Читать книгу El peronismo de Cristina - Diego Genoud - Страница 13
ОглавлениеRamón Hernández miró a Miguel Ángel Pichetto y le dio una noticia de esas que duelen en el alma. “Miguel, el presidente es peronista. No te va a acompañar”, le dijo. El jefe del bloque de senadores del PJ había ido a visitar al secretario privado de Carlos Menem para convencerlo de la necesidad de dar el salto hacia las filas de Cambiemos. Pero la respuesta no fue la esperada.
Más de dos décadas después del eclipse menemista, Hernández era el operador todoterreno que acompañaba al expresidente a sol y sombra. No solo se movía con sigilo en el edificio del Congreso y les encargaba a los senadores del PJ que cuidaran al expresidente en el recinto: además, negociaba y tomaba las decisiones en línea con los deseos de su jefe.
Pichetto venía de consumar un golpe que sería, por algunos días, el sueño húmedo del Círculo Rojo. A pocas horas del cierre de listas para las elecciones en las que Mauricio Macri se jugaba su sobrevida, la incorporación de un peronista de larguísima trayectoria a las filas de un oficialismo en declive abría paso a la ilusión de una remontada histórica. Con Pichetto, se decía, el peronismo se partía en dos y el competitivo Macri era aún más poderoso. Con él, los operadores del mercado recuperaban la ilusión.
Menemista irreductible, kirchnerista sufriente, garante esencial de la gobernabilidad amarilla y constructor sin insumos de un peronismo republicano, el senador rionegrino había terminado su vía crucis de moderación en las puertas de la Casa Rosada. Rogelio Frigerio, Ernesto Sanz y hasta Carlos Grosso habían tomado parte en los preparativos de un acto consagratorio que no era más que una consecuencia lógica, producto de la convicción. Convencido de que el PJ debía pararse en las antípodas de Cristina Fernández de Kirchner, Pichetto entró solo, finalmente, al frío edificio del macrismo. La promesa que le había hecho a Frigerio de sumar un bloque de cuatro o cinco senadores a las filas de Cambiemos se desvaneció a poco de andar. A pesar de sus amagues, ni el senador por Corrientes Carlos “Camau” Espínola, ni los sobrevivientes Juan Carlos Romero y Carlos Reutemann se plegarían al viaje de Miguel. Al final de una carrera en la que perdió su poder y quedó arrumbado en el folclore de la política, solo el zigzagueante Adolfo Rodríguez Saá estaba dispuesto a ser parte de un teatro que duraría apenas dos o tres meses.
Dolía. En boca de Ramón Hernández, el pronunciamiento discreto de Menem era un síntoma lapidario de un movimiento que no tenía plafón dentro de las filas del peronismo. Poco después de amargarle la jornada a Pichetto, el secretario privado del expresidente se encargó de comunicar la decisión a cada uno de los miembros del bloque astillado del PJ en el Senado. Si el límite del viejo Menem era el desgastado Macri o si su vara era la política, es materia de interpretación. Pero no estaba dispuesto a tanto en un momento en que las distintas corrientes del peronismo volvían a confluir detrás de la fórmula de los Fernández. Para el interlocutor principal de Macri en el Congreso, era un golpe al corazón. Un año antes, cuando Pichetto lanzaba una candidatura a presidente que solo tenía como fin explicitar sus ganas de ser parte de una fórmula, el riojano había escoltado a su discípulo en el Salón Arturo Illia del Senado. “Lo aliento al querido amigo y hermano, senador Pichetto, a que no afloje, siga y continúe, porque va a seguir triunfando. Y si él se lo mete en el alma, en el cuerpo, va a llegar a la presidencia de la nación. No tengo ninguna duda”, había dicho Menem. El político nacido en Banfield y criado en Río Negro le había correspondido con un elogio sincero, producto de un amor que no se extinguía. “Un hombre que luchó con sus convicciones, su visión, y, fundamentalmente, un político. Él inventó todo”, había afirmado el jefe de los senadores del PJ. En el umbral de los comicios que se suponían los más reñidos desde el regreso de la democracia, tanta camaradería resultaría inútil.
El nuevo centro
Con un cuarto de siglo en el parlamento, Pichetto era un oficialista permanente a las puertas de una transformación inédita. La derrota del peronismo kirchnerista, a fines de 2015, lo había elevado a la cúspide de su carrera política y, a poco de andar, el macrismo lo había consagrado en un rol esencial y distinguido que superaba todos sus antecedentes. Mientras los perdedores del ex Frente para la Victoria sufrían y maldecían la inclemencia del despoder, Pichetto se destacaba como emblema de un peronismo del orden que podía acordar con Macri las líneas directrices del país por venir. Con prescindencia de sus cuatro décadas de militancia en el peronismo, resultaba una consecuencia natural que terminara como compañero de fórmula del presidente. Durante cuatro largos años, el jefe del bloque de senadores del PJ fue la cara más pura del colaboracionismo y encarnó sin culpa un tipo de oposición que encantaba al Círculo Rojo y provocaba arcadas en el kirchnerismo. No fue el único, pero sí el más destacado de los exponentes de un nuevo germen de peronismo. Lo que Sergio Massa representaba con sus contradicciones junto a Diego Bossio y el bloque sobrevendido de los gobernadores del PJ en Diputados, Pichetto lo multiplicaba en eficacia y repercusión desde el Senado. Alcanzaba con él para garantizar el quorum, el tratamiento y la aprobación de las leyes más importantes que craneaban los amarillos detrás de la quimera de volver al mundo. Su discusión pública con el PRO se reducía a matices y podía advertirse cada vez que Marcos Peña visitaba el reino de Pichetto para brindar con puntualidad sus habituales informes, en esos primeros tiempos en que las encuestas le sonreían. Pichetto pedía desde afuera lo mismo que censurados como Emilio Monzó reclamaban desde adentro. Su punto de vista tenía más coincidencias con Frigerio, Sanz, Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal que con cualquiera de los dirigentes que se empecinaban en girar en torno a Cristina. En relación con el sistema de medios, los empresarios, la cúpula de la CGT y hasta los movimientos sociales, el senador se adueñaba de una escena política en la que el cristinismo oscilaba entre la marginalidad, la queja y la impotencia.
Después del triunfo de Macri, el sistema político había hecho un viraje formidable, y el kirchnerismo, que había dominado el mapa de poder durante doce años –y que mantenía una base social envidiable–, había quedado sumido en el aislamiento. Aun sin votos, Pichetto era el nuevo centro. Lo sería durante los dos primeros años de Macri en el gobierno, incluso con su negativa a quitarles los fueros en el Senado a los políticos que recibían un procesamiento, mientras en Diputados eran desaforados y detenidos, en un hecho sin precedentes. En su defensa irrestricta de la clase política, el rionegrino no se dejó gobernar por el coro de opinólogos afines al macrismo. Su posición no solo se basaba en la necesidad de una condena firme para quitarle los fueros a un parlamentario: además, incluía gestos inusuales para un antikirchnerista, como el de ir a visitar a Julio de Vido a la cárcel de Ezeiza, algo que por supuesto CFK jamás hizo con ninguno de sus exfuncionarios.
Tras la confirmación de Cambiemos en las legislativas de 2017 y la derrota de la expresidenta en la provincia de Buenos Aires, el senador se refrendaría como una de las estrellas del establishment en el coloquio de IDEA. Poco después, optaría por la “ingrata tarea” de acompañar el ajuste previsional del gobierno en el diciembre bisagra en que el avión del reformismo permanente comenzaría a entrar en zona de turbulencia, a poco de empezar a carretear.
En el calendario grande de la historia, todo duraría nada. 2018 sería el año del derrumbe para el gradualismo. El hada de la confianza moriría en la corrida fulminante de fines de abril y el endeudamiento récord que propiciaban los CEO encontraría un límite externo: a partir de ese momento, el castillo de naipes de Macri se vendría abajo en forma elocuente. El regreso del Fondo Monetario Internacional, la biblia del déficit cero, la devaluación permanente, la inflación récord y una recesión que se extendería hasta el final del gobierno del ingeniero provocarían un nuevo reacomodamiento en un sistema político donde la regla era especular al máximo y arriesgar lo menos posible. El kirchnerismo resurgía de las cenizas gracias al fracaso del presidente, y el peronismo de Pichetto –que pensaba postergar hasta 2023 la pelea electoral– saldría en busca desesperada de un candidato y un proyecto para zafar de la debacle. Durante el interminable tercer año de Macri en la Casa Rosada, el senador rionegrino intentaría con persistencia y desesperación plantar la alternativa de un peronismo moderado, alejado de la polarización. Para ese propósito, que tenía el antecedente infructuoso de la ancha avenida del medio de Massa, Pichetto iría a buscar al fundador del Frente Renovador, pero sobre todo se esforzaría por darle cuerpo al gaseoso espacio del PJ de los gobernadores. Fundamentales para acompañar a Macri, los mandatarios provinciales cuidaban sus intereses locales y negociaban beneficios puntuales, pero no podían o no querían construir la tercera opción de cara a 2019. Solo los dos gobernadores más macristas del país, Juan Manuel Urtubey y Juan Schiaretti, estaban dispuestos a exponer sus acciones por esa empresa de dudosa rentabilidad.
La novela de Alternativa Federal terminó mal, pero Pichetto puso todo para darle entidad y presentarla como una posibilidad concreta y real. Se pasó gran parte de 2018 y los primeros meses de 2019 con una tesis: ante la caída libre de la economía, la recesión y el ajuste, el peronismo no kirchnerista podría desplazar a Cambiemos del segundo puesto y colarse en un balotaje frente a Cristina. Basado en un diagnóstico muy crudo del rumbo económico de Macri, se encomendó a Roberto Lavagna en una apuesta fallida a la que, sin embargo, dedicó todos sus esfuerzos hasta el filo del cierre de listas. Pichetto se lanzó a lo imposible como precandidato a presidente y tejió todo lo que pudo para ser el compañero de fórmula del exministro de Economía. Como no lo logró, terminó atado al destino del egresado del Cardenal Newman. Sería el final de una carrera de cuarenta años en el peronismo y un cuarto de siglo en el Congreso.
Historia antigua
No está claro cómo ni a través de quién, pero un día de la década del setenta Miguel Ángel Pichetto llegó a Río Negro. El abogado nacido en Banfield y graduado en la Universidad de La Plata aterrizó recién casado en el kilómetro 1250 de la ruta 3 y decidió arraigarse en el clima crudo de la Patagonia junto con su esposa, María Teresa Minassian. Llegó para trabajar en Hipasam, la empresa minera de Fabricaciones Militares, el Banco Nacional de Desarrollo y la provincia de Río Negro que explotaba el yacimiento de hierro más grande de América Latina. Hipasam era una leyenda en ascenso: tenía noventa y seis kilómetros de túneles, casi quinientos metros de profundidad, dos áreas industriales unidas por un ferroducto de tresinta y dos kilómetros y un muelle con plataforma giratoria. Creada por la dictadura de Juan Carlos Onganía en 1969, en 1970 se habían iniciado las grandes obras de excavación de las galerías, la construcción de las plantas de preconcentración y concentración y los hornos para fabricar pellets de hierro y el muelle para embarcarlos. La empresa tenía su sede a quince kilómetros de Sierra Grande, una localidad que entonces tenía cuatrocientos habitantes y donde se habían edificado complejos de viviendas para el personal y sus familias. El antropólogo Juan Gouarnalusse recordó en una nota para la Agencia Paco Urondo que durante esos años arribaron miles de jóvenes trabajadores que vivieron en los campamentos administrados por Hipasam y sus contratistas. Era una época excepcional con explosión del crédito barato en la que se pavimentó la ruta 3 hasta Río Gallegos y se cambió su trazado, nació Aluar –en 1970– y los gobiernos militares pensaban que el conflicto con Chile era inminente. Se inauguraron líneas de fronteras en el mar y en la cordillera y se crearon nuevos batallones de seguridad. La Patagonia tuvo un protagonismo creciente.
En Sierra Grande, vivía un abogado cordobés formado por los jesuitas, que trabajaba en el Ministerio de Trabajo del único gobierno peronista de la historia de Río Negro. Se llamaba Víctor Sodero Nievas y su nombre marcaría la vida de Pichetto. La dirigencia de la provincia coincide: Sodero Nievas es la figura central para entender la génesis del político Pichetto. La historia quiso que el funcionario del gobernador Mario Franco (1973-1976) tuviera un diferendo con una compañía subcontratista de Hipasam y se viera obligado a resolverlo en el área de reclamaciones, donde trabajaba ese joven abogado nacido en Banfield. Tres años después, en plena dictadura militar, Pichetto daría un paso decisivo para su futuro y se incorporaría al estudio que Sodero Nievas tenía en Sierra Grande. El exfuncionario de Franco, que muchos años después se convertiría en juez del Tribunal Superior de Justicia de la provincia, lo recibió con una consigna principal: “Acá se trabaja todos los días, en lo posible veinte horas por día, y solo se descansa los domingos a la tarde”. Moldeado en el sacrificio, Pichetto no dudó: al día siguiente, comenzó a trabajar. Estaba convencido de que su ciclo como administrativo estaba concluido y quería ejercer la profesión. Sodero Nievas todavía lo recuerda, como si fuera hoy.
–¿Qué le vio?
–Y… le vi el voluntarismo. No tenía conocimientos muy profundos de Derecho, pero era un hombre muy práctico, muy antiguo. Le vi el linaje.
–¿Por qué dice que era antiguo?
–Es un perfil antiguo, hasta el día de hoy.
–Pero cuando era joven ¿también lo tenía?
–También. A los 25 años ya era antiguo. Era conservador. Su diario de cabecera era La Nación, siempre fue más liberal que yo. A mí me gustaba Clarín –dice.
Sierra Grande vivía un boom económico que no se volvería a repetir y trescientos profesionales y técnicos de origen extranjero trabajaban en las obras de la zona: suecos, alemanes, japoneses y canadienses vivían en la ciudad. La construcción y la minería empleaban a más de cinco mil obreros y los clientes iban solos al estudio del jesuita peronista. “Había que estar en el límite del conflicto gremial. Podía desbaratarse el proyecto en cualquier momento si se desbordaba la fuerza gremial. Eran muchos trabajadores. Ya había un precedente muy jodido que había sido El Chocón. Podía repetirse la historia”, evoca hoy Sodero Nievas, sentado en un café de Tribunales. Recuerda que la tarea que ejecutaban con Pichetto consistía en limitar mucho el accionar gremial de los que se querían ir “demasiado para la izquierda”. “Resolvimos quinientos convenios colectivos de trabajo y evitamos los paros. Logramos que estuvieran todos adentro. Salvo en la última etapa, cuando la toma del yacimiento de Sierra Grande, a finales de 1975. Se dijo que fue parte de la política de las empresas militares. En medio de la huelga, la empresa les pagó el salario a todos, con lo cual los obreros se relajaron, algunos dejaron la mina y en un operativo comando sorpresa fue recuperado el yacimiento. Hubo estado de sitio, detenidos y secuestrados, pero no hubo desaparecidos. En la zona pesaba la influencia del obispo [Miguel] Hesayne”.
Sodero Nievas y Pichetto hicieron derecho del trabajo durante quince años y, según coinciden en la provincia, ganaron mucha plata. Pichetto se ocupaba del derecho previsional y podía llevar hasta doscientos expedientes al mismo tiempo. 1982 fue un año bisagra. Después de la guerra de Malvinas, el exfuncionario de Franco le sugirió al futuro senador que había llegado el momento de volcarse a la actividad política. “Afiliate al peronismo, no te queda otra”, le dijo. Sodero Nievas era secretario general del PJ rionegrino y confiaba en la capacidad de Pichetto para adaptarse a la nueva etapa.
El abogado nacido en Banfield no dudó y comenzó con una militancia activa que incluiría actos, recorridas y viajes. En poco tiempo, se ganó un lugar en el partido, sin pensar que muy pronto vendrían nuevos desafíos. Corría 1985 y le propusieron ser candidato a presidente del Concejo Deliberante de Sierra Grande, el equivalente al intendente. Los memoriosos afirman que no quería saber nada: prefería no asumir funciones políticas y no se sentía preparado. Pero le insistieron hasta que aceptó. Era un domingo a la noche en la unidad básica del sector que respondía a Sodero Nievas, anotado para ser candidato a diputado nacional. Pichetto solo pidió ampliar el espacio con sectores independientes sin imaginar que estaba a las puertas de ganar la primera y única elección de la que sería su extensa carrera política.
Desde entonces, Pichetto y su socio se alternarían en los cargos partidarios y compartirían todo: la vida, la abogacía, la política y hasta el fútbol. Sodero Nievas era delantero y el señor gobernabilidad era un excelente arquero. Más tarde, en 1991, ganaría otros comicios, esta vez internos, y se convertiría en el presidente del PJ provincial en una elección frente a la corriente ortodoxa de Jorge Franco, el hijo del exgobernador. El año 1993 abriría las puertas del Pichetto que hoy conocemos: sería electo diputado nacional y llegaría al Congreso para iniciar su ciclo de mayor notoriedad, a caballo del menemismo.
Un ejemplar único
En algún momento, se convirtió en peronista. A su manera, con el uso de la licencia que solo el movimiento puede brindar. Visto desde su entorno más cercano, a lo largo de una carrera que atravesó todos los fuegos, hubo en Pichetto más continuidad que cambio. Desde sus inicios, el político que llegaría a ser candidato a vicepresidente de Macri exhibió una serie de características que lo hacían especial. Lo cautivaba el acceso al poder que facilitaba el PJ de una manera única, pero le disgustaban algunos rasgos del folclore partidario. Recuerdan los militantes del peronismo rionegrino que no le gustaba participar de los actos que se organizaban en Sierra Grande para las fechas emblemáticas del 1º de Mayo y el 17 de Octubre. Tampoco se entusiasmaba demasiado con el baile popular de fin de año. La fiesta y el baño de inmersión entre el pueblo peronista no eran lo suyo. Aunque llevaba adelante en la justicia las causas de trabajadores en conflicto, prefería evitar el contacto con la muchedumbre y ahorrarse el esfuerzo de mezclarse con obreros y militantes. En el raro peronismo de Pichetto, se podía advertir un rechazo a los de abajo que, según quienes más lo conocían, era en realidad la voluntad de alejarse para siempre de su propio origen. Su padre había sido pescador primero y después carnicero, su familia era humilde y él mismo había trabajado como vendedor ambulante luego de terminar la escuela secundaria. De acuerdo con ese relato, sus declaraciones de campaña, treinta y cinco años después, en línea con la prédica policial de Jair Bolsonaro y Patricia Bullrich, no serían producto del mero oportunismo sino de una convicción que recién entonces podía expresar con libertad y que la base electoral de su nuevo espacio podía reivindicar como uno de sus méritos. Antipático, antimigratorio, anticlerical, por momentos racista, discriminador y selectivo, con especial énfasis en cuidar las fronteras y con un marcado rechazo a las grandes periferias urbanas, Pichetto encontró en la era Cambiemos la posibilidad de decir sus verdades a una platea de lo más afín. Entre la xenofobia y el desprecio por los que percibían subsidios del Estado, el repertorio del senador llenó páginas de diarios y minutos de televisión, pero tal vez ninguna frase fue tan gráfica como cuando tuvo la oportunidad de hablar, en el coloquio de IDEA, ante los dueños de las empresas más grandes de la Argentina. Ese día de octubre de 2017, con la atmósfera envolvente del triunfo legislativo de Macri en todo el país y los hombres de negocios en el clímax del optimismo, el jefe del peronismo opositor en el Senado afirmó: “El conurbano profundo es muy parecido a Sinaloa”. Pichetto elegía el estado mexicano donde reina un cartel narco para referirse al lugar en el que él mismo había crecido, a la geografía que había evitado en un camino inverso al que hace la mayoría de los migrantes internos y, también, al reino de ese peronismo que gobernaba Cristina Fernández. Era ese mundo inabarcable en el que el PJ republicano –que promovía sin éxito– nunca pudo hacer pie. Ahí, el abogado nacido en Banfield se sentía en peligro. Por entonces a punto de cumplir 67 años, Pichetto dibujaba el final de una larga trayectoria política que lo había transformado por completo. Se sentía a salvo con los dueños de las empresas, pero era un extranjero en el Gran Buenos Aires. Aclamado por el establishment, pero inseguro como nunca en el territorio que lo había parido.
En el ancho mapa del peronismo, la personalidad de Pichetto siempre llamó la atención. Para algunos, era una especie de ermitaño que venía del centro del país.
De carácter fuerte, capaz de discutir a los gritos y hacerse respetar, el futuro senador usaba sus ratos libres para entregarse a la pasión por la lectura y la literatura. Sus amigos más íntimos miraban con algún asombro su fanatismo por el género policial y la novela negra y eran pocos los que sabían de su vocación secreta por escribir cuentos. Las inclinaciones privadas de Pichetto no conspiraban contra su militancia cotidiana, pero había otros rasgos públicos, indisimulables, que les ponían un techo a sus aspiraciones. En los actos partidarios del PJ de Río Negro, sus compañeros lo detectaron rápido como una de sus conductas inconcebibles: a Miguel no le gustaba cantar la marcha peronista. Algo le fallaba.
Contradictorio y singular, Pichetto exhibía sin embargo algunas de las condiciones de un político de raza. Era dueño de un ego extraordinario, muy disciplinado, con capacidad ejecutiva y decisión para avanzar en una dirección sin preocuparse por los costos.
Con el correr de los años, la política y el poder se convertirían en su única prioridad y su mayor interés. A eso dedicaba todas sus energías y eso explicaba su permanencia en los primeros planos, más allá de los cambios de ciclo. Pichetto vivió con comodidad desde la retaguardia la era de un menemismo modernizador que también explotaba las banderas de la xenofobia y atravesó con enorme sufrimiento el largo ciclo de un progresismo kirchnerista que lo llevó a lo más alto. A ese Frente para la Victoria saturado de políticos que habían virado desde el Partido Comunista hacia el populismo palermitano le descubría coincidencias con el “modelo soviético” que le provocaban úlceras. Ese padecimiento íntimo, que las cámaras solo registraban en momentos dramáticos como el de la sesión del voto no positivo de Julio Cobos, no le impidió mantenerse siempre alineado y en el centro, inalterable, pese a todas las adversidades. En palabras de un dirigente del PJ que lo conoció cuando aterrizó en el Congreso: “La cabeza la tiene puesta en la política. Lo único que le interesa es el poder, el poder y el poder. No le importa otra cosa”. El reverso de esa plasticidad para adaptarse a todo era una serie de constantes que, cuando el cristinismo puro expiró, le impidieron ser líder y encolumnar detrás suyo a la dirigencia vacante de un peronismo que vivió demasiados años desorientado. Al parlamentario que podía lucirse en el Congreso, en un auditorio cerrado o en un set de televisión, lo invalidaban su falta de empatía y su ausencia de carisma para hablar ante una multitud. Su radio de influencia tenía un impacto acotado.
Miembro de una generación política que llega a su fin, Pichetto logró convivir con todos los presidentes y destacarse en un Senado donde la regla era la decadencia. Combinó discursos sobresalientes con el liderazgo de un bloque que mantuvo unido durante casi dos décadas. Trabajó en forma permanente para objetivos que no definía y, en todo momento, necesitó depender de alguien que estuviera por encima suyo, un jefe que lo ordenara desde el Poder Ejecutivo: un conductor a quien responder, un político que fuera para él lo que él no lograba ser para los demás, salvo dentro de un proyecto ajeno y en un marco que lo excedía. Ese político ejemplar, emblema de un peronismo adaptado por completo a los deseos del establishment, no pudo ser más que una isla de previsibilidad en el océano de la inestabilidad.
Vamos Menem
A los 87 años, Remo Costanzo todavía se acuerda. El 21 de diciembre de 1985, Carlos Grosso, Carlos Menem y Antonio Cafiero viajaron a Viedma para lanzar la Renovación Peronista, en reconocimiento a su Corriente de Opinión Interna. Enfrentado a la lista celeste del peronismo ortodoxo que comandaba Franco –de quien había sido secretario de Planeamiento–, Costanzo logró seducir a Pichetto a mediados del gobierno de Raúl Alfonsín, después de una visita a Sierra Grande que hizo con Grosso, el político brillante del que hablaban todos en los años ochenta y que fue devorado por el fuego de la corrupción durante la saga del menemismo. Aunque lo había enfrentado en el amanecer de la democracia, Costanzo comenzó poco a poco a ser una referencia para Pichetto a nivel provincial y le abrió un camino nacional a partir de 1989. Ya entonces, el futuro senador buscaba un norte propio desde la Patagonia más hostil y sentía una devoción profunda por Menem. Los testigos coinciden: se trataba de una especie de enamoramiento que nació en el instante mismo en que el riojano de las patillas lo visitó en Sierra Grande, en 1987, y que lo llevó a apoyarlo en la interna contra Cafiero en la que todo el peronismo de Río Negro se paraba del lado del bonaerense. Por presión del riojano y con una intervención clave de Eduardo Duhalde, en 1991 Pichetto se alzó con la conducción del PJ provincial y Sodero Nievas fue designado candidato a gobernador en lo que terminó siendo la peor elección del peronismo que se recuerde en Río Negro.
A Pichetto lo cautivaron de entrada el liderazgo naciente, el carisma inigualable y la posibilidad de ligarse a un dirigente con una ambición única de poder. Su arribo a Buenos Aires, en 1993, se daría en pleno auge del menemismo y le permitiría enrolarse como parte de una línea fundadora leal al presidente que emergía desde el sur. En el Congreso, el señor gobernabilidad iniciaría su carrera más destacada, aprendería las reglas y los trucos del oficio parlamentario y trabaría relaciones intensas como la que todavía hoy conserva con Alberto Pierri, presidente en ese entonces de la Cámara de Diputados que se reciclaría, más tarde, como cableoperador y dueño de medios.
En 1998, Pichetto comprobó que su devoción por Menem era correspondida. Lo cuenta el periodista Gabriel Sued en su libro Los secretos del Congreso.
Cuando abrió los ojos, en una cama del Hospital Italiano, a Pichetto le dolía todo el cuerpo. Eran las 21:30 del 24 de diciembre de 1998. Dos días antes, el entonces vicepresidente del bloque de diputados del PJ había quedado al borde de la muerte, por un accidente en la ruta 3, a la altura de Mayor Buratovich, una localidad del sur de la provincia de Buenos Aires. El auto que manejaba, desde Río Negro, chocó de frente contra un tractor, que se cruzó de carril, después de esquivar una zanja. Viajaban con él su esposa y su hija, que también salvaron sus vidas de milagro. Los bomberos los rescataron entre los hierros retorcidos y los llevaron al hospital Penna, de Bahía Blanca. Al día siguiente, los trasladaron a Buenos Aires. Todavía medio dormido por efecto de los calmantes, Pichetto parpadeó varias veces cuando vio quién estaba sentado, en silencio, a un costado de la cama: el presidente Carlos Menem. Había llegado una hora antes, pero frenó a la enfermera cuando ella quiso despertar al paciente. Le pidió que lo dejara dormir.
–Presidente, ¿qué hace acá? Hoy es Navidad.
–Tranquilo, chango, ahora me voy a comer con Zulema.
Unos años después, cuando el menemismo entró en declive y el expresidente quedó detenido en la quinta de su amigo Armando Gostanian, Pichetto fue uno de los incondicionales que no cedió al fin de ciclo y jamás dejó de visitarlo.
Costanzo, el senador que sería procesado en la causa de las coimas en el Senado durante el gobierno de Fernando de la Rúa, aterrizó en la Cámara Alta durante el primer mandato de Carlos Menem y fue reelecto de manera ininterrumpida hasta 2001. Así como la gobernación se le negó en tres oportunidades –la última, en 1995, cuando perdió por quinientos votos–, el Congreso se convirtió en su zona de confort: solo el escándalo por la reforma laboral que intentó aprobar el proyecto extinto de la Alianza le puso final a su carrera política. Que justo en ese momento haya asomado la estrella del Frank Underwood argentino es lo que habilita a algunos devotos del rencor a decir en Río Negro que Pichetto “es hijo de la Banelco”. Lo mismo sucede con Soria padre, el otro dirigente importante de la provincia que surge en la escena nacional a partir del gobierno de Duhalde. Por ese expediente, que finalmente quedaría en la nada, una generación de políticos fue eyectada del poder de manera prematura. Defensor irreductible de la clase política ante la guillotina espuria de Comodoro Py, el senador rionegrino sería, sin embargo, uno de los grandes beneficiados de aquella depuración forzosa.
La maldición
Hubo solo un gobernador del PJ que accedió al poder en Río Negro desde que la provincia fue creada en 1955. El mendocino Mario Franco estuvo a cargo de ese territorio esquivo entre 1973 y 1976, y dejó una herencia que todavía hoy es materia de discusión. En el haber, algunos destacan un Plan de Salud considerado modelo y, en el debe, otros recuerdan la persecución a los militantes de la Juventud Peronista. Aunque el mandatario había designado como jefe de la Policía a Benigno Ardanaz, un comandante de Gendarmería acusado de ser miembro de la Triple A, el golpe militar lo incluyó en la lista de peronistas desplazados del poder y lo mantuvo detenido primero en Viedma, durante un año, y después en un hospital provincial, durante dos años más. Fue el comienzo del fin para los epígonos de Perón. A partir de 1983, el radicalismo ganó casi todas las elecciones en el distrito de Pichetto y el único que logró romper el maleficio a medias fue Carlos Soria. En 2011, el exjefe de la SIDE de Eduardo Duhalde gobernó menos de un mes, hasta que fue asesinado por su esposa, Susana Freydoz. Dicen en el partido que el peronismo vence siempre las elecciones para presidente pero pierde de manera irremediable para gobernador. Le pasó a Martín Soria en 2019, cuando obtuvo más de cien mil votos menos que la fórmula de los Fernández, y a la lista de senadores y diputados provinciales, que quedaron catorce puntos abajo del 58% que obtuvo la boleta de Alberto y Cristina. Por razones buenas o malas, los rionegrinos prefieren a los dirigentes del PJ que no tienen actuación en la provincia.
Esos antecedentes le permitieron al senador Pichetto argumentar que existía una maldición que lo precedía y licuar así sus culpas por haber desperdiciado el largo ciclo del kirchnerismo en el poder. O descargar, como hace todavía hoy, frustrado en su máxima aspiración, todo su resentimiento en la figura despótica de Cristina Fernández. En el origen de tantas amarguras está la histórica división del peronismo, que cambia de nombres pero se mantiene hasta hoy: por un lado, los hijos del exgobernador Soria, Martín y María Emilia; por el otro, La Cámpora, con el actual senador nacional Martín Doñate, y finalmente, la corriente que responde a Pichetto. La diáspora rionegrina lleva tantos años y está tan arraigada que radicales astutos como Raúl Baglini soñaban con que Macri lograra nacionalizar en su beneficio el modelo en las elecciones de 2019, con un PJ astillado en dos o tres facciones. No solo no sucedió, sino que, al revés, fue el expresidente quien forzó la confluencia más amplia de los unidos por el espanto.
El reincidente
Por lo menos dos veces Pichetto tuvo la posibilidad de ser gobernador, pero no pudo. La primera fue en 2007 cuando, según cuentan en la provincia, tenía todo para ganar y cometió el error de no cerrar un acuerdo con el Partido Provincial Rionegrino (PPR), un pequeño sello con capacidad de inclinar la balanza en votaciones reñidas. La (mala) suerte quiso que la negociación fuera en Viedma en horas de la mañana, el momento más difícil del día para el senador. Testigos de aquel encuentro coinciden en la reconstrucción de los hechos. El entendimiento estaba avanzado y los enviados del PPR fueron sin vueltas a pedirle a Pichetto una suma de dinero para incorporarse a su proyecto y contar así con recursos para participar de la campaña. Era una solicitud de las que en política se consideran habituales. De mal humor, como muchas veces se despierta, el senador no solo no cedió al reclamo sino que hasta echó a los visitantes de su casa en una reacción destemplada que le costaría caro. Ajenos al remordimiento, los dirigentes del PPR, que en 2003 habían acompañado al peronismo, resolvieron rápido el contratiempo: cruzaron la plaza, entraron a la Casa de Gobierno y acordaron trabajar por la reelección de Miguel Saiz. De buena relación con el kirchnerismo, el gobernador radical se impuso por 46% a 40% sobre Pichetto, y en conferencia de prensa agradeció el aporte del PPR, que le trasladó el 10% de los votos con una lista de legisladores locales que lo llevaba a la cabeza en la elección provincial.
El jefe del bloque de senadores del PJ no logró digerir la derrota. No está claro si se asomó a la autocrítica pero lo que trascendió fue otra cosa: Miguel se sintió traicionado por un acto en Mendoza en el que la senadora Cristina Fernández –compañera de fórmula del radical Julio Cobos– apareció con una gorra roja y blanca que llamaba a votar por Saiz. Pichetto no pudo soportarlo. Con el resultado puesto, fue a ver a Kirchner a la Casa Rosada con su renuncia a la jefatura del bloque redactada. Artero, el entonces presidente esperó a que terminara de hablar, tomó el papel y lo rompió delante de él.
Cerca del senador, afirman que el kirchnerismo nacional estuvo siempre identificado con el radicalismo K en Río Negro y no quería un candidato peronista. Perdedor una vez más en la interna de 2011 con Soria padre, el sueño de nuestro Underwood de cabotaje debería esperar ocho años más para tener su revancha. Sin embargo, en 2012, Pichetto quedó ante una disyuntiva inesperada: la bala calibre 38 que acabó con la vida del flamante gobernador abrió un vacío de poder. La Constitución provincial y –según dicen, también– el dedo de Cristina ordenaban la asunción del vicegobernador Alberto Weretilneck, pero la correlación de fuerzas le otorgaba un lugar preponderante al senador con asiento en Buenos Aires, jefe por descarte del peronismo provincial. Sus colaboradores le decían que impulsara un nuevo llamado a elecciones. Reunidos en la casa de Costanzo con Sodero Nievas, sus aliados le reclamaban que no aflojara.
“Le faltaron huevos”, dice un dirigente que nunca lo quiso. Pichetto acordó con Weretilneck y pidió el Ministerio de Agricultura para su hijo, Juan Manuel. El entendimiento duró poco y se distanciaron. Más tarde, volverían a juntarse y a enfrentarse hasta que en 2015 Pichetto intentaría reincidir con Cristina de su lado.
Agradecida por la lealtad imperturbable del entonces jefe del bloque de senadores del PJ, la presidenta viajó a General Roca para el cierre de campaña y no ahorró elogios. Sin embargo, Miguel volvería a atribuir su derrota estrepitosa –perdió por veinte puntos– a la mezquindad de CFK, por la decisión de su ministro de Economía, Axel Kicillof, de negarles los subsidios a los productores frutícolas que cortaron las rutas y los puentes del Alto Valle durante diez días. El fin del cristinismo puro sería también un punto de quiebre para Pichetto. Pese a la notoriedad que ganaría con Macri en el poder, el abogado de Banfield ya no volvería a tener nuevas oportunidades en su provincia, menos aún desde el sitio de jefe en el Senado. Su trayectoria ingresaba en un pasillo angosto que lo llevaría a un territorio desconocido.
El liberado
Desde que Pichetto apareció en Cariló, el 15 de enero de 2019, posando junto a las sandalias con medias de Lavagna, hasta que terminó como compañero de fórmula de Macri, pasaron ciento cuarenta y siete días. La mayor parte de ese tiempo el senador se dedicó a abonar la tierra seca de un peronismo moderado y racional que –resultados a la vista– no era ni una cosa ni la otra. Su objetivo principal era educar al exministro de Economía de Duhalde y Kirchner en la necesidad de cerrar un acuerdo con los buitres de la pasarela del medio: hacerle entender que la desembocadura de distintos egos y grupos de interés en la instancia de las PASO no podía herir el orgullo de nadie. No hubo caso. Por soberbia o por inseguridad, Lavagna no quiso enfrentar a su exaliado Massa en una interna y la unidad naufragó en la laguna de un PJ prolijo que nunca pudo lanzarse a las aguas abiertas de la gran disputa.
Era el final de un recorrido en el que los pronósticos de Pichetto se iban a cumplir a medias. Tal como el rionegrino decía off the record desde hacía meses, el exintendente de Tigre terminaría otra vez de regreso en el útero materno del cristinismo. Sin embargo, Urtubey desmentiría sus vaticinios y no terminaría con el macrismo: ese era el destino de un político acabado, no de una joven promesa que prefería autoexiliarse en España. Un enroque en apariencia imprevisto convertiría al señor gobernabilidad en el vice de Macri y al salteño en el compañero de fórmula de Lavagna.
El senador estaba disponible: tenía un local en Belgrano y Chacabuco con la consigna “Pichetto 2019”, un pequeño grupo de colaboradores dispuestos a acompañarlo en su extravío y la posibilidad supuesta de partir el bloque del PJ en una dirección incierta. Como casi todas sus iniciativas en el terreno electoral, su plan A, ser candidato a vicepresidente de Lavagna, había fracasado. La frustración era elocuente. El rey del Senado se había pasado gran parte de 2018 y los primeros meses de 2019 sosteniendo la tesis de que el peronismo no kirchnerista podría desplazar a Cambiemos del segundo puesto y colarse en un balotaje frente a Cristina. En esa maqueta imaginaria, dos peronismos estaban en condiciones de dirimir el nombre del futuro presidente y, si Macri quedaba afuera de la segunda vuelta, la huérfana rabia antikirchnerista tenía como cauce natural el apoyo al PJ soft. No pudo ser.
En la vereda del medio, todavía habitan los que dicen que el gran responsable del fracaso de Pichetto fue Schiaretti, ese socio vital para la aventura de Macri en el poder. Queriéndolo o no, el gobernador de Córdoba llegó al umbral de su reelección con la promesa de ser el macho alfa del peronismo rubio. Pero a las cuarenta y ocho horas de haber arrasado en su provincia, se declaró prescindente en la batalla nacional y mandó al pejotismo prolijo al basurero de la historia. Mientras los leales a Pichetto y Urtubey quedaron desahuciados, el presidente apareció como el ganador indirecto del triunfo peronista en Macrilandia. Seis días después, llegaría la jugada maestra de CFK con Fernández como candidato. Mientras los gobernadores, supuestos aliados principales del señor gobernabilidad, daban el salto hacia el Frente de Todos, Pichetto quedaba a contramano del mundo. Al peronismo realmente existente, no tenía retorno.
Plebiscitado por un Círculo Rojo de alto predicamento y nulos resultados, Miguel ya se había desplazado hacia la orilla del macrismo de manera voluntaria y se había alejado del peronismo más de lo que podía admitir. El macrismo le había permitido afianzar relaciones con hombres de poder, acceder al séquito de los empresarios de IDEA y viajar a Wall Street para jurarles a buitres como VR Capital y grandes fondos de inversión como BlackRock y Templeton que el PJ tenía ánimo de continuar el rumbo edificado por Cambiemos y estaba decidido a asumir las altísimas obligaciones de deuda que había generado Macri. Esa visita a Manhattan, el 24 de abril, lo había elevado a lo más alto en el firmamento de la residencia de Olivos y lo había alejado incluso del heterodoxo Lavagna.
La quimera de un peronismo del orden, que adoptara el punto de vista de los acreedores, vivía en la probeta de Pichetto. Promesa eterna de un PJ adaptable a la Argentina de Macri, el político fundamental del poskirchnerismo se había quedado sin libreto y sin papel. Solo faltaban algunos movimientos, algunos llamados y un acto público para coronar su deriva.
El lunes 10 de junio, a las 22:00, el jefe del bloque de senadores iría a Odisea Argentina, el programa de Carlos Pagni, a declararse en oferta. Hablaría a favor de “mantener” un “rumbo capitalista e inteligente”, pediría no volver a “las plazas” ni al modelo de “intervención del pasado”, daría muestras de una fe que, a esa altura, ningún macrista era capaz de igualar y se ofrecería a precio de remate. Apenas siete minutos de charla alcanzarían para que el columnista estrella de La Nación especulara:
–Supongamos que Macri te estuviera mirando, además, dado el papel que vos cumpliste en términos de gobernabilidad en el Senado para el gobierno, por ahí se le pasa por la cabeza decir “hago una alianza con un sector del peronismo y la prenda de esa unidad es Pichetto vicepresidente”. ¿Cómo te suena la idea?
–No me han ofrecido absolutamente ninguna propuesta de ese tipo. Me gusta hablar más sobre temas concretos. Yo quiero en esta elección discutir modelos de país.
Mentía. Un rato antes de que ingresara al estudio de televisión, Frigerio, camino a la residencia de Olivos, le había hablado de esa misma posibilidad, muy concreta. Solo restaba el paso formal y definitivo: el llamado de Macri, la mañana siguiente.
La ronda de consultas del senador entre sus colaboradores de mayor confianza no encontraría ningún tipo de reparos. Fue el experimentado Costanzo, que –antes de la designación– había alertado a Grosso sobre los guiños de Pichetto a Macri en un foro empresario, uno de los que le dio la razón.
–Todos los tipos que te van a decir que no, en tu lugar dirían que sí. Esta posibilidad la armaste vos y la hiciste vos. Tu capital político no se lo debés a nadie –lo alentó.
–Lo mismo me dice Juan Manuel –respondió Pichetto. Se refería a su hijo y colaborador, el mismo que durante todo el ciclo amarillo en el poder sorprendía a los peronistas no kirchneristas con una frase de lo más breve que pretendía encarnar una época: “Macri vence”.
El Círculo Rojo tendría algunos días de éxtasis, vendería hasta el hartazgo una ruptura ficticia del peronismo y se encaminaría hasta la orilla de las PASO envuelto en la burbuja de un optimismo estéril. Con Pichetto en la fórmula, la utopía de un PJ clonado de acuerdo con las fantasías del establishment se mantenía con vida. Para el senador, era la última chance de ir en busca de los votos que le habían resultado –toda la vida– indiferentes. Más que eso, era la oportunidad de liberarse y decir en campaña todas las cosas que el manual del peronismo desaconsejaba por inviables. A la sombra de Macri, Pichetto no solo se liberaba de Cristina y de esa centroizquierda palermitana, elitista y prepotente, que vociferaba en nombre de los pobres. Se liberaba del peronismo, al que se había adaptado durante toda su vida solo por su condición única de ser sinónimo de poder.