Читать книгу El peronismo de Cristina - Diego Genoud - Страница 10
ОглавлениеLo estuvo buscando durante más de diez años entre los escombros del primer kirchnerismo. Lo vio primero en Daniel Scioli, lo advirtió después en Sergio Massa y lo intentó finalmente con Florencio Randazzo. En los tres casos, invirtió energía, perdió tiempo y se dejó llevar por el rencor. Operador astuto y sin votos, con un notorio ejercicio del poder incluso desde el margen, Alberto Fernández buceaba entre los resentidos con Cristina Fernández de Kirchner con la misión de encontrar un candidato que la convirtiera en pasado, definitivamente. Lo hizo durante demasiado tiempo con una dedicación indudable hasta que, a fines de 2017, el triunfo legislativo de Mauricio Macri en todo el país lo obligó a cambiar. El exjefe de Gabinete se hartó de ser uno más en la vidriera de los políticos testimoniales, diluido en los marcos de un pejotismo estéril, y comenzó a desandar un camino que lo llevó de regreso al origen.
Entre pragmático y poco idealista, se resignó a las evidencias de un mapa astillado en el cual, sin embargo, distinguía una isla de legitimidad en torno a la expresidenta. Decidió insistir a su manera en que el peronismo del futuro no tenía mucho para inventar y solo podía nacer de una reconstrucción de sus pedazos. Visto desde el presente, la larga década perdida de Fernández alrededor de proyectos más o menos ambiciosos y frustrados no fue en vano. Se trató de un largo tiempo de maduración en el error que al exjefe de Gabinete le sirvió: solo después de completar la vuelta al pequeño mundo de los candidateables pudo ver con mayor perspectiva. El nombre de la victoria no podía ser un menemista pleno como el primer Scioli, un marketinero de la mano dura como Massa, ni un envenenado en el resentimiento como Randazzo. No podía ser tampoco alguien que rechazara en bloque la estela de los largos años kirchneristas, que no hubiera sentido en el cuerpo la experiencia física de estar haciendo historia, algo que él mismo había vivido en el amanecer de un proyecto que creyó refundacional. Lo viejo, pareció entender Fernández a fuerza de fracasos, vivía en las opciones que se presentaban como lo nuevo sin sustento y las condicionaba hasta volverlas estériles.
Lo que Fernández buscaba, así lo decía, era el “eslabón perdido” que unía al kirchnerismo con el peronismo. No era apenas una suma de dirigentes desperdigados, ni de corrientes de opinión, ni una mera repetición: era también una nueva resultante para salir del estancamiento. Después de haber vivido las etapas intensas del menemismo y el kirchnerismo como ciclos en los que el peronismo se adaptó –tal vez, con sabia mansedumbre– a una época global, los epígonos de Perón debían alumbrar una nueva era. Esta vez, sin embargo, las coordenadas del ensayo por venir aparecían mucho más difusas, un límite elocuente que debería padecer en el poder el elegido para la nueva etapa.
En más de una entrevista de esas que dio y nadie recuerda, el profesor de Derecho Penal de la UBA llegó a decir que el nombre de esa síntesis podía ser Scioli. Corría el lejano 2012, Fernández ya no tenía nada que ver con CFK y el rencor entre los dos parecía eterno. Mientras el exjefe de Gabinete era un invitado repetido hasta el hartazgo en los programas de TN y se mostraba cerca del entonces gobernador bonaerense, Horacio Verbitsky lo fulminaba en Página/12 como un “Sancho sin Quijote” que operaba desde el Hotel Faena con los empresarios Héctor Magnetto y Mario Montoto para posicionar al exmotonauta como candidato a presidente. Justo lo que finalmente hizo Cristina a puro dedazo, cuando ya Fernández estaba afincado en el comando de campaña de Massa.
Después de 2015, Alberto decidió tomar distancia del exintendente de Tigre y cruzó un límite que el líder del Frente Renovador consideraba una herejía: fue a visitar a Milagro Sala en la cárcel de Alto Comedero, en la víspera del Año Nuevo de 2016. Más tarde, se acercó al renegado Randazzo, aunque seguía en realidad buscando lo mismo de manera equivocada: esa ventana para abrir a la unidad perdida. En 2018, después de una nueva derrota que igualó en la impotencia a las distintas facciones del peronismo opositor, Fernández empezó a decir con una convicción escasa que Felipe Solá podía ser la piedra movediza que abriera a la confluencia de la victoria. Le duró poco. “Mi tesis era que Felipe, en la hipótesis de que Cristina no fuera, podía ser lo que yo llamo el eslabón perdido entre el peronismo y el kirchnerismo. Pero eso exige gestos que él no hace con respecto al kirchnerismo, sobre todo en el tema de la corrupción. El viejo problema de Felipe, siempre solo, nunca construyendo, siempre esperando a que le toquen el timbre, vení vos que te toca. Toda su carrera la hizo así”, le dijo Fernández a un hombre de su máxima confianza, un mes antes de que la expresidenta lo eligiera a él como candidato.
En septiembre de 2018, Alberto había sido testigo de un encuentro en el Instituto Patria entre Solá y Cristina del que el exgobernador no había logrado salir airoso. La expresidenta había sorprendido al actual canciller con una pregunta letal, que no cualquiera habría podido responder: “¿Y vos para qué querés ser presidente con este quilombo?”. En un gesto que no era fácil de descifrar, Alberto les contaba la escena a sus íntimos. O pensaba que Cristina exhibía las mejores credenciales para volver a pelear por el sillón principal de la Casa Rosada o jugaba con la idea de que otro nombre pudiera irrumpir, sin que nadie lo imaginara. En su razonamiento permanente, Fernández dejaba abierta esa posibilidad para cualquiera. “Si ella no va, todos tienen chances. Sin el semidiós, estamos en una discusión entre mortales”, decía. Esa tabla rasa de pretendientes del poder, en la que nadie se destacaba como para considerarse número puesto, podía darle una chance incluso a un peronista porteño que jamás había ganado nada y tenía un puñado de antecedentes grises como candidato.
Con dolor, el propio Solá reconocía en sus conversaciones privadas el cortocircuito persistente que lo alejaba de su mayor ambición. Algo le faltaba para llegar a la expresidenta. Algo que también le había faltado con Kirchner. O algo que quizá no faltaba, sino que sobraba. Hace más de diez años yo mismo fui testigo de cómo Kirchner le hacía a Magdalena Solá, la hermana de Felipe que vive en Mar del Plata, otra pregunta retórica de esas que no tienen respuesta favorable. Mientras la tomaba del brazo, en la recorrida por un hotel que acababa de inaugurar Hugo Moyano en La Feliz, el todavía presidente le preguntaba por qué “malcriaban” tanto los Solá al entonces gobernador. Así lo veía Kirchner a Felipe. El trato con Fernández, en cambio, era muy distinto: Alberto había entrado al corazón del matrimonio Kirchner y su rol se había convertido en esencial para la toma de decisiones. Según recuerda Rafael Bielsa, al santacruceño le había dolido la partida de Fernández, no tanto por su volumen político, que lo tenía, sino por la confianza que habían depositado en él. A Cristina, en cambio, la pérdida le pegaba doble. Lamentaba más la renuncia del jefe de Gabinete que había exigido como condición para asumir el desafío de ser candidata a presidente y que se había ido, en un escenario impensado, apenas ocho meses después de que iniciara su mandato. Mientras le facturaba la deserción, sentía su ausencia en la gestión.
Más allá de la chicana, la pregunta de CFK a Solá era crucial. No solo valía para quienes se le acercaban en busca de una carambola que les abriera la puerta de la Historia. Corría para ella misma, después de ser dos veces presidenta, de perder las últimas tres elecciones con su espacio y de conservar un caudal de votos que, aunque resistía hasta el ácido nítrico, resultaba insuficiente. Administrar la carencia con la soja a mitad de precio, la deuda como guillotina y una oposición encarnizada podía resultar tan ingrato como el futuro entre rejas que le deseaban sus obsesivos detractores. Más fácil era ceder su capital a un delegado de confianza que garantizara un pacto de convivencia y se hiciera cargo de las enormes dificultades que se advertían en el horizonte.
“Tenelo presente, quiere ser presidente”
Más allá de las diferencias, Fernández y Solá eran dos políticos con características similares en el mosaico de un peronismo en el que la renovación no emergía con la fuerza de los años ochenta. Los dos eran dueños de una larga experiencia, con una ambición de poder indisimulable, una pretensión de trascender y un techo político asfixiante, producto de una coyuntura que los desbordaba. En el subibaja de la historia, sus trayectorias se cruzaban.
Felipe tenía el plus de haber gobernado una provincia inviable y solo se había quedado sin reelección por decisión de un Kirchner que eligió hacerle pagar los platos rotos de una derrota ajena. El exsecretario de Agricultura de Menem pensó en ser candidato a presidente por primera vez en 2008, cuando el conflicto con el campo lo puso en la cima de su carrera y se convirtió en uno de los mejores expositores contra la Resolución 125. Cuando Solá estaba en la cúspide, Fernández saltaba por los aires como el fusible más expuesto de la crisis intestina en el gobierno. Los años que siguieron los mantuvieron en la vereda de los críticos, lejos del poder, y también cometiendo errores, como el que reconoce el exgobernador: haber sido socio de Macri en 2009 en una alianza sin perspectivas que, sin embargo, le sirvió al egresado del Cardenal Newman para derrotar a Kirchner de la mano de Francisco de Narváez. A partir de 2015, los caminos de uno y otro volverían a cruzarse. Mientras Felipe comenzó a alejarse de Massa y acercar posiciones con el kirchnerismo, Fernández reincidió en un proyecto de lo más verde con Randazzo. Mientras Solá hizo un esfuerzo extraordinario para volcar su historia política en un libro, Peronismo, pampa y peligro, Fernández volvió a charlar con su amiga Cristina. Pese a sus diferencias, había algo fuerte que los unía. Fernández tenía a Solá como uno de los candidatos que exhibía el Grupo UMET, en el que se codeaba con Agustín Rossi, Daniel Arroyo, Fernando “Chino” Navarro, Daniel Filmus y Víctor Santa María. En esa alfombra, que tenía el récord de presidenciables sin chances por metro cuadrado, estaba el propio Alberto, el único que lo pensaba pero no podía ni decirlo. El hombre de la convergencia hacía falta, pero no aparecía. En ese viaje interminable por los hoteles y restaurantes donde opera el PJ, quizá sin saberlo plenamente, Fernández hablaba del eslabón perdido y se buscaba a sí mismo. Otra vez, al lado de Cristina.
La expresidenta lo descubrió. Pero no fue la única. El grupo del albertismo porteño también lo advirtió. Corría febrero de 2018 cuando Jorge Argüello compartió en el chat de una dirigencia experimentada y cesante que era hora de sacar a Fernández de su rol de operador y vocero para transformarlo en algo más. Peronistas curtidos en el fuego del menemismo y el kirchnerismo, albertistas del corazón, la mayoría con su destino atado a las chances del exjefe de Gabinete, todos hubieran embargado sus bienes con tal de que Alberto tuviera chances de ser lo que el exembajador en Washington fabulaba para el fernandismo de WhatsApp: “Vamos a tener que hacerlo presidente”, escribió. Lo leyeron, entre el cinismo y la ilusión, Julio Vitobello, Eduardo Valdés, Alberto Iribarne, Guillermo Oliveri, Claudio Ferreño, Carlos Montero y el único radical aceptado, Miguel Pesce.
Poco tiempo después, Oliveri me avisó de un plan que sonaba disparatado. “Tenelo presente, quiere ser presidente”, me dijo. No se podía contar. No porque estuviera prohibido o porque hubiera plata para callar, de la que hay tanta. La razón era más sencilla: decir que Fernández se anotaba a sí mismo en esa lista aspiracional del PJ no cumplía los requisitos mínimos de posibilidad. Como Miguel Ángel Pichetto, al otro extremo del peronismo, Fernández era un actor del poder, sabía moverse en las sombras y era ágil para tomar decisiones, pero anotarlo en una carrera por los votos resultaba inverosímil. Para el periodismo del rubro, tan acostumbrado a leer la política con los ojos de lo previsible, sonaba entre ridículo e inviable, mucho más cuando se insinuaba desde la intemperie y sin recursos de ningún tipo. Como fuente inagotable de declaraciones, Alberto había sido útil a los medios antikirchneristas durante una década, pero ya no medía. Cansaba. Había agotado todo su capital externo y, sin capacidad de generar algo nuevo, se había quedado sin crédito. Los editores de diarios y portales, que más tarde competirían por cubrir hasta el más nimio de sus movimientos, se hermanaban en la queja: “¡Otra vez Alberto Fernández! Matémoslo”. Publicar el vaticinio de Argüello era casi imposible. Pero puertas adentro, el plan tenía entidad.
Amigo de Fernández desde la Facultad de Derecho, Argüello compartía con el exjefe de Gabinete una militancia común que había crecido en la fina sintonía de los años menemistas. En busca de una alternativa al proyecto personal del riojano, los dos se movían en la extraña directriz que unía a Domingo Cavallo con Eduardo Duhalde. Ya en 1999, hace más de dos décadas, el actual embajador en los Estados Unidos había sido el primero en ver en el entonces vicepresidente del Grupo Bapro condiciones para rendir en el terreno electoral. Lo que nadie advertía, Argüello lo adivinaba detrás de algunas características singulares de su amigo. Fernández lo acompañó en su aventura como precandidato a jefe de Gobierno porteño en una interna olvidada del PJ que perdieron contra una de las dos listas menemistas, la que encabezaba Raúl Granillo Ocampo. Salieron terceros cómodos detrás de Granillo, que respondía a Carlos Corach y se quedó con doce circunscripciones, y del menemista Pacho O’Donnell, que ganó en once. La alianza Argüello-Fernández logró la victoria en cinco: su mejor resultado fue en la circunscripción 17, pleno Palermo.
Salvo por su puesto décimo primero como candidato a legislador porteño, al año siguiente, en la lista de la alianza del partido de Cavallo –Acción por la República– con Gustavo Beliz, aquel fue el único antecedente electoral en el que Fernández tuvo algún protagonismo. Ya Alejandro Dolina y Litto Nebbia hacían campaña por ese peronismo de la Capital tan acostumbrado a sufrir. Ya Argüello veía que Fernández podía ser candidato a algo, ya convocaban al periodismo en Puerto Madero, ya empezaban a ejercitarse en la gimnasia de la derrota.
“Ponelo a Alberto”
En mayo de 2018, Juan Manuel Olmos fue a visitar a un encuestador de los que trabajan de manera permanente para el peronismo. La corrida al dólar comenzaba a mostrar con claridad los límites del ensayo de poder de Macri, los mercados dejaban de financiar el gradualismo amarillo y el Círculo Rojo entraba en pánico. Se activaron de repente los bordes irregulares del PJ, que hasta unos meses antes preveían un Macri reelecto y aplazaban la gran disputa interna hacia 2023. Cristina seguía siendo la única candidata con capacidad para ir a pelear contra el egresado del Cardenal Newman, pero venía de morder el polvo con el vidalismo en la provincia de Buenos Aires y permanecía en un segundo plano. A la oposición de origen pejotista le sobraban postulantes que no superaban el 5% de la intención de votos. Sin embargo, Olmos no era cualquier peronista. Peso pesado del PJ porteño, exlegislador, exdirector de la Corporación Antiguo Puerto Madero y expresidente del Consejo de la Magistratura, Olmos asentaba su poder en cuatro patas: una base territorial en un distrito esquivo, un bloque en la legislatura, influencia decisiva en la justicia y relación intensa con el mundo de los negocios. Con esos pergaminos, un nivel de vida envidiable y un vínculo de lo más estrecho con el macrismo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), el dirigente que hacía muy poco se había reconciliado con Fernández en un restaurante de Puerto Madero le pidió al encuestador que midiera en distintos escenarios a un amplio abanico de dirigentes que corrían en busca de posicionarse hacia 2019. En un mapa opositor que Cristina gobernaba a manera de eclipse sobre cualquier pretendiente, todos partirían en el estudio de opinión de un supuesto fundamental: cada uno de ellos tendría el imaginario aval de la expresidenta, la dueña del mayor capital electoral que, de manera milagrosa, se retiraría de la contienda y donaría sus acciones, en forma desinteresada.
La lista era de lo más chata y previsible. Figuraban Agustín Rossi, Felipe Solá, Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Juan Schiaretti, Alberto Rodríguez Saá y alguno más. Era un trabajo de rutina más, de los tantos que se encargan para matar la ansiedad mientras la pelota está en el aire y la escena no termina de configurarse. Hasta que Olmos sorprendió al encuestador amigo con cuatro palabras que sonaron a chiste.
–Ponelo a Alberto Fernández –pidió el peso pesado del PJ.
–¿A Alberto? ¿Para qué? –respondió el consultor, entre enojado y sorprendido.
–Ponelo, que es amigo.
–Ok –le dijo el contratado a su interlocutor habitual, con la resignación de un profesional.
Se entendía. No había lógica política en el pedido. Apenas la amistad entre un cliente y un político sin votos que podía pasar inadvertido en una lista de dirigentes pretenciosos y con recursos propios. El peronismo de la ciudad, eterna fuerza vapuleada en la zona franca que había criado a Macri como político, era su principal promotor. Señalado como mariscal de la derrota por miembros del viejo gabinete de Kirchner como Julio de Vido, Fernández se había cansado de perder elecciones ante el PRO como jefe de campaña de Rafael Bielsa y Daniel Filmus. Para la carrera electoral que estaba empezando, no tenía ninguna ventaja. Salvo lo más importante: su cercanía, renovada y decisiva, con Cristina.
“Cristina se caga de risa”
Con un razonamiento difícil de discutir, en busca de reconciliarse con el poder, Fernández era el nuevo visitante que tocaba timbre en el Instituto Patria. El exjefe de Gabinete reconocía el liderazgo de la expresidenta como el único fuerte dentro del peronismo y en la oposición. Repetía que la polarización planteaba un escenario inicial de paridad en el que Cristina sola era capaz de reunir un piso de adhesiones del 35% y se enfrentaba a un continente similar, el de los treinta y cinco puntos que para Fernández “siempre tuvo” el antiperonismo. De acuerdo con las matemáticas que ensayaba en su departamento alquilado de Puerto Madero, fuera de los convencidos, quedaban poco más de veinte puntos para dividir entre los dos polos dominantes. “Lo que estamos discutiendo es quién tiene esos veinte puntos y ocho son de Massa”, repetía.
Después de años de vapulear al deplorable cristinismo final, el exjefe de Gabinete había hecho un viraje sorprendente, a fuerza de frustraciones y convencido de que Macri representaba un daño enorme para el peronismo y para la sociedad. En julio de 2018, un año antes de ser candidato a presidente, Fernández le decía a cada dirigente que visitaba: “Hagan cualquier alquimia, pero ella está en treinta y cinco o cuarenta puntos y sacando mucha ventaja sobre el segundo. Después, no sé si ella querrá”.
El propio Fernández me lo dijo en alguna de las charlas que tuvimos, en un ejercicio que desafiaba a díscolos e indecisos dentro del peronismo: “Si vos admitís que hay una sociedad partida en dos, tenés que elegir en qué mitad querés estar”.
El año 2019 fue el de la confirmación. En su rol de operador y vocero, Alberto comenzó a recorrer el país en nombre de CFK. Alejado durante una década de los actos multitudinarios, apartado de la gran disputa, el exjefe de Gabinete volvía a conectar con la línea de alta tensión del poder real. Ya en abril, el recuperado amigo de Cristina no salía de su asombro. “En el interior, vienen en malón. La gente ya eligió quién es el opositor a Macri y la votan a Cristina. Escondida, procesada, cagada a palos, allanada cuarenta veces, ella es la única que en el último año crece y el crecimiento es mucho más acelerado. La unidad la está generando la gente”, le dijo a un gobernador patagónico en una visita a su provincia. Su relato descarnado le daba cero chances a la ronda infinita de dirigentes que pretendían colgarse el traje de candidato, con visitas a programas de televisión, entrevistas en diarios y despliegue de pauta publicitaria. Para Fernández, eran perros que se mordían la cola. “¿Qué tienen? Nada. Es todo un invento de los medios. Cristina se caga de risa”, decía.
El actual presidente estaba convencido de que el techo de la entonces senadora se había derrumbado gracias a la obra de Macri y que la polarización iba a beneficiar, como en 2015, al opositor de turno. Era un mérito que no le asignaba a CFK sino al fracaso económico del esposo de Juliana Awada. La crisis social, un índice de inflación que duplicaba al de los años kirchneristas, un ajuste interminable que no hacía más que profundizar la recesión, el derrumbe del poder adquisitivo, el aumento de la pobreza hacia el 40%, la cifra del desempleo otra vez por encima de los dos dígitos, el cierre de pequeñas y medianas empresas; la lista de perdedores era inagotable. De acuerdo con su cálculo electoral, Macri iba camino a una derrota inapelable ante cualquier opositor que terminara como candidato. “Cualquiera que lo enfrente le gana”, repetía. Su razonamiento estaba en las antípodas del que traficaban, desde el corazón del poder, las usinas de Marcos Peña y Jaime Durán Barba. Para Fernández, Macri y su círculo de incondicionales no lograban advertir que, después de cuatro años, el candidato-presidente estaba exactamente en el lugar opuesto al que había ocupado cuando le ganó a Daniel Scioli. El escenario había girado ciento ochenta grados y el papel del villano ya no le tocaba a Cristina sino al propio Macri. Por eso, Alberto lo repetía, lo mejor que le podía pasar a la doctora era enfrentar al ingeniero en un mano a mano. Su confianza en el triunfo opositor era altísima y ni siquiera le preocupaba la candidatura de María Eugenia Vidal, el “Plan V” que el Círculo Rojo y la mitad de Cambiemos impulsaban para jubilar a Macri. “Me imagino un debate Vidal-Cristina –decía Fernández–. La primera pregunta de Cristina debería ser: ‘Perdóneme Vidal, ¿por qué está hoy usted acá? ¿Por qué no reelige Macri?’. Si el presidente no renueva pudiendo renovar, quiere decir que fracasó. Y cualquiera que lo reemplace está ahí para explicar el fracaso”, decía. De acuerdo con su interpretación, la gobernadora bonaerense estaba destinada a ocupar el sitio que le tocó a Eduardo Angeloz en 1989, después del final traumático de Alfonsín, y no tenía chance de salir airosa. Distinta le parecía la propuesta de su amigo Martín Lousteau para ir a un esquema más amplio del espacio antikirchnerista, que reuniera en una gran interna a la dirigencia de Cambiemos con Roberto Lavagna, Juan Manuel Urtubey y el peronismo anticristinista. Esa variante, que el exministro de Duhalde y Kirchner solo contemplaba si Macri salía de escena, estuvo lejos de prosperar. Sin embargo, Lousteau lo habló en más de una oportunidad, por separado, con el propio Macri y con Lavagna. Los dos se mostraron dispuestos a una competencia que no coincidía en sus términos. Mientras Macri insistía con su obsesión de competir, Lavagna pretendía enfrentar a Vidal. Para Fernández, un político cuyos contactos no reconocían fronteras partidarias, una candidatura de Lavagna al margen de una gran PASO solo podía robarle votos al presidente y hacerle un “enorme favor” a Cristina.
La aritmética impiadosa que Fernández dibujaba en el pizarrón del PJ apuntaba, sobre todo, a los caballeros sin votos de la mesa rectangular que habían hecho su lanzamiento desde el piso 21, en las oficinas del empresario Guillermo Seita. Para él, Massa, Urtubey, Schiaretti y Pichetto contaban con cero chance de prosperar de manera individual o colectiva en la confrontación con Macri y con CFK. “No tienen destino”, llegó a pronosticar. De acuerdo con un pensamiento que finalmente se confirmaría, la gran coartada del jefe de senadores del PJ, el supuesto respaldo de los gobernadores a su espacio, era una gran impostura que solo podía ser digerida en los almuerzos de un establishment que no quería volver atrás. Ese Fernández que había recuperado la confianza de su amiga apenas coincidía en un punto con los analistas del Círculo Rojo que militaban por la consigna de un macrismo competitivo: en la provincia de Buenos Aires estaba la mayor fortaleza de la senadora. Ahí, CFK medía como candidata a presidenta nada menos que cuarenta puntos y duplicaba a Macri, que apenas cosechaba veinte. Quedaban diez puntos que las encuestas de Roberto Bacman y Hugo Haime le marcaban en rojo: los que reunía el zigzagueante Massa, aun debilitado y sin salida. El exintendente de Tigre era la obsesión del profesor de Derecho Penal, el único al que consideraba valioso de cara a una hipotética construcción en torno a la expresidenta. Sin embargo, Fernández iba a una negociación asimétrica con el ambicioso dirigente, que había sido su jefe en el Frente Renovador pero ahora padecía un éxodo permanente dentro de sus propias filas. Veía a Massa desorientado, en busca de consolidarse en un “no lugar”, a la espera de dar el salto que la mayor parte de sus partidarios ya había dado en la provincia de Buenos Aires. En sus conversaciones, el mensaje del enviado de CFK era siempre el mismo: “Ya hay una definición social. A mí me excede por completo. Es lo que ocurre, simplemente”, le decía. A esa constatación, Fernández le sumaba una ventaja que un intendente del PJ me graficó en la antesala de la incorporación de Massa al Frente de Todos: “Sergio está debilitado y le toca negociar con alguien que lo conoce como nadie y que sabe qué precio ponerle. No tiene chance de salir del esquema que le ofrecen. Lo va a tener que aceptar”.
El grado de locura necesario
Acostumbrado a darle forma a su rol de operador en el terreno de los medios, Alberto había alumbrado una fórmula para explicar la disyuntiva de la gran oposición: “Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”. Su planteo era sencillo. La tarea del peronismo que tenía como prioridad la derrota de Macri pasaba por ver de qué modo era posible acercarse a la expresidenta, pero a partir de un diagnóstico claro, que admitía su centralidad. Había que reconocer que, a tres años largos del inicio del gobierno amarillo, CFK estaba en la posición más cómoda y tenía el tablero de control en sus manos. “Si decide ser, tenemos que ver cómo la acompañamos y, si decide no ser, tenemos que encontrar la mejor forma para competir con el candidato de ella”, afirmaba Fernández, sin imaginar todavía que ese candidato iba a ser él y que la ilusión de una interna se iba a venir abajo en el instante mismo en que su amiga lo eligiera a dedo, con un movimiento que iba a alterar las coordenadas de la polarización y dejar sin reacción al oficialismo.
A la vuelta de sus frustraciones, Alberto exhibía un mérito que en el Instituto Patria se valoraba. Nunca había renunciado a la política para dirimir las diferencias y, en contraste con otros –que también se reciclarían en el Frente de Todos–, no había apostado a la mafia de Comodoro Py para condicionar la negociación con Cristina. En el albertismo, destacaban otra cualidad que terminaba de armar el cuadro de la unidad, confirmaba su vocación de poder y lo ponía a tono con la época. Me lo dijo en pocas palabras uno de sus amigos íntimos, de los que lo iniciaron en la política y que ahora es funcionario: “Tiene el grado de locura que hace falta para ponerse al frente de lo que viene”.
La confluencia del ancho peronismo se iba a dar finalmente sobre el filo de la inscripción de listas. La designación de Fernández, un golpe de una audacia solo comparable a las mejores jugadas de Kirchner, era el primer paso y desataría una avalancha de reacomodamientos. Primero, en el mundo de los gobernadores, que saltaron en masa hacia el nuevo polo de poder. Después, en los inquilinos de la Casa Rosada, que aceptaron la propuesta de Rogelio Frigerio y Ernesto Sanz para abrirle el juego al voluntarista Miguel Ángel Pichetto, siempre dispuesto a actuar el rol de oficialista. Y, finalmente, en el pretencioso Massa y los sobrevivientes del massismo residual. Larguísimas conversaciones de Fernández, Máximo Kirchner y Eduardo “Wado” de Pedro con el exintendente de Tigre y su mano derecha, el bonaerense Raúl Pérez, terminaron de cerrar el pase. Massa había llegado al final de una travesía interminable en la que no le quedó puerto con el cual no haya negociado, ni en el oficialismo ni en la oposición. Sin embargo, su propia dirigencia había resuelto la disyuntiva y había dado el salto, sin esperar su decisión. No solo Fernández, Solá, Arroyo y el menor de los Moyano habían abandonado el Frente Renovador. También los massistas bonaerenses, como el manodurista Jorge D’Onofrio, que habían virado del antikirchnerismo visceral al pragmatismo puro. Asesorado por el catalán Antoni Gutiérrez-Rubí, Massa no tenía otra opción más que sumarse al Frente de Todos, pero se esforzaba por conseguir una rendición digna y exhibía una prioridad: presentar el acuerdo de manera tal que no se tratara de un regreso al kirchnerismo. Vital para asimilar la nueva etapa, la idea de una nueva mayoría en un armado más amplio para vestir el tránsito de regreso al peronismo cristinista fue respetada por Fernández y aceptada por el espacio.
Massista de la primera hora, después de poner todo durante seis años para construir la avenida del medio, el bonaerense Juan José Amondarain no compró la operación unidad. Con un mensaje en Twitter, entre la decepción y la ironía, el exsenador bonaerense que ya militaba junto a Lavagna destripó el movimiento de su exjefe: “Hoy me quedó claro que el massismo fue el camino más largo para ir del kirchnerismo al kirchnerismo”, escribió. Primero en responder con otra metáfora impiadosa, desde Twitter, el Coronel Gonorrea agregó: “La ancha rotonda del medio”.
Como sea, el peronismo había logrado una reunificación de lo más trabajosa después de seis años y se encaminaba a recuperar el poder en una alianza heterogénea. Extremos de una polarización que se vendía como inmutable, Macri y Cristina habían desencadenado el proceso de convergencia que las encuestas de la Casa Rosada y los analistas del establishment ignoraban o minimizaban. El presidente, con un gobierno que hermanaba en el espanto a una legión de perdedores y presionaba sobre la dirigencia del PJ. Su antecesora, con una decisión fulminante que ofrecía un puente hacia la unidad y preservaba para ella una cuota de poder esencial. Fernández, el vértice de la coalición que comenzaba a edificarse, estaba destinado a ver cumplida gran parte de sus profecías. Por un lado, la preeminencia de CFK en cualquier armado opositor que tuviera chances de ganarle las elecciones a Cambiemos. Por el otro, la unidad que, según decía el futuro presidente, se iba a dar de manera irremediable. ¿Cuándo? “Cuando el último caprichoso deje de lado el enojo y se resigne a que no tiene destino”. Finalmente, el aspecto menos pensado: el “quilombo” que Cristina le había presentado a Felipe como objeción, la crisis que Macri había incubado de manera irresponsable, le iba a estallar al profesor de Derecho Penal y lo iba a poner ante la prueba más difícil de su vida.