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LA CONSTITUCIÓN DE 1980

CARLOS FRONTAURA R.

La Constitución de 1980, aprobada durante el Gobierno Militar, intenta dar respuesta al derrumbamiento de las instituciones en el Chile de los años ’70 del siglo pasado y hacerse cargo de las transformaciones operadas en el mundo durante ese convulsionado siglo XX. Mucho antes de 1973, los presidentes Alessandri Rodríguez, Frei Montalva y Allende Gossens, cada uno a su manera, habían expresado la necesidad de una profunda modificación constitucional. Ello les parecía indispensable, tanto para hacerse cargo de las anomalías y deficiencias del anacrónico sistema establecido en 1925, como para enfrentar una realidad diferente. Jorge Alessandri, incluso, llegó a señalar que, de no llevarse a cabo estos cambios, se corría el riesgo de una “delicada crisis” y se ponía “en grave peligro la permanencia del sistema institucional” (1962), o se podía llegar a “una catástrofe definitiva” (1964). Si el Acuerdo de la Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973 —que denunciaba “un grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República”— parecía confirmar las aprensiones del Presidente Alessandri, la intervención militar del 11 de septiembre —que puso fin abrupto al gobierno de la Unidad Popular—las ratificó en los hechos. A partir de ese momento, pocas dudas podían caber sobre la necesidad de una nueva Constitución, aunque hubiera discrepancias sobre su contenido.

De este modo, el texto de 1980, como ha ocurrido invariablemente con toda Carta Fundamental desde la revolución de la independencia, está estrechamente vinculado a un severo trastorno político y social previo que surge de un diseño institucional sobrepasado por la lucha ideológica implacable y por promesas de bienestar material insatisfechas. Por otra parte, esta norma fundamental se gestó también bajo la idea de consolidar experiencias gubernamentales de la Junta Militar, fijarle límites y establecer un cronograma que permitiera el traspaso del poder a los civiles. Así, en septiembre de 1973 comenzó a sesionar un grupo de expertos designados por el Gobierno —denominado Comisión Ortúzar por quien la presidía (Enrique Ortúzar)—, destinado a proponer un anteproyecto de nueva Constitución. Antes de que finalizara su misión, la Junta Militar recogió parte de su trabajo (lo referido a bases y valores de la institucionalidad, derechos y deberes constitucionales, y regímenes de excepción) en las llamadas Actas Constitucionales Nos. 2, 3 y 4. El objeto de ellas era generar una “institucionalidad provisoria” que permitiera someter a prueba lo que se elaboraba, antes de aprobarlo definitivamente, aunque posteriormente no se siguió este procedimiento. La Comisión Ortúzar culminó su tarea en octubre de 1978 y el anteproyecto se remitió, para su revisión, a un organismo asesor del Presidente de la República, denominado Consejo de Estado. Este hizo un llamado público para la presentación de indicaciones (recibió cerca de 150) y, en julio de 1980, emitió su informe. La última etapa de elaboración estuvo en manos de la propia Junta que, con un grupo de colaboradores, realizó los ajustes definitivos del proyecto y redactó las normas transitorias. Estas resultaban esenciales, pues regulaban los plazos y modalidades del gobierno de transición, así como la entrega del poder a las autoridades electas por la ciudadanía posteriormente. En agosto de 1980 se convocó a un plebiscito que se realizaría en septiembre para aprobar o rechazar el texto constitucional.

A mediados de 1978, en paralelo al trabajo de elaboración reseñado, algunos expertos, opositores al Gobierno Militar y al camino que se estaba siguiendo, conformaron el denominado Grupo de Estudios Constitucionales, conocido como “Grupo de los 24”. Su objeto era aunar esfuerzos y consensos en torno a una salida institucional y una nueva Carta Fundamental, aunque diferentes de las que proponía la Junta. Este Grupo, así como algunos reconocidos líderes, como Eduardo Frei Montalva, expresaron su rechazo al proyecto de Constitución, pero, sobre todo, enfatizaron la invalidez del acto plebiscitario que se realizaría, por la ausencia de garantías para su legitimidad. La Conferencia Episcopal también indicó que había condiciones que debían cumplirse y que existían circunstancias incompatibles con aquellas que, de no enmendarse, generarían una interpretación “ambigua” del resultado del plebiscito, no siendo posible extraer “conclusiones claras, ni construir sobre él un orden institucional estable”. A pesar de estas críticas, el acto tuvo lugar en las condiciones previstas originalmente, siendo su resultado ampliamente favorable al proyecto (la opción “Sí” obtuvo el 65,71%), aunque la autenticidad de ese resultado ha sido cuestionada precisamente por la ausencia de esas garantías.

Junto con estas críticas al proceso de aprobación, se le objetaban al texto algunas de sus normas permanentes y transitorias. Entre las primeras, destacaba el rechazo a su artículo octavo, ya que se sostenía que, más que proscribir actos, prohibía ideas. También se reprochaba su excesivo presidencialismo y lo que se calificaba de indebidos límites a la soberanía popular: en particular, el sistema mayoritario binominal; el rol y composición del Consejo de Seguridad Nacional; y la existencia de los senadores institucionales o designados (idea que ha rondado toda nuestra historia, pues la contempló Egaña en su proyecto de 1833, Arturo Alessandri la planteó en 1925 y Jorge Alessandri en su propuesta de reforma de 1964). En el ámbito de las normas transitorias, se discutía tanto el plazo para retornar a la democracia como la modalidad del gobierno de transición y, especialmente, las atribuciones que tenía el Presidente en situaciones de excepcionalidad constitucional (art. 24 transitorio). Pese a estas críticas, las etapas y formas contempladas originalmente se mantuvieron y fueron cumplidas cabalmente por la Junta Militar, que reconoció la derrota de su candidato en el plebiscito de 1988, accedió a negociar e incorporar reformas al articulado permanente en 1989 y entregó el poder a las autoridades elegidas, tal como estaba previsto inicialmente, el 11 de marzo de 1990.

Por otra parte, cabe destacar que la Constitución de 1980, en varios aspectos, continuó con lo establecido por los textos de 1833 y 1925 y, al mismo tiempo, incorporó conceptos del constitucionalismo post Segunda Guerra Mundial, como la necesidad de defenderse no solo de la arbitrariedad del Ejecutivo, sino también de la del Legislativo. En esta línea, haciéndose cargo de los defectos de la institucionalidad anterior —especialmente en materia de protección eficaz de los derechos individuales, creciente estatismo y demagogia en la gestión pública—, esta Constitución presentó importantes novedades que buscaban: (a) fortalecer los derechos fundamentales y los límites al poder; (b) favorecer la conducción del Estado por el Presidente de la República, y (c) fomentar una administración pública técnica y eficiente. En primer término, se reforzó la centralidad de la persona humana, la protección de sus derechos y el deber de servicialidad del Estado. Así, se estipuló expresamente que los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana constituyen un límite al poder (soberanía) y que el fin del Estado es el bien común, debiendo estar al servicio de la persona y no al revés. En el mismo sentido, estableció principios y valores para favorecer y proteger las iniciativas de los individuos y de sus asociaciones, en todos los ámbitos. Consagró, por primera vez en nuestra historia independiente, una acción constitucional rápida y directa ante los tribunales para exigir el respeto de los derechos fundamentales —el denominado recurso de protección—. Asimismo, contempló mayores exigencias para modificar y regular esos derechos, proscribiendo el que ellos pudieran ser afectados en su esencia. En segundo término, se reforzaron las atribuciones del Presidente de la República en materia económico-social, ya que es él quien posee la información completa y el único responsable por la conducción del Estado. Así, se buscó restringir los mecanismos que favorecen la irresponsabilidad y el populismo parlamentario, muchas veces vinculado a grupos de presión. En tercer término, se quiso promover la existencia de un Estado eficaz, para lo cual se disminuyeron los espacios de interferencia partidista y de intervención parlamentaria, tanto en la Administración como en los conflictos sociales y gremiales. Para ello, entre otras cosas, se crearon órganos técnicos autónomos, como el Banco Central; o se confirieron nuevas atribuciones a poderes ya existentes, como la facultad que se dio a los Tribunales para directamente hacer cumplir las sentencias. Durante la vigencia de este texto y sus perfeccionamientos, se produjo uno de los ciclos continuos de mayor paz y prosperidad en Chile.

Conceptos fundamentales para el debate constitucional

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