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Jane Jacobs: contra el mito

de la ciudad matriarcal

Víctor Isolino Doval González[1]

¿Por qué resulta a veces

tan arduo decidir hacia dónde caminar?

Henry David Thoreau

La ciudad actual es una invención más o menos reciente; apenas ha cumplido sus primeros cien años de vida. No es la Troya pletórica, la mítica ciudad amurallada de Homero. No es el poder hecho mármol de Roma, el esplendor imperial por antonomasia. Tampoco es la idílica París diseñada por el barón Haussmann en el cénit del segundo imperio napoleónico del novecento.

La ciudad actual es un invento del afamado arquitecto francés Le Corbusier (nacido en el Cantón de Neuchâtel, Suiza, el 6 de octubre de 1887, como Charles-Édouard Jeanneret-Gris, adoptó este pseudónimo y la nacionalidad francesa hacia 1920 y murió en la Costa Azul el 27 de agosto de 1965), quien en 1924 publicó Urbanisme, libro traducido al inglés y al español con el título La ciudad del futuro. Ahí plantea una ciudad sin vida. Funcional, eficaz, portentosa, tan rígida y ordenada como inerte. En el prólogo –una advertencia– lanza una serie de severos apotegmas. “La ciudad –escribe– es un instrumento de trabajo. Las ciudades ya no desempeñan normalmente esta función. Son ineficaces: gastan el cuerpo, se oponen al espíritu. El desorden que en ellas se multiplica resulta agraviante, su decadencia hiere nuestro amor propio y ofende nuestra dignidad. No son dignas de la época, tampoco son dignas de nosotros” (Le Corbusier, 2013: 15).

Para Le Corbusier la ciudad debe reflejar el modo de andar erguido y firme del humano, a diferencia del errático zigzag del asno:

El hombre rige sus sentimientos con la razón; reprime sus sentimientos y sus instintos en pos del objetivo que tiene. Gobierna a la bestia con su inteligencia. […] París, Roma, Estambul están construidas sobre el camino de los asnos. […] La calle curva es el camino de los asnos, la calle recta es el camino de los hombres. La calle curva es consecuencia de la arbitrariedad, del desgano, de la blandura, de la falta de contracción, de la animalidad. La recta es una reacción, una acción, una actuación, el efecto de un dominio sobre sí mismo. Es sana y noble. Una ciudad es un centro de vida y de trabajo intensos. Un pueblo, una sociedad, una ciudad despreocupados, que se dejan llevar por la blandura y pierden la contracción, pronto quedan disipados, vencidos, absorbidos por un pueblo, una sociedad que actúan y controlan. Así es como mueren las ciudades y cambian las hegemonías (Le Corbusier, 2013: 25-27).

Al año siguiente de su publicación, Le Corbusier pasó a la aplicación de la teoría esbozada en La ciudad del futuro y lanzó el plan para transformar París. La propuesta dependía de derribar los céntricos barrios medievales de Le Marais, Des Archives y Du Temple, que eran un foco de inmundicia, purulento y húmedo, donde se hacinaban campesinos recién llegados a la ciudad, artesanos y comerciantes judíos en bancarrota. Le Corbusier bautizó a su plan (Cf. Le Corbusier, 2013: 157-191) en honor a Gabriel Voisin, el célebre pionero de la aviación francesa, dedicado luego a la industria automotriz, cuya empresa decidió financiar los estudios del proyecto.[2]

Para sacar a París de su circunstancia de asno y llevarla al plano humano de la razón y la eficacia era indispensable eliminar todo obstáculo. Era urgente dejar los paliativos de la farmacopea y amputar: derribarlo todo, allanar el terreno irregular del putrefacto centro parisino y levantar bloques de torres habitacionales en forma de equis que garantizarían luz y amplitud en cada departamento y que ofrecerían la belleza del orden racional a sus habitantes. Además, esas moles de hormigón blanco y ligero trazarían una cuadrícula callejera perfecta para la libre circulación del coche, a cambio de las sinuosas y torpes callejuelas de entonces que estaban asfixiando a París con embotellamientos vehiculares. Pero, además, darían a la ciudad una imagen diáfana y le traerían asepsia y sanidad a lo que hasta ese momento eran sólo unas barriadas húmedas y llenas de miasma.

Según Le Corbusier, el plan Voisin salvaría a París del cáncer de la estrechez y la insalubridad, le daría oxígeno con amplias calles que permitirían la vida sana y la eficacia laboral. La ciudad es una máquina —la casa lo es—. Basta con saber usarla. Por eso, en la ciudad deben quedar separados los ámbitos del trabajo y del descanso (Cf. Le Corbusier, 2013: 109-155). En esa máquina de relojería perfecta, “se yerguen rascacielos de plano cruciforme en el centro de los vastos islotes así creados, formando una ciudad de altura, una ciudad que ha reunido sus células dispersas sobre el suelo y la ha dispuesto lejos de éste, en el aire y a la luz” (Le Corbusier, 2013: 140). En lo alto, las casas están libres del contacto directo la tierra y su inmundicia, del ruido y el horror. Ahí, el hombre puede vivir su vida racional, no la de los asnos medievales a ras de suelo.

Para fortuna del turista, el plan Voisin naufragó antes de zarpar. Sin embargo, las teorías urbanas de Le Corbusier se esparcieron en América, que ofrecía algo imposible en Europa: espacio. Su idea de ciudad habitacional —o dormitorio— alejada del centro de trabajo sólo era viable en los extensos valles americanos, no en la asfixia medieval europea. Varios de sus discípulos lograron realizar su utópico urbanismo y sus postulados de racionalidad absoluta. El riguroso orden geométrico puesto al servicio de la antigua πόλις (pólis), como palanca del progreso de la arcaica civitas del medievo.

En Sudamérica, por ejemplo, Oscar Neimeyer concretó la quimera lecorbursista en una ciudad construida ex nihilo y ex professo para alojar al poder burocrático de Brasil. En México, entre 1950 y 1970, Mario Pani se ocupó de erigir proyectos —hoy emblemáticos— basados en el utopismo geométrico para salvar al Distrito Federal del caos irracional provocado por la colisión entre lo rural y lo industrial: Ciudad Satélite, Ciudad Universitaria de la unam, un puñado de conglomerados residenciales, los más célebres: el multifamiliar “Miguel Alemán”, Lomas de Plateros y Nonoalco-Tlatelolco, y su puerta magna: la antigua sede de Banobras, la llamada Torre Insignia.

Grosso modo, la ciudad del futuro propone dividir la vida en dos esferas conectadas entre sí, pero independientes: la del descanso y la del trabajo. La vida activa sucede lejos de la vida del espíritu, usando la terminología de Hannah Arendt. La rapidez del traslado entre ambas es indispensable para realizar este sueño geométrico. Hay que ir de un lado a otro velozmente para lograr unidad vital. Por eso Le Corbusier afirma que “la ciudad que dispone de la velocidad, dispone del éxito” (Le Corbusier, 2013: 124). En la ciudad satélite de Le Corbusier el high way es condición de posibilidad de la vida eficaz y sana. De lo contrario, descansaríamos y trabajaríamos en el coche.

La ciudad integradora de Jane Jacobs

El geometrismo funcional de Le Corbusier se extendió velozmente por América. Su utopía adquiría forma en todo el continente. Hasta que apareció Jane Jacobs. Hace cuatro años, el 4 de mayo, se celebró el centenario de su nacimiento. Vivió casi 90 años. Murió en Toronto, el 25 de abril de 2006. Jacobs llegó de Pennsylvania a Greenwich Village, en Nueva York, con 19 años. Estudió artes liberales en el Bernard College de la Universidad de Columbia. Al terminar trabajó para varias revistas, entre otras la influyente Architectural Forum. Su libro Muerte y vida de las grandes ciudades (1961) es la base del llamado nuevo urbanismo. Ella misma escribe: “Es un ataque contra el actual urbanismo y la reconstrucción urbana” (Jacobs, 2013: 29), además contra Le Corbusier y su ya por entonces muy propagada ciudad del futuro.

La ciudad de Nueva York que recibió a Jacobs había sido planeada y construida por Robert Moses, un lecorbusista declarado y en activo. Gracias al cobijo de Franklin D. Roosevelt, Moses era el burócrata más influyente de la costa este de Estados Unidos. Con el tiempo fue conocido como “The master builder”. A él se debe buena parte del diseño urbano del estado de Nueva York: suburbios, puentes, estaciones y líneas ferroviarias, conectividad entre las islas del puerto, red eléctrica e hídrica, etcétera. El detonador del encono[3] entre Jacobs y Moses fue Washington Square Park. Siguiendo fielmente los postulados del lecorbursismo, el planificador de Nueva York pretendía unir Jersey con Brooklyn mediante una autopista que atravesase Manhattan por el sur, conectando el túnel Holland y el puente Williamsburg. La emblemática plaza neoyorquina del barrio universitario era el Le Marais que estorbaba para ejecutar su particular plan Voisin. Jacobs emprendió la defensa de la plaza aledaña a Greenwich Village y enfrentó a Moses. ¿El ganador? Quien haya paseado recientemente por la zona conoce a detalle el parte de guerra.

La ciudad de Jacobs puede definirse a partir de lo que ella denomina distrito: “Vecindades urbanizadas delimitadas de manera significativa por su tejido, su vida y las actividades mixtas que son capaces de generar, y no por unas fronteras puramente formales” (Jacobs, 2013: 163). Dicha definición contradice la idealización geométrica de la ortodoxia urbanística. La diferencia es la misma que hay entre organismos vivos y complejos —capaces de trazar sus propios destinos— y las máquinas fijas e inertes, impedidas para sortear variables no contempladas en la estructura algorítmica que las rige.

Aquí radica una de las dos principales diferencias entre ambos modelos de ciudad. Si Le Corbusier la concibe como una máquina de alta precisión, Jacobs la considera un animal: un ser vivo que respira y crece. Esta concepción supone que en la ciudad hay procesos de autorregulación elementales. Para ella, estos procesos responden a un criterio de epigénesis. En términos generales, “la hipótesis de la epigénesis concibe el fenómeno del desarrollo como un proceso de ordenamiento de la materia embrionaria, inicialmente amorfa, hacia una forma biológica estructurada. A la inversa del preformacionismo, el desarrollo no se piensa sólo como crecimiento, sino como un proceso de estructuración del embrión amorfo bajo principios orgánicos de organización” (Vecchi y Hernández, 2015: 578). Jacobs aplica esta teoría a la ciudad, que “crece por un proceso de diversificación y diferenciación gradual” (Jacobs, 1975: 144).

La segunda diferencia es un tanto paradójica y gravita alrededor de la calle. Para ambos, la calle es condición de posibilidad de la ciudad. Sin embargo, Jacobs la entiende como el tejido linfático que oxigena a la ciudad y Le Corbusier, en cambio, como una red de circuitos que le dan unidad mediante la velocidad del automóvil. La calle en este caso es una autopista, un enorme canal por donde los ciudadanos van del ámbito laboral al habitacional. En estricto sentido, no es una calle, sino una vía para el traslado del coche. Como apunté antes, la ciudad de Le Corbusier necesita del automóvil. ¿Qué hacer con los congestionamientos? El problema no son los vehículos sino el medio por el que se mueven. Ése es el obstáculo. La estrecha y enrevesada calle de la ciudad antigua se construyó para los asnos: si el auto ha matado a la gran ciudad, el auto la salvará (Cf. Le Corbusier, 2013: 175). Sólo hace falta transformar la sinuosa calle medieval en una funcional autopista.

En las antípodas de la elefantiástica vía rápida lecorbusista, la calle de Jacobs no es un habitáculo para la vorágine del coche, sino un espacio para la parsimonia humana. Esa lentitud es la que permite el contacto que va dando solidez a lo cívico. “Para que en las capitales surjan formas de organización pública —dice— es necesario que por debajo de ellas se desarrolle una intensa vida pública informal que medie entre ellas y la privacidad de la gente de la ciudad” (Jacobs, 2013: 85). Es obvio que en la consideración sistémica y estructural de la ciudad lecorbusista, lo político sucede como efecto de un Estado ordenador. No en vano a Le Corbusier se le ha acusado de totalitario. Jacobs describe muy bien esta invasión de la “ortodoxia urbanística […], muy imbuida de concepciones puritanas y utópicas respecto a cómo ha de emplear la gente su tiempo libre; en urbanismo, estos moralismos sobre la vida privada de las personas se confunden profundamente con conceptos relativos al funcionamiento de las ciudades” (Jacobs, 2013: 68). Para ella lo político ocurre en la informalidad propia de una ciudad viva, en su malla linfática, que es la calle. Según Jacobs, “las calles y sus aceras son los principales lugares públicos de una ciudad, sus órganos más vitales. ¿Qué es lo primero que nos viene a la mente al pensar en una ciudad? Sus calles. Cuando las calles de una ciudad ofrecen interés, la ciudad entera ofrece interés; cuando presentan un aspecto triste, toda la ciudad parece triste” (Jacobs, 2013: 55). Pero es más que un mero elemento ostensible.

Mucho se ha escrito sobre los efectos que la discrepancia entre la velocidad humana y la del auto acarrean en la ciudad moderna. Quizá fue Georg Simmel quien mejor describió la vorágine provocada por el frenesí de la gran ciudad, ahogada entre motores de toda índole y cuya mejor representación es el hombre hastiado, envuelto en un torbellino de exigencias, todas urgentes, todas igualmente indispensables.[4] La ciudad del futuro de Le Corbusier trata de aliviar la prisa sofocante de la gran urbe mediante la creación de autopistas, un sistema cristalino que agrega más velocidad, sí; pero que ofrece dos válvulas de escape —la ciudad dormitorio y la ciudad productiva—. Para Jacobs, esta utopía no contempla la realidad. Es decir, omite la contingencia con la que la vida se antepone a lo previsto en los planos; esa imprevisibilidad de la circunstancia humana no figura en ningún plan Voisin.

La inestabilidad propia de lo real es el punto de arranque de la ciudad de Jacobs. El presupuesto de su visión de la ciudad es casi metafísico. Su consideración inicial parte de la subordinación a la realidad, lo que le permite colocarse como parte de ella y no por encima. En su análisis, admite que la ciudad es como es y no como idílicamente esperaría la geometría que fuese. Por eso, su solución a los problemas urbanos no se atenaza al dogma de arrasar con lo existente para construir una metrópolis inmaculada.

La solución de Jacobs a los desafíos urbanos emana de la propia ciudad. ¿Cómo propone oxigenar a un animal anquilosado y herrumbroso? La carga de vida provendrá de la calle, que es la medida humana aplicable a la ciudad —o medida de asno, según Le Corbusier—. Así, la solución radicará en incrementar la actividad callejera mediante la diversificación de sus usos.

El pavor que la calle le provocaba a Le Corbusier le orilló a dividir la vida citadina en estancos impenetrables, accesibles sólo mediante las autopistas. Pero los usos mixtos darían a la ciudad el oxígeno que tanto reclamaba para ella. “La idea de eliminar las calles en la medida de lo posible —escribe Jacobs—, así como la de infravalorar y minimizar su importancia para la vida social y económica de una ciudad, es la idea más destructiva y malévola de la urbanística ortodoxa. Que a menudo se haga en nombre de las vaporosas fantasías relativas sobre el cuidado de los niños en una ciudad es amargo como sólo una ironía puede ser” (Jacobs, 2013: 117).

Para Jacobs, la ciudad de Le Corbusier es matriarcal precisamente porque aísla a los niños del ámbito productivo, los recluye en la ciudad aséptica, en donde pueden jugar libremente, seguros y protegidos de la hostilidad de los bares y oficinas. En esos años, la madre era quien debía permanecer con ellos. Y esa permanencia era más llevadera en un suburbio que a mitad de la Quinta Avenida.

Para Jacobs, éste es el ideal del matriarcado que va inevitablemente aparejado a cualquier conjunto habitacional separado del resto de la actividad cotidiana que aísla a todos los proyectos para niños y limita sus juegos —su vida— a reservas especiales. “Cualquier compañía adulta que acompañe la vida diaria de los niños afectados por esta planificación ha de ser un matriarcado. Chatman Village, modelo típico de Ciudad Jardín de Pittsburgh, es tan matriarcal en su concepción y realización operativa como pueda serlo el más novísimo barrio-dormitorio de cualquier ensanche” (Jacobs, 2013: 113).

La feligresía de Le Corbusier odiaba profundamente a la calle y supuso que la solución era recluir a los niños en el remanso seguro de la ciudad jardín, donde la infancia crecería protegida en esos enclaves interiores, parques cerrados, guetos con columpios y subibajas (Cf. Jacobs, 2013: 109). En cambio, en una ciudad diversificada —con base en la mixtura de sus calles—, a los niños no les queda de otra que jugar en el departamento, en los parques o en las banquetas. La vida infantil al aire libre no está conducida por un matriarcado, sino por la comunidad.

La mayor parte de los arquitectos urbanistas y diseñadores son hombres. Curiosamente diseñan y proyectan para excluir a los hombres de la vida cotidiana y normal donde la gente vive. Cuando urbanizan un área residencial sólo buscan satisfacer las necesidades, o supuestas necesidades, de unas imposibles amas de casa aburridas y con críos en edad preescolar. En resumidas cuentas, urbanizan exactamente para sociedades matriarcales (Jacobs, 2013: 113).

Hoy, podríamos objetarle a Jacobs un alto grado de inocencia, dada la barbarie que asola a las calles mexicanas. Sin embargo, ella no fue tan naïf como para obviar la criminalidad neoyorquina de entonces. Mutatis mutandi, elaboró su planteamiento con el horror disponible a su alcance. Así, afirma que el primer beneficio de la alta actividad en la calle —en la banqueta— es la seguridad del barrio. Al contrario, la soledad callejera detona el crimen. Corriendo a la par de una estructura elemental —policía, iluminación, limpieza, etc.— es necesaria la presencia permanente de pares de ojos que miren a la calle, ojos que pertenecen a sus propietarios naturales. La consigna de Jacobs es: “Todo el mundo debe usar la calle” (Jacobs, 2013: 61).

El bullicio, la ocupación y la vitalidad callejeras no sólo propician la seguridad, sino que crean un ámbito civilizatorio para sus habitantes. Literalmente. La persona aprende lo político en el espacio público, no en el reducto privado. La ciudad matriarcal impide, por definición, el aprendizaje cívico. ¿Qué ocurre cuando la calle queda reducida a ríos de asfalto para mover coches? La vida es un recluso de la ciudad habitacional. La política —lo público— se convierte en una exclusividad del burócrata y el funcionariado. La cercanía entre desconocidos, los vínculos de vecindad, la vigilancia de lo común empieza a evaporarse a medida que la mixtura se reduce en la ciudad. Sin la vida en la banqueta, las relaciones urbanas se polarizan: o la vida privada se amplía fuera de su ámbito y conduce a la incomodidad —invasión de la intimidad vecinal— o aparece la resignación a la falta de contacto. Sin la banqueta, una u otra consecuencia es inevitable (Cf. Jacobs, 2013: 89).

Para evitar las perversas consecuencias cívicas de la ciudad matriarcal, Jacobs propone que los centros de trabajo y de comercio se entremezclen con los residenciales, de modo que la vida cotidiana no excluya a nadie.

La oportunidad (que en la vida moderna se ha convertido en un privilegio) de jugar y desarrollarse en un mundo compuesto de hombres y mujeres es posible y habitual para los niños que juegan en aceras diversificadas y animadas. No puedo entender –confiesa– por qué esta disposición tiene que obstaculizarse mediante la zonificación. Creo por el contrario que deberían examinarse las condiciones que favorecen la mezcla y confusión de actividades comerciales y laborales con las residencias (Jacobs, 2013: 113-114).

A Jacobs le sorprende que los arquitectos de la ortodoxia urbana no se percaten de lo que supone la educación cívica ni de la imposibilidad de que las instalaciones suplan esa formación en los niños. Le parece disparatada la idea de construir ciudades en las que esas tareas formativas se deleguen en un ejército de sirvientes y cuidadores, cuando podrían ser cubiertas por la comunidad, en la informalidad propia de la vida en la calle.

El mito según el cual los terrenos de recreo, la hierba, los guardas a sueldo o los supervisores son algo de por sí beneficioso para los niños y que las calles de una ciudad, llenas de gente normal y corriente, son algo esencialmente pernicioso para los niños se ha cocido en un profundo desprecio por la gente corriente. En la vida real, los niños sólo pueden aprender de la vida en común de los adultos en las aceras de la ciudad (si es que lo aprenden) el principio más fundamental de una buena vida urbana: todo el mundo ha de aceptar un canon de responsabilidad pública mínima y recíproca, aun en el caso de que nada en principio les una (Jacobs, 2013: 111-112).

El geometrismo funcional de Le Corbusier y sus adláteres sólo ha propiciado la desertificación de la vida en comunidad. La eliminación de la diversidad y la mixtura urbanas favorece la privacidad y tiende a aniquilar el espacio público. Jacobs denunció la perversidad de reducir la ciudad a su aspecto funcional. Donde sólo hay funcionalidad, no hay política. El esplendor de la privacidad y la eficacia oscurece la tenue luz emitida desde el mundo de la vida corriente.

La reciprocidad

El principio que le permite a Jane Jacobs defender los efectos civilizadores de la vida en la calle es el de la reciprocidad.

Todo en nuestro entorno –escribe en La economía de las ciudades– son sistemas de reciprocidad; se hallan tanto en la naturaleza como en los inventos del hombre. […] La rama de la ciencia llamada ecología es el análisis de los sistemas de reciprocidad que mantienen ciclos completos de vida en el mar y en la tierra. Quizá todos los sistemas que se sustentan a sí mismos sean recíprocos. Pero en un sistema de reciprocidad, si una parte del proceso se tambalea, arrastra consigo todo el sistema al fracaso (Jacobs, 1975: 140).

Con este criterio es posible asegurar que los residentes de una ciudad acepten cierta responsabilidad sobre lo que ocurre en la calle. Dicha responsabilidad sólo es transmisible en la vida pública local. Esa lección —la primera verdaderamente política— la aprenden una y otra vez los niños en su contacto con los adultos en el espacio público. Y la asimilan rápidamente.

Demostrarán haberla asimilado –explica Jacobs– si dan por sentado, al cabo de un tiempo, que también ellos son parte de la plantilla. Indicarán (antes de que les pregunten) la dirección correcta a alguien que se haya extraviado, advertirán a un conductor de que se llevará una multa si aparca ahí, aconsejarán al encargado de los inmuebles que ataque el hielo con sal, y no con un cuchillo de carnicero… La presencia o ausencia de este señorío callejero en los niños de una ciudad es una pista bastante exacta de la presencia o ausencia de un comportamiento responsable de los adultos para con las aceras y los niños que las usan. Los niños imitan la actitud de los adultos. Esto no tiene nada que ver con los ingresos. Algunas de las zonas más pobres de una ciudad sacan lo mejor de los niños en este sentido. Y otras lo peor (Jacobs, 2013: 112-113).

Estas enseñanzas de urbanidad no ocurren en la ciudad matriarcal, donde no hay ejemplaridad pública, sino costumbres privadas. La exactitud geométrica no necesita de política. Sólo en la pluralidad vital es indispensable el civismo. La enseñanza de lo cívico —político, público, como se le quiera llamar— proviene de la comunidad y de darse, afirma Jacobs, “se da casi por completo en los momentos en que los niños juegan en las aceras de las calles” (Jacobs, 2013: 112-113).

Dicho de otra manera, la propuesta de ciudad de Jacobs consiste en habitarla. Es altamente paradójico que en la muy noble y muy leal Ciudad de México —como la llamó Carlos V en la dedicatoria de nuestro escudo de armas— el modo de habitar la ciudad sea convirtiendo los ejes viales y las enormes circunvalaciones en velódromos de fin de semana. La ciudad no es algo cotidiano, sino una dolorosa fractura que cada vez nos es más ajena. La absoluta ausencia de mixtura impide caminarla. Somos devotos forzosos del coche y la ciudad dormitorio de Le Corbusier. Recuérdese que, según la doctrina lecorbusista, para que haya una vida verdaderamente humana —no una mera pulsión natural, al modo de los asnos— es indispensable separar los espacios, delimitar en estancos la actividad personal y la producción económica. Por eso es indispensable el automóvil.

En nuestra ciudad la vida ocurre fuera de lugar. El modelo del suburbio es no habitar. Según ese canon, el traslado es el precio de la tranquilidad. En el suburbio no cabe ningún espacio común —τόπου κοινωνεῖν—, sólo hay sitio para la privacidad. Sin embargo, nuestra ciudad fracasó en su intento lecorbusista; se transformó en un Frankenstein, un monstruo a medio camino entre la máquina y el ser vivo: suburbios y autopistas abriéndose camino entre los recovecos de Coyoacán y Tacuba, congestiones viales que obligan a los burócratas a levantar viaductos o lo que haga falta para mover a más coches de Santa Fe a San Ángel, multitudes de autos detenidos a merced de los ladrones a pie, la invasión de la motocicleta y el monopatín, un metro subterráneo al borde del colapso: la barbarie en todas sus manifestaciones.

Gastón Bachelard advierte:

Frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y del huracán, los valores de protección y resistencia de la casa se trasponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano. […] La casa nos ayuda a ser habitantes del mundo a pesar del mundo. […] En esta comunidad dinámica del hombre y de la casa, en esta rivalidad dinámica de la casa y del universo, no estamos lejos de toda referencia a las simples formas geométricas. La casa vivida no es una caja inerte. El espacio habitado trasciende el espacio geométrico (Bachelard, 1993: 72).

Quizá haya sido esta última consideración la que se le escapó al urbanismo ortodoxo: que la geometría no es real. El triángulo geométrico sólo existe en la mente del geómetra, no en la vida. La planeación urbana a partir de cristalinas pretensiones de exactitud evade la crudeza de la realidad. El cálculo claro y distinto se mueve en una esfera ajena a la vitalidad de la ciudad. Para planearla es necesario partir de su propia circunstancia.

La ciudad de Jane Jacobs es crudamente real. Ni sus aceras, calles, casas ni parques “son abstracciones ni repositorios automáticos de virtud y elevación moral” (Jacobs, 2013: 142). Al margen de su precaria realidad —de sus funciones, y usos tangibles y prácticos—, la ciudad es nada. Sin embargo, “la pseudociencia del urbanismo y su pareja, el arte del diseño urbano, no se han librado aún del engañoso confort de los deseos, supersticiones familiares, simplificaciones y símbolos, y aún no se han embarcado en la aventura de verificar el mundo real” (Jacobs, 2013: 39).

Tristemente, los intentos de ejecutar la utopía lecorbusista —en todos sus casos, como el de la Ciudad de México— sólo han provocado la muerte del espacio cívico. El aislamiento en medio de la velocidad del coche y el énfasis de las transacciones psicológicas en espacios privados impostados de corrección política derivan en una especie de esquizofrenia ética. En los bloques aislados del geometrismo urbano y en las pesadas cápsulas que transitan por autopistas saturadas surge el declive del ciudadano. Es el aislamiento de la ciudad matriarcal, el enemigo evidente de la cooperación colectiva. Y ese aislamiento, dicho con Hannah Arendt, “puede ser el comienzo del terror; es, ciertamente, su más fértil terreno y, siempre, su resultado. Este aislamiento es, por así decirlo, pretotalitario” (Arendt, 1974: 575).

La ausencia de mixtura en la ciudad, la falta de diversificación y el enclaustramiento de sus residentes —en unidades habitacionales o en sus automóviles— provoca esclavitud funcional. Dejamos de ser libres. Como apunta Byung-Chul Han, “la falta de alternativas, bajo cuyo yugo trabaja la política actual, hace imposible la acción genuinamente política” (Han, 2015: 85).

La política —el civismo— florece en la rica cercanía de la banqueta. Cuando en la ciudad se atenta contra la escala humana y se privilegia la magnitud de la máquina, comienza a esparcirse la aridez. La realidad humana se seca según aumenta la velocidad. Como denunció Lewis Mumford: “El error fatal que hemos estado cometiendo es sacrificar toda otra forma de transporte al automóvil privado y ofrecer, como única alternativa de larga distancia, el aeroplano” (Mumford, 2009: 168). En un bólido, el mundo es gaseoso. La solidez del mundo sólo comparece ante nosotros a ras de suelo, ese suelo que tanto escozor le provocaba a Le Corbusier. Nuestra comprensión de lo real se afina cuando recorremos el mundo a nuestro ritmo. Caminar —escribe Frédéric Gros— es una cuestión no sólo de verdad, sino también de realidad:

Caminar es experimentar lo real. No la realidad como pura exterioridad física ni como aquello que le importa a un sujeto, sino la realidad como lo que resiste: principio de solidez, de resistencia. Caminar es experimentarlo a cada paso: la tierra resiste. A cada paso, todo el peso de mi cuerpo encuentra apoyo y rebota, toma impulso (Gros, 2014: 103).

La ciudad que propone Jane Jacobs logra integrar lo diverso porque es pedestre. Humana. De ahí que la banqueta sea el ámbito inaugural —si no es que el único— de lo común. Los primeros vínculos cívicos se establecen en sus parques y plazas. Ahí se estrena la educación política. La calle suscita ejemplaridad y responsabilidad colectiva. Al respecto de dicha responsabilidad, Arendt escribe:

No hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda excusarnos de la responsabilidad colectiva. Esta responsabilidad vicaria por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias de actos de los que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida enfocados en nosotros mismos, sino en nuestros semejantes, y que la facultad de actuar, que es, al fin y al cabo, la facultad política por excelencia, sólo puede actualizarse en una de las muchas y variadas formas de comunidad humana (Arendt, 2007: 159).

La vitalidad de la calle es maestra de civilidad. La banqueta suscita el diálogo entre los diferentes y atenúa el grito del dogma. Puestos a elegir entre utopías, prefiero señorío activo de la calle al vasallaje automotriz —veloz, pero pasivo— al que obliga la ciudad del futuro. “Sin un corazón fuerte e inclusivo, la urbe tiende a convertirse en una colección de intereses aislados unos de otros. Fracasa en producir algo mayor —en lo social, lo cultural y lo económico— que la suma de sus partes” (Jacobs, 2013: 198).

Las ciudades son seres vivos —apunta Jane Jacobs al final de Muerte y vida de las grandes ciudades—, “no están inermes para combatir los problemas incluso más difíciles. No son víctimas pasivas de cadenas de circunstancias, ni tampoco son el contrario maligno de la naturaleza” (Jacobs, 2013: 487).

Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra con la tesis titulada Sobre la idea práctica en la filosofía de la acción de Carlos Llano. Actualmente es profesor universitario. Autor del libro Ciudad y belleza.

“Vi a los directores de las casas Peugeot, Citroën y Voisin, y les dije: ‘El auto ha matado a la gran ciudad. El auto debe salvar a la gran ciudad. ¿Quieren ustedes dotar a París de un «Plan Peugeot, Citroën y Voisin de París», de un plan que tenga como único objeto fijar la atención del público sobre el verdadero problema arquitectónico de la época, problema que no es de arte decorativo sino de arquitectura y urbanismo: la constitución saludable de una vivienda y la creación de órganos urbanos que respondan a condiciones de vida modificadas tan profundamente por el maquinismo?’ La casa Peugeot temió arriesgar su nombre en nuestra empresa de aspecto temerario. El señor Citroën, muy gentilmente, me respondió que no comprendía nada de lo que le decía y que no veía la relación que podía tener el automóvil con el centro de París. El señor Mongremon, administrador delegado de Aéroplanes G. Voisin (Automobile) aceptó sin titubear el patronazgo de los estudios del centro de París y el plan que resultó de ellos se llama, por tanto, Plan Voisin de París” (Le Corbusier, 2013: 175).

Jacobs no escatimaba nada al manifestar su animadversión hacia él. Por ejemplo: “Robert Moses, cuya habilidad para conseguir que las cosas se hagan consiste principalmente en haber comprendido esto, ha hecho un arte de la práctica consistente en utilizar el control del dinero público para ganarse a aquellos a quienes eligieron los votantes, de quienes dependen para representar sus intereses, muchas veces opuestos”(Jacobs, 2013: 162).

“Los mismos factores que, a consecuencia de la exactitud, la precisión rigurosa de los modos de existencia, se han petrificado así para formar un edificio sumamente impersonal, actúan por otra parte sobre uno de los rasgos más personales que haya. No hay fenómeno más exclusivamente propio de la gran ciudad que el hombre blasé, el hastiado. Así como una vida de placeres inmoderados puede hastiar, porque exige de los nervios las reacciones más vivas, hasta ya no provocarlas en absoluto, así impresiones sin embargo menos brutales arrancan al sistema nervioso, debido a la rapidez y la violencia de su alternancia, respuestas a tal punto violentas, lo someten a choques tales, que gasta sus últimas fuerzas y no tiene tiempo de reconstituirlas. Es precisamente de esta incapacidad para reaccionar a nuevas excitaciones con una energía de misma intensidad que deriva el hartazgo del hombre blasé; incluso los niños de las grandes ciudades presentan ese rasgo, si se los compara con niños originarios de un medio más apacible y menos rico en solicitaciones” (Simmel, 1986: 51).

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