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CAPÍTULO 2

Quién

“¡Yo les traigo alegría!”

—Jordan Monkarsh

Es vergonzoso: nosotros, los que nos declaramos expertos en emprendimiento, no logramos ponernos de acuerdo en cuanto a la definición de quién es realmente un emprendedor. “Emprendedor” es un término sobrecargado que se usa de incontables maneras y cada expresión transmite un mensaje distinto.

La mayoría de estos mensajes distrae a los emprendedores existentes y potenciales de sus tareas reales. Por ejemplo, algunos economistas piensan que todos somos emprendedores, siempre y cuando seamos capaces de tomar decisiones propias. ¿Por qué? Porque al decidir dónde trabajar, qué comprar y cómo disponer de nuestro tiempo, todos sopesamos lo que percibimos como riesgo. Conocidos colectivamente como la Escuela Australiana, estos economistas aducen que siempre estamos obteniendo ganancias y pérdidas de las decisiones económicas que tomamos. Ellos no perciben dónde está la diferencia entre decidirse a comenzar un negocio y decidir qué trabajo tomar. Según su forma de verlo, todo aquel con la consciencia suficiente para tomar decisiones acerca de cómo lidiar con su vida es un emprendedor.

La definición más simple de emprendimiento, y la que estaré usando en este libro, es esta: un emprendedor es alguien que encuentra o dirige un negocio del que es dueño bien sea que esté oficialmente constituido o no. Esta definición se concentra en el establecimiento de empresas y en la constante función del emprendedor como jefe de estas. Además, establece el estándar para que aquellos que tengan su propio negocio puedan usar el título de “emprendedor”. Esta definición también se parece mucho a la que vemos en varios diccionarios.

He encontrado casi un centenar de otras definiciones que usan diferentes grupos de personas para “emprendedor”, cada una de ellas con sus propios criterios de éxito implícitos. Los requerimientos para ser considerado el emprendedor que estas definiciones establecen o presuponen, por sí solos o en múltiples combinaciones, incluyen: alcanzar niveles mínimos de ingresos, utilidades, tasas de crecimiento, generación de valor, generación de empleos, habilidad para usar recursos, satisfacción personal (a corto y/o largo plazo), aspiraciones, impacto duradero en el mundo, autosuficiencia, control personal, tolerancia al riesgo e independencia.

Cada definición insinúa o establece el umbral mínimo que una persona debe alcanzar para ser reconocida como emprendedora. Muchas definiciones de emprendedor no incluyen a quienes trabajan por su cuenta o cuyas empresas no están formalmente constituidas. Algunas investigaciones sobre el emprendimiento usan una definición que requiere que los emprendedores aspiren a desarrollar un negocio constituido, de lo contrario, serán considerados “pequeños empresarios” o “trabajadores independientes”. Lo gracioso es que todos los emprendedores superexitosos perfilados en este libro empezaron como propietarios de pequeños negocios. Sam Walton comenzó manejando una tienda de variedades en un pueblito. Al igual que él, los fundadores de grandes compañías también comenzaron manejando operaciones de tamaño similar.

La más extrema de las definiciones se usa entre algunos inversionistas de capital de riesgo, antiguos emprendedores extremadamente ricos, algunos de ellos escritores, y algunos expertos de los medios que definen a los emprendedores (a menudo denominados como “reales” o “innatos” para denotar qué tan especiales son) como gente motivada a arriesgar su bienestar para generar un gran impacto en el mercado. A menudo, encontrarás esta definición en relatos acerca de Henry Ford, Steve Jobs, Bill Gates, Mark Zuckerberg, etcétera. Lo que esto da a entender es que emprendedores como ellos, jóvenes, sin entrenamiento, ni experiencia al momento de tener éxito, simplemente, nacen con rasgos especiales.

Esta definición que presupone que “los emprendedores reales nacen siendo una combinación entre genios y héroes” suele servir para intereses propios de manera involuntaria. Si eres un importante capitalista de riesgo que necesita invertir $1.000 millones de dólares al año en empresas emergentes, entonces querrás tratar solo con personas que aspiren a alterar grandes mercados; no querrás perder tu tiempo con nadie que aspire a algo menor, ni que esté creciendo poco a poco. A los medios les gusta esta definición heroica porque es vinculada de inmediato con relatos sobre situaciones bastante inusuales que atraen a muchos lectores. Sin embargo, esta definición se aplica solo a algunos pocos miles de individuos en el mundo y desanima a los potenciales emprendedores de comunidades donde estos modelos no existen. Describir a los emprendedores como personas con cualidades extraordinarias e innatas es dañino, en especial para las mujeres y para los emprendedores de las minorías, y constituye una forma maliciosa de discriminación. Ninguna investigación demuestra que debas poseer cualidades genéticas especiales para ser un emprendedor.

Cualquiera que inicie una compañía o sea independiente es libre de elegir su propia definición de “emprendedor”, al igual que su propio criterio de éxito. También veremos que, así como los emprendedores asumen toda la responsabilidad de sostenerse a sí mismos, también están en capacidad de decidir qué van a necesitar para sentirse satisfechos de haber triunfado.

Es una lástima que la mayoría de los emprendedores no piense en lo que en realidad quiere, pues ese hecho les genera serios problemas. Es innegable que la definición de emprendedor que elijes influencia las decisiones que tomas y afecta los resultados que obtengas. A esto se debe que los emprendedores que no tienen una definición de lo que están haciendo toman decisiones inconsistentes, lo que los lleva a desperdiciar tiempo y dinero, causándose a sí mismos una ansiedad innecesaria

—tema del que tratamos más a fondo en el Capítulo 4.

Alguien a quien admirar

Te presento a Jordan Monkarsh, también conocido como Jody Maroni, quien, prácticamente, encaja en casi todas las definiciones de “emprendedor”. Conocí a Jordan hace más de 30 años y aún disfruto de aquella experiencia. Se asomó por la ventana de su caseta de salchichas Venice Beach y nos saludó a mi esposa y a mí. “¡Oye, guapo! ¿Quieres impresionar a tu novia? ¡Acércate y prueba una muestra gratis! ¡Muéstrale que tienes buen gusto!”.

No pude resistirme, ni tampoco otros transeúntes; las salchichas que estaba ofreciendo olían y se veían muy bien. Ordené una salchicha italiana suave que venía en un panecillo, cubierta de cebollas caramelizadas asadas y pimientos rojos. ¡Estaba deliciosa!

Cuando Jordan fundó Sausage Kingdom de Jody Maroni, no entraba en el estereotipo actual del brillante revolucionario amante de la tecnología. Y todavía hoy, no encaja en ese estereotipo. Él caracteriza a los emprendedores bien cimentados de los que no escuchas mucho, pero que son quienes impulsan nuestra economía.

Jordan creció en un suburbio de Los Ángeles, en un hogar de clase media. Su padre era carnicero y su madre era un ama de casa que cuidaba de sus tres hijos. Jordan era el mayor. Le gustaba estar solo, leía mucho y hacía muchas preguntas a la hora de la cena. A veces, sus padres se preguntaban por qué su hijo de 12 años hacía tantas preguntas acerca de temas religiosos, así como de otros temas igual de desconcertantes. Ellos creían que sus preguntas deberían girar en torno a qué oportunidades tenían los Dodgers en la Serie Mundial, pero él se interesaba más en leer todos y cada uno de los números de la revista National Geographic de principio a fin y tan pronto salieran al mercado. Jordan encontraba fascinante el hecho de conocer sobre otras culturas y paisajes. Soñaba con visitar nuevos lugares y con ver rituales exóticos. No le importaban los negocios, ni el emprendimiento.

Todos los chicos Monkarsh hacían labores para ayudar a Max, su padre, que trabajaba largas jornadas en su carnicería. Además de ocuparse de la atención al público a lo largo de la jornada, Max también debía asegurarse de que la tienda estuviera impecable cada noche, antes de volver a casa a cenar con su familia. En la mañana, antes de abrir la tienda, debía decidir qué carnes y cortes presentaría ese día, qué precios ajustar y qué órdenes hacerles a sus proveedores.

Después de que Jordan cumplió 13 años, Max le asignó el trabajo de preparar en el sótano de la tienda las salchichas que ofrecería para la venta, así que, después de la escuela, Jordan tomaba el bus rumbo a realizar esa tarea. Estando ya en el sótano, molía la carne, le mezclaba vegetales, sales y preservantes y luego operaba una máquina que empacaba la carne molida en los intestinos de vaca que usaban para mantener las salchichas compactas. Esa fue su tarea por años y recibía $3 dólares por hora, dinero que ahorró para comprar un auto cuando cumplió los 16. Jordan detestaba esa asignación en el sótano, pero no había manera de negociar otra cosa con su padre. Así que trabajaba mientras soñaba con ser libre y visitar tierras lejanas.

Con el tiempo, se graduó de la universidad con un título en religión y con una gran pasión por leer y escribir poesía. No estaba seguro de lo que quería hacer, pero sabía qué no quería: trabajar para su padre, ni ser carnicero. Lo amaba, pero no se imaginaba trabajando con él la vida entera aunque ese fuera el deseo de su progenitor.

Luego de varios meses de andar por el mundo después de graduarse de la universidad, Jordan volvió a Los Ángeles y comenzó su primera empresa. En sus viajes, desarrolló cierta pasión por probar comidas interesantes en los puestos de los vendedores ambulantes. Como en L.A. no había ese tipo de venta de comida, tuvo la idea de construir carritos de comida e ingresar a ese negocio. Parecía una buena manera de hacer dinero para vivir.

Jordan no sabía nada sobre planes de negocios, así que no creó ninguno, pero sí hizo un bosquejo del carrito que uno de sus conocidos le construiría. Unas semanas después, lo recibió ya listo para trabajar y parecía una parrillada con ruedas; ahí mismo, decidió cargarlo con 500 salchichas que había hecho el día anterior. Luego, lo acomodó en la parte de atrás de su vieja van, se detuvo en su panadería favorita para recoger 500 panecillos frescos que había ordenado y manejó a su lugar preferido en Los Ángeles, Venice Beach. A las 10 horas, ya había vendido todo lo que montó en su parrilla. Ese día, Jordan tuvo suficiente utilidad como para recuperar la inversión que hizo en la construcción de su invento. Poco después, contrató un asistente para que se encargara de manejar el dinero y así poder concentrarse en el asador y en servir las salchichas día a día, llegando a vender cerca de $2.500 dólares en su día más ocupado. Le encantaba asar salchichas y ofrecerles sus productos a los transeúntes; así lo hizo por años, antes de que las autoridades de salud se dieran cuenta. Resultó que la ausencia de puestos de comida ambulantes en L.A. no era debido a la inexistencia de estos, sino debido al Departamento de Salud Pública: sus reglas prohibían la comida callejera. Un año después de haber sido notificado por el Departamento de Salud, Jordan fue citado una docena de veces por causa de su puesto de comida y en últimas le advirtieron que iría a prisión si permanecía en la industria.

Jordan vendía su comida por mucho más de lo que le costaba hacerla. Ganaba más de $1 dólar por cada salchicha de $1,75 que vendía. Por esa razón, para cuando su negocio fue clausurado, ya había ahorrado más de $25.000 dólares. Después de ganar su propio dinero, Jordan sabía que no estaría satisfecho trabajando en un empleo de 9:00 a 5:00 para otra persona. La ventaja era que ya tenía suficiente dinero para empezar otro negocio.

Habiendo concluido que, si tenía los permisos adecuados, podría hacer y vender comida que le agradara a la gente, Jordan ahora soñaba con empezar un negocio que lo pusiera en el centro del lugar que más amaba: Venice Beach. Así que, pocas semanas después de dejar el negocio de la comida ambulante, usó gran parte de las ganancias que había obtenido para rentar una caseta de comidas rápidas. En su interior, él sabía que se las ingeniaría para hacer salchichas deliciosas con nuevos sabores que atraerían a más y más clientes. Después de todo, hacer salchichas para su propio negocio era más satisfactorio que hacerlas para el de su padre.

Luego de rentar la caseta, instaló los electrodomésticos que necesitaba para hacer, cocinar y refrigerar sus salchichas. Infortunadamente, el proceso de solicitar los permisos y pasar las inspecciones requeridas para servir comida en Venice Beach le tomó cerca de dos años. Para ese momento, Jordan estaba en deuda con todos sus amigos y familiares, debido al dinero adicional que tuvo que invertir para poder resistir y sostenerse hasta el día de la inauguración. Y a pesar de las vicisitudes, Sausage Kingdom de Jody Maroni (su intuición le decía que “Sausage Kingdom de Jordan Monkarsh” no sonaba tan apetitoso) fue un éxito instantáneo. Todos los involucrados en esa causa sintieron que el duro trabajo, el tiempo y las deudas acumuladas habían valido la pena.

Jordan no es un tipo muy alto, pero como el interior de su caseta fue diseñado para estar dos pasos por encima del malecón, su personaje, “Jody”, se veía inmenso cuando se asomaba al mostrador a llamar la atención de los transeúntes. Jordan tiene una gran sonrisa y es difícil de ignorar, así que muchas personas se detenían a probar su comida. Los diferentes sabores de salchichas que él ofrecía eran todas deliciosas y de gran calidad. La gente lo amaba y en un día soleado en la playa, con la ayuda de tres personas más, llegaba a vender hasta $6.000 dólares en salchichas, papitas fritas y refrescos. Con un negocio así de rentable, Jordan pudo librarse de las deudas en cuestión de 18 meses.

Servirles un producto excelente día a día a miles de personas en Venice Beach te hace alguien notable. A “Jody” le encantaban la atención y los elogios. “¡Yo les traigo alegría!”, solía decirles a sus clientes. Tratar de hacerlos felices nunca pareció un trabajo difícil para él. El broche de oro fue cuando sus esfuerzos le llevaron a tener múltiples menciones de un famoso crítico de Los Angeles Times —“Jody” se había convertido en una celebridad local.

Jody y Jordan tienen personalidades muy distintas. Jordan es introvertido, lee poesía y le gusta quedarse en casa con su familia. Jody les habla a los desconocidos, muestra una gran sonrisa y es rápido en salir con ocurrencias —un alter ego creado por la pasión y la ansiedad que van ligadas el hecho de saber que tu futuro está en juego.

Jordan pasó largas jornadas administrando su negocio, como lo hacía su padre con la carnicería. En un lapso de cinco años, llegó a supervisar a más empleados que su padre —necesitaba mucha ayuda adicional porque Sausage Kingdom servía a muchos más clientes cada día—. El negocio estaba abierto siete días a la semana y Jordan supervisaba la preparación de cada salchicha que servía. Contrató a algunas de las personas que había conocido durante sus días con el carrito de comidas y a su vez ellas le presentaron a sus amigos, a algunos de los cuales también contrató. Para asegurarse de que todo se hacía como él quería, Jordan estaba en la caseta desde que abría las puertas del negocio, temprano en la mañana, hasta que cerraba, un par de horas después del ocaso.

Además, era un entrenador exigente, pero paciente para con su equipo y el ambiente en Sausage Kingdom era muy bueno. Aunque Jordan les pagaba a sus operarios solo el salario que estaba en el mercado, el cual estaba cerca del 20% por encima del salario mínimo, su rotación de personal era baja. Compartía sus recetas con ellos y les enseñaba a preparar como él lo hacía. Incluso los persuadía de que les hablaran a los transeúntes en un inglés entrecortado. Por supuesto, ellos no causaban exactamente la misma impresión que “Jody”, pero sí llamaban la atención y vendían más salchichas que las que hubiesen vendido de otro modo. Como él se interesaba en entrenarlos a bajo costo y en compartirles sus habilidades, todos lo respetaban y no sufría de robos de parte de sus empleados, lo cual afectaba a los dueños de otras casetas en Venice Beach, llevándolos a afrontar muchos problemas e incluso a tener que cerrar sus negocios.

Jordan se casó poco después de abrir la caseta. En los siguientes tres años, él y su esposa tuvieron dos hijos. Habiendo pagado sus deudas a familiares y amigos, y tras haber creado un negocio próspero, disfrutaba de su éxito e independencia —sentía que lo tenía todo.

Grandes cifras

Hoy, Jordan es solo uno de los 15 millones de emprendedores a tiempo completo en los Estados Unidos, gente que trabaja para sí misma o maneja los casi seis millones de negocios que han creado. Casi 18 millones de personas están tratando de empezar cerca de 9.5 millones de negocios y millones más están pensando en hacer lo mismo. Como ya se ha dicho antes, cuando tienes en cuenta parejas, padres y hermanos, encuentras que más del 30% de la población adulta está relacionado bien sea con empezar una compañía o tiene una relación directa con alguien que ya la tiene. Sin embargo, para todo el nivel de atención al que está expuesto el emprendimiento, quizás ese porcentaje sea aún mayor.

Ninguna cualidad mental, emocional o física diferencia a Jordan, ni a ningún otro emprendedor de alguien que trabaja para otros. En promedio, un emprendedor no es más inteligente, ni más fuerte, ni más extrovertido o insomne que el resto de nosotros. Dada la cantidad de personas en los campos del empleo y el emprendimiento, esto no es sorprendente. Si un margen tan amplio de emprendedores tuviera alguna característica fisiológica o sicológica diferenciadora, desde hace mucho tiempo, habríamos aprendido a distinguirlos de entre la multitud.

Cuando pensamos en emprendedores, la mayoría de nosotros piensa en menos del 10% de todos los emprendedores, lo cual corresponde a aquellos que son mucho más ricos que el resto de la población trabajadora. La riqueza representada en la lista de los 400 americanos más ricos de la revista Forbes ha sido creada casi en su totalidad mediante iniciativas de emprendimiento. Como el número total de emprendedores es tan grande, incluyendo a los que todavía trabajan y también a los retirados, la cantidad de emprendedores ricos se mide en millones, aunque esta representa solo a una pequeña minoría de ellos en todos los niveles sociales. Y ya que los muy ricos atraen una cantidad desproporcionada de atención, la mayoría de nosotros tiene una percepción distorsionada de ellos y de su riqueza. Pensamos: “Si un emprendedor logra mantener un negocio por cierto tiempo, debe ser rico”. La verdad es todo lo opuesto. El 90% de los emprendedores, sin importar qué tanto tiempo ha estado en el negocio, gana menos de lo que ganaría ofreciéndole sus habilidades y experiencia a un empleador bien establecido. En el punto en que comenzamos con la historia de Jordan, era evidente que él tenía menos en su cuenta bancaria que si hubiera trabajado para su padre o si hubiese sido el supervisor de un buen restaurante, aunque su puesto de salchichas tuviera buenos resultados.

¿Existen características que diferencian a los emprendedores muy adinerados de todos los demás? Esa es una pregunta capciosa. Seguro que sí, muchos llegan a ser bastante más ricos que el resto de nosotros por alguna razón, pero nuestros prejuicios tienden a hacernos pensar que vemos patrones en lo que leemos sobre los emprendedores famosos —que son expertos en tecnología, tienen talentos únicos, que no tienen sentimientos, lo que sea—. Sin embargo, estas percepciones distorsionadas surgen porque no queremos saber la verdad sobre ellos.

Stephanie DiMarco es un ejemplo clásico. Hace poco, vendió la compañía de software que fundó por $2.700 millones de dólares. Stephanie no es programadora —posee una gran personalidad, es tímida y más bien poca gente ha escuchado hablar de ella—. Siendo una persona cuya mentalidad es demasiado práctica, tiene un título en Contaduría. Aunque se siente más cómoda midiendo riesgos en lugar de tomarlos, ella nunca consideró que ser emprendedora fuera un riesgo irracional, pues su padre supervisaba una pequeña agencia de relaciones públicas; el chico del que se enamoró en la universidad, y con quien se casó después de graduarse, también abrió su propia galería de arte; y su futuro suegro era un fotógrafo independiente con su propio estudio.

Sin embargo, cuando se graduó de la universidad, Stephanie tomó el camino más transitado e ingresó a trabajar como contadora en uno de los bancos más grandes del mundo. Ella odiaba hacer eso, así que, después de un poco menos de dos años, pasó a trabajar con una pequeña firma administradora de inversiones con 10 empleados en vez de 20 mil, pero ese cambio no fue mucho mejor. Ninguno de estos empleos le brindaba las oportunidades que ella deseaba, ni la posibilidad de desarrollar todo su potencial. Como ella dice: “Era muy poco atractivo trabajar para satisfacer los sueños de otras personas y veía que no había muchas mujeres ocupando los mejores cargos”.

Entendiendo que su prometido tenía ambiciones de emprendimiento en las que él sería útil, Stephanie hizo un último intento de encontrar un trabajo que sí fuera satisfactorio. Otra pequeña empresa administradora de inversiones estuvo dispuesta a contratarla y también le permitió trabajar en un proyecto para automatizar el tedio que implicaba preparar los estados mensuales de sus clientes después de terminar con sus tareas normales como contadora.

Stephanie había trabajado con computadoras en la universidad y, al haber trabajado en el prestigioso banco, se familiarizó con ellas, pero nunca fue responsable de ninguna. Esto fue a mediados de 1980, cuando las computadoras eran costosas y nadie más que un ingeniero de sistemas pasaba suficiente tiempo frente a una de ellas como para aprender a programarla. Así que Stephanie presentó una idea de proyecto que incluía comprar el último modelo de minicomputadora (una DEC PDP–11 de $30.000 dólares, con un disco duro de 5 MB) y contratar a un talentoso programador de medio tiempo, Steve, a quien conocía desde la universidad. Tal como lo prometió, el jefe de la compañía aprobó su propuesta y Stephanie tuvo la posibilidad de ejecutar un proyecto complejo que le hizo sentir que había elegido un buen lugar para trabajar.

Como ella misma se encargaba de hacer gran parte de la tediosa contabilidad manual de la firma, sabía con exactitud cómo debía trabajar un nuevo programa. En ese entonces, sí había programas empresariales de Contaduría disponibles para las minicomputadoras más asequibles, pero Stephanie no pudo encontrar a nadie interesado en crear un programa que hiciera la contabilidad que conllevaba el hecho de invertir con el dinero ajeno, pues esta rama era demasiado especializada para las empresas de software existentes en el momento. Stephanie y Steve se concentraron en automatizar la tarea simple, pero tediosa de enumerar las transacciones realizadas para cada cliente, lo cual solía requerir de un mecanógrafo de tiempo completo que registrara las entradas hechas a mano en un libro contable para luego ingresar todos los estados mensuales y enviárselos a los clientes.

Trabajando bien como equipo, Stephanie y Steve comenzaron a ir juntos al trabajo para tener más tiempo para hablar sobre el proyecto. Steve hacía muchas preguntas sobre los cómo y los porqués referentes a controlar las acciones y bonos comerciales vendidos a nombre de los clientes.

Stephanie hacía muchas preguntas sobre qué podía ser automatizado por computadora y cómo recopilar la información de forma más adecuada. Así, ambos se hicieron expertos sobre las posibilidades de automatizar libros contables de transacciones y otros asuntos en torno a la compañía de inversiones que a nadie más le importaban. Además, completaron a tiempo el proyecto de automatizar el trabajo de un mecanógrafo de tiempo completo y por debajo del presupuesto. La jefe de la boutique de inversión quedó encantada y alentó a Stephanie y a Steve a crear funcionalidades adicionales para su programa.

Menos de un año después de que Stephanie comprara la minicomputadora PDP-11, IBM lanzó su computadora personal XT. Aquel equipo la cautivó. Costaba solo $5.000 dólares y su disco duro tenía el doble de la capacidad para archivar registros contables. Sin embargo, Steve no estaba convencido. Durante sus tiempos de viaje hacia el trabajo, ella había escuchado con detalles por qué los PC no eran adecuados para las tareas de automatización de las empresas —no podían ejecutar varias tareas al tiempo, ni tenían sistemas operativos sólidos—. Sin embargo, poco intimidada por Steve y su jerga, Stephanie seguía preguntando “¿por qué?”, y decidida a hacer que él admitiera que la contabilidad se podía hacer en aquel PC, pasaba los fines de semana investigando compañías que estuvieran comenzando a ofrecer sistemas operativos y lenguajes de programación más robustos para el XT. Después de más de un mes debatiendo, al fin Steve admitió que sí era posible escribir el equivalente de los programas que habían desarrollado para la minicomputadora en la nueva XT de IBM, —pero requeriría de trabajo innovador—. Fue ahí cuando Stephanie le lanzó la bomba a Steve: “Deberíamos iniciar nuestra propia compañía y venderles este software a otros interesados en él”.

Steve no se sentía tan seguro. Estaba casado y tenía una hipoteca por pagar y un hijo al que mantener. Sentía que comenzar una compañía limitaría su habilidad de escribir aquellos programas que le parecían interesantes. Stephanie, sin embargo, era y sigue siendo, una persona muy determinada, así que le ofrecía soluciones y diversas opciones a sus objeciones. Después de una semana de discusión y negociación de facto, Stephanie logró que Steve cofundara con ella una compañía de software de gestión de activos. Le ofreció pagarle un salario mientras ella vivía de sus ahorros personales y le propuso no hacer uso de las ganancias hasta que la compañía se hiciera rentable.

De inmediato, Stephanie diseñó un plan de negocios para la empresa y se lo mostró a sus amigos y a otras personas que conocía. Un amigo de la familia, “por amistad”, dice Stephanie, ofreció invertir $50.000 dólares por una quinta parte de la compañía, mientras Stephanie y su amigo programador, cada uno tendría un 40%. Habiendo asegurado la financiación para empezar la compañía, Stephanie pasó a presentar su renuncia ante su jefe, pero también le ofreció la oportunidad de invertir. “No tengo interés en invertir”, fue su respuesta. Solo vete”. Y así lo hizo, dando origen a Advent Software.

A Steve le tomó casi un año escribir los programas para que funcionaran en la PC de IBM. Por desgracia, los clientes potenciales, a pesar del nombre IBM en la computadora, se sentían incómodos poniendo en marcha funciones de contabilidad en una PC, así que los programas resultaron mucho más difíciles de vender de lo que ella había esperado y tomó otro año persuadir a empresas de gestión de activos a que tomaran en serio su software. Además, dos años después de fundar Advent, IBM ya había lanzado una generación más poderosa de PC, Novell había lanzado software de redes informáticas y la cantidad de información que se podía guardar en un disco duro se había duplicado. Ese año adicional permitió que el software de Advent madurara, pasara a funcionar en red, fuera más fácil de usar y tuviera un aspecto más profesional. Adicionalmente, ese mismo año de desarrollo también requirió de más dinero, así que Stephanie tuvo que pedirle al amigo de la familia otros $50.000 dólares para mantener la empresa a flote.

En aquel entonces, casi todos los programadores y casi todas las compañías de software compartían el desdén de Steve por usar PC como plataformas para el desarrollo de negocios de software. Así que, cuando los gestores de activos finalmente se sintieron cómodos utilizando PC, Advent era la única empresa ofreciendo un paquete asequible del software especializado en contabilidad. Casi exactamente dos años después de fundada, las órdenes de compra del software comenzaron a llegar y Advent pasó de inmediato a ser rentable y obtuvo un flujo de caja positivo.

Muchos investigadores han intentado encontrar características que se correlacionen con el éxito de un emprendimiento. Hasta la fecha, sus investigaciones muestran que la correlación entre el éxito y cualquier característica, o incluso cualquier grupo de características, es tan pequeña, que termina siendo irrelevante en la decisión de cualquier persona de convertirse en un emprendedor.

Podemos decir que los emprendedores ricos han invertido más horas de trabajo que la persona promedio, pero esto es más efecto que causa. Los emprendedores y directores ejecutivos ricos trabajan tanto o más que los directores ejecutivos de compañías de similar tamaño que crecen al mismo ritmo. Manejar las complejidades de un negocio que produce mucho valor siempre requiere de jornadas extensas de trabajo. Las compañías jóvenes y en crecimiento requieren supervisión constante para evitar los obstáculos que suelen matar a una empresa frágil y manejar cada vez más clientes requiere de cambio constante y mayor complejidad haciendo que la administración de una nueva empresa consuma mucho tiempo.

También podemos decir que casi ninguno de los emprendedores adinerados ha tenido éxito por sí mismo. Ya sea que hayan tenido un socio o más cofundadores, ellos tuvieron empleados clave que les ayudaron a construir sus empresas (tal vez, trabajando como contratistas y no como empleados). Quizás, estos emprendedores hayan sido introvertidos o extrovertidos, abiertos o reservados, generosos o desagradables en su trato con las personas con las que trabajaban y que les ayudaron a crear y administrar sus negocios, pero gran parte del trabajo productivo lo deben realizar otras personas para crear el valor significativo necesario a fin de lograr que una empresa sea rentable y que su dueño sea rico. Trabajar solo, como podrías hacerlo siendo contador, jardinero o conductor de Uber, casi que te descalifica para convertirte en un emprendedor adinerado.

Las diferencias importan

Preguntar por las características de los emprendedores ricos, o por las de cualquier otra categoría de emprendedor, es enfocarse en lo que no es importante acerca de ellos. Es preciso saber que el emprendimiento no se trata de entender cifras, ni promedios —el emprendedor promedio no existe—. Los emprendedores difieren a nivel individual el uno del otro más de lo que se parecen entre sí. Parecerse a todo el mundo genera muy poco valor para alguien que ofrece servicios o para la compañía que logre conformar. Ser promedio o igual es equivalente a convertirse en un producto más.

Los emprendedores explotan sus diferencias con el fin de ganarse su sustento y controlar su propia vida. La presión de pedirles dinero a extraños a cambio de hacer algo bueno por ellos mismos obliga a los emprendedores a diferenciarse tanto ellos como a sus negocios de todos los demás a su alrededor. En esencia, los emprendedores de éxito deben ser distintos y especiales, (y estas diferencias tienden a engañarnos y hacernos pensar que ellas son la causa —aquel factor especial con el que ellos nacen— y no el efecto —lo que ellos hacen para ser especiales—). Esta diferenciación puede ser a escala local, como administrar una panadería de barrio que sirve los mejores cruasanes en una milla a la redonda. El hecho es que algo diferenciador debe existir para que un negocio encuentre tracción. Y esa diferenciación comienza con el emprendedor que decide acentuar sus características personales tanto en su negocio como en su vida.

Lo que preparó a Jordan Monkarsh para tener éxito como emprendedor de una caseta de salchichas no sale a flote en una discusión acerca del coeficiente intelectual, emocional, los años de estudio o la edad a la que un emprendedor fundó su empresa. Jordan escogió explotar la combinación de habilidades que él poseía para hacer salchichas que, según la opinión de muchos, supieran diferente y mejor que cualquier otra comida que el público tuviera a su disposición en Venice Beach. Él contaba con varios rasgos y habilidades personales por encima del promedio, lo cual lo impulsó a pensar en dar inicio a un negocio como ese. En especial, Jordan tenía papilas gustativas muy sensibles las cuales fueron esenciales para preparar salchichas con nuevas combinaciones de sabores. Él cultivó sus papilas gustativas durante sus viajes alrededor del mundo, después de graduarse de la universidad. Y aunque era introvertido, Jordan también supo interpretar el papel de un vendedor bromista. Además, nadie sabía hacer salchichas como él, algo que aprendió de su experimentado padre.

Jordan es un excelente modelo porque hay mucho que aprender de él en cuanto a sobrevivir y prosperar como emprendedor. Como es verdad para muchos emprendedores, él tiende a vivir en el momento; no es un planeador, ni un estratega. Nunca escribió un plan de negocios. Jordan adquirió las habilidades adicionales necesarias para manejar su negocio igual que la mayoría de los emprendedores lo hace —aprendiendo lo que no sabe, cometiendo errores, y revisando sus cuentas para ver qué tanto le queda al final del mes—. Así, es como ellos deciden cuál es el siguiente paso.

Stephanie es casi todo lo contrario. A ella le gusta hacer planes, rodearse de consejeros expertos y prever sus balances bancarios con meses de anticipación. Lo que esta diferencia demuestra es que cualquier tipo de persona —bien sea un Jordan o una Stephanie— está en capacidad de tener éxito como emprendedor.

Jordan supo elegir lo que él quería hacer con su vida y, de acuerdo con eso, le fue bien; al menos, eso es lo que opina la mayoría de la gente. (Más adelante, volveremos a ese tema). Él no escogió hacer algo en lo que fuera mediocre, ni que le pareciera aburrido. Lo mismo hay que decir de Stephanie y de casi todos aquellos que han creado una empresa que genere valor.

En últimas, en el emprendimiento no importa quién eres. Lo importante es lo que quieres hacer con quien eres.

Cuando “quién” significa “nosotros”

Contrario a una percepción que suele ser muy común, la mayoría de las empresas es fundada por una sola persona, no por un equipo. Más de la mitad de los emprendedores en los Estados Unidos trabaja para sí misma y quiere quedarse así. La mayoría no ve razones de peso para pagar mucho dinero para conformar una compañía. Los esteticistas que rentan sillas en los salones de belleza son un ejemplo clásico, así como la mayoría de los jardineros que tiene su propio camión y su podadora o los conductores de Uber que trabajan tiempo completo.

Fundar una compañía con un cónyuge u otros parientes directos en sociedad también suele ser común y ocurre en más de la cuarta parte de los casos. Sin embargo, es muy raro que las personas funden compañías con gente con la cual no tienen parentesco alguno. La mayoría de los emprendedores entiende intrínsecamente que darles propiedad significativa a socios o cofundadores aumenta el riesgo, en especial, si se trata de extraños. Stephanie es una excepción, pero su socio Steve no era un extraño, sino alguien a quien conoció en la universidad. Ella sentía que, si trabajaba con él, minimizaba el riesgo al fracaso de Advent; minimizar el riesgo al fracaso o a perder el control es consistente con el hecho de ser un emprendedor bien cimentado.

Sin embargo, entre los emprendedores de alto riesgo es común fundar compañías con personas relativamente extrañas y esto se debe a que ellos suelen sentir la necesidad justificable de crecer rápido o perecer. Los riesgos asociados con disolver la sociedad con un cofundador al que llegaste a conocer bien podrían parecer razonables cuando la supervivencia es imposible de otra manera. Con el fin de atraer inversiones y capital indispensable para establecer una ventaja competitiva, los emprendedores de alto riesgo suelen tener que atraer a cofundadores con experiencia y experticia complementarias. Aun así, tener como socios a extraños es un gran riesgo y muchos emprendimientos de alto riesgo fracasan, al menos en parte, debido a un distanciamiento entre los miembros fundadores fundamentales.

Por último, ya sean reconocidos con acciones constitutivas en la empresa o no, los cónyuges y los familiares siempre son socios de facto en las empresas emergentes. Crear una empresa, hacerla crecer, solucionar los constantes problemas que surgen y tomar control de todas las otras actividades estresantes que los emprendedores deben enfrentar para tener éxito, requiere de tiempo, atención y recursos de sus familias y de sus amigos más íntimos. Aunque no hay evidencia que demuestre que el emprendimiento conlleva a altas tasas de divorcio, las investigaciones muestran que este sí incrementa el estrés familiar, sin importar qué tan comprensivos sean sus cónyuges e hijos. Independientemente de cómo se funde el negocio, el emprendimiento siempre es un tema familiar.

Quién falla

Los emprendedores que no saben qué quieren del emprendimiento, así como quienes no tienen la energía o el tiempo para descubrirlo, son propensos a fracasar. Así también sucede con los emprendedores que se asocian con gente con la que en realidad no quieren trabajar. Y, quizá lo más importante, los que tienen miedo de ser diferentes tienen pocas esperanzas de encontrar maneras de hacer que los extraños inviertan de manera voluntaria el suficiente capital bien sea en ellos o en sus compañías para poder sobrevivir.

Aparte de estas advertencias, el emprendimiento es un campo profesional interesante tanto para ti como para tus seres queridos y, por lo tanto, vale la pena que sigas leyendo.

Construyendo sobre cimientos firmes

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