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SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL

ARTURO FERMANDOIS V.

La supremacía constitucional es el atributo de la norma constitucional en cuya virtud todas las normas jurídicas de un Estado, así como los demás actos emanados de los poderes públicos, deben someterse en la forma y en el fondo a lo previsto y dispuesto por la Carta Fundamental.

Se trata de un concepto intrínseco a la existencia del constitucionalismo desde su consolidación en el siglo XVIII; no hay Constitución si esta no es suprema; no hay poder constituyente si este no obliga también al legislador, como poder distinto de aquel.

La actual Carta Fundamental recoge este principio en una frase simple, en el inciso primero de su artículo 6°: “Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella…”. Y el inciso segundo del mismo artículo proyecta la supremacía incluso hacia la esfera privada: “Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares e integrantes de dichos órganos, como a toda persona, institución o grupo”. Por no exigir de otra norma para regir de inmediato sobre toda la vida en sociedad, esta cara de la supremacía se denomina principio de vinculación directa de la Constitución. Estos tres ejes son elemento central del concepto Estado de Derecho.

Clases de supremacía

La supremacía constitucional se clasifica en de forma y de fondo, variantes que se deducen de su definición. La supremacía formal consiste en el imperativo exigible a todo precepto legal o reglamentario de someterse a los procedimientos previstos por la Constitución para su tramitación y nacimiento como tal. La supremacía material consiste en la sujeción armónica de los contenidos de todo precepto legal y reglamentario a los derechos, principios y valores contenidos en la Constitución.

Rigidez constitucional

La supremacía, como atributo de todo precepto constitucional, es indisoluble de la idea de Constitución. Para que opere en la práctica, la supremacía constitucional solo es posible gracias a otro principio del constitucionalismo: el de rigidez constitucional. Conforme a este principio, se distingue entre poder constituyente y poderes constituidos, y se entiende que el primero, sea originario o derivado, es conceptual y políticamente distinto al poder legislativo, superior a él. El principio de la rigidez impide que este poder o facultad constituyente sea entregado a los poderes constituidos, o sea, a los diferentes órganos del gobierno, dotados de diferente competencia o ámbito de atribuciones. En consecuencia, los poderes constituidos no pueden tener dentro de su ámbito de competencia el de hacer o modificar la Constitución, salvo que sigan los procedimientos y los quorum previstos para el ejercicio del poder constituyente.

En efecto, si cualquier órgano pudiera alterar radicalmente la Carta Constitucional, ¿qué objeto tendría que fuera considerada Estatuto Supremo? Pero, por otro lado, la rigidez supone la supremacía porque ¿qué sentido tendría que una norma fuera la superior por puro arbitrio inmodificable del constituyente?

Origen histórico del concepto. Coke y Sieyès

El surgimiento del principio de supremacía constitucional fue políticamente complejo por cuanto el constitucionalismo mismo se formó durante el predominio de la soberanía del Parlamento, esto es, de la ley. Conseguir la real supremacía de la Constitución supone partir del presupuesto de que esta se encuentra, incluso, por sobre la ley. Así, sobre la soberanía de las Cámaras hay una autoridad superior: la propia Carta Fundamental.

Esta dificultad de hace 200 años resurge intermitentemente en el plano político en el mundo entero, cuando el legislador resiente el encontrarse constreñido por una Constitución que lo conduce y limita.

Uno de los primeros en plantear el problema de cómo hacer prevalecer la voluntad de la Constitución por sobre la del Parlamento fue, en plena Revolución Francesa, el abate Emmanuel Sieyès en su obra “El Tercer Estado” y en su exposición ante la Asamblea Nacional de 1789. Allí, el abate planteó la necesidad de crear un jurado que se encargara de velar por el respeto de la Constitución y a la Constitución. Sin embargo, lo incipiente de la idea y los avatares de la Revolución hicieron que la intención visionaria de Sieyès se viera, cuando menos, postergada.

Diversos autores fueron tratando el problema y, a medida que pasaba el tiempo y se imponían los principios del constitucionalismo, se hacía más necesario resolver la disyuntiva planteada por Sieyès. Así lo había hecho —quizá sin entenderlo como tal— muchos años antes el juez Sir Edward Coke, al fallar el famoso caso “Bonham” en 1610. Ahí aceptó la idea de que una ley del Parlamento podría vulnerar el derecho común o common law (hoy entendido como Constitución consuetudinaria y suprema) y podría ser anulada. Luego de la revolución, Alexander Hamilton, Alexis de Tocqueville y otros lo hicieron, aunque de modo aislado y poco sistemático. Los primeros ensayos por institucionalizar el principio se dieron al surgir las primeras constituciones rígidas.

Control de la supremacía y control de constitucionalidad. El legado del fallo Marbury v. Madison (1803)

El control de la supremacía constitucional se efectúa mediante los sistemas de control de la constitucionalidad, materia de otra unidad de esta obra. La primera y más famosa prueba a la que se sometió la supremacía constitucional en la historia tuvo lugar con el famoso caso “Marbury v. Madison” en Estados Unidos, 1803. La sentencia es el primer paso formal y consciente de control judicial de la constitucionalidad de la ley, y legó con ello el primer gran triunfo de la supremacía sobre la resistencia legislativa.

Redactada por el famoso juez John Marshall, presidente de la Corte Suprema, recurrió a la supremacía constitucional para resolver un complejo problema político y jurídico que enfrentó a los partidarios de los presidentes Adams y Jefferson.

Marbury era uno de los jueces designados, en los últimos momentos de su administración, por el Presidente John Adams, a cuyo nombramiento

James Madison, Secretario de Estado del nuevo Presidente Jefferson, no quería dar curso. Marbury, en virtud de una ley que lo facultaba, recurrió a la Corte Suprema para que ordenara cursar su designación. La Corte se veía en una difícil posición: por un lado, no quería enemistarse con el nuevo gobierno por el temor de que no obedeciera, pero por otro quería reparar una situación injusta y proteger a Marbury.

Para salvar la situación, la Corte discurrió, bajo la presidencia del juez Marshall, sin pronunciarse sobre el fondo, que la ley en virtud de la cual se le pedía que interviniera iba en contra de la Constitución. La Carta la facultaba para intervenir en segunda instancia o por vía de apelación y la ley le exigía intervenir en primera instancia: ¿qué primaba?

Para justificar su decisión, el juez Marshall redactó uno de los extractos más famosos del constitucionalismo, esencia de la supremacía constitucional: “O la Constitución es una norma superior y suprema y no puede ser alterada por los medios ordinarios o está al mismo nivel que las disposiciones legislativas ordinarias y, como ellas, puede ser modificada cuando al Legislativo le plazca hacerlo. Si lo primero es verdadero, un acto legislativo contrario a la Constitución no es ley. Si lo segundo, entonces las Constituciones escritas son absurdas tentativas de parte del pueblo para limitar un poder que es ilimitado por naturaleza”.

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