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CAPÍTULO DOS

Anclado sobre una colina divisamos el castillo esa tarde del primer fin de semana de estadía en Alemania. Tan solitario como el camino que conduce hasta él. No encontramos una sola alma por esos lares. Íbamos forrados hasta los dientes mi hijo y yo, porque la temperatura descendía cada día más y no queríamos exponernos a pescar un resfriado que nos aguara el disfrute de los siguientes días. Y pese a ello, por primera vez, el frío penetró hasta la piel de nuestros pies y de nuestras manos. El castillo se encontraba cerrado. Entonces Lara optó por fotografiarnos a las afueras de la monumental edificación rodeada de un patio de varias hectáreas salpicadas de pequeños lagos y mucha vegetación, árboles semidesnudos y otra clase de flora extrañamente verde para la época. Caminamos un poco los alrededores asequibles de la antigua construcción, luego nos dirigimos al centro de la ciudad; allí pasaríamos el resto de la tarde.

Cenamos en un restaurante; los colombianos pedimos comida griega, chuzos de cordero acompañados con vegetales. El alemán se inclinó por otro platillo, comida típica de otra región. Al terminar de comer, Hugo se dirigió al baño, Toilette en alemán, ubicado en el piso superior. Los demás nos quedamos disfrutando de una gran copa de Berliner Kindl Weisse, una cerveza con sabor a frambuesa y aspecto de vino espumoso, mezclada con cereal seco. Mientras, nuestra espléndida anfitriona hablaba sobre los planes para celebrar el cumpleaños de Dominic, al día siguiente. La primera intención fue celebrarlo en un restaurante en Kassel, la ciudad más cercana y conocida por él, pero se interponía entre sus planes el horario de trabajo de ella, en el hospital. Cuando se encontraban hablando sobre la segunda opción apareció Hugo, visiblemente agitado, apuntando hacia la alta ventanita del frente. Dirigimos la mirada hacia allá, para ver de qué se trataba.

¡¡Estaba nevando!!

Veía caer la nieve por primera vez a mis casi sesenta años de edad; esas pequeñas partículas, como fragmentos de raspadura de hielo, que planeaban con la delicadeza de mariposas traslúcidas. Nos quedamos en silencio, mirando hacia afuera. Dominic, respetuoso por el momento único, y mi hija tan emocionada como nosotros, pues nos había llevado hasta allá, entre otras cosas, a conocer la nieve, y su objetivo se estaba cumpliendo antes de lo previsto. Salimos presurosos a la calle para palparla; Hugo abrió los brazos y giraba sobre sus pies sin mirar a su hermana, quien lo fotografiaba tratando de captar con su lente aquel momento en el polo opuesto de lo visto o experimentado por nosotros dos.

Los transeúntes pasaban, unos presurosos, otros sin mucha premura, se cobijaban bajo paraguas negros sin darle la menor importancia al fenómeno que ocurría. Pero a mi hijo y a mí nos mantenía con las cabezas vueltas hacia arriba, hipnotizados por las partículas traslúcidas y bien definidas que flotaban y caían sobre nuestros rostros y abrigos. Di gracias a la Tierra por su perfecta inclinación, que hacía esto posible, y también por permitirme conocer aquella gracia natural invernal y las circunstancias que la provocaron. Caminamos entre la nieve y, a pesar de la lluvia blanca, la temperatura era menos sobrecogedora, se hacía muy soportable. Dominic nos explicó un fenómeno bonito, cuando la nieve desciende bajo los rayos del sol; tendríamos la oportunidad de verlo más adelante.

No nos habíamos atrevido a salir solos, a pesar de la insistencia de la pareja, quienes nos instaban a conocer los alrededores. Pasaban los días y seguíamos paralizados por el miedo a lo desconocido. Por otra parte, el clima seguía difícil de pronosticar; a días nevados seguían otros calentados por el sol, pero al atardecer llovía. El universo europeo se dejaba apreciar en todos sus contrastes: calentaba el sol, luego llovía, y por último nevaba; y todo consecutivamente en un mismo día.

¡Por fin, el nuevo el fin de semana! Salimos los tres a pesar de los pronósticos de lluvia. Dominic no pudo acompañarnos porque se encontraba en una capacitación laboral, en Frankfort.

Yo necesitaba salir al aire libre, después de días entre paredes, para ser testigo de ese dinamismo propio de la civilización alemana, pues desde aquel punto muerto donde se localizaba el apartamento, veía a diario desde la ventana unas tres almas escurridizas, sin rostro, debajo de sus capuchas.

El centro lucía calles adoquinadas. Frente de los locales, debajo de grandes sombrillas blancas, los comensales merendaban de pie, en altas mesas, hojaldre o cualquier otro bocadito ligero, acompañado con bebidas embotelladas. Podía tratarse de una especie de Pony Malta que más adelante se me presentó la oportunidad de degustar. Luego nos encaminamos hacia las afueras, a conocer los alrededores del lago. Al llegar nos embargó un frío tenaz, en el mismo grado superlativo del experimentado a las afueras del primer castillito visitado. Llegamos a paso lento a un bonito lugar con pequeños muelles; las embarcaciones con motor y lanchas eran guardadas, en plena época fría se hacía necesario para evitar su deterioro en caso de congelarse el lago. En las regatas de verano, los asistentes al evento disfrutan del aire libre en ese lugar. Pero en aquel momento, los alrededores se encontraban a solas en nuestra compañía.

Anduvimos una larga distancia. Las casas ubicadas cerca daban la impresión de ser viviendas campestres por sus grandes dimensiones, pero de aspecto similar a todas aquellas vistas en otros lugares. De grandes techos inclinados, casi cuadrados, las mismas ventanas de pedestal blanco que plegaban de variadas maneras, y su parte frontal cruzada por un entramado de madera. Pequeños árboles de hayas y robles semidesnudos eran el decorado natural cerca de la orilla del lago.

Nos deteníamos a mirarnos sobre el espejo de agua, de pie sobre algún improvisado muelle. Las aguas estaban quietas pero no se podía ver el fondo. Fuimos enterados de que, debido al intenso frío invernal, el lago llegaba a congelarse en otras épocas. Estábamos lejos del suceso, a varios grados de distancia, mas sin embargo, me seducía la idea de experimentar el contacto de un lago solidificado. A gran parte del pueblo colombiano le toca morirse sin conocer el hielo natural, a diferencia de lo descrito con impecable maestría por Gabo, nuestro premio Nobel. Ahora nos admiramos de conocer el congelamiento del agua de manera natural. El hielo conocido por la mayoría de citadinos de la época es aquel fabricado de manera artificial. La gitana del siglo XXI nos llevó a conocer el hielo natural después de solidificarse la nieve.

Vino a mi memoria un fragmento de un cuento de Oscar Wilde, leído pocos días antes en un libro que viajó conmigo hasta Alemania, el cual adquirí en una pequeña feria en Bogotá. Expresaba lo siguiente:

Decimos que somos una era utilitaria, y no conocemos la utilidad de nada, hemos olvidado que el agua limpia y el fuego purifica y que la tierra es madre de todos nosotros. La consecuencia es que nuestro arte es de la luna y juega con sombras, mientras que el arte griego es del sol y trata directamente con las cosas. Yo tengo la seguridad que en las fuerzas elementales hay purificación, y quiero volver a ellas y vivir en su presencia.

Este libro fue donado luego a la biblioteca de Lara, pues conozco su gusto por la literatura, cultivado primero bajo mi asesoría. Entre sus libros de adolescencia podemos encontrar la obra más destacada de este escritor, El retrato de Dorian Grey, y volvió a leerlo en el 2018, en el idioma alemán.

Y pensé en los peces, quienes probablemente escapaban a las profundidades para no quedar inmovilizados como momias acuáticas, o morir asfixiados, en los días en que la temperatura del agua bajaba a menos de cero grados. La ausencia de aves en los alrededores del lago era muy notoria y triste a la vez, pues la temperatura imperante también los obligaba a migrar hacia otros lugares más propicios a su vida silvestre.

Luego regresamos a cenar al centro. Había terminado por el momento nuestro escape de las paredes del hogar; comeríamos un buen abrebocas, sin tareas ni ocupaciones, preparados anímicamente para los acontecimientos posteriores. El miedo al frío se había diluido por completo. Era posible salir a la intemperie bien cubiertos de pies a cabeza, con muchas capas de ropa y un calzado adecuado. De regreso le escribí a Diego dándole ánimo, pues él también se hallaba en los preparativos para unírsenos en Año Nuevo. Le dije lo siguiente en un corto mensaje por Messenger:

Prueba superada, le perdimos el miedo al frío. Si nosotros pudimos, tú también podrás.

Pero mi encantador y práctico hijo me contestó lo siguiente:

Aún conservas el calor colombiano, espera a que pasen los días.

Y yo:

No seas aguafiestas.

El sábado siguiente mi hija tuvo un largo turno de veinticuatro horas, por eso regresaría a casa el domingo a mediodía. Ese día desperté a las siete de la mañana y sin mayores expectativas fui a preparar el desayuno. Dominic, al escuchar ruido, ingresó a la cocina con el enorme computador de trabajo entre las manos, envuelto en una pijama azul, me dio los buenos días y se dedicó a ojear el computador sentado en el comedor; le ofrecí un pocillo de café colombiano muy caliente, y lo saboreó a sorbos lentos, peinando su cabello con los dedos, concentrado en la pantalla del ordenador. Tiempo después, antes de desayunar, dijo:

—Prepárense, porque hoy los llevaré a conocer mi ciudad natal.

Partimos en el auto dos horas después. Mi hijo iba radiante a mi lado. Por lo general se enteraba de los planes primero, pues se acostaba tarde pendiente a las últimas novedades y disposiciones. Parecían confabulados para tomarme por sorpresa.

Viajaba observando el paisaje rural: no había labriegos o campesinos, ni cultivos, en los grandes campos tapizados de grama verde. Este color predominaba a pesar de la nieve caída sobre casi todo el estado de Hesse, rodeado de estados tan grandes y sobresalientes como el de Baviera. Los pueblitos existentes a lo largo de la autopista, estaban lejos; pero se podían apreciar las construcciones hogareñas, casi todas con el mismo diseño, unas más rectangulares que otras, con techos de varios aleros, de cuatro aguas, grandes y sin patios divisorios. El paisaje era un tanto homogéneo, con hangares de madera o fábricas abandonadas, una iglesia y calles pavimentadas. Estuviera donde estuviera, el pueblo tenía acceso a la red de trenes y puentes de fuerte arquitectura. La pobreza, que afecta a la gran mayoría de los pueblos colombianos, era prácticamente inexistente allá. La disposición tanto de la tierra como de las estructuras habitadas parecía irreal, sorprendente para el ojo poco habituado a tanta organización.

Llegamos a Kassel casi al mediodía e hicimos el recorrido de la ciudad en auto. Nuestro conductor experimentado perfiló el carro por una ancha avenida, creí saber cómo disfrutaba aquel recorrido. Cuántas veces lo había hecho en su infancia guiado por su abuelo. Después, de la mano de su compañera, y ahora con nosotros, su nueva familia extendida. Pude apreciar la belleza de los pinos verdes, con altura hasta de cuatro pisos, a lo largo de la carretera, casi a las afueras de la ciudad, donde se encontraba emplazada la casa donde había pasado Dominic su niñez. El abuelo se deshizo de ella un año antes de nuestra llegada.

Vimos a lo lejos la primera planta de un edificio viejo. Pudimos apreciar su fachada, las jardineras contenían pequeños arbustos desprovistos de flores, por supuesto, pero se apreciaba la exuberancia de la vegetación silvestre del lugar. Luego nos devolvimos por el mismo camino para desviarnos a conocer el palacio de los hermanos Grimm, también llamado palacio de Bellevue. Kassel fue el epicentro donde se formaron los dos hermanos como escritores. Allí llegaron a los oídos de los Grimm las historias que dieron lugar a los cuentos conocidos en casi todo el mundo y traducidos a más de ciento cuarenta idiomas; historias en principio de tradición oral, contadas de boca en boca por los moradores del lugar y perpetuadas para posteridad por la pluma de estos escritores, quienes al llegar a la ciudad transformaron todos estos cuentos salidos del imaginario colectivo de varias generaciones, en leyendas; les aportaron su visión literaria plasmando en ellos otro carácter. La artífice, una mujer cercana a la familia de los Grimm. Pude también conocer, en ese lugar, sobre los estudios destacados, hechos por los escritores, sobre el idioma alemán. Se puede tener un conocimiento sobre este aspecto de la literatura alemana porque los cuentos de los hermanos Grimm hicieron parte de la vida infantil de nuestros hijos; pero conocer en persona el ambiente cultural donde acaecieron estos hechos es una experiencia única y gratificante para quien aprecia el curso y el contexto de los hechos que condujeron a estos dos personajes a emprender una tarea tan encomiable.

Luego fuimos a recorrer un descomunal parque, tan inusual a nuestra vista como en su momento lo fuera el gran parque que se encuentra en el Caribe colombiano, en la ciudad de Santa Marta, pero a diferencia de este, el recorrido fue más placentero, sin ramas rozándonos la piel, sin miedo de resbalar y quedar estampillados sobre el barro. Muy por el contrario, la calle central era ancha y muy bien definida. Las ramas desnudas de los altos árboles, de espléndida y particular belleza, también respiraban vida. Nunca creí hacer tal afirmación, pues antes de verlos allí en formación correcta y como podados por el viento, un árbol sin hojas, para mí, se encontraba en estado moribundo, como un cuerpo a quien le han extirpado el cerebro; exceptuando a los árboles de ciruela, claro. Como en otros lugares antes vistos, en el suelo enraizaba otra clase de vegetación; y los pequeños arbusticos, unos verdes, otros ralos incluso, se mantenían florecidos.

Nos tomamos fotografías en varios monumentos. Delante de estatuas parecidas a ángeles o demonios, esculturas donde se representaba a extrañas criaturas escapadas de una imaginación surrealista. Diosas semidesnudas, las Goller Skulpturen de la Orangerie dejaban entrever su figura humana en sus más bellas dimensiones. La fastuosidad de lo creado por el hombre haciendo fila para ser observado con detenimiento, en medio de un paisaje casi idílico donde los cisnes se bañan en lagos artificiales, donde hay cabida para el reposo en el silencio, escuchando el sonido del viento, en la contemplación de uno mismo, de su interior. Accedemos a ese sitio inexplorado cuando lo creado y maravilloso se vuelca a nuestros pies; y tan solo con un movimiento de manos podemos acariciar, donde podemos entibiar la piel de los labios con nuestro aliento.

Dentro del parque había un museo de astronomía y física. En la segunda guerra mundial, Kassel fue destruida casi en su totalidad. Y la mayoría de las máquinas expuestas fueron fabricadas en la región.

Acosados por el hambre, regresamos al centro de la ciudad a conseguir una buena ración de comida en un restaurante africano. Pedimos un menú con nombre exótico. Pero cuál sería mi decepción al ver la carne del cordero desmenuzada en hilachas largas. En Colombia comúnmente la llamamos carne desmechada. La ensalada, muy escasa; pero el pan, auténtico, exótico: una tortilla redonda, delgada, colocada en forma de rollo; su textura parecida a la capa de uno de los libros del mondongo de la vaca, pero agradable al gusto. La carne, muy bien condimentada, me hizo perdonar la porción mezquina de ensalada. Reparo tanto en la generosidad y el sabor de los vegetales como en las demás porciones distribuidas en el plato. El buen sabor de la carne y la desventaja idiomática aplacaron mi descontento hacia la bella dependiente del lugar, una chica morena de rostro angular y ojos grandes de color del café tostado. La queja la daría a posteriori. Si el menú estipula «con ensalada de vegetales», no se limita a tres ingredientes bases. Ignoro el significado de ensaladas en África, pero intuyo que aquí y en la Patagonia se comprende de manera amplia el significado de este alimento tan popular cuyo costo es relativamente bajo, además de embellecer en gran medida el plato a degustar.

En Alemania existe, en el comercio, una gran variedad de vinagretas listas, pulpas de frutas ácidas, y se puede agregar además unas góticas de aceite de oliva a los vegetales frescos o cocidos. Pero claro que volveré a ese lugar ambientado de manera tan especial, con grutas y vegetación de fondo, donde imaginamos a animales salvajes tras el enrejado.

Luego volvimos a las afueras de la ciudad donde nos esperaba el ascenso hacia una elevada colina, en donde fuera erigido el monumento más representativo de la ciudad, llamado Hércules. Es una monumental escultura apoyada sobre una pirámide.

Había oscurecido y hacía un frío endiablado, parecía que el Bergpark Wilhelmshöhe (que traduce «parque en la montaña») estuviera congelado en el tiempo, con nieve perpetua. Nos resbalábamos por las escalinatas heladas, ascendiendo casi que en cuatro patas la empinada pendiente, para desde allí contemplar la ciudad encendida. Al llegar nos encontramos un telescopio. Alzamos nuestra mirada hacia el Hércules, a varios metros de altura, y lo vimos con detenimiento, esculcando cada parte de su cuerpo desnudo y escrutando sus rasgos firmes. Hacia él convergían los diferentes sentidos cardinales.

Descendimos en carro. Dominic deseaba llevarnos a otros lugares, pero nuestro deseo era permanecer dentro del vehículo cobijados por el calor de la calefacción. En otra estación del año, más acorde con nuestro clima, seguramente habríamos andado mucho más, en busca de apreciar lo que quedaba por ver, pero estábamos al borde, al límite, y el cuerpo se negaba a obedecer órdenes. Antes de emprender el viaje de regreso, visitamos una tienda africana donde ellos solían adquirir productos como plátanos, ñame, maíz, o pulpa seca de coco, inusuales en lugares como los supermercados locales. Salimos del sitio con una gran bolsa, felices de incorporar a nuestro desayuno los tubérculos acostumbrados y de poder agregar al menú alemán parte de la dieta colombiana.

Viajar de una ciudad a otra era lo más fascinante de todo, sobre todo porque se cuenta con un medio de transporte que lo facilita, con la disposición que se mantiene despierta en medio de las preocupaciones domésticas y laborales, y con los medios económicos para aquellos desprovistos de alma de mochileros. Faltaba una semana para la Navidad y la excitación se encontraba en su tope máximo. Comeríamos carne de jabalí en Nochebuena. En el hospital donde desempeñaba sus funciones de médico mi hija, trabajaba una enfermera cuyo marido cazaba jabalíes, los cuales estaban depredando el bosque. Esta acción, de cazar, era permitida por los guardabosques cuando se excedía la población de jabalíes. Y como no había probado la carne del animal en cuestión, estuve en completo acuerdo.

A pocos días, del veinticuatro de diciembre, Lara debía de concretar dos turnos.

Volvimos a viajar guiados por nuestro experto conductor, respetuoso de las normas del tránsito no sé si por mesura o por obligación, quien, con su GPS, podía llevarnos al fin del mundo si se lo pedía mi hija.

«¿Cómo son los ciudadanos de Kassel?», me preguntaba. En gran medida meticulosos y austeros, forrados hasta los dientes de negro. Los colores hermosos de la primavera y el verano se diluían con el ingreso del invierno, que dejaba a los ciudadanos envueltos en la oscuridad del negro perenne. Por las aceras nadie mira a nadie; me hubiera atrevido sin recelo a afirmar que llevan gríngolas de caballos a los costados, impuestas por ellos mismos. Pero, por otro lado, puedo ser más creativa e intentar exponer otros argumentos más acordes con la formación alemana. Son seres apropiados del conocimiento, saberes y disciplinas, maximizados a tal grado que les es engorroso aceptar la intromisión de otras culturas, temen que pueda ser alterado el orden. Hablando en términos de porcentajes, el tiempo es valioso para entretenerse en nimiedades durante los fríos días que discurren sin novedades dolorosas, como bien ocurre en mi país, donde cada día sucede algún tipo de violencia; como un asesinato, una mujer golpeada o martirizada por su propio marido, muertes en medio de una simple protesta. Esto nos ha llevado de alguna manera a temernos los unos a los otros. Insulso puede resultarles a los alemanes mirarse a sí mismos en los espejos en las vidrieras, porque cuando hay poder adquisitivo y los medios intelectuales para alcanzarlo, de alguna manera se diluye el deseo de la ostentación. Cuando en la casa de un niño nunca falta el alimento, puede mermar el deseo de comer; y lo contrario: en aquellas en donde escasea el sustento, se encuentran siempre hambrientos y deseosos de la abundancia. Así es como opera la mente humana.

La elocuencia tampoco es marcada en los alemanes, porque se aprecia el valor del silencio; del que se sabe que habla mejor de uno mismo, con más eficacia que las palabras. Es entonces, en los intervalos de silencio, cuando se puede escuchar la música que emana del interior; cuando se apaga el ruido de nuestro cerebro. Nadie te sonríe si eres desconocido. No solo vi esa conducta en las personas propiamente alemanas, sino también en los extranjeros residentes.

Un chico promedio alemán, antes de entrar a la secundaria, puede haber leído todos los cuentos de los hermanos Grimm, por lo menos así sucedía, o los volúmenes completos de Harry Potter. Se diferencian notablemente de los adultos promedio en nuestro país, quienes pueden haber leído un libro y medio al año; lo arrojan las estadísticas. El hábito no se alcanza porque tengamos una gran biblioteca en nuestras casas. Cursé la primaria y la secundaria carente de este recurso material. Había dos únicas existencias en casa, propiedad de mi padre ya fallecido; constituyeron casi por completo todo el arsenal literario de mi infancia. Los recuerdo tan bien y aún los conservo: Aura o las violetas y Flor de fango, de José María Vargas Vila.

Aura o las violetas. Fragmento del prefacio de la primera edición:

¡Cómo tiemblan los recuerdos en las páginas dolientes de este libro! Tristes rondas de las hojas muertas impulsadas por el viento de la tarde… Hay calor de cenizas en las hojas… cenizas escapadas a un columbario fatal…

Fue el primer libro que escribí en mi vida; poema de adolescencia; escrito por una embriaguez de lágrimas por un niño solitario, tembloroso aún del primer encuentro con la vida, que desgarró su corazón.

Fragmento de Lo irreparable, otra historia anexada al mismo libro en nuevas ediciones. Lleva por título «Aura o las violetas»:

La legendaria maldición no es cierta:

Dios no ha podido establecer la desigualdad entre los hombres.

Dios que es la Virtud, no manda el crimen.

Dios que es padre de los hombres, no quiere que sus hijos sean siervos de sus hijos.

Dios que es Paz, no quiere la guerra entre los hermanos.

Dios que es el padre del Derecho, no ha ordenado jamás el atentado…

Dios no ha establecido distinción de razas ni colores entre los hombres.

Dios no ha hecho ciervos ni señores.

Dios no ha coronado reyes.

Dios que es el padre de la libertad no ha sancionado jamás la esclavitud.

Todos los hombres son libres e iguales ante Dios; y hubo como un dulce estremecimiento en la conciencia humana.

Y un rumor apacible, se repitió de pueblo en pueblo: todos los hombres son iguales.

Más la sombra seguía;

La voz inspirada de Cristo, predicando la igualdad, y se necesitó diecinueve siglos para implantarla.

Y, hombres que creían en la redención de la humanidad, por el sacrificio de un Dios, no creyeron en la redención de las razas esclavas, y siguieron oprimiéndolas.

Los libros suelen zanjar surcos en el alma, donde puede crecer la hierba o brotar la semilla.

Flor de fango, con una portada negra donde sobresale una pareja de amantes rozándose los labios. Ese libro lleva en mi propiedad alrededor de treinta y seis años, pero su existencia en el seno materno la adivino entre cinco y diez años antes de terminar en mis manos. Es el libro más viejo que poseo. He intentado donarlo dos veces, pero las circunstancias lo han impedido. Ahora estoy convencida de que hará parte de mi biblioteca mientras viva.

Bitácora de viaje

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