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CAPÍTULO 3

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Su abuela Elé miró la herida que le estaban haciendo las larvas de mosca a Armengol en el omoplato. Cogió un ascua del fuego con dos ramas, la avivó soplando y le quemó la zona mientras Menbeng le agarraba los brazos. Después, se hizo con el antílope que les había traído su padre y lo miró de arriba abajo con escepticismo, comprobando que no estuviera podrido.

Menbeng recogió los platos y fue a lavarlos al cubo de agua. Su abuela le preguntó si la acompañaba a por leña, pero le contestó que no porque quería ir a leer. Su abuela siguió insistiendo, y ella aceptó a regañadientes, impulsada por su sentimiento del deber.

Ambas se fueron con el cesto en la mano por el camino que iba dirección a Midyobo. La lluvia era suave y el sol se veía a lo lejos. Menbeng se quedó mirando la flaqueza y fortaleza paradójica de su abuela, parecida a la de los esclavos, con ese instinto de supervivencia sobrehumano. De camino, vieron a una prima de Menbeng de diecisiete años con el popó9 roto y un niño en brazos. Su mirada era seca y decidida.

¡Ambolano10! —dijo la prima.

¡Ambolo, Eyala! ¿Qué tal tu niño? —preguntó la abuela.

—Muy bien. ¡Mira qué gordito está!

Ambas lo miraron. Menbeng esbozó una leve sonrisa, y la abuela le hizo carantoñas.

—Dile a tu mamá que ayer cogí muchas bananas y que luego le llevaré a casa.

Umum.

—Nos vamos a por madera. ¡Dale recuerdos a tu familia!

Menbeng y su abuela siguieron su camino. Por unos minutos, ninguna dijo nada, hasta que la abuela rompió el silencio.

—¿Cuándo piensas juntarte con un hombre y tener hijos?

—¿Qué? —Menbeng la miró extrañada—. ¿Para qué? ¿Para que enseguida se marche con otra y me deje con los niños a mí sola?

—En esta vida hay que tener hijos y ser mujer trabajadora. —La abuela se agachó, cogió un tronco y lo metió en su cesto.

—¿Acaso no trabajo yo en la maldita finca para traer dinero a casa? Eso deberías decírselo a Armengol, que está todo el día tirado sin hacer nada —contestó Menbeng con enfado.

—¡Ven, vamos por este camino! Los hombres son diferentes, nosotras tenemos que atenderlos y ellos nos dan hijos.

—Pues si eso es lo único que nos pueden dar, prefiero que no me den nada. Yo estoy muy bien sola. Si el día de mañana estoy con un hombre, será porque me quiere de verdad, no porque quiera que lo mantenga. ¡Para eso, que se quede con su mamá!

Elé esbozó una sonrisa y luego añadió:

—¡No seas cabezona! Eso son tonterías, tú tienes que cuidar a los hijos… y trabajar en la casa para que no falte de nada. Esa es nuestra función. Eres muy rebelde, como sigas así, nadie pagará una dote por ti —afirmó la abuela con contundencia, y añadió con un tono más suave—: Ondó Mayie te iría muy bien como marido.

—¿Ondó Mayie? ¡Es un niñato! Yo no quiero trabajar solo en casa, quiero trabajar de maestra —dijo con mala cara.

—La niña eres tú, que no quieres madurar. Olvídate de trabajar de maestra, la escuela no va a volver a abrirse, está prohibida. Ya eres muy mayor, deberías darle hijos a la tribu. Cuanto mayor seas, más complicado será que un buen hombre quiera casarse contigo y pagar una dote. ¡Así es la vida! —dijo la abuela a la vez que le pegaba un machetazo a una rama.

—¿La vida? ¡Será tu vida, no la mía! ¡Qué me vas a decir tú sobre hombres! Ya veo lo bien que te ha ido a ti.

Elé bajó el machete y la miró a la cara con enfado.

—Si yo no hubiese estado con tu abuelo, ahora tú no estarías aquí. ¡Haz lo que quieras! Esos pensamientos tuyos te harán desgraciada y solitaria. Y de eso sí que puedo hablarte. Cuanto antes aceptes nuestra tradición, antes podrás ser feliz.

—Quizá me toque aceparlo, pero nunca seré feliz así.

Cogieron una papaya y se detuvieron a comérsela; luego, reanudaron el viaje. Se acordó de Engonga, el único hombre con el que se imaginaba una vida feliz a pesar de la diferencia de edad. Se enfadó consigo misma por vivir anclada a un hombre del pasado, que tal vez ya estuviese muerto. Además, él nunca mostró el mínimo interés por ella. A fin de cuentas, no era más que una flacucha arrogante que no le gustaba a los hombres. Un picatartes de cabeza roja se posó en uno de los árboles a su paso. Era un bonito pájaro de plumaje blanco en el pecho, morado en la espalda y granate en la cabeza. Según la creencia fang, si un picatartes de cabeza roja se cruzaba en tu camino, era señal de buena suerte. La belleza del pájaro y su leyenda le subieron el ánimo.

—Se está haciendo de noche, mejor será que nos demos prisa… ¡Que el bosque es muy peligroso! El otro día encontraron al ñu de mamá Adaha muerto con unas heridas raras en el cuello. Dicen que ha podido ser el espíritu del bosque.

Menbeng miró a su abuela con incredulidad y siguió hasta casa sin desviar la mirada del encharcado suelo para no tropezar.

Se despertó con las gotas de agua que caían sobre su cuerpo. Era su día libre, así que intentó seguir durmiendo, pero el viento y la lluvia se lo impidieron. Pensó en aprovechar la luz del día para ir a casa de Engonga a leer, pero, al salir, se encontró en la puerta a su padre. Estaba sobrio y con ganas de comenzar a construir la chabola. Menbeng se sorprendió ante su actitud, pero le dijo que no quería emplear su día libre en aquello. Su padre le insistió en exceso y ella no encontró excusa con la que zafarse.

Fueron al lugar donde su padre había pensado construir la casa. Menbeng se abstrajo y proyectó su vida en un futuro, yendo de esa casa al trabajo y del trabajo a casa; una sensación de ahogo le hizo volver a la realidad. Su padre le explicó cómo quería hacerla y lo que le había costado conseguir el permiso para construirla.

Tuvieron que ir hasta la otra punta del pueblo a por los tablones que formarían los cimientos. Cuando llegaron, el maderero les dijo que no tenía todas las maderas que le había encargado porque había tardado mucho en ir a recogerlas. Llevaron a mano los pocos tablones que les dieron. Una vez allí, se dieron cuenta de que no tenían azada para cavar los fosos. Seguían mojándose. Menbeng le reprochó su falta de preparación y discutieron.

Fueron a la choza de Obon para que les dejase una. Los recibió con mala cara y, en mitad de la conversación, le dieron unas arcadas que la hicieron apoyarse contra la pared. Les dijo que su madre era la única con las llaves del almacén de herramientas, pero que no sabía dónde estaba. Hasta la tarde no encontraron una pala para hacer agujeros en la tierra, pero el mango se rompió y solo pudieron poner una de las vigas. Menbeng lo miró con desagrado. Seguía lloviendo y los árboles de la selva se agitaban. Parecía un mar embravecido con una pared de olas a punto de caerle encima. Como ya estaba atardeciendo, decidieron continuar otro día.

Se fue de allí apretando fuerte sus mandíbulas. Le enfadaba haberse dejado llevar por su padre y haber empleado su único día libre en algo que no quería en realidad. Luego pensó en buscar una vela o un poco de aceite para poder leer y relajarse y terminar bien el día, pero ¿a quién le podía pedir?

Entre unas chabolas, vio a un grupo de niños en corro. En el medio, había dos peleándose. El resto los vitoreaban y animaban a uno de ellos para que le pegase más fuerte al otro. Se oían gritos como «Traidor, opositor, malnacido…». En otra época, ella los hubiese separado; ahora, proteger a un subversivo podía costarle muy caro. Los miró con pena y frustración, ya no había nadie que los educase, estaban sumidos en la barbarie. Todos se alegraron al ver caer al supuesto opositor de ocho años. El grupo empezó a disolverse, pero aún se escuchaban gritos como «Púdrete, maldito traidor… No nos gusta la gente como tú…».

Menbeng se detuvo, le pareció conocida la cara desfigurada del niño que yacía en el suelo dolorido y decidió ir en su ayuda. Era su antiguo alumno Esono, el nieto de Blenda, la costurera con las piernas rotas a la que daba clases particulares. Decidió llevarlo a su casa y, de paso, pedirle una vela o aceite a la anciana. No conocía con exactitud los hechos, pero sabía que sus abuelos habían tenido problemas políticos con el Gobierno. Observó al niño dolorido, llorando y se vio a sí misma maltratada, llorando también por dentro. Lo ayudó a levantarse y lo acompañó.

Llegó a casa de Blenda, pero, antes de entrar, miró a todos lados para comprobar que nadie la observaba. La anciana estaba sola, sentada en una esquina cosiendo a la luz de una pequeña hoguera. La chabola olía a orín y humedad, y todo estaba tirado por los suelos. Ya era casi de noche, pero aún se apreciaban sus ojos negros, vidriosos y con una circunferencia azul alrededor del iris. Sus párpados estaban caídos y su boca, en forma de media luna apuntando hacia abajo. Su cuerpo tenía aspecto de botijo y su cabeza no estaba muy poblada, la mayor parte del pelo era canoso. Tenía las piernas cubiertas por el popó. Ella y la casa eran similares. La máquina de coser la movía con la mano girando una polea.

—¡Mbolo, Blenda!

—¡Aaah, Menbeng! ¿Cómo tú por aquí? ¿Vienes a seguir con las clases particulares? ¿Qué te ha pasado, Esono? —preguntó al ver a su nieto.

—Nada —contestó el niño marchándose directo al dormitorio.

Blenda miró a Menbeng buscando una explicación, pero ella no supo qué decir.

—¡Ya! Lo de siempre, ¿verdad? —Se calló unos segundos, dio dos puntadas y luego añadió—: A menudo, pienso que debería haberme marchado cuando aún podía… Me hubiese ahorrado mucho sufrimiento, ¿sabes? Macías se llevó a mi marido, pero a mí y a mi familia nos condenó a la peor de las miserias.

Menbeng no contestó nada, se limitó a comprobar que la puerta y la ventana estaban cerradas. La abuela también se aseguró de que la puerta estaba cerrada, luego la cogió de la mano y la atrajo. Menbeng se inclinó acercando su cara, y la abuela le dijo en voz baja mirándola a los ojos:

—Seguro que tú has oído hablar mal de mí. —Menbeng asintió tímidamente—. Lo único que hice fue votar a Ondo Edu en las elecciones que hubo a finales del 68. —Blenda volvió a mirar hacia la puerta y le tiró de nuevo de la mano para acercarla—. Mi marido estaba metido en política, tenía dinero, era inteligente, mucha gente lo envidiaba. Formaba parte del MUNGE, que era el partido opositor liderado por Ondo Edu. Macías asesinó a todos sus contrincantes políticos y a muchos de sus votantes. Un día, llegaron los militares, se llevaron a mi marido y a mí me rompieron las piernas para que no fuese tras él. —Los ojos de la abuelita se humedecieron, los de Menbeng estaban abiertos como latas de conservas—. Seguro que Macías y sus brujos se comieron a mi Adugu para llevarse su sabiduría. Desde entonces, en el pueblo me han marginado. Lo peor es que mi hija y mi nieto siguen sufriendo las consecuencias. Vivimos en un mundo gobernado por demonios. Yo sé que viniendo aquí te estás arriesgando mucho, no deberías seguir dándome clases.

Las lágrimas de Blenda cayeron en la mano de Menbeng. Ella la miró, pero no le salieron las palabras. La abuela se recompuso y añadió:

—Tú eres diferente a los demás, se te ve en la mirada. Eres la profesora guineana más joven que he conocido jamás. Tienes el conocimiento de los blancos y la cultura de los africanos. Debes tener cuidado o acabarás mal. Un pez en la tierra se ahoga. ¡Busca el río que te dé la vida antes de que sea demasiado tarde!

Menbeng le apretó la mano con fuerza. En ese momento, sonaron dos golpes fuertes en la pared que la hicieron soltarla de inmediato. Ambas se asustaron y miraron a la pared de donde había procedido el ruido. Sonó otro golpe fuerte, como de un proyectil. Menbeng no era capaz de entender qué había pasado. Blenda bajó la cabeza y, como si fuera algo habitual, dijo resignada:

—Creo que nos han tirado unas piedras.

Menbeng no dijo nada durante un rato hasta que escuchó el lloriqueo contenido del niño desde la habitación y decidió irse.

—Bueno, yo me marcho, mamá Blenda. Nos vemos en unos días para seguir con lo nuestro.

—Muy bien. No olvides lo que te he dicho y recuerda que aquí estoy para lo que necesites.

Menbeng, que ya se dirigía a la puerta, se paró y se dio la vuelta.

—¿No tendrás una vela o algo de petróleo?

La anciana llamó a Esono y le dijo que buscase en la esquina de los trastos. Removió entre unas cacerolas y unos utensilios de cocina hasta que encontró una vela blanca del tamaño de un dedo índice. Se la dieron y salió. Quería ir a leer, pero estaba demasiado intimidada por la historia de Blenda, así que fue directa a su casa. Le tenía mucho aprecio y le extrañaba que no se lo hubiese contado antes, ni que tan siquiera le hubiese hecho mención de ello. Al acostarse, se imaginó a sí misma en la situación de Blenda y pensó que tenía muchas probabilidades de acabar igual si no se marchaba enseguida. Una sensación de miedo y opresión le estranguló el pecho.

Al día siguiente fue arrastrando los pies hasta la plantación de Yuca. No llovía, pero el cielo estaba lleno de nubes grises. La primera vez que se agachó, sintió el dolor en los lumbares. Al terminar de trabajar, decidió ir a leer a casa de Engonga. Sintió una mezcla de excitación y miedo, por fin iba a leer. Estaba tan entusiasmada que no comprobó que no la estuviesen observando.

Una vez en el quicio con la puerta abierta, miró hacia atrás. Sus nervios se dispararon cuando vio a lo lejos a Sima Nsang, hermano de Biwolo y representante del Gobierno en el pueblo. Estaba quieto y la miraba fijamente. Menbeng se quedó paralizada con la llave en la mano. Al cabo de unos segundos, entró deprisa, cerró la puerta y se apoyó en ella para mirar por los huecos de las maderas. Su pulso se aceleró Miró en dirección a Sima y vio cómo seguía con la mirada fija en la puerta hasta que se perdió entre las casas. Se maldijo por su estupidez y su falta de naturalidad. Se golpeó la frente con el puño repetidas veces. Se sentó con las rodillas encogidas y con las manos en la cabeza. «¿Cómo he podido tener un despiste así? Si me ven leyendo estos libros, podrían encarcelarme».

Dudó entre quedarse o marcharse, pero las ganas que tenía de leer la vencieron. Esperó un poco más mirando por las ranuras y se aseguró de que la puerta estaba cerrada con el candado. Se metió en la biblioteca secreta y sacó el libro que tenía a medias. Colocó la vela cerca de ella y volvió a ver el nombre misterioso en la primera página. Nfum Adaha.

Dos horas después, empezó a levantarse un aire que chocaba con las maderas y emitía un zumbido abrumador. Al rato, el silbido tomó protagonismo. La llama de la vela parpadeó y a Menbeng le vino el recuerdo de Engonga. «¿Estará bien? ¿Seguirá vivo? ¿Será su espíritu, que me está llamando?». El silbido se hizo más fuerte hasta que se apagó la vela. Se quedó todo oscuro, los animales de la selva enmudecieron. Según una creencia fang, los vendavales arrastran a los espíritus perturbados. El frescor de la corriente le puso la piel de gallina y se encogió sobre sí misma. Intentó encender la vela, pero no pudo. Su corazón latió más deprisa y el miedo se hizo más fuerte. El ventarrón, que se colaba por todas partes, se acentuó. Sintió como si la abrazasen y le hablasen. «¿Dónde estás, Engonga?», preguntó en voz baja. El viento paró dos segundos y luego azotó con más intensidad. De repente, escuchó por fuera algo raspando la pared en la que estaba apoyada, como si alguien estuviese rascando con las uñas la tabla. Soltó un pequeño grito y se levantó. Cogió la vela, se guardó el libro debajo del popó, abrió la puerta y salió corriendo.

Oteó a su alrededor para cerciorarse de que no la perseguían, pero no había nadie, solo el aire. Las palmeras y los árboles se inclinaban hacia ella, parecía que el vendaval la quería llevar consigo. Llegó a casa y su abuela todavía estaba despierta, sentada frente al fuego. Giró la cabeza despacio hacia ella y le preguntó:

—Traes mala cara, parece que te persigue alguien. ¿De dónde vienes?

—Nada, de por ahí.

Su abuela lanzó una mirada escudriñante.

—Todo el día por ahí… Yo no sé qué haces…

Menbeng entró en el cuarto y dejó el libro escondido debajo del colchón de hojas de platanero. Cenaron juntas y a Menbeng le vino la incertidumbre. «Tengo que sacar los libros y llevármelos a otro lado. Pero ¿cómo vas a sacar todos esos libros? ¡No tienes dónde meterlos! ¡Además, le prometiste a Engonga que no los sacarías del escondite! Sima estará preguntándose qué hacías allí, si le da por investigar, estás acabada. Ya no puedo retrasar más la salida».

—Casi no has probado el cocodrilo en salsa de cacao. ¡Con lo que a ti te gusta!

Menbeng observó el plato con la salsa marrón y espesa. Se lo comió y se fue a dormir. Le hubiese gustado leer, pero sabía que su abuela se escandalizaría si la viese con un libro. Estuvo un rato con los ojos abiertos mirando al techo cubierto por ramas y ramas de nipa. Se puso las manos en la nuca, y le sobrevino una mezcla de tristeza, agobio y miedo que la acompañó hasta que se durmió.

Por la mañana, cuando se adentró en la selva para hacer sus necesidades, vio un faisán en la rama de un egombegombe11. El ave desplegó sus plumas e hizo alarde de su arcoíris personal. Menbeng se quedó obnubilada ante ese bello regalo que le hacía la naturaleza. Un ruido cercano hizo que el faisán cerrase su cola y se marchase.

La lluvia era leve y su amiga Obon estaba muy activa corriendo de un lado a otro de la plantación. Menbeng se fijó en

el camino que salía del pueblo. Nunca había viajado más lejos de Evinayong. La mera idea de marcharse la estremecía porque sabía que todo el mundo iba a estar en su contra. No tenía muy claro lo que quería. Dudaba entre irse a otro país, intentar un levantamiento, ir en busca de Engonga o de una vida mejor en la capital. Lo único que tenía claro era que necesitaba marcharse porque no quería acabar como su abuela o como Blenda.

Por la tarde, su amiga estaba cansada, inapetente y con mala cara. Incluso vio cómo se alejaba del cultivo y se escondía entrando en la jungla para vomitar. En ese momento, se escuchó el sonido de camiones. La gente empezó a agitarse y a ponerse nerviosa. Por el camino, aparecieron dos camiones: uno lleno de militares y el otro, con todo tipo de objetos y gente atada a él. Sima Nsang habló con el que llevaba el mando y fueron casa por casa registrándolas y llevándose cualquier artículo de origen occidental. Los soldados iban vestidos de forma diferente, pero todos tenían una AK-47. Eran jóvenes y muchos tenían los ojos rojos cargados de odio.

El carpintero salió corriendo con la sierra en la mano, tres militares le gritaron y abrieron fuego contra él hasta dejarlo abatido. Se oían gritos por todas partes. A una anciana la sacaron de casa por los pelos y le dieron una paliza. Menbeng, al presenciar todo eso, fue a su chabola a ver a su abuela. Al llegar, aparecieron cuatro milicianos con Sima Nsang. Dos de ellos registraron la casa. Al mover el colchón de hojas de platanero, el libro se deslizó por una ranura del suelo y no lo vieron. A su abuela le arrancaron el capazo para comprobar qué llevaba y la tiraron al piso del empujón. A Menbeng la bloquearon agarrándola del pecho. Sima le preguntó:

—¿Dónde está la llave de la casa de Engonga?

—¿El qué? —contestó sin pensar, aturdida por el miedo.

Sima miró a uno de los soldados y le hizo un gesto. Este asintió, le dio con la culata en la cara a Menbeng y le abrió una brecha en la ceja. Nsang repitió la pregunta y ella le dio la llave que tenía colgada del cuello.

—Sabes que hace tiempo que encontraron huyendo a tu amiguito, ¿no? Acaban de informarme de que estaba buscado por la ley y que se quedó aquí utilizando una identidad. ¿Qué hacías tú en casa de un subversivo?

—Nada, yo no sabía que era subversivo. A mí me dejó la llave para que le cuidase la casa.

Sima la miró inquisitivamente y respiró hondo. Luego les hizo un gesto a los soldados para marcharse. Más tarde reunieron a todo el pueblo alrededor de la casa de la palabra —recinto techado en el medio del pueblo llamado àbáá en el que se reúne el consejo de ancianos—. A Menbeng le flaquearon las piernas, así que se apoyó en un poste de la àbáá. Con una mano se apretó la cabeza, que sentía que se le iba a partir en dos, y con la otra se agarró a la columna de bambú. Un grupo de soldados apareció con tres hombres maniatados.

Sima Nsang estaba al lado de ellos con cara seria. Se escuchaban los lloros de tres mujeres y cuatro niños. El jefe miliciano del distrito y comisario político dijo:

—¡Compatriotas! Tenemos que sacar todo lo que era de los españoles. No podemos tener recuerdos de esa gente que nos robó y nos esclavizó. Nos llevamos todas las cosas de la antigua colonia, todo eso está prohibido. No necesitamos nada de ellos. Tampoco se puede tener ningún libro de los españoles, eso es «propaganda subversiva». Nosotros tenemos nuestra propia cultura y nuestro libro, escrito por «el ilustrísimo» Macías, Formación política anticolonialista para que recordemos la verdadera historia de Guinea Ecuatorial y no vuelvan a esclavizarnos nunca más. Tenemos que volver a nuestras raíces africanas y vivir así. No podemos permitir que haya enemigos contra nuestro Gobierno libertador. Esa gente tiene que estar en la cárcel o bajo tierra. Si conocéis o veis a alguno, debéis informar a las autoridades. Este hombre de aquí planeaba un golpe de Estado contra Macías. ¿Sabéis qué hacemos nosotros con los opositores?

El acusado negaba todo con la cabeza e imploraba piedad. Un militar lo agarró de los pelos y le cortó la cabeza con un machete. Los milicianos miraban con desafío, apuntando con sus metralletas a todos. Dejaron el cadáver y subieron los artículos incautados y a los dos condenados al camión. Menbeng conocía a los tres, pero le sorprendió la acusación porque esas personas nunca habían mostrado su descontento con el gobierno.

Ella había acumulado demasiadas papeletas y podía convertirse en la siguiente ajusticiada.

Otro eslabón de tu cadena

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