Читать книгу Estructura De La Plegaria - Diego Maenza, Diego Maenza - Страница 6
ОглавлениеLa oscuridad es la ceguera de los pensamientos, es el tronar del silencio. La oscuridad es una peste que deviene en mareo, una caricia de la nada, un frío que cala los huesos, una amargura que se deglute con llanto. La oscuridad es una condenación hacia los temores del pasado, una incertidumbre hacia las calamidades del porvenir, una nebulosa que compacta los sentidos. La oscuridad. Y de repente, hijos míos, pueden contemplar el mundo. Emerjo a la vigilia como si fuera excretado desde el abismo de la matriz. Me siento renacido aunque consciente del engaño de mis sentidos. Percibo mi olor mañanero de fetidez hepática adherido a mis bozos, impregnado en el paño de la almohada o simplemente integrado al ambiente del cuarto. Mientras tanto, el mundo permanece allí. Me incorporo y el destello que ingresa por la ventana me ciega y obliga a que tape mi cara. He despertado de un sueño intranquilo que mi alma ha soportado no sin sobresaltos. Observo casi asombrado, como si fuera la vez primera, la aridez de las paredes del cuarto, la tristura que destilan sus vetustas cuarteaduras, las fotos grises sostenidas en contraste en los marcos de fabricación colorida, la pintura de un mundo encerrado en una burbuja de cristal que puede ser de protección para que algún peligro externo no lastime por nueva ocasión la superficie, o puede que permanezca como contención para que no germinen los males incrustados en esa tierra devastada, para que ninguna Pandora curiosa vuelva a destapar sus hedores. Al fondo, tras el mundo, observo una vez más la imagen de Dios. Cerrando mis ojos, rezo. Padre amado, líbrame de todo pecado, que tuyo es el reino de la tierra y del cielo y tus designios son puros e incuestionables, limpia mi alma para que sea apartada de la tentación y bendice mi día.
Me incorporo e intuyo la amargura del vino instaurado en mis entrañas, en algún lugar de mis tejidos. Me deslizo hasta el baño donde el espejo muestra las legañas que mancillan mis ojos y que aparto con las yemas de mis dedos haciendo que el proceso me motive un estremecimiento. Me sacudo el rostro con jabón y agua. El dentífrico enjuaga mi boca que expide la pestilencia mañanera a la que estoy habituado. Excreto con placer y noto en la parte frontal de mi ropa interior las salpicaduras acumuladas que delatan la viscosidad de la sustancia matutina y casi cotidiana de raro fulgor. Oh, Señor, qué hermosos y crueles son los sueños. Dentro de un sueño es el único espacio donde puedo mostrarme como soy.
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El periódico le enseña las mismas noticias de cada vez. Pero le llama la atención un titular de la página central que muestra las últimas declaraciones del santo padre. Lee su contenido impreso en letras menudas y examina la foto a todo color que ha sido ubicada junto a la reseña. Adornado por una capa y asomándose, como es tradición, al balcón principal de la Basílica del Santo, ha anunciado la víspera de la semana mayor. El padre Misael, decimos desde ya su nombre, reza y se prepara para la misa.
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No puedo aislar aquella imagen. Está en mí y no me abandona. Cuánto sufro ante el altar en los momentos de este recuerdo. Cómo soporto aquel tormento en el instante de esputar las gastadas consignas de cada misa que la feligresía recibe como palabras nuevas. Cuánto resisto segundos antes de que la sangre y el cuerpo de Dios me purifiquen. Y todo por aquella imagen. Está reticulada en mí y me domina, es una maldición surgida del averno que doblega mi espíritu, y solo puedo recurrir a la salvaguarda del todopoderoso que ilumina mi camino.
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Sentado a la mesa, apartando uno de los platos con legumbres, considero que he preparado un almuerzo excesivo. Contemplo con atención inmerecida la limpieza de los muebles, del piso, de la repisa ya sin polvo, de la imitación de porcelana imperial que destella con un brillo fuera de lo común y muestra a los querubines desnudos con sus pálidos rostros espectrales. Tomás, disciplinado, resopla desde lo bajo, haciendo con su cola una imitación de saludo. El muchacho sorbe el jugo de naranja que se derrama a gotas por la comisura de sus labios y sonrío por su torpeza. Solo ingiero la ensalada y medio vaso del zumo de la fruta y aparto el pescado que no me apetece, como he apartado el resto del alimento. Mi ojo derecho ha vuelto a segregar lagaña que retiro con pudor y con un poco de fastidio, ya que el chico me ha dirigido una cara de asombro mientras me comenta algunos pasajes de la Biblia. Tomás me sigue hasta la cocina ostentando un paso marcial, implorando con su jadeo alguna satisfacción que mitigue el vacío de su estómago y le impida correr la saliva.
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Subo las escaleras y me dirijo a la recámara. Intento reposar. Es en vano. Retorno al sueño que pesa sobre mí como una roca sisífica que cuando despierto creo desechada. La oscuridad. Y de repente se muestra la imagen recurrente, repitiéndose una y otra vez como si tuviera la mirada dentro de un caleidoscopio cuyas refracciones me llevaran a cada instante a la única imagen sin distorsión. Le ruego a Dios que me libre de este tormento y que mi espíritu descanse de estos sobresaltos. Ciclópeas orejas hendidas por el filo de un cuchillo. Es la imagen y sé de dónde proviene. De mis recuerdos de la pintura que está en mi alcoba, no hay que dudarlo. Del permanente y nunca cansado estudio vespertino que como es frecuente efectúo al contemplar la pintura cada vez que permito que sus puertas se abran. Es una imitación bastarda, y casi derruida, del célebre tríptico del gran pintor, que costeé con los ahorros de toda una vida. Hay que reconocer que resulta un objeto fútil en comparación con el original, sobre todo en arte, pese a ser una copia fiel, de iguales proporciones. Contemplo el mundo. Consiento que se abran las puertas de la obra matizada sobre la tabla de roble y me fijo en otro mundo paralelo: el del paraíso, el jardín y el infierno. Me maravillo como cada tarde. El arte del pintor es tan impoluto que me estremece incluso a través de un mal intérprete. Frecuento el fresco en los atardeceres, explorando los engranajes de su constitución, intentando descifrar la alquimia que propició el ahora devastado paraíso, el arte de demiurgo que forjó el infierno, y pretendiendo conocer, porque solo conociendo se está en la capacidad de rechazar, el camino de la perdición que conduce a este calvario.
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Abandono el sueño con el cuerpo adolorido, con el sopor que ruboriza mi carne y me incita al pecado. Me sobreviene la sensación de no seguir siendo el mismo, de querer escapar hacia algún destierro sin que me preocupe el acarrear en mi frente el estigma que me delate ante los hombres. Huir de la mirada de Dios, que sus ojos no se posen más sobre mí y poder, de esta forma, satisfacer mis delirios. El pensamiento sacrílego me sobreviene cada día. Rezo para que el demonio se aparte de mí y siento que Dios me reanima en la fe, que aparta a Luzbel de mis carnes que se empiezan a enfriar. Y rezo, no puedo hacer otra cosa que no sea suplicar a los cielos para poder escapar de la trampa de mi cuerpo, para aplacar las perfidias que urdo en mi felonía, para huir de las inclinaciones hacia las que me tientan los sentidos. Recurro a alguna introversión que me salva, al menos por el momento. Rezo y me preparo para la misa.
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El muchacho cruza frente a mi puerta y se detiene un instante, inclinándose, acomodando algún desperfecto en sus pantuflas. Su pijama blanco le transparenta las carnes y le otorga a su figura el aspecto de un efebo voluptuoso. Pero en su rostro hay inocencia, castidad. La luz artificial hace que sus mejillas reverberen con un pálido rosa que destella en el claroscuro de la entrada. Desconoce por completo sus poderes de seducción, la peligrosa atracción que produce a su paso. Se incorpora, dirige la mirada hacia el interior de mi habitación y en su timidez eterna intenta despedirse de mí con una reverencia que se me antoja lejana y molesta. Con un gesto lo incito a acercarse. Le brindo una bendición y demarco la imaginaria señal de la cruz sobre sus ojos. Desciendo mi mano casi transformada en un puño a la altura de su boca, viendo sus labios acariciar mis dedos, contemplando su cara cerca de mí y logrando que un temblor me invada, pues por el aspecto de sus facciones se asemeja al rostro de un arcángel. Lo tomo de los hombros y en esta ocasión ciño la señal de la cruz con cuatro besos que le implanto en la frente. No tengo más opción que dejarlo ir y acudir a la plegaria.
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El joven Manuel ha depositado confianza en las palabras del padre Misael. Éste, cada noche, lo invita a rezar la oración mayor junto a él. Lo ha instruido en el arte místico de la plegaria, la interiorización espiritual que, alega el sacerdote, purgará su alma, quedando absuelto de todo pecado para ser un hijo purificado de Dios. Y Manuel manifiesta su entrega incondicional. El reverendo le ha impuesto el dogma. Le ha mostrado que la fe es lo más importante para ser salvo y que se debe confiar en los designios, siempre inescrutables, del Señor. Y el muchacho le cree. En ocasiones, cuando se arrodilla frente a la cama, el padre se coloca justo a las espaldas y aprieta las manos junto a las del chico. Es una oración reforzada, le susurra al oído. Así Dios nos escuchará mejor, a ti como hijo y a mí como padre, le farfulla cada vez, de forma casi inaudible, manifestando el secreto que no desea que ausculte la pequeña imagen tallada del macerado hombre de la cruz que pende sobre la cabecera de la cama. En las noches de frío a Manuel le resulta agradable la compañía de aquella plegaria doble, pero en los días de calor le parece insoportable, no puede tolerar el cuerpo firme y pegajoso aunado a las nalgas, el respirar anheloso y cálido que expulsa el padre en las oraciones, y las palabras de despedida cuando le sella el pastoso beso en la nuca. Pero ahora, arrodillado, reposando los codos sobre el colchón, el muchacho está rezando frente a la efigie del profeta y el padre no ha llegado.
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Esta noche no me levantaré. Dios ha reforzado mi fe. Dios es mi pastor, mi guía, mi lumbrera y mi camino. Escucha mi oración y permite que sea fuerte, no consientas que caiga en la oscuridad del pecado, oh Dios amado, oh Padre amado.
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Qué sueño tan horrible, por amor a Dios. Sálvame, Señor. Vigílame y protégeme, Padre. Cuídame, Señor. Qué sueño tan horrible. Ayúdame, Señor, te lo imploro. No volveré a hundirme en las satisfacciones del pecado. Lo juro. Porque no soporto esta oscuridad. Mis ojos no soportan tanta oscuridad. Camino, tanteo mi lecho, menos tibio sin mi cuerpo. Palpo el ropero, duro como la negrura que me sofoca. No encuentro la salida que me acoja hacia la luz, Señor, guíame hacia ese escape. No permitas que mi pie vuelva a tropezar. Palpo una pared fría cual mis manos, helados que se funden en la frialdad. Encamíname, Señor. En vano continúo gritando. Esta casa es tan triste y tan sola y tan grande que el padre Misael no me puede oír. No obstante, tú Señor, Padre amado, que oyes los lamentos de todos tus hijos, guía mis piernas, acógelas en tu luz, sácame de esta oscuridad y prometo ser fiel hasta el último de mis días. Prometo ofrendar mi fe en cada mañana. Prometo cumplir las penitencias de tu divino mandato. Confío en ti, Señor, Padre amado. Tu palabra será una lámpara para mi pie y una luz para mi vereda. Lo sé, Señor, confío de forma plena en ti. Dirígeme hacia la luz. Guíame hacia tu luz.
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La puerta se abre y el muchacho, descalzo, llama a la alcoba del padre. Ha tenido que atravesar el largo purgatorio del corredor que separa las habitaciones como si fuera el interminable umbral entre el infierno y el paraíso.
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Y llega a mí con los carillos temblando y castañeteando los dientes, gélido, fantasmal.
He tenido un sueño horrible, padre. Soñé con una marioneta en los dientes de una enorme bestia. El engendro era de temer. Tenía unos ojos enormes y rojos y me miraba mientras me sostenía en su boca pues ese fantoche no era otro sino yo. De qué forma me contemplaba. Bufaba como un toro y su baba era muy líquida y caía pegajosa, asquerosa. Todo estaba oscuro. Pero sus ojos, oh Dios, sus horrendos ojos.
Entra, hijo amado, digo. Y lo acojo en mi cama, y sonrío en mi interior por su infantil temor a la oscuridad.
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Entra, joven. Entra, triunfal a tu Jerusalén, donde se te aclama.
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Una noche más el padre Misael no podrá conciliar el sueño, mientras, asomado en la ventana, con el muchacho dormido en su lecho, solo desea una copa de vino, no el sagrado cáliz que metamorfosea en la sangre del Señor sino en la que palia los nervios contenidos y el reprimido deseo de ser otro. Abajo la ciudad duerme. A lo lejos no observa ninguna ventana con luz y se percata de que su desvelo es infinito, que no se puede comparar con el de nadie. Es una soledad sin terminación ni intervalos. Reconoce el hecho de no tener un semejante. El mundo no comprendería. No comprenderá. Dios, en su infinita sapiencia y con su omnipresente mirada, no comprendería. No comprenderá.