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HISTORIA CONSTITUCIONAL CHILENA HASTA 1833

JAVIER INFANTE M.

No es el objetivo de este capítulo intentar explicar qué es una Constitución. Plumas más ágiles y entendidas en la materia se harán cargo de ese problema. Sin embargo, y para mayor claridad de estas líneas, acordaremos momentáneamente que una Constitución es la forma en que un país decide organizarse políticamente. En ese sentido, es difícil imaginar una comunidad política cualquiera que no tenga Constitución. Lo que varía entre países y comunidades es el contenido de la misma (el fondo del asunto, como por ejemplo los Derechos que se reconocen, la forma de gobierno, u otros), o bien la manera en que esa Constitución se expresa (la forma, ora escrita, ora bajo la forma de tradición política). Por lo mismo, para que hablemos de una Constitución propiamente chilena, debemos hacer referencia al momento en que Chile comenzó a identificarse a sí mismo como una entidad política independiente, autónoma, libre y republicana.

Esta vida política —independiente y republicana, habría que agregar— comenzó en aquel momento en que, valga la redundancia, los chilenos tomaron conciencia de ser una entidad política independiente del Imperio Español. Por lo mismo, no hay una fecha clara que marque el inicio de ese nuevo estado de cosas: las fechas varían en un rango que va desde el 18 de septiembre de 1810, con el establecimiento de la Primera Junta de Gobierno, hasta 1818, tras la Batalla de Maipú y la expulsión de las tropas españolas de la zona central de Chile.

Como fuere, y al igual que en otras latitudes de América, la pregunta que se presentó inmediatamente a los primeros pasos de vida política independiente fue cómo organizar políticamente esta nueva realidad. No se trataba de una pregunta sencilla. Si bien los nacientes países americanos contaban con una rica tradición política desarrollada a partir de los clásicos y su traslado desde Europa de la mano de las leyes españolas, firmemente asentada en la cultura local (como el Código de las Partidas del Rey Alfonso el Sabio), no es menos cierto que todo el proceso de Independencia se construyó sobre la base de un relato novedoso, fundamentado en la Ilustración, ajeno en cierta medida a la tradición antes dicha. En consecuencia, para los más radicales, no bastaba solamente con obtener la Independencia política, sino que también era necesario romper, en mayor o menor medida, con la tradición política española, y adoptar en consecuencia (también en mayor o menor medida) nuevas instituciones políticas de corte ilustrado.

Así las cosas, el vehículo más apropiado para llevar a buen puerto la reestructuración política (cuando no social) del país era una Constitución. Instalada la Primera Junta de Gobierno, una de las primeras medidas que se adoptaron fue la Convocatoria a un Congreso Nacional, que tuviese como objetivo precisamente el redactar una Constitución para el país. Así lo veía Camilo Henríquez, uno de los hombres más ilustrados de su tiempo, quien en su célebre Proclama decía: “Estaba, pues, escrito, ¡Oh Pueblos!, en los libros de los eternos destinos, que fueseis libres y venturosos, por la influencia de una Constitución vigorosa…”. El voluntarismo político de los ilustrados se repetía en ese mismo sentido en uno y otro escrito: La Constitución es el instrumento por el cual el Pueblo será feliz, y libre.

Más allá del contenido de esta última afirmación, lo cierto es que todos los tribunos de nuestra Independencia y posterior formación política se hicieron eco de ella, y participaron de alguna manera en la redacción de textos constitucionales. Algunos de dichos textos tuvieron vigencia, mientras que otros simplemente quedaron como meros proyectos políticos. En el período de la Patria Vieja (1810-1814), hubo cuatro: tres Constituciones o Reglamentos Constitucionales, y un proyecto constitucional relevante. Instalado el Gobierno de Bernardo O’Higgins en 1817, y hasta 1833, el país tuvo cuatro Constituciones (1818, 1822, 1823 y 1828), un ensayo federal basado en leyes de rango constitucional, y un par de ensayos constitucionales que no fueron aprobados.

Ninguna de ellas superó los cinco años de vida, lo que es atendible si consideramos que, hasta la Constitución de 1822, ninguna tenía una real vocación de permanencia. No por nada llevaban siempre el calificativo de Constitución “Provisoria”. El motivo de ello era bastante lógico: en primer lugar, no existía la calma suficiente (en razón de la Guerra de Independencia, primero, y de la inestabilidad política interna, después) para poder redactar un texto constitucional que satisficiera las necesidades del país. La segunda explicación radica en la falta de acuerdos en torno a temas de primer orden que debían quedar resueltos en una Constitución: la forma de Gobierno (la Monarquía era el régimen político tradicional y conocido hasta entonces), la organización política interna (unitaria o federal), la calidad de ciudadano, los límites al poder público, la organización judicial, la permanencia o abolición de la esclavitud, etc.

Todos esos motivos explican la situación de “ensayo y error” que se vivió en torno al tema constitucional hasta 1833: la Constitución Ilustrada de Juan Egaña aprobada hacia fines de 1823 resultó rápidamente derogada, acusada de utópica; el fanatismo federalista de José Miguel Infante también fue descartado tras el desorden político que causó su gradual implantación; y el liberalismo político de 1828 no soportó las turbulencias a las que fue sometido tras una guerra civil en la cual esta corriente, al menos en su faz ilustrada, fue derrotada. El país tuvo que esperar hasta 1833 para zanjar definitivamente su régimen político a través de una Constitución respetada y obedecida.

Como señaló Mario Góngora en su Ensayo Histórico (1986), la Constitución de 1833 tuvo la virtud de restaurar la tradición política a la cual los chilenos estaban acostumbrados: el principio de autoridad. Si bien existen diferencias manifiestas entre una Monarquía y una República, no por ello se debe confundir la falta de respeto al orden político y a las leyes. Y es allí donde se encuentra el mérito del modelo político que entonces se implantó: la Constitución de 1833 otorgó estabilidad política al país hasta 1925 porque tuvo la virtud de atender a la realidad, sin pretender la consagración de sueños o utopías en sus líneas: fue una Constitución técnica y avanzada para su época, pero su mayor logro no fueron sus disposiciones particulares, sino el haberse logrado instalar como una Constitución que en su conjunto era respetada. Fue también una Constitución flexible, ya que permitió gradualmente su reforma en tiempos de paz, transformándose así de una Constitución marcadamente presidencialista en otra con gran participación del Congreso. Sus redactores fueron visionarios al respecto, al saber conjugar la necesidad de orden en el momento apropiado con la necesidad por espacios de libertad que fuesen surgiendo en el tiempo. En ese sentido, la Constitución de 1833 —de la cual algunas normas de primer orden han pasado a las Constituciones posteriores— supo interpretar adecuadamente la composición política, jurídica, social y económica del país, y construir, a partir de esas realidades, la forma política adecuada, sin sueños, sin utopías.

Conceptos fundamentales para el debate constitucional

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