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CAPÍTULO 2

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La lluvia caía con fuerza. Akin esperaba su turno para jugar al Akong, el juego africano de echar piedrecitas sobre los huecos del tablero con el que pasaban innumerables horas muertas. Había diez militares agolpados debajo del porche de la entrada del cuartel; seis de ellos estaban de servicio salvaguardando el portón y los otros cuatro esperando a que les tocase el turno para jugar. Los cigarros liados, en pipa o en cachimba, pasaban de mano en mano. El fuerte era un cuadrilátero de hormigón de cuatro mil metros cuadrados con dos plantas y, en el centro, un patio de unos mil metros que utilizaban para aparcar los autos, realizar entrenamientos o, incluso, de paredón. Algunos soldados vivían con sus familias dentro del cuartel en estudios de unos treinta metros en los que llegaba a haber hasta familias de ocho miembros, mientras que los estudios de los altos cargos eran de cincuenta o sesenta metros y estaban en la segunda planta. Durante la época de la colonia y la autonomía, aquello había sido el cuartel de la Guardia Civil española. Habían pasado siete años desde que la antigua potencia tuvo que abandonar el país por insistencia de la ONU. No obstante, parecía que habían pasado treinta, debido al deterioro que habían sufrido sus instalaciones. Las paredes estaban entre amarillentas y rojizas, no guardaban casi nada del blanco que lucieron en su día; de hecho, ese era un color que detestaban los nuevos ocupantes.

Al poco de hacerse de noche, llegó el toque de queda y todos, salvo los que tenían guardia, se fueron a dormir. Akin gozaba de abundancia económica y de una vida amorosa muy concurrida, pero eso a él no le llenaba, pese a que era lo máximo a lo que aspiraban la mayoría de los ecuatoguineanos.

Hacía dos años, al entrar en el ejército, Akin —que era de la etnia bubi, minoritaria en el país— se cambió el nombre por Obiang. Se hizo pasar por fang, que era la etnia dominante, tal y como le recomendó su tío brujo Borico para no sufrir el abuso del resto. Aun así, sus rasgos lo delataban; era mestizo bubi y combe, pero los rasgos bubis resaltaban más. Trató de coger más soltura con la lengua fang y de no abrir mucho la boca para no meter la pata. Por suerte, al trabajar de vendedor ambulante antes de alistarse en el ejército, aprendió todos los idiomas y dialectos de la ciudad. Estuvo a punto de ser víctima de novatadas, pero cuando se dieron cuenta de que era el sobrino del temido brujo Borico Miko, le dejaron en paz y le cogieron respeto. El día que recogieron a su tío del pueblo de su madre y se fue a vivir con ellos, le dijo al oído: «Vive tranquilo, yo os protejo a ti y a tu madre». Akin había deseado muchas veces que su tío se fuera de casa por lo incómoda que le resultaba su presencia, sin embargo, sabía que le debía su tranquilidad.

Trató de dormir, pero no conciliaba el sueño, su conciencia no estaba tranquila. Sabía que se encontraba en el bando equivocado, pero no tenía otra alternativa: o pagaba la inscripción y se hacía soldado o se lo hubiesen llevado a trabajar a las plantaciones de cacao y café que tenía Macías a cambio de una comida al día. En el campamento había sabido desenvolverse y prosperar. Empezó vendiendo los mismos buñuelos, frutas y verduras que vendía en la calle con su madre y luego amplió su catálogo con productos de contrabando que le hicieron ganar dinero y buenas amistades entre sus superiores. Todo esto le había seducido en un primer momento, pero ya había terminado.

Otra de las razones de su intranquilidad era su corazón infectado, que sabía que había actuado mal con la única mujer que le había importado de verdad. Habían pasado cinco meses desde la última vez que se habían visto en la antigua fábrica maderera abandonada. Una luna tímida y amarillenta asomaba entre las nubes. Afiladas gotas de agua se abrían paso en la cargada atmósfera. Esa noche casi no intercambiaron palabras. Tuvieron sexo de prostíbulo, no hubo caricias ni abrazos. Él eyaculó y terminaron la sesión. Se vistieron y se quedaron uno al lado del otro sin decirse nada, escuchando la ligera lluvia, que repicaba sobre la corroída tejavana. Eyang tenía la mirada perdida.

—¿Estás bien? —preguntó Akin desconcertado.

—Bueno… Estuve hablando con mi madre sobre nosotros —contestó con timidez.

Ese tema le creaba malestar a Akin. No estaba seguro de si quería continuar escuchando, se temía lo peor, así que no dijo nada, pero afirmó con la cabeza.

—Le pregunté por qué no me deja estar contigo y me dijo que ella se sacrificó por su familia y que yo tengo que hacer lo mismo. Que así es nuestra tradición. Que yo no puedo irme con cualquiera. Que me olvide del amor, que eso son cosas de niños. Que ser mayor es olvidarse de uno mismo y darlo todo por la familia como hace ella y todas las mujeres. —Eyang miró a Akin, que seguía enmudecido—. Dice que ella ha encontrado un hombre bien posicionado y capaz de pagar una buena dote por mí, que mi deber como hija es aceptarlo y ser buena mujer. Que me olvide de ti, que la familia necesita alguien con poder que la proteja y la cuide.

Akin se pasó las manos por su cabeza rapada. Lamentó no tener nada para beber o para fumar. La lluvia se acentuó y los golpes del agua contra la tejavana de zinc sonaban tanto que le hicieron levantar la voz.

—¿Quién es él? ¿Cuándo os quiere juntar tu madre?

—Solo me dijo que era un hombre bien posicionado. Quiere que nuestro primer encuentro sea esta semana.

Akin se mordió los labios y se levantó enfurecido. «¡Maldita ballena!», pensó.

—Yo solo quiero estar contigo, Akin. ¡Vámonos de aquí! ¡Fuguémonos!

A él no le pareció una buena opción. No estaba dispuesto a dejarlo todo por ella, quería seguir viviendo a su manera como hacían los hombres de su país.

—Yo no puedo dejar aquí sola a mi madre, ella me necesita. Soy el único hijo que aún le queda en casa y la ayuda a seguir adelante. Aunque estés con él, seguiremos viéndonos. Tú no te preocupes, así lo hace todo el mundo en Guinea.

—No, no seré capaz. ¿Es que no me quieres?

—Claro que sí, pero… no puedo hacer otra cosa —dijo con gesto de enfado tratando de acabar con la conversación.

Eyang se puso a llorar y se marchó. Akin la siguió y trató de consolarla vagamente. La acompañó hasta casa y la dejó marchar. No hubo beso final ni frase de buenas noches. Fue una despedida de papaya pasada; amarga y con tropiezos.

Se despertó con el sonido de la corneta a las seis de la mañana. Vio las literas y a sus compañeros vistiéndose con prisa. Se bajó de la cama de arriba y apoyó la cabeza contra el esqueleto de la litera durante unos segundos. Se apretó los ojos con la mano, haciendo fuerza con el dedo pulgar y el índice. Se cambió, hizo una respiración profunda y salió al patio.

Todo el escuadrón de jóvenes militares se vistió y salió al patio a hacer el ejercicio matutino. Les hacían saltar, correr, coger su fusil, dejarlo, agacharse… Todo ello vitoreando canciones de muerte al colonialismo, muerte al blanco opresor, muerte al opositor…. Cuanta más furia y odio se demostraba, más los valoraban. Habían pagado una buena cantidad de dinero para alistarse y casi no les daban de comer durante el día. Se los instigaba para buscar opositores debajo de las piedras y saquearlos a modo de recompensa. Akin miró a su alrededor. Delgados adolescentes formaban la tropa, animales salvajes con ganas de matar a su presa. El tigre amarillo con sus fauces en alto brillaba en el escudo del partido revolucionario que se alzaba en lo alto de la puerta de la comandancia. «Macías es el tigre y nosotros, las hienas que comen la carroña», se dijo a sí mismo.

Los montaron en el camión soviético en dirección a la montaña para hacer maniobras combativas. Por el camino, se veían a presos en la cuneta chapeando y custodiados por guardias. Los cautivos estaban encorvados y cortaban la hierba con los machetes sin afilar. Sus vértebras sobresalían como las del dinosaurio de cresta en el lomo. Sus movimientos eran lentos y sus cuerpos estaban deformados. Habían perdido su apariencia humana. Algunos miraban de reojo al temido camión. Los militares del camión se reían de ellos y de su imagen espectral. Parecían haber vuelto a la época de la esclavitud, solo que esta vez eran ellos mismos quienes se esclavizaban entre sí. Akin permanecía callado mirando el paisaje desolador con un gesto inexpresivo.

Dejaron la ciudad atrás y dieron paso a las vastas extensiones de cacao y café. Las montañas estaban repletas de largas hileras llenas de árboles de cacao con sus grandes piñas de color amarillo y otras con las plantas verdes repletas de bayas rojas de café. Respiró hondo para empaparse de la fragancia de los cafetales, pero le vino una ráfaga de olor a sudor y sangre. Se fijó en las plantaciones y vio a cientos de presos con cuerpos famélicos trabajando. Los Guardias de las Fuerzas Armadas los vigilaban. Más adelante, vio otras fincas con unos trabajadores que mostraban un aspecto más saludable, que serían los ecuatoguineanos obligados a cambio de una comida. Su buen amigo Bee le vino a la mente, alguno de esos infelices podía ser él. Desde que había ingresado en el ejército, no había vuelto a verlo. Había pasado por su casa dos veces, pero no había encontrado a nadie. Un sentimiento de pena lo invadió. Recordó lo bien que se lo pasaban juntos en el Colegio Isabel la Católica, ahora llamado Rey de Malabo. Los partidos de fútbol que jugaban en los que Bee vapuleaba a todos los blancos y luego ambos tonteaban con todas las blanquitas. La nostalgia por los buenos momentos de la infancia y el contraste con la situación actual lo amargaron. Las carcajadas del grupo lo sacaron de su melancolía, volvió en sí y se mezcló con la masa.

Llegaron a las faldas del pico Basilé. Pasaron diez días haciendo maniobras de ataque y de defensa, siete de ellos asfixiándose por la selva frondosa infestada de vegetación, mosquitos y humedad. Los otros tres días subieron a la cumbre del pico. Las temperaturas y la humedad eran más bajas. La vegetación se calmaba y se hacía menos densa. Desde lo alto, se divisaba toda la isla y parte de África. Akin sintió una extraña sensación de emoción y miedo, pues, según las creencias bubis, los espíritus de los antepasados moraban en la cumbre. El sol estaba poniéndose y les dieron una hora para relajarse antes de cenar. Desde la cima se divisaba el ocaso en el Edén terrenal. La estrella solar se metía por el horizonte y parecía prenderle fuego al mar. Desprendía unos retazos lila y rosa lirio que contrastaban con los azules cian y añil del cielo. En la otra dirección se alzaba la selva verdosa con sus tonos esmeralda, oliva y menta. Akin se quedó maravillado ante tanta belleza y entendió por qué ese era el lugar donde habitaban las almas de sus antepasados. Detrás de él había una gigantesca antena oxidada que vigilaba el continente entero. Le entró una gran curiosidad por saber qué era eso.

Se le acercó el teniente Obama y le dijo:

—Eso es una emisora de radio y televisión. Nos la regaló España en pleno cambio entre la autonomía y la independencia, hace unos cuatro años. Cuando la construyeron, era la emisora más alta de África y Europa, ahora es la chatarra más alta del mundo. —Akin se rio—. El ministro de Información y Turismo de España vino en persona a inaugurarla, se llamaba… Manuel Fraga, eso es, el mismo que firmó el acuerdo de independencia para nuestra Guinea Ecuatorial.

Akin notó que su gesto y su forma de hablar de España no eran negativos ni marcados por el odio, como en la mayoría de sus superiores. Tenía un gesto neutro, pero con un matiz nostálgico que se esforzó en disimular. Aquella manera de hablar tan culta y aquella actitud tan sabia le despertaron unas ganas irrefrenables de tener más contacto con él, de saber qué encerraban esas palabras, de conocer más acerca de la historia de Guinea Ecuatorial y de los hechos que los habían llevado a terminar con ese régimen dictatorial. Así que trató de seguir con la conversación y le preguntó:

—¿Por qué un ministro de Turismo firmó la independencia?

Obama lo miró con sorpresa. Le puso la mano en el hombro, miró hacia un lado y volvió a sus ojos.

—En el periodo de la independencia ocurrieron muchas cosas que no tienen una explicación lógica.

—¿Solo en el periodo de la independencia? —añadió Akin sin pensarlo.

El teniente lo contempló de forma inquisitiva y esbozó una leve sonrisa. Se levantó y se marchó a coordinar la acampada. Akin se culpó por su atrevimiento. ¿Por qué había dicho algo así? ¿Cómo se había atrevido? Una osadía así podía costarle su libertad o algo peor. Tal vez fue porque Obama le recordó a su padrino Teófilo Bienede, que también era una buena persona con un conocimiento y una manera de hablar más elevados de lo normal.

De vuelta a la base militar, les dieron un día y medio libre a todos los que habían estado de prácticas. Akin se marchó a casa eufórico de alegría, pues llevaba dos semanas sin tener permiso. La cabeza se le llenó de planes, quería hacer muchas cosas. Empezó yendo a cenar con su madre y su tío Borico.

Se fijó en la montaña de basura que había en la calle antes de llegar a su casa. Aquello había empezado con un coche averiado carcomido por el paso del tiempo y ahora estaba cubierto por un montón de residuos que lo cubrían por completo. Dos perros llenos de sarna y heridas husmeaban entre la mierda.

Al llegar, solo vio a su madre en el puestecillo que tenía pegado a la entrada. Estaba sentada en una silla, acurrucada esperando a que llegase algún cliente para venderle algo o charlar un rato. Delante tenía la mesa con tubérculos, verduras y frutas, la mayoría de ellas semipodridas. Tenía longtron, plátanos, mangos, batata y pimientos pequeños rojos y amarillos. A Akin le llamó la atención la falta de variedad y cantidad que tenía en la mesa y lo encorvada y envejecida que estaba su madre. Recordó con tristeza cómo años atrás, cuando él trabajaba con ella, la mesa estaba repleta y su madre llena de energía.

Al verlo, la cara de Pitú se iluminó como si hubiese visto a un ángel. Se levantó con dificultad y la mandíbula temblorosa. Abrazó a Akin con la poca fuerza que le quedaba. Gritó y dio gracias al señor por tenerlo en casa de nuevo. Antiguamente, se veían casi todas las semanas en la entrada del campamento o en casa, pero los últimos meses entre el contrabando, las guardias fuera y la mala vida no la había visto. Su madre no le soltaba la mano y no paraba de repetir la alegría que le daba tenerlo en casa, sin embargo, la notó un poco esquiva.

—¿Dónde está Borico?

—No lo sé, hijo, ya casi no aparece por aquí, está todo el día por ahí con los hombres de los coches caros.

—¿Los hombres de los coches caros?

—Sí, los hombres de los coches grandes que vienen a buscarlo.

Akin asintió con extraño interés y cambió de tema:

—¿Y cómo está Baubiyo?

—A tu hermano… no le va bien. Se le rompió el motor del cayuco y no ha podido arreglarlo porque no le traen lo que necesita. Desde entonces, pesca menos y no le da para alimentar a los siete hijos. Pero eso a ti te da igual, ¿no? Las últimas seis veces que he ido a verte no estabas en el cuartel y tú no has sido capaz de venir ni una sola vez.

—No he podido, no he tenido permiso —dijo a trompicones, ocultando la verdad.

—¿En todo este tiempo no has tenido ni un momento para venir a ver a tu madre? Habrán pasado ya dos meses desde la última vez que te vi. ¿No te das cuenta de que pensaba que te habían matado? ¿Te has olvidado de que tienes una madre que sufre por ti? ¿Por qué tuviste que meterte al maldito ejército? Hace poco os llevasteis al hijo de Mboula, seguro que lo habéis matado como a todos los demás —le gritó, y se puso a llorar.

—¿Acaso crees que yo no preferiría estar aquí contigo vendiendo fruta como hacía antes? Pero hay que sobrevivir, y si tengo que hacerme pasar por fang y meterme en el ejército, pues lo haré, porque tengo claro que no quiero acabar muerto a balazos como el hijo de Mboula o muerto de hambre trabajando en las plantaciones de Macías, ¿entiendes? —contestó irritado.

Akin se levantó, le dio una patada a la silla y se metió al cuarto. Al poco, salió y la abrazó, pero ella lo empujó y se cubrió. Tenía ciertos remordimientos por no haberla visitado. Había tenido oportunidad de hacerlo, pero prefirió estar con chicas, emborracharse o hacer dinero con sus negocios turbulentos, así que trató de complacerla para paliar su malestar.

—¡Tranquilízate, mamá, no volverá a ocurrir! He visto que no te quedan muchas frutas y verduras para vender. ¿Qué te parece si mañana vamos a Basapú, donde la tía, a hacerle una visita y a comprarle un poco de todo?

—Vale, pero no tengo casi dinero para comprar.

—No te preocupes, yo tengo.

Pitú se alegró y dejó de llorar. Se puso a limpiar los platos y Akin aprovechó para irse. Tenía muy poco tiempo y debía visitar a su amigo Lory. Fue hasta su chabola y lo llamó, pero no contestó nadie. Se fue al bar de al lado a hacer tiempo, se pidió un vaso de tope6 y se sentó en una mesa que solo tenía tres patas y estaba apoyada contra la pared para no caerse. Mientras se bebía el vino de palma, se puso a pensar en noches de fiesta. De ahí le vino el recuerdo de su amigo Bee. «¿Dónde estará?». Tal vez ya habría vuelto y estuviese en casa. Después de estar con Lory, si no se le hacía muy tarde, iría a buscarlo. Rememorando las noches con su amigo, se acordó del día en que conoció a Eyang. Sintió ansiedad y angustia recorriéndole el cuerpo. Se terminó el vaso de un trago y se pidió otro, que también se lo bebió de un trago.

Regresó a casa de su amigo y se encontró la puerta abierta. Se escuchaba el sonido de un generador eléctrico y se veía luz. Lo llamó por su nombre y entró. Lory se asustó al verlo, lo empujó con una mano y, con la otra, cogió un machete que levantó en postura de ataque. Akin se apresuró a gritar su nombre y a pedirle que se calmara. Al identificarlo, bajó el machete y lo reprendió por entrar de esa manera en su choza.

—Pero ¿qué estás haciendo? ¿No te das cuenta de que podía haberte matado? —le gritó en pichinglis.

—Lo siento, pensé que me habías reconocido.

—No vuelvas a entrar así nunca. Yo listin mi? (¿Me oyes?) —Lo miró con mala cara, todavía estaba tenso.

—Vale, vale, entendido.

—Ustin yu wan? (¿Qué quieres?) —preguntó de forma seca.

—Solo quería fumar algo de banga7 con mi viejo amigo y hacer tratos como siempre.

Lory se quedó mirándolo un rato y se relajó, fue cuando Akin le agarró la mano y lo abrazó juntando sus cabezas. Siguieron agarrados de la mano y Lory le dijo:

—Perdona, últimamente estoy más nervioso. Estoy avanzando, ¿sabes? Ya no soy aquel joven que conociste, ahora soy uno de los grandes. ¡Ven, toma! ¡Hazte eso! —Le dio un porro de marihuana y cerró la puerta—. Las cosas están cambiando, ahora me dedico a cosas más grandes, ¿entiendes? Eso de echar a los españoles y prohibir sus productos es lo mejor que ha podido pasarnos. Todo el mundo que quiere algo español acude a mí. ¡Toma, échale más a eso! —le dijo mientras le daba un poco más de marihuana—. Me voy a cambiar de casa. ¿Te lo había dicho? Pues sí, me voy a una casa lujosa como la de los blancos importantes.

Ussay? (¿Qué dices?)

—Al lado de la embajada china. —Rio a carcajadas—. ¿Te das cuenta? Voy a vivir junto a embajadores. —Volvió a reír.

Akin, que ya le había dado unas caladas al porro de hierba, lo miraba asintiendo, pero sin explicarse bien tan explosivo crecimiento.

—¿Qué tal te va a ti en el cuartel?

Akin le pasó el porro y le dijo:

—Bien, bastante bien, ya casi todo el mundo me conoce.

—Ahí estás en buen sitio. La gente es bebedora y tienen dinero. Tengo lo que me habías pedido y te vas a llevar una más de anís. ¡Vas a ver cómo lo vendes! La próxima semana tendré orujo a buen precio, may fren (amigo mío). —Se fue a la habitación y volvió con las botellas—. ¡Toma!

—No he traído más dinero.

Yu no worin! (¡No te preocupes!) Esa te la dejo fiada.

Acordaron un precio, las empaquetó con una hoja ancha de palmera y siguieron fumando.

Akin se fijó en la lámpara de tres brazos curvos con brillantes colgando y unas bombillas en forma de vela. Nunca había visto una lámpara así. Empezó a sentir una sensación de bienestar y confort, y el objeto adquirió un brillo desorbitado.

Le pidió una bolsa de marihuana para vender. Lory le dio gran cantidad y le ofreció opio, pero este le respondió que no conocía a nadie que lo fumase. Así, terminaron entre risas y su amigo lo despachó con la excusa de que tenía muchas cosas que hacer. Salió a la calle y fue a casa viendo los colores más intensos que de costumbre.

Su madre estaba dormida en su esterilla de la cocina. Al escucharlo, pronunció su nombre; él le contestó afirmativamente y le dijo que siguiese durmiendo. Entró en su habitación. Borico no estaba, así que pudo esconder las botellas y la marihuana sin problema. Se tumbó y le costó un poco relajarse por lo excitado que estaba.

Pensó en las palabras de su amigo, él también se estaba enriqueciendo. Había mordido la manzana de la avaricia y su sabor lo había encandilado. La venta de una botella generaba tantos beneficios como los que le daban la venta de buñuelos y frutas durante más de un mes. Con vender solo seis botellas de coñac o whisky al mes, ya generaba su sueldo como militar. Él no quería ser ningún muerto de hambre o un don nadie como los que abundaban en su país. Su padrino Bienede le había metido en la cabeza que había que ser alguien en la vida, que había que sacrificarse por llegar lejos y trabajar duro para ello. Él era un claro ejemplo.

En época de la colonia, había sido procurador en las Cortes y vicepresidente de la Cámara Agrícola; tras la independencia, lo nombraron secretario del ministro de Comercio. Formaba parte del partido bubi que los representaba y luchaba por sus derechos. Akin no había sido capaz de estudiar como su tío y aquello le creaba cierta frustración, por eso, con el contrabando, había encontrado otra manera de alcanzar el éxito. Ahora tenía dinero suficiente para que la madre de Eyang lo aceptase como yerno.

Al día siguiente, hicieron los preparativos para ir a Basapú a visitar a su tía para comprarle frutas y hortalizas. Llegaron al punto de encuentro de donde salía el Renault 10 que hacía la ruta interpueblos. Reservaron su sitio de ida y vuelta y se sentaron a esperar.

Akin vio a una joven conocida y fue a hablar con ella. Se dio cuenta de que a quien quería ver era a Eyang, así que salió corriendo como un animal cegado por su instinto. Pasó primero por el mercado y dio varias vueltas, pero no la vio, así que corrió de lado a lado, inquieto. Quería verla y quedar esa noche para estar con ella, lo necesitaba. Sintió gusanos en su estómago producidos por el nerviosismo de pensar que podía perder el coche y de que iba a volver a ver a su Eyang.

Entre el tumulto, reconoció a la madre de su amada, se acercó un poco más y se quedó observando. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que su madre estaba sola, por lo que Eyang estaría en casa haciendo las labores y podría hablar con ella. Salió disparado mientras los olores de carne y pescado podrido del mercado le llenaban los pulmones.

Llegó a la chabola y se quedó espiando desde una distancia prudente. No parecía haber nadie, así que se aproximó un poco más. La hermana pequeña de Eyang estaba fuera desnuda, jugando en el suelo con dos piedras. La ventana se encontraba abierta, y dentro diferenció dos siluetas.

¿Tal vez era alguno de sus hermanos? No, la silueta era demasiado grande. Su cuerpo se estremeció y su corazón empezó a golpearse contra las paredes del tórax, como un loco en una habitación acolchada. Unos segundos después, un militar adulto salió de la casa. Era el capitán de las Fuerzas Armadas Populares. Akin permaneció escondido hasta que el capitán se alejó lo suficiente. Se llenó de rabia y angustia. Fue hasta la puerta, indeciso, aturdido, vacío. Tras unos segundos, se abrió y vio salir a Eyang con la cabeza gacha. Cuando esta lo vio, dio un pequeño grito y se le cayó la palangana que llevaba entre las manos. Akin desvió la mirada a la palangana que acababa de caer y descubrió la forma esférica de su barriga. Sus ojos se abrieron como dos almejas en agua hirviendo. Eyang le gritó entre sollozos:

—¡Márchate de aquí! ¿A qué has venido? ¡Márchate, desgraciado! —Sus lloros se hicieron más intensos y le arrojó la palangana—. ¡Te he dicho que te vayas, bastardo, no quiero volver a verte jamás!

Akin fue alejándose poco a poco como un zombi. No fue capaz de protegerse ante el golpe de la palangana en la espalda. Su cabeza giraba como mareada, su vista no era capaz de discernir. La hermana pequeña había dejado de jugar y observaba la escena. Eyang fue a coger otra vez la cubeta y volvió a lanzarla, pero fue directa al suelo y ella, detrás. Se quedó tirada llorando con fuerza. Akin no derramó ni una lágrima por fuera. Siguió recto sin mirar atrás, prefería no ver nada más y olvidarse de todo cuanto antes.

Cruzó el mercado como un alma perdida. Se chocaba con la gente y esta le gritaba, pero él ni sentía los golpes ni escuchaba los gritos. Llegó al punto de salida del Renault 10. Pitú lo regañó por tardar tanto. Él asintió y se sentó contra un árbol. Al poco, el conductor dejó de discutir con una persona y dio la voz de salida. Viajaban siete personas más el conductor y, encima del coche, una torreta de maletas y objetos. Akin seguía ausente, pues conocía a ese capitán, formaba parte de la cúpula del régimen. «Hablaré con Borico para que le eche un conjuro. ¡Cállate, no digas tonterías! La culpa de todo la tiene su madre por obligarla a estar con ese vejestorio. ¿Qué puedo hacer? Déjala en paz, es lo mejor que puedes hacer».

El camino estaba encharcado y al coche le costaba avanzar, las ruedas se hundían y se resbalaban. El conductor y el copiloto subieron las ventanillas para no mojarse y la atmósfera se hizo pesada. Las ventanillas de atrás estaban rotas y no bajaban. Los ocupantes del taxi comenzaron a sudar a borbotones. A cada segundo que pasaba, Akin se arrepentía más de haber hecho ese viaje. El auto paraba en los pueblos y casas de camino para cargar o descargar las mercancías que transportaba.

Llegaron a Basapú a primera hora de la tarde. Una mujer, a lo lejos, caminaba con el cesto lleno de leña subido a la cabeza. El pueblo solo guardaba el recuerdo de la época gloriosa que tuvo cuando los primeros nativos en hacer riqueza, llamados fernadinos debido al antiguo nombre de la isla, habitaban en unas casas elegantes de las que solo quedaban las ruinas. Se imaginaron que el coche no regresaría ese mismo día. A Akin le molestó la idea de tener que quedarse en el pueblo, le hubiese gustado salir por la ciudad y emborracharse. Era su última noche libre y necesitaba evadirse; además, no sabía cuándo volvería a tener dos días libres. Su estado anímico pasó de la tristeza al enfado. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Encontraron a su tía Ino trabajando en la finca, cosa que les extrañó. Nunca la habían visto en esa situación, siempre había tenido a un jefe de campo que le organizaba a los trabajadores. La observaron hasta que llegaron a su lado. Ino les gritaba a unos braceros que estaban frente a ella. Ellos la miraban con cara de disgusto. Cuando su tía los vio llegar, se asombró y les dio cuatro órdenes más a sus trabajadores para que se mantuviesen ocupados.

¡Kawele8! ¡Cuánto tiempo sin veros, qué contenta estoy! —Ino los abrazó y los besó—. Vamos para casa, que allí se está mejor. ¿Qué tal el viaje?

Umum, un poco lento —contestó Pitú.

—Cada vez tardas más en venir, sis (hermana). ¿Qué pasa? ¿Has encontrado a alguien más barata? Os quedáis a dormir esta noche, ¿no? No creo que ese taxista pase hasta mañana.

En la chabola de su tía el fuerte olor a yuca fermentada lo inundaba todo. Cenaron y se pusieron a charlar. Ino se lamentaba de la bajada de las ventas y les explicó que se había visto obligada a subir los precios porque le cobraban más impuestos y porque había tenido que poner más vigilancia. Estaba angustiada porque los militares venían cada vez con más frecuencia y exigiendo más recaudación. Su capataz no aceptó la bajada de sueldo y se marchó. Desde entonces, tenía que ser ella la que organizase a los pocos trabajadores que le quedaban. Cenaron y se quedaron charlando.

—Encima, ahora quieren quitarme la mitad de mis tierras —añadió Ino con resignación—. Resulta que los blancos nos repartieron las tierras y ahora van a ser los fang quienes nos las quiten.

Akin se sentía avergonzado de su condición de militar y decidió salir fuera para evadirse. El cielo se había despejado, una luna creciente asomaba brillante entre las negras nubes. Se alejó de la casa y se adentró en la selva. Se acordó de un viejo lugar al que solía ir cuando era niño. El sitio tenía una charca de aguas termales y una pequeña cueva que se hundía hacia el centro de la tierra. Los bubis la denominaban la Cueva del Dios del Mal Morimó y, sobre la charca, corría la leyenda de una mujer bellísima llamada Mamiwata que salía del agua para seducir a hombres y mujeres y ahogarlos en ella.

Fue adentrándose en la espesura. De repente, escuchó unos susurros y permaneció callado. La selva por la noche tenía su propia voz, pero ahí había alguien más. Siguió acercándose a la cueva. Cuanto más se aproximaba, más se escuchaba. Akin se estremeció, dudó entre marcharse y descubrir qué estaba ocurriendo. No tardó en visualizar una llama y un corro de gente. Se agachó y continuó con sigilo. Le pareció un ritual funerario por el fallecimiento de alguna persona del pueblo.

El interés lo empujó más y más hasta que llegó a una distancia lo bastante corta como para escuchar y ver lo que ocurría. Había gente demasiado bien vestida como para ser gente del pueblo. El chamán tenía la cara pintada de blanco con unas rayas rojas. Cantaba y tocaba la mpotótutu, esa trompeta de calabaza que se utilizaba para convocar a los miembros del poblado o para transmitir mensajes de los espíritus. Había tres vigilantes de pie uniformados de negro, con el fusil de asalto colgado del hombro y mirando a todos lados. Uno de ellos se alejó del círculo y se adentró en la maleza. Akin se tumbó en el húmedo suelo para que no lo viera y, enseguida, empezó a temblar. El brujo levantó el cuerno `nlàk-ngit sin mèkóra, utilizado en ritos de magia blanca, dijo algo de un espíritu poderoso y su voz se convirtió en una voz espectral como procedente del mundo de los muertos.

Akin siguió callado, espiando. El guardia pasó cerca, pero no lo vio. Levantó un poco más la cabeza para contemplar bien el ritual. La cara de uno de los asistentes le pareció conocida, se fijó bien en él y no dio crédito. Aquella persona era el presidente de su país, no cabía duda. ¿Qué estaban haciendo allí? El chamán retomó su voz y dijo: «De aquí obtenemos su fuerza, su sabiduría y sus poderes». Levantó un trozo de carne que parecía un corazón y lo repartió entre los asistentes. Volvió a bajar la mano y la levantó con una cabeza de humano degollada. La respiración de Akin se aceleró y pensó en salir corriendo. Su cuerpo empezó a agitarse sin su control. Temió que, si no se calmaba, lo descubrirían, así que trató de tranquilizarse. Su temblor se hizo más fuerte y se le pasó por la cabeza que tal vez lo habían poseído a él también para comérselo.

El escolta que hacía el pase de reconocimiento no escuchó a Akin, en la selva había muchos ruidos y movimientos de animales. El chamán le cortó la lengua y los labios a la cabeza degollada y los repartió entre los asistentes. Todos ellos se lo comieron sin vacilar. Por la boca de Macías cayó un chorro de sangre humana. Luego, el brujo partió con un machete el cráneo, que se abrió como un coco. El hechicero sacó los sesos, repitió unas palabras sobre la inteligencia de aquel hombre y los repartió entre los asistentes. Akin empezó a marearse, creyó perder el conocimiento; por un momento, dudó si lo que estaba viendo era verdad o una pesadilla. Sus nervios se dispararon. Luego sintió como si se metiera en un túnel y todo se oscureció.

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