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Una pregunta había comenzado a obsesionarme algún tiempo antes, desde que había cruzado la barrera del regreso a Reims. Esta se formularía de manera aún más clara y precisa en los días que siguieron a la tarde que pasé mirando fotos con mi madre, al día siguiente de las exequias de mi padre: “¿Por qué yo, que escribí tanto sobre los mecanismos de dominación, nunca escribí sobre la dominación social?”. Y también: “¿Por qué yo, que le otorgué tanta importancia al sentimiento de vergüenza en los procesos de sometimiento y subjetivación, no escribí casi nada sobre la vergüenza social?”. Incluso debería enunciar la pregunta en estos términos: “¿Por qué yo, que sentí tanta vergüenza social, tanta vergüenza del entorno del que provenía cuando me mudé a París y conocí a gente que venía de entornos sociales tan diferentes al mío, a quienes con frecuencia mentía más o menos sobre mis orígenes de clase, o frente a quienes me sentía profundamente incómodo de tener que confesar mis orígenes; por qué nunca se me ocurrió abordar este problema en un libro o un artículo?”. Formulémoslo de la siguiente manera: me fue más fácil escribir sobre la vergüenza sexual que sobre la vergüenza social. Como si, hoy en día, estudiar la constitución del sujeto inferiorizado y la constitución, concomitante, de la compleja relación que se establece entre el silencio de sí y la “confesión” de sí estuviera valorado y fuera valorizante, e incluso exigido por los cuadros políticos contemporáneos, cuando se trata de sexualidad, pero resultara mucho más difícil y no gozara de casi ningún sostén en las categorías del discurso público cuando se trata del origen social popular. Y quisiera entender el porqué. Huir a la gran ciudad, a la capital, para poder vivir su homosexualidad es un paso clásico y muy común en un joven gay. El capítulo que le dediqué a este fenómeno en Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay puede leerse —al igual que toda la primera parte del libro, en realidad— como una autobiografía convertida en análisis histórico y teórico o, si se lo prefiere, como un análisis histórico y teórico anclado en una experiencia personal.1 Pero la “autobiografía” es parcial. Y otro análisis histórico y teórico hubiese sido posible a partir de una mirada reflexiva sobre el camino que recorrí. Pues la decisión que tomé, a los veinte años, de abandonar la ciudad donde nací y pasé toda mi adolescencia para ir a vivir a París significó, al mismo tiempo, un cambio progresivo de entorno social. Y, en consecuencia, no sería exagerado afirmar que mi salida del placard sexual, el deseo de asumir y afirmar mi homosexualidad, coincidió, en mi recorrido personal, con el ingreso en lo que podría describir como un placard social, es decir, los condicionantes impuestos por otra forma de disimulación, otro tipo de personalidad disociada o de doble conciencia (con los mismos mecanismos, bien conocidos, del placard sexual: los subterfugios para confundir las pistas, los pocos amigos que saben y guardan el secreto, los diferentes registros de discurso en función de situaciones e interlocutores, el permanente control de uno mismo, de los gestos, la entonación, las expresiones, para no dejar que nada se trasluzca, para no traicionarse, etc.). Cuando empecé a escribir sobre la sumisión, luego de realizar algunos trabajos sobre el ámbito de la historia de las ideas —y en particular mis dos libros sobre Foucault—, quise basarme en mi pasado como gay y quise reflexionar sobre los mecanismos de inferiorización y “abyección” (cómo uno es “abyectado” por el mundo en el que vive) de quienes no actúan según las leyes de la normalidad sexual, y dejé de lado todo lo que en mí, en mi propia existencia, habría podido, habría debido, de la misma manera, conducirme a orientar mi mirada hacia las relaciones de clase, la dominación de clase y los procesos de subjetivación en términos de pertenencia social e inferiorización de las clases populares. No obstante, es cierto que no dejé de lado estas cuestiones en Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay, en Una moral de lo minoritario o en Herejías. La ambición de dichos libros desborda ampliamente el marco de análisis que se les dio. En ellos quise bosquejar una antropología de la vergüenza y, a partir de allí, construir una teoría de la dominación y la resistencia, del sometimiento y la subjetivación. Probablemente fue por eso que, en Una moral de lo minoritario —cuyo subtítulo es Variaciones sobre un tema de Jean Genet—, no dejo de acercar las elaboraciones teóricas de Genet, Jouhandeau y algunos otros autores sobre la inferiorización sexual a las de Bourdieu sobre la inferiorización social, o a las de Fanon, Baldwin y Chamoiseau sobre la inferiorización racial y colonial. No es por ello menos cierto que tales dimensiones sólo intervienen a lo largo de mis demostraciones como parámetros en un esfuerzo para entender lo que representa y conlleva el hecho de pertenecer a una minoría sexual. Apliqué enfoques producidos en otros contextos e intenté extender el alcance de mis análisis, pero no dejan de ser elementos secundarios, suplementos (que valen algunas veces de sostén y otras de extensión). Como lo señalé en el prefacio de la edición en inglés de Identidades…, quise transponer la noción de habitus de clase, acuñada por Pierre Bourdieu, a la cuestión de los habitus sexuales: ¿los modos de incorporar estructuras de orden sexual producen habitus sexuales, así como las formas de incorporar estructuras de orden social producen habitus de clase? Y, si bien todo intento de aportar respuestas a un problema como este debe enfrentarse evidentemente a la cuestión de la articulación entre los habitus sexuales y los habitus de clase, mi libro se centraba en la subjetivación sexual y no en la subjetivación social.2

Cuando volví a Reims, me vi confrontado con esta pregunta, insistente y rechazada (al menos ampliamente rechazada tanto en mis escritos como en mi vida): tomando como punto de partida de mi razonamiento teórico —e instalando pues como marco para pensarme a mí mismo, pensar mi pasado y mi presente— la idea, aparentemente evidente, de que la ruptura total con mi familia podía explicarse a través de mi homosexualidad, a través de la homofobia innata de mi padre y del medio en el que había vivido, ¿no me estaba dando, al mismo tiempo —y tan profundamente verdaderas como fue posible—, nobles e incontestables razones para no pensar que también se trataba de una ruptura de clase con mi entorno de origen?

Cuando, en un momento de mi vida, hice el típico recorrido del gay que va a la ciudad, se inscribe en nuevas redes de sociabilidad, se conoce a sí mismo como gay al descubrir el mundo gay y se inventa como gay a partir de ese descubrimiento, estaba haciendo, al mismo tiempo, otro recorrido, esta vez, social: el itinerario de los que comúnmente se denominan “tránsfugas de clase”. Y fui, sin dudarlo, un “tránsfuga”, cuya preocupación, más o menos permanente, más o menos consciente, fue establecer una distancia con su clase de origen, escapar al entorno social de su infancia y adolescencia.

Desde luego, seguía siendo solidario con el que había sido el mundo de mi niñez, en la medida en que nunca llegué a compartir los valores de la clase dominante. Siempre sentí disgusto, incluso odio, cuando oía hablar a mi alrededor con desprecio o desfachatez de la gente del pueblo, su modo de vida, sus maneras de ser. Después de todo, era el lugar del que venía. Y también siento un odio inmediato frente a la hostilidad que los ricachones y los nuevos ricos expresan permanentemente respecto de los movimientos sociales, las huelgas, las protestas y las resistencias populares. A pesar de todos los esfuerzos, subsisten algunos reflejos de clase y, en particular, los esfuerzos para transformarse a sí mismo, por medio de los cuales uno buscó desvincularse del entorno de origen. Y si bien más de una vez me dejé llevar en mi vida cotidiana por miradas y juicios precipitados, que resultaban de una percepción del mundo y de los otros tallada por lo que hay que llamar “racismo de clase”, la mayor parte del tiempo, mis reacciones se parecen a las de Antoine Bloyé, el personaje con el que Nizan plasmó el retrato de su padre, antiguo obrero devenido burgués. Los propósitos peyorativos sobre la clase obrera, expresados por la gente que este frecuenta en su vida adulta y que constituye el entorno al que pasó a pertenecer, le llegan como si, al apuntar a su antiguo entorno, le estuvieran apuntando a él mismo: “¿Cómo compartir sus declaraciones sin ser infiel a la propia infancia?”.3 Cada vez que, tomando parte en juicios despreciativos, era “infiel” a mi infancia, tarde o temprano siempre aparecía en mi interior un sutil remordimiento.

Y, sin embargo, qué grande era la distancia que me separaba de ese universo que había sido el mío y del que, con la energía de la desesperación, había querido dejar de formar parte. Debo confesar que, si bien siempre me sentí próximo y solidario con las luchas populares y siempre fui fiel a los valores políticos y emocionales que me hacen vibrar cuando veo un documental sobre las grandes huelgas de 1936 o 1968, muy en el fondo experimentaba un rechazo por el medio obrero tal cual es. La “clase movilizada” o que se percibe como capaz de movilizarse y que, por lo tanto, se idealiza, e incluso glorifica, difiere de los individuos que la componen (o que la componen potencialmente). Y yo odiaba cada vez más los encuentros cercanos con quienes constituían —constituyen— las clases populares. En mis primeros tiempos en París, cuando seguía yendo a ver a mis padres, que aún vivían en Reims, en la misma cité hlm4 en que había pasado toda mi adolescencia —y que sólo dejarían para instalarse en Muizon, muchos años después—, o cuando almorzaba con ellos el domingo, en casa de mi abuela que vivía en París, a quien visitaban de vez en cuando, un malestar difícil de identificar y describir se apoderaba de mí frente a maneras de hablar y formas de ser tan diferentes a las de los círculos en los que me desenvolvía en esa época, frente a preocupaciones tan alejadas de las mías, frente a conversaciones donde se daba rienda suelta a un racismo primario y obsesivo, sin que estuviera muy claro por qué o cómo, cualquiera fuera el tema que abordábamos, nos llevaba ineluctablemente a él, etc. Para mí, era un castigo que se volvía cada vez más insoportable a medida que me iba convirtiendo en otra persona. Reconocí con exactitud lo que había vivido en ese entonces en los libros que Annie Ernaux escribió sobre sus padres y la “distancia de clase” que la separaba de ellos. Ella evoca de manera fantástica el malestar que se siente al volver a casa de los padres luego de haber abandonado, no sólo la vivienda familiar, sino también la familia y el mundo, a los cuales, a pesar de todo, uno sigue perteneciendo, y esa desconcertante sensación de estar, a la vez, en casa y en un universo extraño.5

Para ser franco, en lo que me concierne, luego de algunos años, se volvió una tarea casi imposible de cumplir.

Dos recorridos, entonces. Imbricados uno en el otro. Dos trayectorias interdependientes de reinvención de mí mismo: una, respecto del orden sexual, y la otra, respecto del orden social. Sin embargo, cuando tuve que escribir, fue la primera la que decidí analizar, la que se relaciona con la opresión sexual, y no la segunda, la que se relaciona con la dominación social, replicando así —quizás—, a través del gesto de la escritura teórica, lo que había sido una traición existencial. Y fue de ese modo como adopté un tipo de implicación personal del sujeto que escribe en lo que escribe, más que otro, e incluso casi excluyendo otro. Dicha elección no sólo constituyó una manera de definirme y subjetivarme en el tiempo presente, sino también una elección de mi pasado, del niño y adolescente que fui: un niño gay, un adolescente gay y no un hijo de obreros. Y así y todo…

1 Véase Didier Eribon, Réflexions sur la question gay, París, Fayard, 1999 [trad. esp.: Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay, Barcelona, Bellaterra, 2000].

2 Publiqué la versión en francés de este prefacio en mi antología intitulada Hérésies. Essais sur la théorie de la sexualité, París, Fayard, 2003 [trad. esp.: Herejías. Ensayos sobre la teoría de la sexualidad, traducción de José Miguel Marcén, Barcelona, Bellaterra, 2004]. Para su versión en inglés, véase Insult and the Making of the Gay Self, Durham, Duke University Press, 2004.

3 Paul Nizan, Antoine Bloyé [1933], París, Grasset, col. Les cahiers rouges, 2005, pp. 207-209.

4 Las “cités hlm” o simplemente “cités” son barrios que surgieron en Francia en los años sesenta como respuesta a la crisis de la vivienda. Están conformados por grupos de edificios que pertenecen a organismos estatales y cuyos departamentos se alquilan a bajo costo a familias de pocos recursos. [N. de la T.]

5 Annie Ernaux, La Place, París, Gallimard, 1983 [trad. esp.: El lugar, Barcelona, Tusquets, 2002]; Une femme, París, Gallimard, 1987 [trad. esp.: Una mujer, Barcelona, Planeta, 1993]; y La Honte, París, Gallimard, 1997 [trad. esp.: La vergüenza, Barcelona, Tusquets, 1999].

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