Читать книгу Estructura De La Plegaria - Diego Maenza, Diego Maenza - Страница 12
ОглавлениеMe sacude una descarga quemante cuyo génesis es el occipucio y parte en éxodo destilando por toda mi espina dorsal. Mis tendones despiertan y me obligan a estirar la longitud de mi cuerpo en el placentero dolor que se consuma de manera orgásmica en mis calzoncillos. Siento cómo mi pene desciende de forma lenta, derribado por el agrado convulsivo de la polución al tiempo que en mi alma se gesta un vacío que no soporto. El frío resbala desde la ventana abierta y se columpia en el cortinaje con un ulular lánguido y consecutivo. Miro cómo el terciopelo se estremece contra la pared, impacta contra el vidrio de la ventana, contra el marco fabricado de abeto. Siento la brisa resbalar y colarse entre mis axilas, agitarme la piel en una ráfaga que eriza todo mi cuerpo. Suspiro. Me separo del interior maculado por el semen. Me levanto y rezo por la debilidad de mi carne.
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La tibieza del café me incita a abandonarlo. Prefiero ingerir con sorbos ligeros el jugo de durazno. El muchacho me cuenta una historia un tanto profana pero no me atrevo a reprenderlo. Solo lo miro y esbozo una sonrisa fría. Hoy tampoco me acompañó en misa y me hizo tanta falta, sobre todo cuando el obispo Pío impuso la bendición. Lo miro y me extasío en sus facciones, en su mirada despreocupada, en el alborotado cabello de la mañana. Me levanto de la mesa con premura, tratando de esquivar hacia otro sitio mis ojos que se dirigen una y otra vez hacia él.
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He caído con escalofríos. Hoy no saldré de casa ni atenderé a los feligreses que se preparan para el viernes santo. He dejado en encargo determinados compromisos menores, acogiéndome a la recomendación del doctor. El muchacho me prepara una infusión que ingiero junto a los medicamentos. Al voltearse puedo notar el movimiento de sus nalgas en un vaivén provocador. Me rindo al sueño.
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Al despertar veo el rostro del chico. Me ha hecho compañía todo este tiempo que ha durado la fiebre. Me informa que ha preparado almuerzo y me reconforta el cuerpo con una sopa caliente que insiste en brindármela en la boca cucharada a cucharada. Luego viene un momento duro. Lo reprendo por haber examinado la pintura sin consentimiento y me contesta que deseaba saber lo que contenía el cuadro. No se trata de prohibirle el conocimiento, pero considero que debe consultar antes con una voz autorizada que le confirme si se encuentra capacitado o no para determinado saber. Me replica que se siente apto y me implora que lo guíe por el cuadro. Después de un forcejeo de súplicas y rechazos, cedo a la solicitud y le permito abrirlo. Él expande una cara de asombro. Es hermoso, dice, pero al mismo tiempo horrendo. Es nuestra alma, le digo o simplemente lo pienso. La conmoción residual de la fiebre me aturde. De momento solo me entran deseos de alejarme del muchacho, de gritarle que abandone mi habitación y desaparezca para siempre, que Dios me ha revelado que es un emisario del demonio. Me invade el afán por excomulgarlo de mi vida. Comprendo que haré todo lo contrario, porque me yergo hacia él y poso una mano en su hombro y la sostengo en un abrazo cargado de intenciones. Lo que presencias es un paraíso, un infierno, y esto de aquí, le digo con voz magnánima señalándole la parte central, es el mundo. Por ahora bastará con verlo, ya tendremos tiempo para estudiarlo parte a parte. Mi cuerpo no resiste el impulso y lo beso en la mejilla mientras desciendo mi mano hacia la hendidura de su espalda. Su reacción no es de rechazo. De forma inesperada me pide la bendición.
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He enviado al muchacho al mercado por provisiones. Siento la ausencia y trato de luchar contra el deseo con una oración, pero estando arrodillado, las palabras se atoran en la garganta. Esta vez no consigo rezar. Me levanto, tomo una ducha de agua tibia, y me preparo a recibirlo lo mejor arreglado que puedo.
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El muchacho al fin llega, pero lastimosamente acompañado de la señorita Raquel, una mujer servicial a disposición de la Iglesia, joven a pesar de sus casi cuarenta años, soltera a pesar de su belleza. Tras ella ingresa un séquito de damas que se han asociado para hacerme una visita y ofrendarme frutas, compradas precisamente, imagino, a la guapa solterona. Tomás saluda con ladridos de enfado. Las recibo con aparente agradecimiento, les doy, con la autoridad que me otorgan, un par de admoniciones, les impongo una que otra tarea para la preparación de la procesión de mañana y de forma delicada las despido aduciendo el pretexto de mi reposo. Cierro tras ellas la puerta, con su filo de hierro mohoso y de bisagras oxidadas, y me embarco en la búsqueda del chico por toda la casa.
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Lo invito una vez más a mi habitación. Mantenemos una conversación acerca de ciertos aspectos teológicos que él debate con un leve conocimiento. Lo instruyo mientras poso mi mano abierta sobre su carnoso muslo apetecible. Lo incito a que iniciemos juntos una oración. Me poso detrás de él y elevamos la usual súplica compartida. Percibo el calor de su cuerpo que aplaca lo frío del ambiente y al mismo tiempo refresca la calentura de mis entrañas.
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El cuerpo me vence. Me recuesto con el sabor de las frutas todavía patente en mi paladar. Ensayo una oración que se derrite en el intento. Mi cabeza no está aquí, sino en la figura del muchacho. Me dirijo con pasos tambaleantes hacia su puerta. La entreabro y descubro el cuerpo dormido en el placer de la siesta en una postura fetal con el bello trasero señalándome, incitándome a acariciarlo, a darle la mordida definitiva. Mi cuerpo aterido hierve de fiebre o de algo más. En un arrebato de lucidez retorno a mi cama.
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He despertado con la sensación viscosa del sudor adherido a mi piel. Observo el destello del sol de la tarde que se refracta en el espejo e inunda la habitación con su resplandor, invadiendo cada esquina. Comprendo la necesidad de asearme, una ola de calor invade la alcoba y mi entrepierna está pastosa. La fiebre ha pasado. Imploro un poco de agua fresca.
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He enviado indicaciones por escrito a los fieles para la procesión de viernes santo. El muchacho ha sido mi compañía mientras he redactado la misiva que luego se ha encargado de entregar estimulado por la promesa de enseñarle una parte del cuadro. No he podido reprimir mi interés por sus movimientos, mi mirada ha recaído durante todo instante en él. Incluso me ha hecho desviar la pluma en un par de rasgos.
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El estuche del disco posee como carátula la imagen de un camino surcado por hojas otoñales que se pierde en un horizonte sugerente. El amarillento pasaje zanja un bosque de apacibilidad absoluta. Ningún pájaro lastima la tranquilidad. Ningún animal se aventura a profanar la serenidad del pequeño universo de hojas y tierra. Todos están por emerger para, de forma briosa, inaugurar un paraíso infernal. Inserto el disco en el reproductor que lo obliga a girar rápidamente. Aquel artilugio se transforma en un minúsculo torbellino infinito que gira a miles de revoluciones por minuto. La música invade la sala, muy lenta, como luchando por despertar de un letargo impuesto por fuerzas restrictivas, inhalando sosiego, absorbiendo silencio, sosteniéndose en el espacio que luego ocupará con su tonalidad imperial. Pero será el frío. El bajo marca el ritmo, prosigue de forma continua, mana con un crescendo que matizan las tímidas intervenciones de los violines: son los pasos del caminante al que apremia alguna tribulación, son los crujidos del hielo a punto de resquebrajarse. Ahora truenan los relámpagos incendiados por el violín solista, la tormenta de la orquesta ruge y sacude el espacio y vibra a los pies del desgraciado. La carrera se origina con el impulso del bajo que palpita con insistencia y marca las huellas rápidas. La magistral imposición del violinista principal invade, golpea con sus ráfagas de viento helado, y el intenso frío obliga a tiritar e impone el crujir de dientes.
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Ves esta zona de aquí, y me muestra la parte superior del lado derecho de la pintura abierta. Todo el cuadro simboliza los suplicios del pecador. Pero esta parte de aquí, en concreto, es la imagen tópica, la usual, que nos hacemos del infierno. Azufre cayendo en lluvia continua, montañas destruidas y bañadas de oscuridad y gente en un suplicio inenarrable.
En esta zona, indica la parte central con su dedo índice dibujando una elipse, el hielo marca un fuerte contraste con el fuego azufrado, pues dentro de la concepción del infierno como lugar de suplicio eterno, un espacio de hielo es uno de los más horrorosos sitios. Mira aquí cómo se resquebraja y el pobre hombre queda a merced del agua fría.
En esta parte, señala la inferior, está lo que en arte se denomina como el infierno musical, debido a la utilización de instrumentos musicales como símbolos de tortura. Muy usual en ciertos pintores místicos. Ves esta gaita, más acá el laúd, acá está el arpa. Y aquí una flauta, puedes verla.
Le cuestiono si en verdad es así el infierno. Por la ventana noto la noche ya entrada.
Bueno, me dice, la desesperación y el martirio, de seguro que están bien representados por parte del autor, y aquí sobre esta tabla, por parte del imitador, que es, me gusta llamarlo así, un intérprete.
Le pregunto cómo ve el infierno a través de lo que dictamina la sagrada escritura. No responde. Parece sumirse en una reflexión que escapa al momento y a mis dudas. Realmente se está preguntando cómo será el infierno.
El sagrado libro muestra el infierno como un lugar de incandescencia perpetua donde las almas serán arrojadas a los lagos de azufre. Es así como lo capta el pintor en la parte superior de esta obra. De hecho, el profeta lo menciona invariablemente constatando determinadas premisas tales como el fuego que nunca se apaga, el lamento y rechinar de dientes, el castigo eterno.
Habla sin dirigirme la mirada, como conversando consigo mismo.
Desde hace siglos se consideró al fuego y al hielo, es decir al calor y al frío, como los suplicios más atroces en el lugar del castigo perpetuo. Un gran poeta de la antigüedad describe una parte del infierno con la usual lluvia de llamas, y otro segmento, el de los traidores, formado en su integridad por hielo. El demonio, como regente de este espacio de perdición, está incrustado desde la cintura en la helada superficie. Llora con sus seis ojos y agita sus seis alas encolerizadas.
Imagino un infierno de hielo. El Hades sería un paraíso en comparación. Una tortura sin fin en el entumecimiento perenne. Pero lo que tolera ahora mi cuerpo es el calor. Un calor intenso que se prolonga a medida que avanza la enseñanza del padre Misael y que me oprime con el aire cargado por su presencia cercana, tan cercana. Admito sus palabras como una muestra de su sabiduría espiritual. No pretendo molestarlo más con la frivolidad de mis cuestionamientos. Solicito la bendición y me la otorga con mayor fuerza, pues me cincela un sacro beso en la boca.
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Hemos decidido cenar pan, yo un poco de vino y él un vaso de jugo. En la mesa charlamos sobre temas de especial interés para él. Miro sus ojos y mientras le explico determinadas concepciones sobre sentir al santo espíritu palpo el dorso de su mano. Luego dirijo las mías a su rostro. El impacto del rubor roza mi cara. Acaricio sus mejillas y lo beso de nuevo, esta vez de forma profunda.
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Palpita el aborrecible beso que demarcará el itinerario de la traición y el infierno.
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Estoy en su habitación y me señala un pijama beige. Me indica que estoy apto para servir a un representante de Dios en el mundo, que de hoy en adelante seré su auxiliar espiritual. Me explica que la sotana es la única vestimenta sacra que posee el ser humano. Mis nuevas tareas consisten en desvestirlo y colocarle el traje de dormir. Me resulta una ocupación sencilla y accedo gustoso por servir al padre, a un purificado hijo de Dios.
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Sus manos resbalan lentas por mis muslos. Las siento tibias, reparadoras, tan perturbadoras y apacibles. Contengo un gemido. Vibro al notar su respiración en la zona de mi bragadura sin ropa, en la trepidación de mis vellos que se agitan atraídos por la onda de magnetismo de su piel surcando mi piel por el rose de sus dedos castos. Ahora es mi pecho el que se satisface, se regocija en un deleite que no pertenece a este mundo. Mi piel se eriza. Estoy dominado por su tacto. Arrebatado por el contacto de su dermis inmaculada. Los pliegues de mi camisa se agitan al ser desabotonada con lentitud. Chillo sin contemplación alguna, pero él no se detiene. Parece que ha iniciado una tortura de la cual se sabe verdugo y no quiere ver escapar a su víctima. Presencio este segmento de mi existencia como un momento vital. Lo abrazo y lo mantengo así durante un tiempo que no me atrevo a establecer. Soy yo quien inicia la separación. Me viste con una agilidad insospechada. Un sofoco inflama mi cuerpo. Formal, se arrodilla frente a mí y me implora la bendición. Se le doy con un beso en su cabellera espesa. Vislumbro que mi alma no reposará tranquila hasta que satisfaga mi cuerpo. Mi cuerpo no se encontrará satisfecho hasta inicie lo que niega mi alma. No soporto más y aquí acostado me rindo al dulce suplicio del solitario placer. Luego es el vacío. Rezo toda la madrugada por mi salvación.
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El padre acepta la derrota de su alma, se ha resignado y se entrega a la voluntad de Dios. Se prosterna sobre el piso de baldosas frescas y reza, caído sobre su rostro. Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz. Pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú. Confortado por haber eludido su responsabilidad espiritual el padre Misael intenta descansar, pero le resulta imposible conciliar el sueño. Se asoma a la ventana y al fin siente la brisa que golpea su cara y aplaca el largo calor.
El joven ha ingresado en la profundidad del sueño, y con él a la calamidad de la pesadilla que no lo abandona. Esta vez intenta, a pesar de la fragilidad de su hechura, escapar de los jadeos de la ciclópea bestia que está a un paso de alcanzarlo con los colmillos babeantes. Conoce el inevitable fin de su historia. Su sudor serán gotas de sangre que caerán sobre la tierra. Una ráfaga de calor impregnada en el aire circula inútil sobre el cuerpo escalofriado del muchacho.
Todos sabemos que Dios, al ser espíritu, y el más supremo de todos, no siente. Al menos no como este hombre desdichado, al menos no como este pobre joven adolecido de un infierno inaugurado que ni siquiera se ejecuta. Es hora de dormir, padre, descanse, que mañana el mundo traerá nuevos aires. Dios no comprende sus suplicios.
Los hombros del padre Misael reciben un peso colosal. Extenuado, se postra sobre la cama y cierra los ojos. La pesadilla del cuchillo y las orejas volverá a emerger del oscuro rincón de la culpa.