Читать книгу Corazones heridos - Un hombre inocente - Diana Palmer - Страница 5
Uno
ОглавлениеEra lunes por la mañana, y no había mucho movimiento en la comisaría de policía de Jacobsville, Texas. Tres agentes estaban sirviéndose café en la mesita que había en el área de recepción. El subjefe de policía del condado había pasado por allí para entregar una orden judicial. Un vecino de la localidad estaba escribiendo una declaración contra un delincuente que acababa de llevar detenido uno de los agentes. La secretaria no estaba en su puesto.
–¡Se acabó! ¡Estoy harta! No tengo por qué trabajar aquí. Están buscando gente para el supermercado, ¡y voy a ir ahora mismo a presentar mi solicitud!
Los gritos de la secretaria hicieron que todas las cabezas se giraran. Se oyó después al jefe de policía farfullar una escueta respuesta, y a continuación el estruendo de un objeto metálico al golpear el suelo.
Al final del pasillo apareció una adolescente furiosa con el cabello corto y de punta, minifalda y una blusa con mucho escote. Sus ojos lanzaban llamaradas, y sus pendientes largos tintineaban con cada zancada que daba.
Los agentes se apresuraron a hacerse a un lado. La chica fue hasta su mesa, tomó su abultado bolso, y se dirigió hacia la puerta.
Justo cuando tenía la mano sobre el picaporte salió al pasillo Cash Grier, el jefe de policía, un hombre alto, moreno, y guapo. Su cabello, sus pantalones y su camisa estaban salpicados generosamente con posos de café, trizas de papel y un par de hojitas de Post-it, de su larga coleta pendía otra más, y en el empeine de uno de sus relucientes zapatos negros había pegado un pañuelo de papel.
–¿Es por algo que haya dicho? –le preguntó.
La adolescente, que llevaba las uñas y los labios pintados de negro, gruñó y salió dando un portazo.
A los agentes les estaba costando tanto trabajo contener la risa, que parecía que les hubiera entrado un ataque de tos. El hombre que estaba escribiendo la declaración, en cambio, no fue capaz de disimular, y prorrumpió en tales carcajadas, que tuvo que agarrarse los costados.
Cash lanzó una mirada furibunda a sus compañeros.
–Adelante, reíos. Me da igual que se vaya. Ya encontraré otra secretaria.
Judd Dunn, su ayudante, que estaba apoyado en el mostrador, lo miró malicioso.
–Ésa era la segunda desde que te nombraron jefe de policía.
–Por amor de Dios, ¡trabajaba en una tienda de alimentación antes de venir aquí! –masculló Cash, sacudiéndose el uniforme con la mano–. Si consiguió este empleo fue sólo porque su tío, Ben Brady, es el alcalde en funciones, y porque me dijo que, si no la contrataba, el Ayuntamiento no nos financiaría los nuevos chalecos antibalas que necesitamos –añadió, resoplando enfadado–. ¡Menudo pájaro! No estaría en el puesto en el que está si a Jack Herman no le hubiera dado ese ataque al corazón que lo ha hecho retirarse de la política. No tengo más remedio que aguantarlo hasta las elecciones de mayo.
Judd lo escuchó sin hacer comentario alguno, y Cash, con el ceño fruncido, siguió despotricando del alcalde en funciones.
–Estoy deseando que lleguen las elecciones, lo juro –farfulló–. Brady me pone enfermo con eso de que me saco casos de tráfico de drogas de donde no los hay, y además se niega a escuchar ninguna de mis ideas para mejorar nuestro departamento. Dicen que Eddie Cane va a presentar su candidatura contra él.
–Fue el mejor alcalde que hemos tenido –comentó Judd–. Estoy seguro de que ganará.
–¿El mejor, dices? Lástima que tengamos que esperar a mayo para votarle y echar a Brady –dijo Cash, contrayendo el rostro al tirar del Post-it pegado en su coleta–. Si se le ocurre proponer a otra secretaria para reemplazar a su sobrina, dimito.
–Pues tendrás que darte prisa en encontrar tú a una antes de que lo haga –apuntó Judd–… si es que logras encontrar a alguien en su sano juicio que quiera trabajar para ti.
–¿Y qué sugieres? –le espetó Cash–, ¿que ponga un anuncio en el periódico, para que venga una avalancha de mujeres ansiosas por estar en la misma habitación que yo, y muramos aplastados?
–Quizá deberías tomarte unos días libres y relajarte un poco –fue el consejo de Judd–. Dentro de nada llegarán las vacaciones de Navidad –añadió mirándolo fijamente–. Podrías irte a algún sitio, cambiar de aires unos días.
Cash enarcó una ceja.
–Ya cambié de aires el mes pasado, cuando fui contigo a ese estreno en Nueva York.
–Y Tippy dijo que podías volver a verla cuando quisieses –apuntó Judd con una sonrisa maliciosa. La Tippy de la que hablaba no era otra que Tippy Moore, la «Luciérnaga de Georgia», una famosa modelo que se había pasado al mundo del cine–. A su hermano pequeño le caíste bien, y aunque estudia interno en esa academia militar, seguro que vuelve a casa para pasar las vacaciones con ella.
Cash sopesó la posibilidad con cierta reticencia. Tras descubrir que la modelo no era la mujer superficial, la vampiresa que había creído que era, había empezado a sentirse peligrosamente atraído por ella. Y era que sus vulnerabilidades le resultaban más seductoras que el descarado flirteo que había empleado con él en un principio.
–Bueno, supongo que podría llamarla y preguntarle si lo de esa invitación iba en serio –dijo.
–Buen chico –dijo Judd, acercándose y dándole una palmadita en el hombro–. Puedes tomar el primer vuelo que salga para allá, y yo ocuparé tu mesa como jefe en funciones.
Cash lo miró suspicaz.
–Esto no tendrá nada que ver con ese coche patrulla con el que llevas tanto tiempo dándome la lata, ¿verdad? Hay una junta en el Ayuntamiento la semana que viene…
–La pospondrán para después de las fiestas –le aseguró Judd–. Además, jamás intentaría convencer al Ayuntamiento para que nos subvencionen un coche patrulla que tú no quieres. En serio.
Cash no se fiaba un pelo de la sonrisa deslumbrante que había en su rostro. Judd era como él: raramente sonreía, y cuando lo hacía solía ser porque estaba tramando algo.
–Y por supuesto tampoco buscaré a otra secretaria antes de que vuelvas –añadió, rehuyendo los ojos de Cash.
–Ajá, así que de eso se trata –dijo Cash de inmediato–. Tienes a alguien en mente. Piensas colocarme a alguna mujer coronel jubilada, o a otra de esas paranoicas que creen en la teoría de la conspiración, como esa secretaria que tuvimos cuando mi primo Chet Blake ocupaba el puesto que yo ocupo ahora.
–No conozco a ninguna paranoica –dijo Judd con aire inocente.
–¿Ni a ninguna mujer ex coronel?
Judd se encogió de hombros.
–Bueno, tal vez a una o dos. Eb Scott tiene una prima…
–¡Ni se te ocurra!
–Pero si no la conoces…
–¡Ni quiero conocerla! Aquí el que manda soy yo. ¿Ves esto? –dijo Cash señalando su placa–. Mi misión es lidiar con el crimen, no con mujeres mayores.
–Bueno, ésta no es mayor… exactamente.
–Contrata a una nueva secretaria antes de que vuelva, y la despediré en cuanto aterrice mi avión de regreso –le advirtió Cash–. De hecho, pensándolo bien, creo que será mejor que no vaya a ninguna parte.
Judd se encogió de hombros.
–Como quieras –dijo estudiando sus limpias uñas–, pero he oído que la hermana del comisario de urbanismo te tiene echado el ojo, y puede que le pida al alcalde en funciones una recomendación para el puesto.
Cash se sintió como un conejo perseguido por un perro de caza. El comisario de urbanismo, un hombre bueno y afable, tenía en efecto una hermana. Tenía treinta y seis años, se había divorciado dos veces, llevaba blusas semitransparentes, y pesaba al menos cuarenta kilos de más. El comisario era además el mejor dentista en muchos kilómetros a la redonda, y de todos era sabido que adoraba a su hermana. Demasiada presión incluso para un ex miembro de las Fuerzas de Operaciones Especiales del ejército de los Estados Unidos en una ciudad tan pequeña como Jacobsville.
–¿Cuándo podría empezar la ex coronel? –inquirió, apretando los dientes.
Judd se echó a reír.
–En realidad, no conozco a ninguna ex coronel que quiera trabajar para ti, pero estaré al tanto por si se presenta alguna –respondió, moviéndose a tiempo para esquivar la patada de giro que le lanzó Cash–. ¡Oye, que soy oficial de policía! Si me pegas, estarás incurriendo en un delito.
–No si lo hago en defensa propia –farfulló Cash, dándole la espalda y dirigiéndose de regreso a su despacho.
–Mis abogados se pondrán en contacto contigo –le dijo Judd con mucha guasa mientras se alejaba.
Cash le lanzó un gesto insultante por encima de la cabeza.
Sin embargo, cuando estaba a solas en su despacho, con la papelera de nuevo en su sitio, y la basura dentro y no desperdigada por el suelo, Cash se quedó pensando en lo que Judd le había dicho. Quizá tuviera razón; en los últimos días había estado un poco susceptible y tal vez unos días libres podrían ayudarlo a estar algo menos… irritable. Lo cierto era que los dos bebés que habían tenido Judd y Chrissy se habían convertido para él en un doloroso recordatorio de la vida que había perdido.
¿Y si fuera a visitar a Tippy, como le había sugerido Judd? Rory, el hermano de nueve años de la joven, lo idolatraba, y en comparación con el modo en que solía tratarlo la gente: con curiosidad, con respeto, e incluso con miedo,… sobre todo con miedo, la admiración del pequeño le resultaba inusual y agradable.
Además, el chico no tenía ningún referente masculino en su entorno, a excepción de sus amigos en la academia militar. ¿Qué podría haber de malo en que pasara algún tiempo con él? Después de todo, no tenía que contarles a Tippy ni a él la historia de su vida. Cash contrajo el rostro, recordando la única vez en la que había hablado con alguien de su pasado.
Se sentó tras su escritorio, y se sacó un listín telefónico del bolsillo. Buscó en él un número de Nueva York, levantó el auricular del inalámbrico, y lo marcó.
Esperó dos tonos, tres, cuatro… Profundamente decepcionado, iba a colgar ya, cuando de pronto se oyó al otro lado de la línea una voz suave y seductora: «En este momento no estoy en casa. Por favor, deja un mensaje y tu número, y me pondré en contacto contigo». A continuación sonó un pitido.
–Soy Cash Grier –dijo Cash.
Comenzó a recitar su número de teléfono, pero lo interrumpió aquella misma voz del contestador:
–¡Cash!
Parecía sin aliento, como si se hubiese lanzado a por el teléfono antes de que pudiera colgar. Halagado, Cash prorrumpió en una suave risa.
–Sí, soy yo. Hola, Tippy.
–¿Cómo estás? –le preguntó ella–. ¿Aún sigues en Jacobsville?
–Aquí sigo. Sólo que ahora soy jefe de policía. Judd abandonó el cuerpo de los Texas Rangers, y trabaja conmigo como ayudante –añadió de mala gana. Tippy había estado locamente enamorada de Judd, igual que él lo había estado, tiempo atrás, de su esposa, Christabel.
–¡Cuánto han cambiado las cosas! –suspiró ella–. ¿Y cómo está Christabel?
–Muy feliz –respondió Cash–. Judd y ella han tenido mellizos.
–Lo sé. Hablé con ellos el día de Acción de Gracias –le confesó Tippy–. Un niño y una niña, ¿verdad?
–Jared y Jessamina –asintió él sonriendo. Los mellizos le habían robado el corazón cuando había ido a verlos al hospital. Era padrino de ambos, pero Jessamina era su favorita, y no se esforzó siquiera por disimularlo–. Jessamina es una auténtica muñequita. Tiene el pelo negro como el azabache, y los ojos del azul más profundo. Aunque seguramente cambiarán cuando crezca, claro.
–¿Y Jared? –quiso saber ella, divertida ante esa fascinación que parecía sentir por la pequeña.
–Igualito que su padre –respondió Cash–. Jared les pertenece, pero Jessamina es mía. Así se lo dije. Varias veces –añadió con un suspiro–. Pero no me sirvió de nada, evidentemente, porque no quieren dármela.
Tippy se echó a reír. Su risa sonaba como cascabeles de plata en una noche de verano, y su voz era sin duda uno de sus mayores encantos.
–¿Y a ti?, ¿cómo te va? –le preguntó Cash.
–Estoy trabajando en una nueva película –contestó ella–, pero hemos parado el rodaje para poder pasar todos las Navidades en casa. Y no sabes cómo me alegro, porque la película tiene bastantes dosis de acción, y no estoy en forma. Tendré que entrenar más si quiero hacerlo bien.
–¿De acción, dices?
–Sí, ya sabes: volteretas, saltar de trampolines, lanzarme desde sitios altos, artes marciales… esa clase de cosas –explicó ella en un tono cansado–. Tengo cardenales por todo el cuerpo. A Rory le va a dar algo cuando me vea. Siempre anda diciéndome que ya no tengo edad para hacer esas cosas.
–¿Que ya no tienes edad? –repitió él incrédulo, pues sabía que sólo tenía veintiséis años.
–Para él soy una vieja, ¿no lo sabías? –le contestó ella–. Tendría que ir por ahí con un bastón.
–Pues no quiero ni imaginarme cómo debe de verme a mí, que te llevo doce años –dijo él riendo–. ¿Va a pasar las Navidades contigo?
–Claro. Vuelve a casa cada vez que tiene vacaciones. Tengo un piso pequeño pero acogedor cerca de la Calle Cinco en el sur del distrito East Village. Y la zona está bien: hay una librería, una cafetería… La verdad es que es un sitio muy agradable para ser parte de una gran ciudad.
–No lo dudo, aunque a mí me gustan más los espacios abiertos.
–Lo sé. No tienes que decirlo –contestó ella. Vaciló un instante–. ¿Tienes problemas o algo así?
Cash se sintió extraño.
–¿A qué te refieres?
–¿Necesitas que haga algo por ti? –insistió ella.
Cash no supo muy bien cómo debía responderle. Nadie le había ofrecido nunca ayuda.
–Estoy bien –contestó en un tono brusco.
–Entonces… ¿para qué me has llamado?
–No te he llamado porque quisiera nada –dijo, con más aspereza de la que pretendía–. ¿Tanto te cuesta creer que te haya llamado sólo porque quería saber cómo te iba?
–La verdad es que sí –admitió ella–. Cuando estuvimos filmando en Jacobsville no le caí muy bien a la gente. Y menos a ti.
–Pero eso fue antes de que dispararan a Christabel –le recordó él–. La impresión que tenía de ti dio un giro de ciento ochenta grados en el momento en que te quitaste aquel suéter tan caro que llevabas sin pensarlo dos veces y lo usaste para aplicar presión en su herida. Aquel día te ganaste la simpatía de muchas personas.
–Gracias –murmuró Tippy tímidamente.
–Escucha, estaba pensando en ir a pasar unos días a Nueva York antes de Navidad –le dijo Cash–. ¿Lo de la invitación iba en serio? Podríamos salir por ahí Rory, tú y yo.
–¡Oh, Cash, eso sería estupendo! –contestó ella al instante, muy ilusionada–. Verás cuando Rory se entere; se pondrá contentísimo.
–¿Está ahí contigo?
–No, aún está en Maryland, en la academia, y tengo que ir a recogerlo yo. No puede marcharse sin que yo vaya a por él y firme en el registro. Lo dispusimos así para evitar que nuestra madre vaya y se lo lleve para sacarme dinero –le explicó con amargura–. Sabe que estoy ganando bastante, y su novio y ella serían capaces de hacer cualquier cosa con tal de conseguir dinero para drogas.
–¿Y si fuera yo a recogerlo y lo llevará conmigo a Nueva York?
Tippy vaciló.
–¿Harías… harías eso por mí?
–Claro. Haré fotocopias de mi documentación y las enviaré por fax a la academia. Tú sólo tendrás que llamar al director y decirle que tengo tu autorización para llevarme al chico. Y Rory me reconocerá.
–Se va a poner contentísimo –repitió Tippy–. No ha dejado de hablar de ti desde que te conoció en el estreno de mi película el mes pasado.
–A mí también me cayó bien. Es un chico honesto.
–Siempre le he dicho que la honestidad es el rasgo más importante del carácter de una persona –le explicó ella–. Me han mentido tantas veces a lo largo de mi vida, que no hay otra cosa que valore más –añadió quedamente.
–Sé lo que es eso –respondió él–. Bueno, había pensado salir mañana. Dime cómo llegar a la academia militar de Rory, la dirección de tu piso, a qué hora quieres que estemos ahí… ¡y yo me encargaré del resto!
A Judd le hizo mucha gracia ver el cambio de humor de Cash y su animación después de hablar con Tippy.
–Últimamente no sonreías demasiado –le dijo–. Me alegra comprobar que no has olvidado cómo se hace.
–El hermano de Tippy está todavía en la academia, y me he ofrecido a ir yo mismo a recogerlo y llevarlo a casa –anunció Cash.
–¿Aguantará tu camioneta todo el camino hasta Nueva York? –lo picó Judd.
Cash había comprado aquella camioneta negra a un precio razonable y le daba buen servicio, pero ya no estaba para muchos viajes.
Cash vaciló, como reticente a revelarle lo que le reveló a continuación.
–Tengo un coche –le dijo–. Lo guardo en un garaje de Houston. No lo conduzco muy a menudo, pero me preocupo de mantenerlo en buen estado por si tengo que usarlo.
–¿Qué clase de coche es? –inquirió Judd–. Me pica la curiosidad.
–Pues… un coche, igual que los demás –respondió Cash, encogiéndose de hombros. Le daba vergüenza decirle qué clase de coche era en realidad. No tenía por costumbre hablar de sus finanzas–. No es nada especial. Escucha, ¿estás seguro de que podrás encargarte de todo en mi ausencia?
–He sido un Texas Ranger. ¿Tú qué crees?
Cash sonrió con malicia.
–Ya, pero éste es un trabajo duro de verdad.
Se apartó justo a tiempo para esquivar una patada bien merecida en el trasero.
–Espera y verás –lo amenazó Judd, con un brillo divertido en los ojos–. Te buscaré a la secretaria más fea al este del río Brazos.
–Te creo capaz –contestó Cash–. Bueno, al menos asegúrate de que no sea tan quisquillosa como la sobrina punki del alcalde.
–Por cierto, ¿por qué ha dimitido exactamente?
Cash exhaló un suspiro.
–La enfadó que le prohibiese tocar en el fichero. No podía decirle que era porque había metido ahí temporalmente a Mikey, mi cría de pitón, así que le dije que guardaba allí material secreto sobre avistamientos de platillos volantes.
–Y entonces fue cuando te volcó la papelera sobre la cabeza –adivinó Judd.
–No, eso fue después –replicó Cash–. Le dije que el fichero estaba cerrado con llave por un buen motivo, y que se mantuviera alejada de él. Salí un momento a hablar con uno de los chicos, y ella aprovechó para forzar la cerradura con su lima de uñas. Mikey se había salido de su jaula, y estaba encima de las carpetas cuando abrió el cajón. Pegó un chillido, y cuando volví corriendo a ver qué pasaba, me lanzó unas esposas y me acusó de haberla puesto ahí a propósito para darle un escarmiento.
–Eso explica el grito que oí –dijo Judd–. Ya te advertí que no era buena idea meterla en el fichero.
–Iba a ser sólo por hoy –se defendió Cash–. Bill Harris me la dio esta mañana y no había tenido tiempo de llevarla a casa. Si la metí ahí fue para no asustar a nadie, y luego llevármela cuando acabara la jornada. Y después de lo que ha pasado te aseguro que me la voy a llevar –añadió indignado–, porque no quiero que me la traumaticen más de lo que ya lo está.
–A la sobrina del alcalde le dan miedo las serpientes… ¡imagínate! –murmuró Judd con incredulidad.
–Sí, la verdad es que cuesta creerlo –tuvo que admitir Cash–. Con esas pintas que lleva, es ella la que da miedo.
–¿No le habrás dado razones para que nos demande, verdad? –le preguntó su amigo.
Cash sacudió la cabeza.
–Sólo mencioné que tenía al padre de Mikey en el otro fichero, y le pregunté si quería conocerlo. Entonces fue cuando dimitió –respondió sonriente–. Si despides a un empleado, el Ayuntamiento tiene que pagarles el subsidio por desempleo, pero si dimite voluntariamente no, así que le di un empujoncito para ayudarla a dimitir –añadió con una sonrisa maliciosa.
–No te tenía por un tipo maquiavélico… –dijo Judd, intentando no reírse.
–No ha sido culpa mía. Estaba encaprichada conmigo, y se había creído que si su tío le conseguía este empleo podría seducirme con esas minifaldas y esas blusas escotadas –replicó Cash irritado–. Tal vez debería haberla demandado por acoso sexual –añadió frunciendo el ceño.
–Oh, Ben Brady se habría puesto muy contento si hubieras hecho eso –dijo Judd en tono de burla.
–¿Qué quieres? Estoy harto de ser perseguido por secretarias.
–Ahora hay que llamarlas «auxiliares administrativas», no «secretarias» –lo picó Judd.
–¡Vete al cuerno!
–¿Ves?, por eso quiero que vayas a Nueva York.
–Tengo una mascota de la que cuidar –protestó Cash.
–Puedes dejar a Mikey con Bill Harris antes de marcharte. Seguro que no le importará cuidar de ella mientras estés fuera. En serio, necesitas esas vacaciones.
Cash suspiró y se metió las manos en los bolsillos.
–Por una vez estoy de acuerdo contigo –dijo, pero luego se quedó dudando–. Si llama su tío y pregunta por qué ha dejado el puesto…
–Puedes estar tranquilo. De mi boca no saldrá una sola palabra sobre lo de la serpiente –prometió Judd–. Sólo le diré que el ser acosado por una alienígena te estaba empezando a causar problemas mentales.
Cash le echó una mirada asesina y volvió al trabajo.
El día siguiente por la tarde, Cash se presentaba en el despacho del comandante en la Academia Militar de Cannae, en Anápolis, Maryland. El nombre de la escuela, aludía a la vergonzosa derrota que había sufrido la poderosa Roma a manos de Aníbal, el guerrillero cartaginés.
El comandante, Gareth Marist, no era un desconocido para Cash, ya que había servido bajo su mando años atrás durante la operación «Tormenta del desierto» en Irak.
Se estrecharon la mano como si fueran hermanos, y en cierto modo lo eran por lo que habían pasado cuando habían atravesado las líneas del enemigo. Pocos hombres habían tenido que soportar lo que ellos habían soportado. Marist había logrado escapar. Cash no.
–Rory me habló de usted sin parar durante al menos diez minutos antes de que cayera en quién era –le dijo Marist–. Pero siéntese, siéntese. Me alegra volver a verlo, Grier. Según tengo entendido, ahora está trabajando en la policía, ¿no es así?
Cash asintió con la cabeza, dejándose caer en una de las dos sillas que había frente al escritorio del hombre uniformado. Más alto que él, Marist debía de ser de su misma generación, pero ya tenía entradas.
–Soy jefe de policía en una pequeña ciudad de Texas.
–Es difícil renunciar a la vida militar –le dijo Marist–. Yo me sentí incapaz, y por eso pedí este destino, y no me arrepiento. Es un privilegio poder ayudar a moldear a los soldados del mañana. Y el joven Rory tiene un gran potencial, por cierto –añadió–. Es muy inteligente, y no se deja amedrentar por los chicos que le doblan la estatura. Ni siquiera los matones se atreven con él –dijo riéndose entre dientes.
Cash sonrió.
–Ya lo creo que es valiente. Y no se arredra en absoluto a la hora de decir lo que piensa.
–Y su hermana… –murmuró Marist, con un largo silbido–. Si no estuviera felizmente casado y tuviera dos críos a los que adoro, estaría arrastrándome de rodillas detrás de ella. Es realmente bonita, y se ve que quiere muchísimo al chico. Cuando lo trajo aquí para inscribirlo estaba muy asustada porque habían tenido problemas con su madre, pero no quiso explicarme de qué se trataba. Me mostró los papeles que le otorgaban la custodia del muchacho, y acordamos no permitir que esa mujer se acercase a él. Ni su supuesto padre –le explicó. Escrutó en silencio el rostro de Cash–. Imagino que no sabrá usted el porqué.
–Tal vez lo sepa –fue la contestación de Cash–, pero no tengo por costumbre divulgar secretos.
–Lo recuerdo –contestó Marist con una sonrisa forzada–. Era capaz de soportar la tortura y no revelar nada al enemigo. Sólo conocí a otro hombre capaz de resistir en esa clase de situaciones, y era un miembro del SAS, el regimiento aéreo de operaciones clandestinas del ejército británico.
–Estuvo conmigo –le dijo Cash–. Un tipo increíble. Volvió con su unidad justo después de que escapáramos, como si no hubiese ocurrido nada.
–También usted.
A Cash no le gustaba hablar de aquello, así que cambió de tema.
–¿Qué tal le van los estudios a Rory?
–Oh, muy bien. Está entre los diez mejores de la clase –le dijo Marist–. Y llegará a oficial, seguro –añadió con una sonrisa–. Se distingue fácilmente a los que tienen dotes de mando. Es algo que se ve muy pronto.
–Es verdad –asintió Cash. Ladeó la cabeza–. Su hermana… ¿ha tenido algún problema de tipo financiero para mantenerlo aquí? –inquirió.
El comandante suspiró.
–De momento no –dijo–, aunque por su profesión, como comprenderá, sus ingresos son bastante esporádicos. En un par de ocasiones hemos tenido que ampliarle el plazo de pago.
–Si hubiera otras ocasiones, ¿podría hacérmelo saber… sin decirle nada a ella? –le pidió Cash, sacando una tarjeta de visita de su billetera, y deslizándola por la mesa hacia él–. Considéreme como un familiar de Rory.
Marist vaciló.
–Escuche, Grier, las cuotas mensuales de este sitio son endiabladamente caras –comenzó–. Con el salario de un policía…
–Eche un vistazo al aparcamiento para ver mi coche.
–Ahí abajo hay un montón de coches –replicó el otro hombre, levantándose para ir a la ventana.
–Sabrá enseguida a cuál me refiero.
Hubo una pausa, y luego un silbido cuando Marist vio el impresionante Jaguar rojo hecho de encargo. Se volvió hacia Cash.
–¿Es suyo?
Cash asintió con la cabeza.
–Y lo pagué en efectivo –añadió con toda la intención.
Marist dejó escapar un suspiro.
–Es un diablo con suerte, Grier. Yo tengo una ranchera –le dijo. Regresó a su asiento tras el escritorio–. Por lo que veo, en las Fuerzas de Operaciones Especiales pagan bien.
–En realidad no –replicó Cash–, pero antes de ingresar en ese cuerpo estuve haciendo otro tipo de trabajos –añadió–, pero es algo de lo que no hablo. Jamás.
–Lo siento. No era mi intención entrometerme.
–Tranquilo. Ya hace mucho tiempo de eso, pero supe invertir mis ganancias, como ha podido comprobar –respondió Cash sonriendo–. Bueno, ¿qué le parece si hace venir a Rory para que podamos ponernos en camino?
El comandante comprendió que para el otro hombre la charla había terminado.
–Claro –contestó, devolviéndole la sonrisa.
Rory entró en el despacho del comandante sin aliento y colorado de entusiasmo. Dos chicos lo acompañaban, pero se quedaron mirando en el pasillo.
–¡Hola, Cash! –lo saludó Rory con una amplia sonrisa–. Es genial que haya venido a recogerme. ¿A qué hora sale nuestro tren?
–Vamos en coche –replicó Cash sonriéndole–; odio los trenes.
–Oh. Pues a mí me gustan –contestó Rory–. Sobre todo el vagón-restaurante. Tengo hambre a todas horas.
–Pararemos a comer algo antes de salir hacia Nueva York –le prometió Cash–. ¿Estás listo?
–Sí, señor. Tengo mi petate ahí fuera, en el pasillo. Mi hermana está como loca –le confesó con un placer malévolo–. Por lo que me ha dicho, debe de haber limpiado el apartamento al menos tres veces y haberles sacado brillo a todos los muebles. Creo que incluso le ha preparado el cuarto de invitados.
–Vaya. Pues se lo agradezco, pero la verdad es que me gusta tener mi propio espacio –respondió Cash–, y ya he reservado una habitación en un hotel cercano.
El comandante se rió suavemente al oírlo decir eso. No había cambiado nada. Cash Grier siempre había sido muy correcto, y no pasaría una noche en el piso de una mujer soltera aunque cien personas pensasen que no había nada de malo en ello.
–Mi hermana también me dijo que probablemente no querría quedarse con nosotros –comentó Rory, sorprendiendo a Cash–, pero quería que pensase que es una buena ama de casa. Hasta ha estado ensayando para preparar ternera Stroganoff. Judd Dunn le dijo que a usted le gustaba.
–Es mi plato favorito –admitió Cash impresionado.
Rory sonrió.
–El mío también, me alegro de que le guste.
–Bueno, ¿dónde tengo que firmar para que podamos marcharnos? –le preguntó Cash a Marist.
–Un instante –respondió el comandante, sacando el libro del registro–. Páselo bien, Danbury –le dijo a Rory.
Cash frunció el ceño al oír ese nombre. Creía que el chico se apellidaba Moore, como Tippy.
Rory se echó a reír al advertir su sorpresa.
–Moore era el apellido de nuestra abuela, y Tippy empezó a usarlo como nombre artístico cuando comenzó a trabajar como modelo.
Curioso. Cash se preguntó por qué lo habría hecho, pero no era el momento de ponerse a hacer preguntas. Firmó en el registro para poder llevarse al chico, estrechó la mano a los amigos de Rory, que parecían igual de fascinados con él, y salieron del edificio.
Rory se quedó de piedra cuando Cash apretó un botón del llavero que tenía en la mano y se abrió el maletero de un flamante Jaguar rojo.
–¿Ése es su coche? –exclamó boquiabierto.
–Ése es mi coche –repitió Cash sonriendo. Arrojó dentro del maletero el petate del chico y lo cerró–. Hala, sube y vámonos.
–¡Sí, señor! –contestó Rory al momento.
Antes de meterse en el coche se despidió con la mano de sus amigos, que estaban observándolos desde la ventana del despacho del comandante. Cuando Cash arrancó y salieron del aparcamiento, tenían la nariz pegada al cristal.