difícil de olvidar la imagen de Bogotá desde lo más alto del cerro de Monserrate, envuelta luego al atardecer en una espesa bruma. Ya situada la temperatura en los siete grados, nos refugiamos en una tiendita donde vendían bebidas calientes, a base de coca, panela y otras yerbas aromáticas. Permanecimos allí por espacio de breve tiempo, al calor del techo del quiosco, escuchando boleros de la vieja guardia, con la agradable atención del tendero, un rolo como de unos sesenta y siete años, quien nos contó unas cuantas experiencias con la nieve y la bruma que a veces espantaba a los visitantes. Se refirió a la nieve como un fenómeno raro, el cual solía ocurrir muy de vez en cuando.
No pudimos disfrutar plenamente del parque Simón Bolívar. Cayó ese día, a finales de noviembre, un torrencial aguacero que nos aguó la fiesta y obligó a permanecer de pie bajo el alero del quiosco principal del parque, observando caer la lluvia por espacio de dos horas. Pero a pesar del aguacero pertinaz, alcanzamos a percibir su cuidada belleza. Cuando ingresamos al sitio, al mediodía, se encontraba soleado y sin amago de lluvia.
Era el parque más extenso dentro de la ciudad, nunca visto: rebosaba de verdor, su bien recortado pasto incitaba al caminante a acostarse sobre él y descansar a la sombra de los árboles para relajarse acariciado por la tibieza de los rayitos del sol y poder admirar de cerca su lago artificial y sus serpenteantes senderos. Ese día habíamos regresado de Villa de Leyva y nos encontrábamos un poco cansados por el extenuante viaje llevado a cabo dentro de un pastudo bus intermunicipal.
Recuerdo a mi hija tumbada en el regazo de su compañero de andanzas, sobre uno de los bancos del parque. Se adormeció entre sus brazos mientras caían pequeñas frutillas maduras que golpeaban suavemente su rostro para luego rebotar sobre la tierra seca antes de ser rebasada por el agua. A pocos pasos, el lago, como un gran ojo de agua translúcido, estaba quieto. A su marido le brillaban sus ojos azules y cuando la miraba lo hacía con especial detenimiento, en la contemplación de lo humano hacia lo humano. El silencio, en ese momento, no fue quebrantado por palabra alguna, fenómeno que contrastaba en tono mayor con las sutiles notas del viento y el aire que se respiraba. Vibrando y armonizando con los caminantes en la misma sintonía. A veces pasaban deportistas trotando, pero sus tenis de goma sobre los senderos casi no se escuchaban. Mi esposo descansaba al lado de nuestro hijo. Sentí gran complacencia al comprender cómo aquella hermosa mujer había logrado colocarnos sobre la superficie de otro sitio especial del país, como quien toma las fichas del ajedrez saltando de una a otra casilla con gran destreza, maestría y singularidad en el ejercicio del juego; única manera de derribar la barrera que coloca la conciencia ante el deseo de llevar a cabo un proyecto de cualquier envergadura, con la valentía y la gallardía necesarias para abrir el umbral hacia lo realizable.
Al dejar Bogotá sentí que me quedó faltando hablar con más gente, pues un bogotano no puede arrojar una impresión global del sentir regional.
Empero, a veces, el silencio es más elocuente que las palabras. Solemos ser esclavos de lo expresado y a menudo el parloteo constante puede alterar la percepción de nuestra verdadera realidad: nos comportamos delante del gran público de x o de y manera para ocultar aquello que yace más allá de la apariencia.
Traje conmigo la huella impresa de un gran parque solitario hecho a mi manera. Me alteran las muchedumbres y el bullicio exagerado. Quién creyera que salimos huyendo del lugar, empapados, con los zapatos llenos de barro y sin tiempo de asearnos con la debida meticulosidad, con el fin de abordar el avión donde regresaríamos a la Ciudad Heroica y encontrarnos horas después en medio de un escalofriante sol.
En Villa de Leyva pasamos dos noches y un día completo. Este es un municipio situado en el departamento de Boyacá, un pueblito con encantos muy particulares. Visitamos varios de sus sitios de interés, potenciales joyas turísticas. Entre estos sobresale su gran museo llamado Fósil, construido en el mismo lugar donde fuera descubierto el Kronosaurus boyacensis. De verdad disfrutamos ver y leer con detenimiento cada pieza rotulada del lugar con el fin de comprender su grado de relevancia, significado científico y para la población misma. Pero ese sitio arqueológico se encuentra a las afueras del casco urbano, donde fueron desenterradas gran cantidad de piezas paleontológicas como partes de exoesqueletos (caparazones) de cefalópodos y ammonites. Se considera una zona de gran riqueza geológica y paleontológica, sin igual en otra parte del país; tanto como su paisaje, de una singularidad irresistible. Recuerdo también la laguna de Iguaque. En mi particular forma de ver, su verdadera belleza se encuentra afuera, en sus inmediaciones, pues la hermosa villa colonial se encuentra rodeada de fósiles, de montañas, de aguas cristalinas formadas por el embalse.
Recuerdo de viva imagen el paisaje boyacense recorrido durante cuatro largas horas de ida y vuelta. La resequedad de los árboles, cubiertos de un polvillo blanco, delataba que la lluvia había escaseado largos meses por esos parajes. A gran distancia de la fría y lluviosa Bogotá, los pinos seguían adornando las cercanías de la orilla de la carretera. La otra vegetación del departamento es agreste y diferente, donde se haya ubicada Villa de Leyva. En su plaza empedrada no había un solo árbol; algo un tanto extraño dada su conservación y su aspecto colonial de grandes proporciones. Lara, mi hija, la recuerda con agrado; no le pareció excepcional, pero sí bonita, a pesar de conocer lugares parecidos con estos atractivos tan singulares, donde agarran por la solapa al desprevenido turista, guiándolo hipnotizado bajo el influjo de los encantos históricos y naturales muy bien integrados. Allí la gente es especialmente amable y diferente en el hablar; me agradó una mujer quien parecía poseer el don de la duplicidad. Jovial y sencilla, especie casi extinta de la cual quedan pocos especímenes bajo los rascacielos de las ciudades, donde a la gente casi no le queda tiempo para entablar una buena conversación, donde el carácter se mantiene alterado por los sordos ruidos y el esmog. Pero a pesar de ello, las fronteras entre lo más gratificante de los pueblitos y las grandes metrópolis son irreales en otros lugares del mundo, como luego lo pude comprender.
El Parque Nacional Natural Tayrona, ubicado en la Sierra Nevada de Santa Marta, fue el último en aparecer en este recorrido inicial dentro del mapa. ¡Increíble! Situado a tan solo cuatro horas de Cartagena, ¡quién lo hubiese conocido antes! Es uno de los lugares más naturalmente hermosos, y exuberantes, de nuestra hermosa geografía colombiana.
Sentí cambios fisiológicos, nada semejante a lo experimentado en Bogotá, después de franquear la entrada del Tayrona. Con una gran expectativa, esa noche dormiríamos en hamacas, bajo el mismo entechado, con otros turistas y aventureros; quienes no reparan en el cómo, sino en el cuándo. Castillete fue la primera parada, luego continuamos al día siguiente abriéndonos espacios por los caminos de herradura en medio de la selva primitiva. Llegamos al primer paraje indicado, sin mucho esfuerzo, a bordo de un microbús.
Rebosaba de impaciencia, quería adentrarme en el camino lo más rápidamente posible, con ello saciar la necesidad de emociones. Pero lo primero era poder descansar muy bien para seguir la aventura.
Al anochecer cenamos arroz con pollo preparado en la madrugada antes de nuestra partida. Lo hicimos sentados sobre sillas plásticas, en la semioscuridad envolvente; los mechones a gas fueron encendidos a las siete, una hora después de anochecer. Cenamos muy animados, cada cual habló de sus primeras impresiones.
El mar estaba muy cerca, a unos cuantos pasos de nosotros, y podíamos escuchar sus sonidos, su respiración, su estremecimiento, su sobrecogedora cercanía. Dormir con el agua casi rozándonos los pies era algo nunca antes experimentado; había escrito sobre esas sensaciones sin haberlas vivido en carne propia, pero qué más daba, imaginar es vivir un poco. Era un sentimiento indescriptible, se me humedecieron los ojos a orillas del mar mientras caminábamos. Después, amparados por la débil luz plateada, mi hija recogía los desperdicios plásticos desperdigados en el camino, los más visibles, resecos, envejecidos y tostados; y los iba recolectando dentro de una bolsa.
Dormimos en las hamacas con una tremenda incomodidad por la falta de costumbre. Y porque una decena de perros habitantes del lugar se pasearon parte de la noche y la madrugada por debajo de nuestros chinchorros, rozándonos con sus cuerpos peludos; de sus bocas se escapaban sonidos raros, ahogados y fúnebres. Fue una experiencia extraña estar obligada a espantar varias veces a aquella jauría de cuadrúpedos de selva porque, al rascarse, sus patas trasmitían la vibración a mis costillas. Me desesperaba, mientras mi marido roncaba a mi lado, pues debajo de su alta hamaca no había perro alguno ladrándole a la luna, ni a otro perro, ni despierto.
Al día siguiente cada cual contó a su manera la experiencia de la primera noche. Mi marido dijo que los mochileros gringos se acostaron muy tarde y hablaron hasta por los codos. Mientras ellos agotaban el repertorio de historias, hubo algunos desvelados dentro de nuestro grupo. Por ello, prefirió abandonar su sitio de descanso a las 9:00 p. m. con el fin de presenciar el partido de repechaje entre Perú y Nueva Zelanda frente a una de las tiendas de campaña. Con el vecino, agregó. Se refería al hombre que ocupaba la hamaca situada a su lado: de unos cuarenta y cinco años, de piel curtida, quien dormía con los ojos abiertos, como un muerto, a nuestro juicio; empleado del parque.
—No hay peor cosa que ser trasnochado por unos extraños y no entender ni mierda —terminó agregando mi marido.
Los perros, las hamacas picosas y la noche larga quedaron atrás, cuando nos adentramos por la selva. Fue una experiencia extenuante de varias horas, pisando en el barro, trepando por caminos difíciles, andando por escalinatas interminables de piedra o madera… pero mis fuerzas seguían intactas al ascender y descender con arrojo.
Las provisiones colgaban dentro de bolsos a nuestras espaldas, que contenían intactos los alimentos y el agua: tres latas de atún, tres botellas y media de agua de a litro, paquetes de galletas, la ropa, toallas y billeteras. Parece poco, pero cuando uno llega a cierto grado de cansancio, aquel liviano equipaje se transforma en un pesado fardo de cocos verdes; y subiendo, la agitación es de la buena, pues pone a bombear el corazón a mil pulsaciones por minuto. Pero seguíamos adelante, con carga, garbo y dificultades que parecían muchas dada la poca experiencia de mi parte. Debido a aquella mala noche de perros, la organizadora del grupo apartó colchonetas con almohadas y sábanas, más toldo para descansar en tiendas de campaña en mejores condiciones. Y fue de lujo dormir mejor abrigados, escuchando el sonido del mar, bajo un cielo de escondites de estrellas, de túneles interminables, de agujeros negros, de extrañezas y misterios insondables. Pudimos, antes de acostarnos, extralimitarnos en la contemplación de un firmamento sin fin, sin artificios.
Dos diosas se juntaron aquella noche, se hizo posible la hechicería: la luz de la mano amiga exploradora de caminos y la de arriba, que se proyectaba tenuemente por los mismos caminos, jugando con las sombras. Pero mi hija con su acompañante, antes de dormir en Castillete, tuvieron su primera impresión. Regresando de los sanitarios, por un angosto caminito se les cruzó una culebra a ella y a Dominic. ¡Cuál sería el susto, que en tres zancadas llegaron al sitio donde se encontraban ubicadas las tiendas de campaña! Al amanecer contaron a los cuidadores del parque sobre la existencia cercana del animal rastrero; estos rieron divertidos diciendo ¡qué se trataba de una boita que andaba por ahí, un bichito de lo más inofensivo y tierno! Seguramente su mamita, la «destripadora», hubiese salido a cobrar cuentas en el caso de que alguien, sin ninguna mala intención, le aplastara la cabeza a su hijita la boita.
Antes de dormir, la pareja inspeccionó las cercanías en busca de la fugitiva, sin encontrar rastro alguno de su paradero. ¡Menos mal! Nos encontrábamos en medio de su hábitat, nosotros éramos los intrusos. Había salido al camino para anunciar su presencia y dejar claro a quién pertenecía el territorio. Pero ese juego territorial no estropeó el sueño ni a mi hija ni a su acompañante, pues a la mañana siguiente amanecieron bien despabilados y con renovados ímpetus de seguir el viaje hacia nuestro próximo destino, Cabo.
Fue otra larga caminata difícil porque las lluvias habían mojado y ablandado todo; la tierra era una masa deforme de barro; debíamos asirnos a lo que fuera para impedir caer de bruces sobre el lodo y continuar andando, pero sin hundir del todo los zapatos en el fango cenagoso. Como era una experiencia del todo nueva, la afronté sin escepticismos. El camino era largo y culebrero, pero surcado de arroyuelos y árboles unas veces frondosos y en otros parajes ralos y con ramas secas. Nos topamos también con monos tití, y verlos saltar de rama en rama junto a un pajarraco que lanzaba chillidos, hacía olvidar el cansancio.
El camino llevaba hacia una especie de laguna interior donde habitaba un cocodrilo incorporado a esas aguas tiempo atrás. El animal se asoleaba sobre los monolitos del lugar. Al desembocar en aquel sitio cerca al mar, nos encontramos con una gran cantidad de turistas, quienes lo fotografiaban desde lo alto de las rocas y este, abajo, muy cerca de la laguna, se mostraba indiferente; parecía acostumbrado a ser observado y fotografiado. Naturalmente, mi hija, quien estaba bien equipada con una cámara de gran lente, tomó fotos a diestra y siniestra al bocón de cola larga. Luego seguimos hacia Cabo, pues todavía faltaban dos horas de camino. Llegué sin aire y con un cosquilleo en la espalda. Para poder terminar aquella caminata tan larga y extenuante, hube de hacer acopio de todas mis reservas vitales inyectadas a mis pies, que se aferraban a las raíces de la vegetación, en aquella estación, maltrecha y pisoteada del camino, la cual unas veces nos desorientaba al cerrarse a nuestros pasos, y otras veces nos extraviaba abriéndose a diferentes caminos hacia ninguna parte. Mi marido caminaba a mi lado con el mismo ímpetu y con el radar al máximo.
Llegamos a Cabo como a las cinco y media de la tarde, hambrientos pero con la autoestima a tope máximo porque anduvimos sin detenernos, ni detener al grupo. Mi hija se sentía orgullosa de todos y dio las indicaciones, después de asearnos, para comer nuestra ración de la tarde. Consistía en atún, galletas, y agua. Me encontraba feliz de descansar y comer, además, porque mi equipamiento se volvía más liviano tras cada alimento, pero quedaban dos botellas de agua, la carga más onerosa e imprescindible.
El mar estaba cerca y, en su orilla, los cocoteros muy altos se mecían peligrosamente con su fardo de frutos secos en el pescuezo. Nos bañamos bajo el sol y el agua como un espejo en permanente proyección. Muy cerca se encontraban las piedras gigantes, las mismas del camino. Las olas, al golpearlas, retrocedían arrastrándose, espumosas y con mil fragmentos marinos, por la orilla.
Mi marido se sumergía como un pez y salía más allá, triunfante y con una gran sonrisa, y el cabello pegado al cráneo. Nos bañamos los tres, mientras la pareja inspeccionaba el lugar en busca de otras maravillas naturales ocultas por ahí, alguna cueva de piratas quizá, o una cabaña indígena sobre las colinas aledañas, oculta entre los matorrales.
Continuamos el mismo día hacia Arrecife. En ese último lugar, un día después, tomamos nuestra primera bebida caliente del paseo, un aromático café, sentados en el restaurante del lugar. Al mediodía almorzamos una apetitosa comida caliente con la cual repusimos fuerzas para iniciar nuestro regreso. Igual de extenuante, pero pudimos medir flaquezas, y nadie perdió tiempo ni se amilanó por las dificultades del acenso o el descenso. Solo a Dominic le dio un sofoco por el calor, la relativa humedad imperante y la poca hidratación; pues ya comenzaba a escasear el agua en nuestras provisiones.
Me detuvo la voz de Lara, quien iba adelante del grupo, con mucho ímpetu, afrontando con determinación las barreras impuestas por la naturaleza. Después de descansar por varios minutos sobre los peldaños de las escalinatas de madera dispuestas para facilitar el acenso, salimos del parque. Llegamos muy cansados al apartamento, comimos un poco y nos acostamos casi de inmediato
Agregamos al equipamiento para la temporada invernal en territorio europeo, los accesorios traídos desde Alemania; las bufandas, gorros, guantes, de poca existencia en el comercio cartagenero. Los tiquetes fueron comprados cinco meses antes, inmediatamente después de obtener los pasaportes. A partir de ese momento parecía que nada podría detener nuestro viaje hacia Alemania. Y lo mejor de todo: mi hijo y yo no viajaríamos solos.
Había llegado el momento.
El primero de diciembre partimos rumbo hacia el Viejo Continente. Dentro de un monstruo gigante, cruzamos el océano atlántico. Creí no poder con tantas emociones juntas, sentí el corazón buscando un escape para evitar una implosión dentro del pecho. El mar debajo de nosotros a gran distancia había perdido toda su magia y belleza, convertido en algo terrorífico de imaginar siquiera. Yo disolvía el nudo en mi garganta al calor de las manos de mi hijo y superaba con facilidad la ansiedad. Mantener la tranquilidad durante las siguientes casi diez horas de travesía interoceánica hacía parte del primer reto. Lara me enviaba mensajes cuando la miraba.
Aprendió a controlar sus gestos después de haber egresado de la universidad y tomar grado de médico: hay transparencia en sus ojos. Las mil caras que adquirimos al trascurrir los años, para resguardarnos de la realidad a veces cruel, y del bicho deforme de la ignorancia, quien suele premiar al falso y castigar el carácter y la integridad, aún no las posee; ella está libre de falsedades de las cuales intentamos despojarnos después, a la vuelta de los años, cuando buscamos reencontrarnos de nuevo con nuestra forma inicial y nos hallamos inmersos dentro de un calvario de dolorosos y gozosos muchas veces producto de nuestra mente rumiante. Entonces nos creemos sin remedio por haber perdido la inocencia intrínseca de nuestro ser. Los hijos se convierten en el brebaje maravilloso que nos reinicia y desdobla en otra o en otro, nuevo y auténtico.
Llegamos a la capital de los Países Bajos: Ámsterdam, y descendimos del avión. Dominic me prestó su chaqueta, más gruesa y larga que la mía, porque comencé a experimentar el frío en toda su intensidad; desde allí volaríamos a Hanover, la primera ciudad en tierra alemana. El aeropuerto de Ámsterdam era gigante, Dominic nos daba las indicaciones de cómo desplazarnos cuando nos tocara regresar, pues era muy consciente de nuestra total ignorancia al respecto. Pero los consejos del compañero de mi hija nos entraban por un oído y salían por el otro sin detenerse. Difíciles de atender las indicaciones a media consciencia, pero él no tenía idea porque seguía mostrando pantallas, puertas, pasadizos, indicando el camino que, al volver a casa, sería a la inversa. Nosotros caminábamos tratando de asimilar el momento tan especial, recorriendo un inmenso pasillo, donde un grupo de hablantes con aspecto alemán se comunicaba en holandés; más adelante pasaban a nuestro lado, en sentido contrario, viajeros con semblante oriental, quienes se expresaban en inglés; la mujer que solo llevaba al descubierto el rostro se abría paso hacia el caminador arreando una pequeña maleta. Debía de ser de origen árabe. Mientras, los carritos pasaban a nuestro lado a gran velocidad, transportando pasajeros ancianos de cuyo destino no tenía idea. Había un movimiento alucinante y frenético. Mi hijo Hugo y yo éramos literalmente arrastrados por nuestra hija, quien también corroboraba las indicaciones. Por momentos jalaba mi mano con intención de acercarme hacia ella y luego susurrar en mi oído:
—Mami escucha y pon atención, pues estas indicaciones han de servirles cuando regresen a Colombia.
Pero Colombia, en el continente americano, había quedado muy lejos, en un punto en la otra orilla del océano Atlántico que los europeos de varios siglos atrás hallaron por circunstancias fortuitas. Y en ese lugar; en ese presente, andábamos por reflejo. Mis ojos no paraban de fotografiarlo todo para grabar mis primeras impresiones dentro de un aeropuerto internacional donde llamaban a abordar por un altavoz cuyo eco resonaba a gran distancia: Pasajeros con destino a Austria, favor abordar el vuelo número trecientos cuatro. Y la voz quedaba atrás al alejarnos en busca de la sala de espera. Y en los monitores de grandes dimensiones desfilaban los diferentes destinos, con números de vuelo, horas de abordaje y números de puerta. Hugo y yo caminábamos como autómatas hasta cuando, por fin, nuestra anfitriona se percató de la imposibilidad de hacernos entender el complejo funcionamiento del aeropuerto.
—Ven, mami —me dijo tirando de mi brazo—: tomaremos algo rápido, después vamos a la sala donde debemos abordar el avión hacia Alemania.
—Ya sabes que esto apenas comienza —me dijo mi hijo asomando la cabeza. Pude apreciar el brillo fulgurante de sus ojos.
Nos sentamos en las bancas de aluminio de una barra, una de las tantas situadas a lo largo del aeropuerto, para disfrutar con un poco más de consciencia haber llegado a la primera escala de nuestro destino. El adolescente del grupo hablaba sentado al lado de su hermana y de su cuñado, con los ojos bien abiertos mientras jugaba con su cabello rojizo. Dominic, quien era prácticamente el coordinador del viaje, buscaba en su celular la hora de salida del primer tren hacia nuestro siguiente paradero. El experimentado trotamundos desde antes de cumplir sus veinte años, cuidaba de los detalles con el fin de prevenir inconvenientes de última hora.
Media hora después ingresamos al último vuelo. Merendamos en el avión: galletitas de ajonjolí con líquido de jugo envasado.
Pude ordenar un poco mis pensamientos dispersos.
¡Era mi gran viaje! El gran regalo, fruto del trabajo de mi hija, un dinero ganado con esfuerzo agotador, de noches enteras de desvelo, o en turnos de más de veinticuatro horas continuas en el hospital. ¡Eso me obligaba a disfrutarlo al máximo!
La libretica de anotaciones reposaba en algún lugar dentro de la maleta, así que debía de grabar todo, y como se me hacía difícil recordar pequeños detalles, traté de no impacientarme por eso.
«¡Eres una chica con gran imaginación!», me decía a mí misma para animarme.
Descendimos del avión; la brisa fría acarició mi rostro. La sensación duró pocos minutos porque de inmediato ingresamos al aeropuerto a recoger nuestro equipaje con el fin de tomar el primer tranvía hasta la estación de tren de la ciudad. Pero antes de dejar Hanover, la pareja decidió entrar al mercadillo de Navidad, Weihnachtsmarkt, situado en una plazoleta de una gran estación principal. Con equipaje en mano recorrimos las diferentes carpas donde vendían toda clase de productos, desde jabones con forma de flores, perfumería del lugar, bufandas, abrigos y demás. Había puestos de comida rápida al estilo lugareño; sobresalía el embutido entero o porcionado. Allí, en ese mismo sitio, probamos nuestro primer Bratwurst (perro caliente alemán): un pan con una salchicha extralarga en su interior, sin más aditamento, ni salsa alguna. Comimos de pie viendo pequeños grupos hablar en otros idiomas; el alemán, compañero inseparable de mi hija, conversaba animadamente con nosotros en un correcto español. En ese momento se acercó al grupo un hombre, quien dijo a Dominic algo en alemán, lógicamente no pude entender lo expresado por el individuo. Cuando se fue, pregunté a mi hija quién era el extraño y recibí por respuesta: «Es mendigo y anda pidiendo dinero».
Fui tomada por sorpresa, no me lo hubiera imaginado. «¿Era posible encontrar mendicidad en Alemania?». Algo tan «normal» en nuestro país.
Se desentumecieron mis sentidos por la carga emocional, despertaron del impacto producido por las construcciones fenomenales; pude reparar con más detenimiento en la gente. Dominic, conociéndome un poco, me explicó:
—Ellos piden dinero no por necesidad, pues el gobierno los ampara, cuentan con techo, comida en centros especiales, poseen seguro médico, el gobierno suple por completo sus necesidades básicas. —Pero luego se quedó cavilando sobre sus palabras—. Bueno, ahora dudo que la cobertura sea para todos —dijo tras el preámbulo.
—¡Ah! —exclamé a modo de respuesta y seguí disfrutando mi perro caliente. Aquella salchicha un poco picante sabía realmente bien.
El tren intermunicipal era otra experiencia única a disfrutar a continuación. Así que, de una experiencia, pasaba a otra igual de inédita. El tren se desplazó de una estación a otra sin mucha premura. Mi hija iba a mi lado con aire pensativo, pues estaban llegando a su final las vacaciones; debía presentarse en el hospital a trabajar al siguiente día de nuestra llegada; sin oportunidad de mostrarnos los lugares de la ciudad donde residía.
Afuera estaba oscuro y el paisaje se ocultaba, evasivo, detrás del manto de la noche. El cansancio hizo sus estragos en mi organismo, y me quedé dormida. Al llegar a Gottinger, la ciudad donde haríamos el transbordo final, lamenté mi falta de fuerzas para conocer un poco más de la ciudad. Lara me devolvió la tranquilidad explicando que esa ciudad se encontraba incluida en la lista de localidades a conocer en territorio alemán, a menos de que yo dispusiera lo contrario. Mi hijo me miró radiante de dicha, expresando:
—Sí, ma, ¿se te olvida a lo que vinimos? —Esa frase la escucharía muchas veces expuesta con gran entusiasmo.
¿Qué puedo decir? Estaba acostumbrada a estar restringida por el dinero para esa clase de eventos, y mi hermosísima amada primero se encargó de pasearnos por algunos destacados lugares de Colombia. En ese momento tomaba consciencia de que, de ñapa, nos pasearía por diferentes lugares de la Bundesrepublik, y no entendía la manera de que ella pudiera cumplir con la agenda de viaje en medio de sus obligaciones laborales. Pero me encontraba totalmente dispuesta a dejarme sorprender, mimar, seducir, y me estaba acostumbrando: Hoffnung ist keine Strategie (la esperanza no es una estrategia).
Descendimos del tren en una estación intermedia y nos dirigimos a un pasillo, luego ascendimos las escaleras eléctricas hasta el sitio donde haríamos el transbordo. Aguardamos unos interminables minutos, cansados de arrear el equipaje; mi maleta era grande y muy pesada, además del bolso y la cartera.
El siguiente tren se encontraba mejor acondicionado por dentro. En él viajamos de pie, deseando acortar la distancia para llegar lo más rápidamente posible al apartamento; imaginaba el lecho frío debido a la temperatura, que rondaba los diecisiete grados. Entibiaría el lecho con mi cuerpo, me tendería a descansar con la ropa puesta hasta el siguiente día. Llegamos a las seis de la tarde, pero parecían las ocho de la noche. No es costumbre desplazarse en taxi, por su alto costo, y tampoco es necesario gracias a la importante red de transporte público interconectada hacia cualquier destino. Descendimos del autobús a una cuadra del edificio donde quedaba situado el apartamento. En aquel momento miraba, sin ver casi, las pequeñas torres de apartamentos, sin nombre en su fachada exterior: los edificios en Alemania carecen de rotulaciones.
Entonces pensé en mi hijo mayor, quien se uniría al grupo el primero de enero. ¿Cómo se las arreglaría para encontrarnos dentro de unas especificaciones tan ambiguas? Las edificaciones, parecían hechas con el mismo molde. Se interrumpieron mis especulaciones al ingresar al interior del edificio a conocer por fin el nuevo hogar de mi hija.
Muy cálido, teniendo en cuenta el imperante frío exterior, pues inmediatamente después de llegar se prendió la calefacción del baño y demás habitaciones, dispuestos a calentar el hogar lo más rápidamente posible. Todo estaba dividido en cuartos diferentes, sin continuidad; ese particular me causaría uno que otro inconveniente al cocinar los alimentos porque ya dentro de una habitación, me quedaba completamente desconectada de las demás.
Mi hija nos condujo al dormitorio. Una hoja azul bellamente decorada sobresalía sobre la cama. Decía lo siguiente:
Bienvenidos:
Estamos muy felices de que estén hoy aquí con nosotros en nuestro pequeño hogar.
Complacidos de recibirlos, atenderlos y mostrarles algo de este bello y frío país donde habitan los germanos. Desde hoy empiezan nuestras fiestas navideñas, y esperamos hacerlos pasar inolvidables momentos.
Me sentía agradecida y turbada. Una mezcla de sensaciones me llegó de golpe. Entonces volteé mi cuerpo para abrazarla, murmurando:
—Ya estoy aquí, hija.
Al día siguiente guardé la hoja en el respaldo de mi maleta.
Desde su llegada a nuestro apartamento en Cartagena, se quebró en dos mi cotidianidad en buena convivencia junto a mi esposo y mi hermoso hijo. Pero no por ello debía privarme de los pequeños placeres que la vida me estaba brindando.
Pero «el momento esperado», es war soweit en alemán, estaba ocurriendo y todos mis sentidos estaban en completa alerta en pos de acaparar las sensaciones que ello me producía cuando era sorprendida por los detalles, tanto como a mi adolescente hijo.
No fue como creí; pues cuarenta y cinco minutos después de nuestra llegada, luego de acomodar las maletas, lavarnos y descansar un poco, salimos en vehículo hacia el centro de la localidad a buscar un lugar donde cenar. Al llegar caminamos sintiendo de verdad el frío en el ambiente, era una sensación con muchos grados por debajo de los experimentados en nuestro clima tropical. Recorrimos la pequeña ciudad con sus calles vacías, pude comprobar lo afirmado por mi hija; aquella localidad, era un «pueblo fantasma». Pero de fantasmas disciplinados, propietarios de una ciudad pulcra. En sus sitios comerciales, de hermosas fachadas, las mercancías se exhibían detrás de las vitrinas de manera atrayente, seduciendo la mirada del transeúnte. Cero ruidos, ni anuncios demasiados grandes compitiendo por sobresalir, ni luces cegadoras, ni voces humanas, nada de nada. Eran las ocho de la noche y la ciudad se adormecía amodorrada sobre sí misma. Habría que verla de día para comprobar diferencias reales con lo conocido y tan desmesurado. Recordé entonces a sus habitantes, quienes en su gran mayoría eran personas de la tercera edad, y posiblemente habían perdido la vitalidad y la motivación que insta a deambular en la noche buscando un bar, una discoteca, un restaurante, una terraza, donde conversar al aire libre con sus iguales. Pero en el interior del restaurante se encontraban algunos alemanes de mediana edad, conversando con distracción. Nos acomodamos en una mesa en la parte trasera del restaurante, bajo una lámpara de un labrado antiguo, muy bien conservada.
El sitio era diferente, especial, con una bonita iluminación y decoración alusiva a la Navidad. Había vasijas de vidrio, en todas las esquinas, de donde emergían flores ornamentales blancas salpicadas de escarcha plateada. Las vasijas floreros, decoradas por fuera con cintas del mismo color blanco, eran complementadas con borlas de Navidad translúcidas y blanquecinas. Sorprendentemente, aquella monocromía no abrumaba; por el contrario, hacía del ambiente algo agradable y acogedor. Nuestra primera comida fue a base de carne de cerdo muy bien condimentada y deliciosa, acompañada de verduras y papas. Luego disfrutamos de una copa de vino; brindamos, con los ojos brillantes del entusiasmo, por nuestra llegada sin contratiempos a nuestro destino final. Las copas se elevaron y se dejó escuchar ese tintín, recordatorio perenne de momentos memorables ocurridos en nuestras vidas. Y lo más importante; cuando ocurre, debe de haber presente más de uno. Los instantes compartidos de tal manera son verdaderos tesoros, bastones donde se apoya el cuerpo para no desmoronarse en momentos aciagos. Coloqué la copa sobre la mesa, sin probar de la bebida, pero Lara hizo un movimiento desaprobatorio y la volví a tomar rápidamente, decidida a probar mi primer sorbo de vino al mismo tiempo que los demás. Y a partir de ese momento tuve muy en cuenta aquella indicación, pues me tocaría brindar muchas veces más, en diferentes copas, con vinos fermentados en otras regiones. Mi garganta burbujearía con la embriaguez del andar, del trasegar, por el mundo alemán. Mi hijo brindó con su primera copa de vino, pues al mes siguiente cumpliría los diecisiete años de edad. Como para nunca olvidar su primer sorbo púrpura, porque lo tomó en circunstancias poco usuales.
***
Me desperté completamente a oscuras al día siguiente. El celular marcaba las siete de la mañana. Me erguí rápidamente para alcanzar a despedirme de mi hija, quien se disponía a irse a esa hora. Después de cepillar mis dientes, salí atolondrada del baño. La Doc me miró seria, peinándome el cabello con sus dedos; era su ademán de ternura más frecuente. Luego de darme algunas indicaciones del manejo del botón con el cual abrir la puerta principal del edificio, y detalles sobre la comida, se despidió con un beso. Corrí a asomarme a la ventana de la cocina que daba a la calle; la pude mirar alejarse entre las sombras. Luego de que desapareció a lo lejos, me quede ahí petrificada; mis ojos se movían de una a otra edificación. Sobresalían los hermosos techos rojos, de dos a cuatro aguas rematados en cornisas cuadradas o rectangulares. El techo parecía ocupar la cuarta parte de las casas, edificios de cuatro pisos. Las ventanas eran todas iguales, se diferenciaban tan solo en la fachada de la entrada. La oscuridad iba decreciendo poco a poco, la penumbra matinal en horas tardías era extraña a mis sentidos, perdí por completo la percepción del tiempo real.
Luego me volví a mirar. La cocina era muy espaciosa, varias mesitas de madera y estantes la adornaban; el pequeño juego de comedor, regalo del abuelo de Dominic, frente a la nevera, se veía insignificante en medio de la gran estancia. Me pareció extraño encontrar muy bien dispuestos cinco recipientes recolectores de basura; los inspeccioné con cuidado para comprobar si efectivamente me encontraba en lo cierto. La basura generada, por el momento, era el tópico menos importante a descubrir aquella mañana de inicios de diciembre lejos de la patria querida. Cociné huevos revueltos y papas (el consumo de tubérculos no es habitual en la alimentación en Alemania).
Luego de desayunar y lavar la loza y ordenar la ropa, mientras mi hijo entraba a internet a ver las novedades de nuestro país, extraje de la biblioteca un gran volumen y dediqué el tiempo restante antes del almuerzo a la contemplación de imágenes de Van Gogh. Atrajo mi atención una representación pictórica en donde olas de gran tamaño aparecían enroscadas, en forma de remolino, y el túnel en medio del cual destacaba un flash de luz. Una isla flotante con iglesia y casas emergía en medio de la cosa acuosa. Era la imagen impresa en una de las postales, regalo de la Doc, la cual expresaba lo siguiente de puño y letra, en la postdata:
La creatividad para mí es la máxima expresión de la inteligencia. Poder pintar requiere de una capacidad enorme para plasmar dimensiones y perspectivas en un papel o lienzo, de manera casi exacta sin necesidad de utilizar mediciones. Además, requiere de una sensibilidad para captar colores, brillos y emociones en objetos inanimados. Quisiera pensar que soy una persona creativa o que podría llegar a serlo. Vincent Van Gogh lo era. Pero también era un enfermo mental, una persona solitaria, psicológicamente inestable que se cortó una oreja después de una disputa con un amigo y que más adelante se disparó en el abdomen. Es un precio muy grande el que hay que pagar para ser extraordinario.
Eran cuatro réplicas de pinturas, las cuales pude apreciar con detenimiento en la quietud del hogar al volver de Alemania. La siguiente postal pertenecía a Otto Dix (1891-1969). Se trataba de una mujer sentada sola dentro de un café o de un pequeño bar. Fumaba un cigarrillo; sobre su mesa, una copa de vino a medio consumir. Toda ella estaba inmersa en sus pensamientos, parecía ignorar el mundo a su alrededor. Refiriéndose a la imagen, Lara anotó en su respaldo:
Esa mujer de allí no me inspira fealdad, ni tampoco desprecio. Prefiero pensar que es una mujer fuerte e independiente, una mujer intelectual quien sabe lo que quiere, una mujer que quizás después de muchas decepciones ya no crea en el amor. Quizás haya decidido quedarse soltera y disfrutar su vida al máximo con pasiones profundas, lecturas extensas y viajes extraordinarios. Seguramente es una mujer sin instinto materno, alguien quien decidió no tener hijos, ni marido, para dedicarse al cien por ciento a sí misma y al descubrimiento de su yo y de su felicidad.
La imagen siguiente representaba un cuadro pintado por Gustav Klimt (1862 - 1918), la cual decía lo siguiente:
Siempre he querido saber si Gustav Klimt quiso transmitir su ideal del amor en este cuadro, o si cada elemento de él tiene algo que decirnos. El hecho de que la mujer esté arrodillada y con los pies al borde de un abismo significa algo. Creo que en las relaciones de pareja siempre hay alguien en una posición de desventaja y ese alguien es siempre el que ama con más intensidad. El amor nos hace vulnerables, es un éxtasis peligroso, es la felicidad de contemplar el esplendor al borde de un abismo. Tienes que sentirte protegido para poder disfrutar de la vista.
La siguiente postal la omito por encontrarme en total desacuerdo con la interpretación idealizada que hace de sí misma mi hija. Quizás más adelante, si encuentro pertinente acotarlo dentro del contexto de un capítulo, pueda esgrimir mis argumentos o arrepentirme y dar a conocer el contenido de la misma.