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Tres

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Aquel día de turismo por la ciudad con Cash estaba siendo uno de los mejores de toda su vida, se diría Tippy más tarde. Parecía que conociese la ciudad como la palma de su mano, y mientras caminaban les iba relatando hechos históricos poco conocidos sobre ella.

–¿Cómo sabes tanto de Nueva York? –inquirió Rory cuando estuvieron de regreso en el piso de Tippy esa noche.

–El mejor amigo que tuve en mi época de instrucción era de aquí –le confesó Cash–. ¡Era una mina de información!

Tippy se rió.

–Yo tengo una amiga a la que le pasa igual, sólo que con Nassau –dijo–. Es modelo, y ahora está haciendo unos posados… ¡en Rusia nada menos!

–¿Y con qué ropa posa?

Tippy le lanzó una mirada maliciosa.

–Con trajes de baño.

–¡Me tomas el pelo!

–¡No! Parece que a algún cerebro pensante se le ha ocurrido que resultaría sexy que posara con el Kremlin de fondo en bañador… con botas y un abrigo de pieles.

–¿No será porque, si posara con pieles aquí, los defensores de los animales se le echarían encima? –inquirió Cash.

–Es piel sintética –le explicó ella riéndose–. Aunque es muy cara, y parece auténtica.

–¿Te apetece un sándwich, Cash? –le preguntó Rory desde la puerta de la cocina.

–No, gracias, Rory. Me marcho ya a mi hotel a descansar –contestó él con una sonrisa–. Pero lo he pasado muy bien.

–Yo también, Cash –le dijo Rory con sinceridad–. ¿Te veremos mañana?

–Sí, ¿te veremos? –lo secundó Tippy.

Cash miró primero a Rory, que estaba observándolo expectante, y luego a Tippy, que estaba sonriéndole.

–Claro, ¿por qué no? –murmuró Cash, sonriendo también–. Si os atrevéis podemos hacer un tour por los museos de la ciudad.

–¡Genial!, ¡me encantan los museos! –exclamó Rory entusiasmado.

–Bueno, mientras no tenga que posar, contad conmigo –dijo Tippy con un suspiro–. Todavía no me he repuesto de aquella vez que tuve que posar en uno, recostada contra una estatua de Rodin, durante cuatro horas, y con una pierna levantada.

–¿No será la estatua que creo? –inquirió Cash malicioso, riéndose suavemente al ver que Tippy enrojecía.

–Estoy segura de que era una en la que las figuras estaban completamente vestidas –mintió ella.

Cash sacudió la cabeza.

–Ya, ya… –farfulló–. Bueno, ¿a qué hora soléis levantaros en vacaciones?

–A las ocho –respondió Rory.

Tippy asintió con la cabeza.

–No somos trasnochadores –le dijo a Cash–. Rory está acostumbrado a la rutina militar, que comienza al alba, y yo tengo que levantarme incluso antes para llegar a mi hora a los estudios de rodaje.

–Entiendo –respondió él–. Conozco una panadería cerca de aquí, donde venden bollos de canela, pasteles de almendra, donuts rellenos… y todo hecho por ellos.

–No podemos tomar bollería –le dijo Rory apenado. Señaló a su hermana–. Tippy no tiene un ápice de fuerza de voluntad. Cuando entra en casa algo dulce, no puede resistirse.

Ella se echó a reír.

–Tiene razón. Mi vida es una lucha constante contra los kilos de más. Para desayunar tomamos beicon y huevos; sólo proteínas; nada de harinas.

–Eso también me recuerda a mis años de instrucción… –suspiró Cash–. En fin, ¿qué se le va a hacer? ¿Desayunamos aquí, entonces? Pero tendrás que hacer café, porque soy incapaz de empezar el día sin una buena taza –le advirtió a Tippy con un sonrisa sincera.

Era la primera vez en mucho tiempo que sonreía a una mujer de esa manera… a excepción de Christabel Gaines, claro, pero ahora estaba casada con su mejor amigo.

–Bueno, pues yo me voy a tomar un sándwich antes de irme a la cama –dijo Rory–. ¡Buenas noches, Cash, nos vemos mañana!

–Cuenta con ello –respondió él.

Tomó la mano de Tippy y la llevó al vestíbulo con él.

–Miraré la cartelera para ver si hay algo interesante de ópera o ballet, por si quisieras…

–Cualquiera de las dos cosas me encantaría –exclamó Tippy.

–¿Y la música clásica, te gusta también? –inquirió Cash.

Ella asintió con entusiasmo.

–En fin, supongo que no me moriré por llevar traje por una noche –suspiró Cash.

–Si no recuerdo mal, llevaste a Christabel Gaines a un ballet en Houston –le dijo Tippy, con un atisbo de celos que no pudo disimular.

Sorprendido, Cash escrutó sus ojos con una mirada tan intensa que Tippy enrojeció.

–Ahora se llama Christabel Dunn –le recordó él–. Y sí, es verdad que la llevé. No había ido nunca a un ballet.

–Y yo que creía que era una niña mimada… –dijo Tippy–. ¡Qué equivocada estuve respecto a ella desde el principio! Es una mujer muy especial. Judd es muy afortunado.

–Sí que lo es –admitió Cash a regañadientes. Todavía tenía clavada en el corazón la espinita de que Christabel hubiera escogido a su amigo y no a él–. Y están los dos locos con sus mellizos.

–Los niños son un regalo del cielo –dijo Tippy–. Cuando me hice cargo de Rory ya tenía cuatro años, pero era adorable –añadió con una sonrisa melancólica–. Con un niño cada día es una aventura.

–Supongo que sí. Yo no tuve la oportunidad de comprobarlo –murmuró Cash.

Tippy alzó la vista sin comprender, y la expresión de las recias facciones de Cash la dejó aún más confundida.

–Tengo que irme –farfulló él, apartando la vista–. Te veré por la mañana.

Le soltó la mano y salió por la puerta, dejándola allí plantada. Tenía la sensación de que había algo en su pasado que le había hecho mucho daño, algo relacionado con los niños. Judd le había dicho que creía que había estado casado, pero no sabía nada más. Cash Grier era un verdadero enigma, pero se sentía atraída por él como jamás se había sentido atraída por otro hombre.

A la mañana siguiente, Cash se presentó a las ocho en punto en el piso de Tippy con una cafetera niquelada en una mano, y una bolsa de papel en la otra.

–Pero si he hecho café –le dijo Tippy contrariada.

Cash levantó la cafetera.

–Capuchino a la vainilla –le dijo pasándosela bajo la nariz–: mi única debilidad… bueno, a excepción de esto –añadió agitando la bolsa de papel.

–¿Qué hay ahí? –inquirió ella, siguiéndolo a la cocina.

La mesa ya estaba preparada, y Rory estaba sentado, esperándolos para empezar.

–Bollos rellenos de crema –contestó Cash–. Lo siento, pero no puedo renunciar al azúcar. Creo que es uno de los cuatro grupos de alimentos principales junto con el chocolate, los helados y la pizza.

Rory se echó a reír, y Tippy lo secundó.

–Es increíble –comentó ella, recorriendo con la vista su cuerpo musculoso–; viéndote nadie diría que hayas probado jamás nada de grasa ni de azúcar.

–Hago ejercicio cada día –le confesó Cash–. No tengo más remedio. Nos hacen los uniformes justos para que vayamos marcando músculo –bromeó flemático, quitándose la chaqueta de cuero negra que llevaba.

La colgó sobre el respaldo de la silla, y los ojos de Tippy se vieron atraídos como imanes por sus bíceps, que resaltaban bajo el polo de manga larga.

–¿Y bien? –la picó Cash, sentándose.

Tippy suspiró.

–Sólo miraba –farfulló lacónica.

Aprovechando que Rory se había ausentado para ir al servicio, Cash agarró la larga falda de Tippy y la atrajo hacia su silla.

–Pues, si juegas bien tus cartas, quizá me quite la camisa algún día para ti –le susurró seductor.

Tippy no supo si reírse o reprenderle por intentar hacerla sonrojar. Nunca sabía si hablaba en broma o en serio.

–Aunque tendrás que ganártelo, claro está –le advirtió Cash–. No soy un hombre fácil.

Esa vez Tippy sí se rió, y, al hacerlo, sus ojos brillaron como esmeraldas.

Cash sonrió.

–Ten. Toma un bollo de crema. He traído suficientes para que podamos comer los tres.

Tippy metió la mano en la bolsa, consciente de su mirada sobre su rostro.

–Tienes una piel preciosa; incluso sin maquillaje –dijo Cash con voz ronca–. Parece de seda.

Cuando Tippy giró la cabeza hacia él sus ojos se encontraron, y sintió cómo el corazón le daba un vuelco. Dios, era tan sexy…

–¿En qué piensas? –inquirió él en un murmullo.

–Estaba pensando que seguramente sabes todo lo que hay que saber sobre las mujeres –le confesó ella quedamente.

Cash entornó los ojos.

–Y tú, en cambio, no sabes casi nada sobre los hombres.

Los ojos de Tippy se llenaron de lágrimas.

–Tampoco es que haya querido –musitó, bajando la vista a los bien definidos labios de Cash.

–Ten cuidado, Tippy: podrías quemarte –le advirtió él–; hace mucho que no he tenido relaciones con una mujer.

–Sé que tú nunca me harías daño –susurró ella, alzando el rostro y enfrentándose a su mirada inquisitiva–. Querría… ¡oh, Cash, querría…!

–¿Querrías… qué? –la instó él, apretando la mandíbula cuando inspiró y su fragancia le inundó las fosas nasales.

Tippy estaba tan cerca de él, que podía ver latir la vena en su garganta. Quería estrecharla entre sus brazos y besar sus hermosos labios hasta dejarlos hinchados.

Aquel mismo deseo estaba apoderándose de Tippy. Bajó la vista a la boca de Cash, y se preguntó qué sensación experimentaría si lo besase apasionadamente, si se fundiese con él en un beso como el que había escenificado ante las cámaras con su compañero de rodaje para la película que habían hecho en el rancho Dunn.

Casi podía imaginar el sabor de los masculinos labios de Cash, y se notaba el cuerpo hinchado y dolorido por la excitación contenida. Era como una sed que ni toda el agua de un río podría llegar a saciar.

Sus carnosos labios se entreabrieron, y aspiró con brusquedad.

–Querría que…

El ruido de la cisterna los hizo separarse. Olvidando el bollo de crema, Tippy se fue al fregadero a lavarse las manos porque necesitaba algo que detuviera su temblor.

Rory volvió en ese momento, ignorante de haber interrumpido un momento íntimo entre los adultos, y tomó un bollo. Al cabo de un rato Tippy se puso café, le sirvió a su hermano zumo de naranja, y se sentó a la mesa como si nada hubiera ocurrido.

El primer lugar donde fueron aquella mañana fue el museo de Historia Natural, para visitar la exposición ampliada sobre dinosaurios en la cuarta planta. Había una larga cola por las novedades en la programación del museo, entre las que había un documental sobre Albert Einstein y una tienda de regalos con el científico como tema, y tardaron más de una hora en llegar a la taquilla y comprar las entradas.

Rory iba de un fósil a otro, y subió incluso a lo más alto de una escalera de caracol metálica que se alzaba junto al mayor de los esqueletos para poder ver desde arriba los enormes omóplatos y las articulaciones de las caderas.

–Le encantan los dinosaurios –le dijo Tippy a Cash, mientras recorría junto a él la exposición.

Se había puesto una blusa de seda blanca, una falda larga de terciopelo verde, botas, y una chaqueta negra de cuero. El cabello se lo había dejado suelto, y aunque apenas llevaba maquillaje, atraía las miradas tanto de hombres como de mujeres.

Cash se sintió de pronto orgulloso a su lado. No se podía negar que era muy hermosa, pero para él su belleza no estribaba tanto en su apariencia externa como en su corazón de oro, en lo que llevaba dentro… lo que verdaderamente contaba.

–A mí también me gustan –contestó–. Estuve aquí hace años, pero no pude verlos porque estaban remodelando esta exposición. Son impresionantes.

Tippy se inclinó sobre un cartel para leerlo.

–¿Cómo no te has traído las gafas? –inquirió Cash.

–Porque soy un desastre andante cuando las llevo puestas –contestó ella, riéndose vergonzosa–. Las limpio con lo que tenga a mano, y siempre acabo rayando las lentes. Ya he tenido que cambiarlas dos veces.

–Ahora venden unas lentes especiales que no se arañan con facilidad –comentó Cash.

–Lo sé, son las que tienen mis gafas. Por desgracia no son a prueba de personas descuidadas como yo –respondió ella, encogiendo uno de sus bonitos hombros–. Me pondría lentillas si pudiera, pero mis ojos no las aguantan. Me producen infecciones.

Cash extendió una mano grande y fuerte y tomó entre sus dedos un mechón del cabello de Tippy, comprobando su suavidad y dando un paso hacia ella.

–Da la impresión de que tu pelo esté vivo –murmuró–. Había visto este color en otras mujeres, pero nunca me había parecido tan natural.

–Es que es natural –contestó ella, notándose las rodillas temblorosas por la proximidad de Cash.

Olía a colonia y jabón, olores frescos y seductores. Puso las manos sobre el frontal del polo, regocijándose en su calidez, y en la sensación, como de almohadillado, del vello de su tórax bajo sus palmas.

Un deseo casi irrefrenable de subirle el polo y tocarlo la invadió de pronto, dejándola sin aliento. No se había sentido tan excitada en toda su vida.

–¿Y no hay nada artificial en ti? –la provocó Cash.

–Nada físico –contestó ella.

Cash escrutó los ojos verdes de Tippy durante más tiempo del que había pretendido, y notó cómo se le tensaban las facciones.

Ella estaba segura de que se estaba dando cuenta de lo nerviosa que estaba, pero no podía evitarlo. Era un hombre tan masculino que despertaba todo lo que había de femenino en ella.

–No me fío de las mujeres.

–Pero estuviste casado –apuntó ella.

Cash asintió con la cabeza, y enredó el mechón entre sus dedos con una expresión angustiada.

–Estaba muy enamorado de ella. Y creía que ella sentía lo mismo por mí –dijo–. Sólo después me daría cuenta de que el único motivo por el que estaba conmigo era mi dinero.

Un escalofrío recorrió la espalda de Tippy.

–Hay tantas cosas en tu pasado de las que no quieres hablar… –murmuró–, tantas cosas que no sé de ti…

–Me cuesta confiar en la gente –respondió Cash–. Si te abres a los demás te vuelves vulnerable, y pueden acabar haciéndote daño.

–¿Y para ti la solución es no dejar que se te acerque nadie? –inquirió Tippy.

–¿Acaso no es lo mismo que haces tú? –le espetó Cash–. A excepción de Rory y de Judd te cierras a todo el mundo… especialmente a los hombres.

Tippy tragó saliva.

–He tenido muy malas experiencias con los hombres… a excepción de Cullen –dijo–, y nunca hubo nada entre nosotros. Le gustaban las mujeres como amigas, pero físicamente le producían rechazo.

–¿Lo amabas?

–A mi manera –respondió Tippy, sorprendiéndolo–. En toda mi vida sólo él y otra persona se portaron bien conmigo sin esperar nada a cambio. No puedes imaginarte cuántas proposiciones deshonestas me han hecho hombres de mi entorno laboral –añadió con una sonrisa cínica–. Me ha llevado años perfeccionar la manera de rechazarlas sin que tomaran represalias contra mí.

–No es que disculpe a esos tipos, pero en cierto modo es comprensible –farfulló Cash–; eres el sueño hecho realidad de cualquier hombre.

El corazón de Tippy dio un brinco.

–¿También el tuyo? –le preguntó en un tono burlón.

Sin embargo, la pregunta iba en serio. Quería que la deseara, como jamás había querido nada en toda su vida.

Cash soltó el mechón de Tippy.

–Yo hace años que decidí olvidarme por completo de las mujeres.

–¿Y no te sientes solo? –quiso saber ella.

–¿Y tú? –le preguntó él a su vez.

Tippy suspiró, escrutando soñadora sus recias facciones.

–Me asustan las relaciones serias –contestó con voz ronca–. Lo he intentado con dos o tres tipos que me parecieron buenas personas, pero ninguno de ellos estaba interesado de verdad en mí, ni querían conocerme mejor… sólo me querían en su cama.

Cash entornó los ojos.

–Después de lo que te pasó… ¿puedes…?

Tippy bajó la vista a su tórax, donde bajo el estrecho polo que llevaba, se dibujaba el relieve de los músculos.

–No lo sé –respondió con sinceridad–. Nunca lo he… intentado.

–¿Y querrías intentarlo?

Tippy se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo, mirando el dinosaurio que tenía delante sin verlo en absoluto.

–Tengo veintiséis años, Cash, y no estoy dispuesta a arriesgar más veces mi corazón para que me lo rompan. Tengo a Rory, una carrera… y soy moderadamente feliz. No me hace falta más.

–No es verdad. La vida que llevas es una vida a medias.

–También lo es la tuya –le espetó ella, alzando la vista hacia él.

–Tengo una razón aún mejor que la tuya para vivir como vivo –contestó Cash con aspereza.

–Pero no vas a contármela –adivinó ella–. No confías lo bastante en mí como para hacerlo.

Cash hundió las manos en los bolsillos del pantalón y la miró irritado.

–Estuve casado una vez, hace años. Era la primera vez en mi vida que estaba enamorado de verdad. Incluso íbamos a tener un hijo. El día que me dijo que estaba embarazada me puse loco de contento. Yo no quería que hubiese secretos entre nosotros, y pensé que debía hablarle de lo que había sido mi vida antes de que nos casáramos –el brillo que había en sus ojos se tornó frío–. Y así lo hice. Se sentó y me escuchó. Estaba muy calmada, y se limitó a escucharme sin decir nada, como si lo comprendiera. Se había puesto algo pálida, pero no era de extrañar, porque algunas de las cosas que le relaté, cosas que tuve que hacer por mi trabajo, eran terribles, realmente terribles –le explicó dándole la espalda–. Tuve que salir unos días de la ciudad por negocios, y se despidió de mí con total normalidad, como si nada hubiese pasado. Regresé con regalos para ella y también con alguna cosa que había comprado para el bebé, aunque sólo estaba de unas semanas. Estaba esperándome en la puerta, con las maletas hechas.

Se inclinó hacia delante, apoyándose en la baranda que se asomaba a la planta inferior, y siguió hablando sin mirar a Tippy.

–Me dijo que había ido a una clínica para abortar mientras estaba fuera, y que también se había puesto en contacto con un abogado para tramitar nuestro divorcio. Justo antes de salir por la puerta me dijo que no iba a traer al mundo al hijo de un hombre capaz de asesinar a sangre fría.

Tippy había intuido desde el momento en que se habían conocido que había algo traumático en su pasado. De pronto todo encajaba, como los celos que destilaban sus palabras cada vez que mencionaba a los mellizos de Judd y Christabel. Debía de haber sido terrible para él, pensó, sintiendo su dolor como propio. La halagaba hondamente que le hubiera confiado algo tan personal.

–¿No vas a decir nada? –inquirió él, sin volverse, en un tono sarcástico.

–¿Era muy joven? –le preguntó Tippy.

–Tenía mi misma edad.

La joven bajó la vista a las manos de Cash. Su rostro no reflejaba emoción alguna, pero tenía los nudillos blancos por la presión que estaba ejerciendo sobre la baranda de acero.

–Soy de la clase de personas que no pisan a un insecto si pueden evitarlo –le dijo quedamente–, igual que sería incapaz de acostarme con un hombre sin usar algún método anticonceptivo a menos que lo amase. Creo que los hijos deben ser concebidos por amor, no por error.

Cash giró la cabeza lentamente hacia ella, y la miró con curiosidad.

–Tenía razón, Tippy: soy un asesino –le dijo en un tono inexpresivo.

Ella escrutó su rostro con ojos amables.

–No lo creo.

Cash frunció el ceño.

–¿Cómo dices?

–El comandante Marist me contó que formaste parte de una unidad de élite de las Fuerzas de Operaciones Especiales –respondió Tippy–, que te enviaban cuando las negociaciones fallaban, cuando había vidas en juego. Por mucho que digas no voy a creer que fueras un sicario, que mataras a gente por dinero. No eres esa clase de persona.

Cash parecía estar conteniendo el aliento.

–No sabes nada de mí –le dijo abruptamente.

–Mi abuela era irlandesa, y tenía un sexto sentido para intuir lo que otras personas no pueden –le explicó Tippy, todavía con esa expresión compasiva en la mirada–. Todas las mujeres de nuestra familia lo tienen… excepto mi madre –añadió–. Yo misma sé cosas que no debería saber. Presiento las cosas antes de que ocurran. De hecho, estoy muy preocupada por Rory, porque tengo un mal presagio; tengo la sensación de que nos acecha un peligro que tiene relación con él.

–No creo en esas cosas –le espetó Cash–; no son más que supersticiones.

–Quizá lo sean para ti, pero para mí no –replicó ella, buscando con la mirada a su hermano.

Rory estaba en medio de un grupo de personas observando un celacanto disecado que colgaba del alto techo de la sala.

Cash tenía la impresión de que Tippy podía ver en su interior, de que se había vuelto transparente ante sus ojos, y era una sensación que no le gustaba. Era un hombre reservado, un hombre con secretos, y no quería que nadie escudriñase en su mente.

–Te he enfadado. Lo siento –le dijo Tippy suavemente, sin mirarlo a los ojos–. Voy a la tienda de Einstein. Rory quiere una camiseta. Me reuniré con vosotros en el vestíbulo dentro de una hora.

Cash le agarró la mano y la hizo volver junto a él.

–Ni hablar. Iremos juntos –la tomó por la barbilla para poder mirarla a los ojos–. Como le dije a Rory una vez, si hay algo que valoro, es la honestidad.

–No es verdad, no cuando alguien hace conjeturas sobre tu vida privada.

–Te he hablado sobre mi vida privada –le contestó él. Inspiró lentamente–. Nunca le había hablado a nadie de ese hijo que podría haber tenido.

–Supongo que tengo la clase de cara que hace que la gente se sincere –le dijo Tippy con una tierna sonrisa.

–Sí que la tienes –murmuró él, acariciándole levemente la mejilla–. Escucha, Tippy, tengo más secuelas psicológicas que tú por las cosas que he vivido, y eso ya es decir algo. Creo que no sería sensato que, siendo dos personas marcadas por experiencias tan terribles, iniciáramos una relación, así que sencillamente no va a suceder, y ya está.

Tippy lo miró entre tímida y curiosa.

–¿Te… te habías planteado la posibilidad… de tener una relación conmigo? –inquirió, como si no pudiera creerlo.

Era obvio que la mera idea la halagaba, y aquello sorprendió a Cash. No había imaginado que Tippy pudiese sentirse atraída por él. Tenía que ser difícil para ella, con lo que le había pasado.

–Pero, después de lo que te ocurrió… –murmuró Cash.

Tippy dio un paso hacia él y sintió que le faltaba el aliento.

–Olvidas algo: tú eres policía.

–¿Y por eso no me tienes miedo? –inquirió él, notándose sin aliento como ella por su proximidad y el embriagador aroma floral de su perfume.

Tippy encogió nerviosa uno de sus perfectos hombros.

–Judd estuvo en los Texas Rangers y me sentía segura con él.

–¿Adónde quieres llegar, Tippy?

La joven se mordió el labio inferior, y sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor.

–No me siento exactamente… segura contigo. Haces que me sienta nerviosa… temblorosa. Es como si estuviese ardiendo por dentro. No hago más que pensar todo el tiempo en cuánto me gustaría tocarte, y me pregunto… me pregunto qué sentiría si me besaras –susurró.

Se habían quedado apartados del resto de los visitantes.

Cash no podía creer que Tippy hubiese dicho lo que había dicho, pero en sus ojos podía leerse también. Parecía que estuviese en trance.

Sus fuertes manos la agarraron por la cintura, atrayéndola hacia sí, y la escuchó aspirar con brusquedad. Bajó la vista a los carnosos labios de la joven y le dijo con voz ronca:

–A mí también me gustaría tocarte, Tippy. No sabes cuántas veces he imaginado el tacto sedoso de tu piel contra mi pecho –le confesó, acariciándole con los pulgares la curva exterior de los senos. Mientras hablaba, inclinó la cabeza, dejando sus labios a sólo unos centímetros de los de ella, y Tippy pudo sentir su aliento cálido y mentolado–, o cuántas veces me he imaginado besándote, haciéndote abrir la boca, y saboreándote con la lengua.

Tippy emitió un gemido ahogado. Temblorosa, apoyó la frente en su tórax mientras intentaba volver a respirar con normalidad.

–Cash… –jadeó, clavándole las uñas en el pecho.

Los pulgares de Cash se volvieron más insistentes. El deseo estaba inundándolo como la repentina crecida de un río, y notó cómo su cuerpo se tensaba y empezaba a perder el control sobre sí mismo. Iba a dar un paso atrás, pero en ese instante Tippy movió ligeramente las caderas, y sintió un latigazo de placer que lo hizo estremecer.

La joven alzó la vista, sorprendida por esa reacción inmediata de su cuerpo. Sabía por qué a los hombres les ocurría aquello, pero hasta ese momento siempre le había resultado repugnante. En ese momento, en cambio, le pareció algo fascinante, maravilloso. Sus labios se entreabrieron mientras se miraba en sus ojos tormentosos. ¡La deseaba!

Se frotó contra él de nuevo, ansiosa por darle placer, pero las manos de Cash bajaron a sus caderas, agarrándolas con brusquedad.

–Si vuelves a hacer eso –masculló–, vamos a acabar convirtiéndonos en el centro de las miradas de toda esta gente.

–¿Eh? ¡Oh…! –murmuró ella, tragando saliva al comprender.

Miró azorada en derredor, pero por fortuna nadie parecía estar observándolos.

Cash la apartó de sí y se irguió, recitando mentalmente las tablas de multiplicar para apartarla también de sus pensamientos. El estado de excitación en que Tippy lo había puesto, por mucho tiempo que llevase sin tener relaciones, le resultaba inquietante.

La joven estaba igualmente confundida. En cuestión de segundos había pasado de la aprehensión a la más apasionada expectación y, de pronto, lo único en lo que podía pensar era en una cama, con Cash tumbado en ella. Casi podía imaginar su cuerpo musculoso completamente desnudo…

Gimió levemente con la cabeza aún gacha. Se sentía incapaz de mirarlo a los ojos.

Cash no pudo contenerse, y una suave risa escapó de su garganta, tensa todavía por el deseo. Tippy era como un libro abierto. Era halagador saber que podía excitarla con unas caricias tan inocentes. Tippy también lo excitaba, pero no se fiaba de ella. ¿O sí? Hasta entonces nunca le había hablado a nadie de su esposa.

Manteniendo una discreta distancia entre ambos, Tippy subió sus bonitas y cuidadas manos al frontal de la camisa de Cash, y apretó vacilante las palmas contra él. No se atrevía a alzar la vista. Nunca se había sentido tan insegura, tan tímida… y nunca se había sentido tan feliz, ni tan… excitada.

Las grandes manos de Cash le rodearon la estrecha cintura, y permanecieron así un buen rato. La gente a su alrededor se movía, hablaba, se reía… pero Tippy y él estaban en su propio mundo. No recordaba haber experimentado nada similar en toda su vida.

–Podría acabar haciéndote daño –masculló irritado consigo mismo–. Y no me refiero a físicamente: soy demasiado independiente, no me abro… me he vuelto… casi incapaz de experimentar emoción alguna.

Parecía tan vulnerable… Fascinada, Tippy alzó el rostro, y cuando sus ojos verdes se encontraron con los turbulentos ojos negros de él, se estremeció por dentro como si hubiese sido alcanzada por un rayo, dejando escapar un gemido ahogado.

–Pero es que yo… estoy sintiendo cosas que no había imaginado que pudiera sentir jamás.

Las manos de Cash, aún en torno a su cintura, dieron una pequeña sacudida. Apretó los dientes.

–¿No te das cuenta de que permitir esto sería un suicidio? –le dijo con aspereza.

Recordando una frase de un libro, los ojos de Tippy se iluminaron, y le susurró divertida:

–Bueno, ¿acaso quieres vivir eternamente?

Aquello disipó la tensión, y Cash se echó a reír. El rostro de la joven irradiaba felicidad.

–Hasta hace sólo unos días no sabía si podría tener una relación con un hombre después de lo que me pasó –le confesó quedamente–, pero estoy casi segura de que contigo sí que podría. ¡Sé que podría, Cash!

Él la miró con la misma fascinación con que lo había mirado ella un momento antes. Escrutó en silencio sus facciones, y al cabo de un rato le preguntó:

–¿Con qué fin, Tippy?

–¿Fin? –repitió ella sin comprender.

No podía pensar; se notaba todo el cuerpo dolorido de deseo.

El pecho de Cash subió y bajó en un profundo suspiro.

–No quiero volver a casarme –le dijo en un tono inexpresivo–. Y no hay vuelta de hoja.

Tippy abrió mucho los ojos al darse cuenta de lo que, sin pretenderlo, habían insinuado sus palabras. Al menos fue capaz de reaccionar rápido y aplicar el ingenio para evitar ponerse aún más en evidencia.

–Oye, oye… Espera un momento, amiguito –le dijo–. Eso no era una proposición de matrimonio. ¡Si apenas te conozco! ¿Sabes cocinar y limpiar?, ¿sabes llevar las cuentas?, ¿y zurcir un calcetín? Por no hablar de hacer la compra…, ¡porque sería incapaz de considerar seriamente la posibilidad de casarme con un hombre que no sepa hacer la compra!

Cash parpadeó a propósito dos veces, y se puso una mano tras la oreja a modo de bocina.

–¿Podrías repetir lo que has dicho? –le pidió muy educado–. Tenía la cabeza en otra parte.

–Y aparte de todo eso –continuó ella sin echarle cuenta–, si algún día me caso, mi futuro marido tendrá que cumplir muchos otros requisitos, y siento decirlo, pero me temo que tú no tendrías ni la más mínima posibilidad. Así que no seas tan presuntuoso, Grier. Como mucho puedes considerarte en periodo de prueba.

Los ojos de Cash brillaron maliciosos.

–Bien –dijo insolente, encogiéndose de hombros.

Tippy se apartó de él, sacudiendo la cabeza.

–Te lo digo en serio: no vayas a pensarte que me tienes en el bote sólo porque haya accedido a salir contigo. Y recuerda que no estamos solos, así que más te vale no intentar nada.

Cash esbozó una sonrisa traviesa.

–Bien.

Tippy frunció el entrecejo.

–¿No sabes ninguna palabra de al menos dos sílabas?

La sonrisa maliciosa de Cash se hizo aún más amplia. Abrió la boca para contestar, pero Tippy lo interrumpió.

–¡Ni se te ocurra decirlo!

Cash enarcó las cejas.

–Seguramente tampoco creerás en el poder de leer la mente de las personas, pero acabo de leer la tuya, y si fuera tu madre te lavaría la boca con jabón.

Esa referencia a su madre borró la sonrisa de los labios de Cash, y se le mudó la expresión.

–Lo siento –murmuró Tippy, contrayendo el rostro–. Lo siento mucho, Cash. No debería haber dicho eso.

Él frunció el ceño.

–¿Por qué?

Tippy rehuyó su mirada y fue junto a un esqueleto pequeño que había expuesto en una vitrina.

–Sé… lo de tu madre. Crissy me lo contó.

Cash se quedó callado un buen rato antes de volver a hablar.

–¿Cuándo?

–Aquel día… después de que me hicieras llorar –le confesó ella, no queriendo recordar aquello–. Me dijo que no era nada personal, que simplemente no te gustaban las modelos… y me explicó el porqué.

Cash hundió las manos en los bolsillos del pantalón, y de repente los dolorosos recuerdos del pasado le revolvieron las entrañas.

Tippy se volvió hacia él y lo miró.

–No puedes olvidarlo, ¿no es verdad? Ni siquiera después de todos estos años. El odio es como un ácido que te corroe por dentro, y la única persona a la que hace daño es a ti.

–Tú sin duda lo sabes bien –contestó él bruscamente.

–Pues sí, lo sé muy bien –repuso ella, sin sentirse ofendida–, porque sé lo que es odiar. Aquel malnacido me dio tal paliza que no podía siquiera defenderme. Sangraba, y tenía todo el cuerpo lleno de cardenales cuando me violó, una y otra vez… Yo gritaba, pidiendo ayuda, y mientras, mi propia madre… –tragó saliva y miró hacia otro lado.

Cash sentía ganas de vomitar mientras la escuchaba, y sólo podía imaginar lo horrible que aquello debía de haber sido para ella.

–Alguien debería haberlo matado –dijo en un tono desprovisto de emoción.

–El vecino de al lado era policía –respondió Tippy con voz ronca–. Siempre pensé que quizá fuera mi verdadero padre, por el modo en que se preocupaba por mí. Oyó mis gritos y vino corriendo. Fue una suerte que ésa fuera su noche libre. Arrestó a Stanton y a mi madre, y los mandaron a la cárcel. A mí me llevó a un centro de acogida. Fue muy amable conmigo –añadió tragando saliva de nuevo–, y la gente del centro también lo fue, pero yo sabía que mi madre acabaría saliendo de la cárcel y que encontrarían la manera de hacerme volver con ellos. Antes habría preferido la muerte, así que me escapé del centro de acogida.

–¿Y te buscaron? –inquirió él.

–Parece que sí, pero Cullen se había encargado de borrar mis huellas, y tenía suficiente dinero como para mantenerme a salvo. Cuando cumplí los catorce años se convirtió en mi tutor legal, y mi madre no era tan estúpida como para intentar apartarme de él. Cullen conocía a unos cuantos tipos «peligrosos» –añadió, dirigiéndole una sonrisa maliciosa. Él desde luego encajaba en aquella categoría–, como un amigo que se movía en los círculos mafiosos: Marcus Carrera. Ahora ya ha abandonado ese mundo, y tiene casinos en las Bahamas y en no sé cuántos sitios más. Por lo que sé, Cullen y él eran socios en algún tipo de negocio. Se ha reformado, como te digo, pero su reputación le sobra y le basta para disuadir a la mayoría de la gente de causarle problemas.

–Y no es homosexual, desde luego –farfulló Cash–. Lo conozco. Es un buen tipo… para ser un ex gángster, quiero decir.

–El caso es que Cullen le dijo a mi madre que si intentaba recuperar mi custodia tendría una pequeña charla con Marcus, y mi madre sabía quién era. Después de aquello me dejó tranquila, y desistió también de recuperar a Rory.

–¿Has vuelto a verla alguna vez?

Tippy cruzó los brazos sobre el pecho.

–No, no la veo, ni hablo con ella… sólo a través de mi abogado. Lo último que he sabido de ella es lo que te he contado: que se ha quedado sin blanca y pretende ir a la prensa amarilla para sacar dinero –le explicó alzando la vista hacia él–. Estoy empezando una nueva carrera, y no puedo permitir que manche mi nombre de esa manera. Podría afectarme negativamente, y perderlo todo… incluso a Rory… si saca a relucir el pasado. Lo peor es que ella no tiene nada que perder.

Corazones heridos - Un hombre inocente

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