Читать книгу Otro eslabón de tu cadena - Diego Peñafiel - Страница 9
CAPÍTULO 4
ОглавлениеSe despertó asustado y temblando de frío. Miró a su alrededor y no reconoció dónde se encontraba. La selva cargada de árboles, plantas y helechos se amontonaba sobre él. Estaba amaneciendo, todavía no se veía el sol, pero el cielo comenzaba a pintarse de tonos naranjas y azules. Se levantó angustiado y húmedo por todos lados; se había meado. La boca la tenía pastosa y con mal sabor. Ojeó al suelo donde había estado tumbado y distinguió un poco de vómito marrón tiñendo las hojas verdes. Alzó su mirada al frente y vio la cueva que se adentraba en el corazón de la tierra. Empezó a recordar dónde estaba y por qué. No había nadie, solo una estela de humo que salía del resquicio de una hoguera apagada. Le dolía la cabeza, y le vinieron ráfagas del rito necrófago. Se dio la vuelta y salió corriendo.
Cuando llegó a casa de su tía, su madre lo estaba esperando hecha una furia.
—¿A ti te parece bueno esto que has hecho? Ni en el pueblo de tu tía puedes estar tranquilo. Yo pensaba que habías madurado. Tu tía se ha ido preocupada a trabajar, le has hecho pasar mala noche. Y tú bebiendo por ahí ¿has visto cómo vas? Estas vomitado y meado. Tú no estás bien de la cabeza. —Su madre se le acercó con cara de enfado—. ¡Akin!
La cara de Akin parecía de cera, su mirada estaba perdida, su gesto era serio y su cuerpo aún temblaba. Intentó hablar, pero tenía la lengua hinchada por sus propias mordeduras.
—No…, no he… bebido nada, creo que me han embrujado.
Pitú dio un suspiro. El cuchillo y el plátano se le cayeron al suelo.
—Pero… ¿qué dices, hijo? —Le puso la mano en la cara.
—No… sé, no… ¡Vámonos de aquí, mamá!
Se bañó con el agua recogida de la lluvia que había en un barril y fueron a despedirse de su tía. Le contaron lo ocurrido y ella lo corroboró diciendo que, últimamente, se estaban escuchando rumores de muchos ritos por la zona. Entre las dos mujeres examinaron a Akin. Al ver que no aparentaba tener nada, se quedaron un poco más tranquilas. Le sugirieron que fuese a ver a Borico cuando llegase a Malabo para que le quitase cualquier maldición que pudiese tener. Cogieron la mercancía y fueron a la carretera a esperar al coche. Pasaron las horas y el coche no aparecía. Akin se impacientó por salir de allí. Tenía una necesidad imperiosa de llegar a su hogar. Cuatro horas después, apareció el Renault 10 destartalado. La madre de Akin se puso a discutir con el conductor por el precio del viaje. Quince minutos después, ya habían colocado la mercancía por el coche y estaban de camino a casa. Una de las cestas la llevaban dentro y le aplastaba a Akin la cabeza contra la ventanilla.
Se puso a llover con fuerza. Al coche solo le funcionaba el limpiaparabrisas del copiloto. Iban lento, las ruedas se deslizaban por el barrizal. Akin se quedó dormido un instante, pero el coche pilló un bache y su cabeza chocó contra el cristal de la ventanilla, despertándolo de un susto. Se sentía mareado, con escalofríos. El bochorno que se creó dentro al estar todos apretujados y llenos de cosas le produjo claustrofobia. Chorros de sudor le caían por la cabeza. Tuvo que abrir la puerta y devolver. Su madre se escandalizó, el conductor lo regañó y parte del vómito se quedó dentro del coche.
Horas más tarde, llegaron a Malabo. Se puso la ropa militar y se abrigó por encima. Borico no estaba en casa, por lo que no pudo hablar con él. Al hacer la bolsa para ir al cuartel, se encontró las tres botellas de vino y la de coñac, entonces se acordó de que también tenía una bolsa grande de marihuana escondida. Cogió todo y lo metió en su petate. Se despidió de su madre y se fue al campamento militar. Los compañeros le hicieron algún comentario sobre la cara que traía, pero él no pudo ni contestarles. Guardó sus cosas en la taquilla con llave y se metió en la cama. Al día siguiente, cuando sonaron las trompetas a las seis de la mañana, le costó despertarse. Desayunó un par de buñuelos que le había dado su madre y se fue al patio a comenzar con los ejercicios matutinos y las arengas anticolonialistas.
A lo largo de la semana fue recuperándose, pero, por más que lo intentó, no pudo hablar con el resto de los compañeros. La visión de la gente del ejército metida en el ritual que había presenciado le hacía desconfiar de todos. El recuerdo de la ceremonia le revoloteaba por la cabeza como un mosquito. Diez días después, le dieron permiso de un día. Se fue directo a su casa. La calle olía a chamusquina, pero Akin estaba acostumbrado a ello y casi no lo percibía. Por el camino, le pareció ver menos gente de lo habitual. Al sol le quedaba poco para desaparecer. Pasó por la montaña vertedero que había cerca de su casa, donde un mendigo rebuscaba y otro estaba tirado con moscas revoloteando a su alrededor. El que estaba hurgando entre la basura hablaba y se reía solo. Él siguió de largo hasta llegar a su chamizo.
Al llegar, su madre estaba con su cara de triste simpatía en su pequeño puesto con papayas revenidas y pimientos de colores. Se puso de pie para recibirlo, y Akin vio detrás a Borico con su gesto impasible. A Akin se le cambió la cara, por un momento, se trasladó al ritual, y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero hasta que sintió el calor del abrazo de su madre. Entraron en casa, Akin le hizo un saludo respetuoso a Borico, que le respondió con un gesto de complacencia. Su madre hizo un comentario sobre lo delgado que estaba y se puso a hacer la cena. Dos hijos de su hermano estaban en casa. Su madre le dijo que Baubiyo estaba pasando una mala época y por eso le había traído a dos de sus hijos. Se sentaron todos en la mesa y cenaron plátano frito con aceite de palma y pangolín. Pitú sacó el tema del ritual.
—Estuvimos hablando Borico y yo de lo que te pasó en Basapú. Dijo que no nos preocupásemos. Que si te hubiesen echado una maldición, ya lo habríamos notado y que no te podrías ni levantar. Aun así, te hizo una limpieza de espíritu. ¿Verdad, Borico?
Su tío estaba comiendo con tranquilidad sin quitarle la mirada al plato. Levantó la cabeza y cerró los ojos afirmando lo que decía Pitú. Akin se quedó mirándolo. Era tan misterioso como desagradable. Tenía un gesto y una fisonomía incómoda, su cara le recordó a la del chamán del ritual necrófago. Entonces Akin escuchó un susurro en su oreja derecha, como una leve ráfaga de viento que le acarició el oído con el seseo que se utiliza para callar a las personas, y giró la cabeza, exaltado. Se asustó un poco, miró al resto de los comensales, que seguían a lo suyo, y eliminó los pensamientos fantasmagóricos.
—¿Sabes algo del tío Bienede? —le preguntó Akin a su madre.
—¿Del tío Bienede? ¡Qué más te da si ese ya no es nada nuestro!
—Es mi padrino.
—¡Olvídate de la familia de tu padre! Ellos se olvidaron de nosotros hace mucho.
—Bienede fue el padre que yo nunca tuve. Sé que no se ha olvidado de mí, lo que pasa es que trabaja mucho. Nosotros tampoco vamos a visitarlos.
Pitú se calló y puso cara de indiferencia. Akin no se sentía capaz de ver a su padrino. Si casi no tenía fuerzas para ver a su madre, ¿cómo iba a visitar a su tío, que era un hombre idealista y brillante que luchaba por el bien de la minoría? Sin embargo, cada vez que Akin salía del campamento con el ejército, estaba extorsionando a sus paisanos, haciendo cumplir las absurdas leyes de su dictador, amenazando a gente e, incluso, siendo testigo pasivo de homicidios. Bienede estaba arriesgando su vida por los demás. Era extraño que aún mantuviese su puesto de secretario del ministro de Comercio. Akin sabía que tarde o temprano terminaría cayendo. Deseaba ver a Bienede, pero se imaginaba que estaría disgustado con él por haberse alistado en el ejército y por no haber sido lo suficientemente valeroso para haber seguido sus pasos.
Millones de gotas golpeaban contra todo lo que se ponía a su paso y sonaban como una orquesta tocando una canción tropical. Se quedó sentado mirando por la ventana del salón, hipnotizado por la lluvia. El día estaba oscuro y los riachuelos deformaban las calles. Fue en dirección al mercado, pasó por la montaña de basura y vio al mendigo tirado en la misma postura del día anterior. La lluvia caía sobre él y un par de ratas sobre la axila le desgarraban la piel. Siguió. La gente corría de lado a lado intentado esquivar el agua. Al cruzar la calle, se topó con su amigo Bee. De primeras, pasó de largo; pero, segundos después, se dio la vuelta. Su amigo se había quedado parado. Akin no lo había reconocido, su rostro estaba muy deteriorado y su postura, mucho más encorvada.
—¿Bee?
—¡Akin! ¡Cuánto tiempo! —le dijo en pichinglis intentando mostrar entusiasmo.
—¿Desde cuándo estás aquí en Malabo? ¿Por qué no has pasado por casa o por el cuartel para verme?
—¿Por el cuartel? —La cara de Bee reflejó sorpresa.
—Sí, me hice militar… Tenemos muchas cosas de qué hablar, may fren. ¡Venga, te invito a un vaso de tope por los viejos tiempos!
—Umum —contestó de forma afirmativa moviendo un pelín la cabeza.
Bee iba arrastrando los pies, dando pasos de tortuga. Por un momento, no dijeron nada. Akin fue observándolo y sacando conclusiones sobre qué tal le habría ido la vida trabajando en las plantaciones de su dictador. Su imagen era tan deplorable que le daba miedo preguntar. Llegaron a un bar y Akin pidió un par de vasos de tope. Al cabo de un rato, viendo que su amigo no comenzaba la conversación, le preguntó:
—Bueno… y ¿qué tal todo este tiempo?
Bee lo miró de lado, intentando que su mirada respondiera por él.
—A no de fain (no estoy bien). Me han dejado volver a casa porque creen que me voy a morir.
—Ustin yu de tok? (¿De qué estás hablando?) —dijo Akin sobresaltado.
Bee afirmó con una sonrisa forzada. Fue a coger el vaso de tope y su mano le falló dejándolo caer al suelo, aunque no se rompió y solo se derramó el líquido. Akin se quedó desconcertado al ver que su amigo no era capaz de agarrar el vaso ni de agacharse para recogerlo. Bee tenía los párpados caídos como si estuviese borracho.
—Tranquilo, te saco otro. ¿Qué te ha pasado?
—A no sabi (no sé), dicen que a lo mejor tengo la enfermedad del sueño.
—Pero ¿cómo has cogido eso?
—No lo sé. Nos llevaron a trabajar en Mongomo a las plantaciones de Macías…
—¿Mongomo? ¿Usay e de? (¿Has dicho Mongomo?) —le cortó Akin.
—Es el pueblo del presidente, está en Río Muni, pegado a Gabón.
Akin se levantó y le llevó otro vaso de tope.
—¿Os llevaron hasta la Guinea continental? —Bee afirmó con la cabeza—. Yo pensaba que estarías en algún pueblo de esta isla. Bueno… ¿y qué pasó?
—Allí debe de haber mucha mosca tse-tsé, que es la que pasa la enfermedad.
—Yo tenía entendido que ya casi no había.
—Sí, cuando estaban los blancos aquí, casi no había. Pero ahora que no tenemos su magia, ha vuelto.
—¿Qué magia? Los blancos no utilizaban magia, lo que pasa es que tenían muchas medicinas que lo curaban todo.
Bee cogió el vaso con las dos manos e inclinó la cabeza para beber de él. Akin se sintió culpable, si le hubiese dejado el dinero para pagar la instrucción militar, no estaría así. Macías ordenó que todos los jóvenes que no eran capaces de pagar la instrucción militar se fueran a trabajar a sus plantaciones de cacao y café por una comida al día. Decidió apaciguar la culpa con placer. Miró a su amigo, que se había quedado dormido con la cabeza sobre la mesa.
—¡Venga, vamos a comer! Seguro que no has comido nada en todo el día.
—Um um —negó con la cabeza su amigo.
—Voy a llevarte al Panáfrica. Vas a ver lo bien que se come, es el mejor restaurante de toda Guinea Ecuatorial. Y luego vamos a ir de waka waka.
Akin agarró a su amigo y lo ayudó a levantarse. Bee sonreía y sus ojos se iluminaron. Lo agarró de la mano y fueron hasta el Panáfrica sin soltarse.
A la tarde noche, fueron al club de alterne más conocido de todo Malabo, el Anita Wau. Akin tenía que sujetar a su amigo del hombro para que no se cayera. Se tomaron dos vasos de whisky y Akin buscó un par de miningas dispuestas a prestar sus servicios. Akin disfrutó del sexo sin sentimiento y luego fue a buscar a su amigo.
—¡Bee! ¿Yu de? (¡Bee! ¿Estás ahí?)
—¡Yes, masa (sí, señor), quiero más whisky!
—¡Vamos, may fren, que yo me tengo que ir al cuartel! ¿Dónde está tu «busca blanco»?
—Se marchó hace tiempo, no he podido hacer nada… Si no puedo ni estar de pie yo solo, ¿cómo quieres que haga algo con unos vasos de whisky?
Akin ayudó a su amigo a levantarse y se fueron. Llegaron a casa de Bee y lo dejó tumbado en el suelo donde dormía.
—Yo tenía que haberme marchado en Paña12. Yo podía haber sido el siguiente Pelé. ¿Te acuerdas de aquel seleccionador
que me quería llevar en Paña, Akin? Yo era el mejor jugador de toda Guinea.
—Ya sabi, Bee (Ya lo sé, Bee) —contestó Akin complaciente pese a haber escuchado repetidas veces esa historia.
—Mi padre no me dejó ir, decía que eso no podía ser cierto, que del fútbol no se podía vivir, que ese blanco quería engañarme y aprovecharse de mí. Y fíjate ahora, cualquier cosa hubiese sido mejor que esto.
—Descansa, Bee. El próximo día que libre, te haré otra visita.
Volvió a casa, cogió unos buñuelos, ñames y unas piñas, lo metió en la bolsa, se despidió de su madre y se fue al cuartel. Estuvo hablando con unos compañeros sobre mujeres y eso le recordó a Eyang. Le dieron ganas de verla a pesar de que estaba embarazada de otro hombre. De repente, escuchó un susurro en su oreja derecha y sintió un soplido suave que le erizó la piel. La conversación de sus amigos quedó en un segundo plano. Miró asustado a su derecha, pero no había nadie.
Fueron pasando los días en el campamento militar. El negocio le iba bien porque sus compañeros fumaban marihuana y podían permitirse comprarla, pero solo los altos mandos podían acceder a las botellas de alcohol español. Cuando emprendió el comercio, en sus ratos libres iba tocando las puertas de los superiores con los que tenía algo de trato y les ofrecía buñuelos o verduras para romper el hielo, luego les dejaba caer la posibilidad que tenía de conseguir productos prohibidos. Así, se hizo su propia clientela y aumentó con el boca a boca. Fue donde el cabo mayor, que les hacía la formación por la mañana, con un cesto de tubérculos y fruta por encima cubriendo las botellas. El cabo era un tipo alto y delgado, tenía unas ojeras como de acabar de despertarse. Su pequeño apartamento estaba medianamente ordenado y limpio. Le compró una botella de vino. Al salir, pensó que necesitaba un lugar en el campamento donde guardar la mercancía. A menudo se quedaba sin botellas o marihuana y perdía ventas porque no siempre podía acercarse a donde Lory a comprar más. Necesitaba ampliar el negocio, y en su taquilla cabían muy pocas; además, no era nada segura, había mucha gente que sabía a lo que se dedicaba y no tardarían mucho en robarle. Su soltura y sus años de venta ambulante de fruta con su madre le habían hecho un buen vendedor y por fin estaba recibiendo su recompensa.
Acudió al apartamento del teniente Obama para suministrarle otra botella de vino español. Desde que estuvo en el pico Basilé de maniobras y tuvo la charla sobre la antena, había tratado con él otras dos veces y siempre se había mostrado muy amigable. El teniente tenía un cuerpo lozano, entrado en carnes y un gesto entre bondadoso e inquietante. A Akin le agradaba mucho, pero le desconcertaba. Parecía una persona demasiado simpática e inteligente como para estar a favor del régimen, pero casi siempre estaba con el sargento Ndó, que tenía fama de fiel servidor de Macías y despiadado castigador de opositores. Tocó la puerta y le abrió enseguida.
El cuarto era espacioso y limpio. Tenía una cocina al fondo y la sala principal, con una cama con colchón de espuma sobre un somier de muelles a un lado y un escritorio con tres sillas al otro. Detrás, había un armario con baldas llenas de papeles y archivadores. En la esquina de la habitación, al lado del escritorio, había un radio-tocadiscos Grundig apagado.
—¡Mbolo, Obiang! ¿Me traes lo mío?
—Sí, señor, aquí lo tiene. ¿Va a querer algo más? Tengo Anís del Mono si quiere y la próxima semana tendré un orujo fabuloso a muy buen precio.
—¡Je! Te va bien, ¿eh? ¡Toma tu dinero! Me gusta cómo trabajas, chico. ¿No necesitarás un socio? —dijo Obama con tono sarcástico.
Akin se quedó en silencio un rato pensando que él podría ser la persona que le guardase la mercancía en el campamento. Siempre le había pagado al momento y, a pesar de que había algo extraño en él, parecía de fiar. Además, no tenía a nadie mejor.
—Pues ahora que lo dice, necesito un lugar seguro donde guardar toda la mercancía dentro del campamento. Usted no tendría que preocuparse de nada, solo de guardarla sin que nadie la vea.
Obama puso cara de sorpresa.
—¿Y qué ganaría yo?
—Le doy ochenta ekueles al mes.
El teniente se quedó dubitativo por un momento, pero aceptó sin mostrar entusiasmo. Se dieron la mano y Akin esbozó una sonrisa de satisfacción. A partir de ahí, las ventas se le incrementaron. Las dos semanas siguientes no le movieron del campamento y consiguió vender dos botellas de vino, una de Anís del Mono y dos de brandy Soberano, que, para su sorpresa, era la bebida que más le pedían por ser de alta graduación, por su nombre altivo y por un emblema que persistía y había calado hondo, que decía que era una bebida de hombres, y eso gustaba entre los bebedores.
El aumento del tráfico le hizo pasar más tiempo en el estudio del teniente Obama y eso hizo que su relación se fuera haciendo más cercana. Akin estaba alegre, si seguía así, se compraría su propia casa y podría demostrarle a la madre de Eyang que él también era una persona adinerada capaz de darle una buena vida a su hija. No solo eso, sino que podría ir a visitar a su padrino e invitarlo a su hogar para que viera que él también había sido capaz de prosperar pese a no haber acabado sus estudios.
El calor era intenso y la atmósfera estaba cargada de humedad. Akin y su escuadrón limpiaban los vehículos del ejército. Por la tarde, apareció su madre con un cesto lleno de batata, yuca, mango y buñuelos. Akin le dio dinero. Su madre lo agarró del brazo y lo alejó del grupo de guardias que había en la entrada. Cuando ya estaba lo bastante lejos para que no la escuchasen, le dijo:
—Macías ha asesinado a tu padrino Bienede hace cuatro días. No les han dejado enterrar al muerto y les han dicho que los encarcelarían si hacían algún funeral por él.
Akin sintió como si un puñal se le clavase en el corazón. Pitú miró a su alrededor y fingió que no pasaba nada. Le dio un beso y se marchó. Una presión incontenible le hundió el pecho y le dificultó la respiración. Ya no podría ver jamás a su padrino. Se había muerto pensando que él era un soldaducho más al servicio de la gente que lo había asesinado.