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CAPÍTULO SEIS

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15 de octubre

10:45 h., hora del Atlántico (10:45 h., hora del Este)

Calle San Francisco

San Juan Viejo

San Juan, Puerto Rico


—¿Cómo lo he hecho? —dijo Clement Dixon.

Estaba sentado en la cabina de pasajeros de cuatro asientos de la limusina presidencial, enfrente de Tracey Reynolds y Margaret Morris. Las damas miraban hacia atrás, Dixon y su agente del Servicio Secreto miraban hacia adelante.

Don Morris y Luis Montcalvo, de mutuo acuerdo, habían decidido viajar juntos al aeropuerto y resolver sus diferencias de hombre a hombre y en privado. Como resultado, Margaret viajaba con el Presidente de los Estados Unidos.

Para muchas personas, Dixon lo sabía, este sería el viaje de sus sueños. No creía que eso fuera así para Margaret. Lo más probable es que esto fuera algo que tuviera que aguantar porque su esposo, Don Morris, estaba ahí afuera siendo… Don Morris.

El coche, al que los allegados se refieren con cariño como La Bestia, se abrió paso lentamente por el estrecho y abarrotado carril de la calle San Francisco, en la ciudad vieja. Los edificios coloniales españoles de dos y tres pisos, exquisitamente restaurados, estaban pintados en brillantes tonos azules pastel, naranjas, amarillos, verdes y rojos y adornados con banderas rojas, blancas y azules de Puerto Rico y Estados Unidos.

La famosa calle, poco más que un callejón para los estándares estadounidenses, estaba llena de gente, que se agolpaba a ambos lados. La gente se apiñaba en los ornamentados balcones justo encima de la calle. La gente era retenida por las líneas policiales, pero cada pocos minutos, un grupo salía a la calle, bloqueando el paso de la comitiva. La caravana tenía treinta coches de largo y tardaba una eternidad en recorrer unas cuantas manzanas de la ciudad.

La multitud estaba cerca, esto ya había pasado antes. Tres adolescentes golpearon a La Bestia mientras pasaba, aporreando el capó y las ventanas con las palmas de las manos. Uno de ellos gritó algo en la ventana justo al otro lado de la cabeza de Tracey. Ella se estremeció.

–No se preocupe —dijo el hombre grande del Servicio Secreto que estaba sentado al lado de Dixon. Sacudió la cabeza y sonrió. —No tienen idea de qué coche es este. Hay cinco coches idénticos a este en la comitiva y nadie puede ver a través de esas ventanas.

Clement Dixon no estaba preocupado en absoluto. El Servicio Secreto se había preocupado de la caravana, por supuesto. No les gustaban las cosas fuera de lo común y esto no se acercaba al protocolo estándar. Bueno, ellos tenían sus medios, él tenía los suyos. Y él era el Presidente, después de todo. Si también fuera un hombre del pueblo, saldría de aquí entre la gente.

El lento viaje era un pequeño inconveniente para él. Que la gente haga su celebración. Casi deseaba poder viajar en un automóvil descapotable, saludando a la multitud, como lo hacían los Presidentes hasta el asesinato de Kennedy.

Por supuesto que no era posible. Era tan imposible y la seguridad estaba tan lejos de esos tiempos, que estaba literalmente viajando en un tanque. A Dixon le gustaban los coches y le habían dado un resumen de esta cosa cuando asumió el cargo.

Desde fuera, parecía un Cadillac Deville, pero no lo era. En realidad, no era ningún modelo de coche. Fue construido por General Motors y tenía la parrilla, el emblema y los faros delanteros y traseros de Cadillac. Incluso se parecía vagamente al coche que se suponía que era. Pero fue construido sobre el chasis de un SUV de tamaño grande. Tenía un motor V8 enorme, lo cual era bueno porque el automóvil pesaba más de seis toneladas. Las paredes y las puertas tenían veinte centímetros de blindaje. Las ventanas eran de vidrio a prueba de balas de doce centímetros de espesor. El coche podría soportar un ataque con lanzacohetes.

No tenía cerraduras, ni físicas ni digitales. Las puertas se abrían de forma remota mediante controles que estaban en un automóvil diferente. El tanque de gasolina estaba blindado y revestido con un tanque exterior, lleno de espuma retardante de llama. Tenía neumáticos auto portantes. Los compartimentos de pasajeros, delantero y trasero, estaban sellados herméticamente y eran entornos independientes. El automóvil también podía disparar bombas de humo y gases lacrimógenos y había escopetas de acción de bombeo montadas tanto aquí, en el compartimiento de pasajeros, como al frente con los conductores.

No, Dixon no estaba preocupado por el coche o la multitud. Estaba más interesado en saber qué opinaban estas mujeres, especialmente Tracey, sobre cómo había ido el encuentre de esta mañana.

–Vamos, señoras —dijo. Díganmelo directamente. Podré soportarlo.

Tracey parecía un poco inquieta por la multitud que los rodeaba, pero siguió adelante. Llevaba un conjunto conservador, pantalón azul oscuro, camisa de vestir blanca y chaqueta deportiva oscura. Casi podría ser una de las agentes del Servicio Secreto. Por supuesto, cualquier cosa le sentaba bien. Podría vestir con bolsas de basura de plástico y las cejas se levantarían a su paso, pero a él no le importaría.

–Me encantó, señor Presidente —dijo—, fue completamente inspirador. El pueblo puertorriqueño tiene suerte de tenerle de su lado.

Dixon nunca habría dicho esas palabras exactas en voz alta, pero esa era, por supuesto, la impresión que había estado tratando de dar. Que estaba en su rincón y que tenían suerte de tenerlo allí.

Se permitió retroceder sobre algunos de los puntos más sutiles. Había conocido a un veterano de combate puertorriqueño de noventa y siete años, que luchó tanto en la Segunda Guerra Mundial como en Corea. Había hablado sobre el impulso de Puerto Rico hacia la eficiencia energética y el trabajo francamente increíble que la isla había hecho con la renovación del Viejo San Juan.

Había hablado brevemente sobre la asociación que había puesto fin al bombardeo naval de Vieques. E incluso había insinuado la posibilidad de la estadidad: todos los allí reunidos debían saber que esta última parte estaba, en el mejor de los casos, muy lejos y, en el peor, era una mentira.

–Estos son los tipos de pasos que hacen falta para que Puerto Rico gane el futuro y para que Estados Unidos gane el futuro —había dicho. Ganar el futuro. A los fanáticos de las relaciones públicas se les había ocurrido esto como el lema de su presidencia y, por más cursi que sonara, en secreto le encantaba.

–Eso es lo que hacemos en este país. Ganamos el futuro. Con cada década que pasa, con cada nuevo desafío, nos reinventamos. Encontramos nuevos caminos, seguimos adelante.

–No hay duda —dijo Margaret Morris— de que usted es uno de los mejores oradores públicos de Estados Unidos. Todos esos años en la Casa…

–Golpeando el atril —interrumpió Dixon.

Ella asintió y sonrió. —Y señalando con el dedo a los malhechores, sobre todo en la Casa Blanca y al otro lado del pasillo.

Dixon casi se rio. Le gustaba. Ella estaba haciendo sutiles comentarios al Presidente, mientras iba con él hacia el aeropuerto, cual autoestopista. Era una mujer encantadora, bien vestida con un traje pantalón azul brillante, lo suficientemente vibrante y elegante como para llamar la atención, pero no para robar el protagonismo. Dixon calculó que tendría unos sesenta años. Llevaba mucho tiempo jugando a este juego. Su equipo probablemente estaba al otro lado del pasillo.

El asintió. —Sí, ese era yo. Mucha práctica, durante interminables décadas.

Miró a Tracey. Ella lo miraba con ojos de adoración, muy diferentes de la forma en que lo miraba Margaret Morris. De hecho, era muy probable que Margaret Morris ni siquiera lo aprobara.

¿Nadie lo entendía? La relación era cien por cien platónica. Sabía que era demasiado mayor para ella y nunca pensaría en ella de otra manera. Pero tener una hermosa joven a su lado, mirándolo de esa manera…

¿Qué problema había con eso? Desearlo era tan natural para un hombre como largo era el día.

–Me ha encantado especialmente lo de todo Puerto Rico, todavía no hemos llegado al final —dijo Tracey. —Pero no renunciamos, toda esa parte.

Dixon asintió. A él también le gustaba esa parte. Podría recitarla ahora mismo. Tenía algo parecido a una memoria fotográfica para los discursos. Margaret no había mentido; era un buen orador, muy bueno y lo sabía.

–La gente estaba loca por usted —dijo Tracey.

Esa parte también era cierta. Era una multitud escogida, pero le dispensaron una bienvenida entusiasta y parecían estar pendientes de cada palabra.

–¿Qué piensa? —dijo Tracey.

Le había ido bien. El discurso había ido bien, sin duda.

El asintió. —Sí, estuvo bien. Estoy satisfecho con el discurso y con toda la visita. El primer Presidente en…

–Cuarenta y cinco años —dijo Tracey.

–Sí, en visitar la isla.

–¿Es eso cierto? —dijo Margaret.

–Sí. Este viaje se ha organizado para poner fin a ese período. Hemos tratado a Puerto Rico bastante mal, me temo. Y una de mis misiones como Presidente será mejorar esa relación.

Se le ocurrió que el tiempo entre las dos visitas presidenciales era aproximadamente el doble de lo que Tracey había estado viva.

–Y creo que hemos hecho algo histórico hoy. Creo que podríamos haber empezado a borrar algunos de los malos recuerdos y empezado a generar algunos buenos.

Miró por la ventana a la multitud que pasaba. Las ventanas no solo eran gruesas, sino también tintadas. Dixon había estado fuera menos de media hora antes. Era un día brillante y soleado. Pero las ventanas de este automóvil le daban al mundo la sensación de estar eternamente en el crepúsculo.

Mientras Dixon miraba, un hombre entre la multitud explotó.

No había otra forma de explicarlo. Dixon estaba mirando directamente al hombre, un joven de tez café y cabello oscuro. El tipo llevaba un chubasquero azul claro. Estaba apretujado entre la multitud, con los ojos bien cerrados y el rostro hacia abajo. Entonces él simplemente…

Saltó en pedazos.

Hubo un destello de luz y las personas a su alrededor también se hicieron pedazos. Cabezas, brazos, torsos volando. Sangre salpicando a chorros. Una fracción de segundo después, llegó el sonido de la explosión. Estaba ahogado por las ventanas, pero la onda expansiva hizo que todo temblara.

Un trozo de algo voló por el aire y golpeó el coche. Dixon apenas pudo distinguir qué era. Estaba rojo y andrajoso y podría haber sido un gran trozo de fruta podrida.

Entonces comenzaron los gritos.

Un instante después, el hombre del Servicio Secreto estaba encima de él, sujetándolo.

–¡Vamos! —gritó el hombre a los conductores. —¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

–¡Suéltame! —dijo Dixon— ¡Estoy bien!

Pero, por supuesto, el hombre no se movió. Las sirenas sonaban locamente, después se oyó el sonido de disparos automáticos en algún lugar cercano. Dixon no pudo ver nada de eso. El coche no parecía moverse, debía estar atrapado entre la multitud.

Tracey gimoteó y dejó escapar un pequeño chillido, como de ratón. Margaret jadeó. Dixon las habría consolado a ambas, pero este grandullón de 100 kg lo estaba reteniendo.

–No están heridas —dijo el hombre—. Ambas están bien.

Ahora el coche finalmente aceleró. El motor rugió mientras el coche ganaba velocidad.

Algo impactó contra el coche.

Zunk, zunk, zunk, zunk.

Tracey jadeó. —Nos están disparando.

–No pueden alcanzarnos —dijo el hombre del Servicio Secreto. —Este coche es a prueba de balas.

Si ese era el caso, entonces ¿por qué el hombre aún sujetaba a Dixon inmovilizado en el asiento?

* * *

—No hay más Dios que Dios.

Su pasaporte decía que era de Grecia. Decía que se llamaba Anthony. Había sido una falsificación impecable y la gente se lo había creído. El personal de facturación y seguridad de los aeropuertos se lo había creído. Los empleados del hotel se lo habían creído. Todos se lo creyeron.

Nada de eso importaba ya.

Estaba inmerso entre la multitud. Era un día caluroso, pero de repente el sol le pareció tan caliente que podría desmayarse. Los coloridos edificios y los balcones ornamentados estaban detrás de él. Frente a él había una fila de coches negros que se arrastraban, con las ventanas tintadas y banderas estadounidenses y puertorriqueñas colgadas de soportes cerca de sus parabrisas.

Estaba sin aliento. No podía pensar en nada, excepto en lo que había memorizado hacía mucho tiempo.

–Oh Alá —dijo en voz alta, el sonido de su voz ahogado por los gritos y vítores de la gente a su alrededor. —Danos el bien en el mundo y el bien en el Más Allá y líbranos del tormento del Fuego.

La gente gritaba y chillaba. La gente se reía. La gente estaba loca y agitaba pequeñas banderitas. Fue zarandeado y empujado. Se sentía mareado, como si fuera a vomitar. Todo giraba.

Tropezó hacia adelante, hacia el coche que tenía delante.

De repente, a su derecha, más atrás en la caravana, algo explotó. Vio la explosión por el rabillo del ojo. Ni siquiera necesitaba mirar, ya sabía lo que era. Era un hermano en Alá, alguien a quien nunca había conocido, el primero de los muyahidines en morir hoy.

También era la señal para el resto y Anthony era uno de ellos.

La gente seguía gritando, pero el tono había cambiado. Ahora la gente corría y chillaba. Llegó el aullido de una sirena.

Los coches quedaron atrapados entre la multitud. Estaban atrapados en la propia caravana.

Anthony llevaba puesta una colorida camisa hawaiana con estampado floral, que colgaba sobre el bulto de su cintura. Quien lo mirara podría pensar que era un poco gordito, pero no lo era, estaba muy delgado.

Dio dos pasos hacia el tráfico y estuvo a punto de tropezar cuando se bajó de la acera. La gente avasallaba y empujaba, desesperada por escapar. Un hombre llevaba un niño pequeño sobre sus hombros. Anthony pasó junto al hombre.

Estaba muy cerca del coche negro. Era grande, más grande de lo que esperaba.

En algún lugar cercano, comenzaron los disparos. Los hermanos, la policía, el ejército, no había forma de saberlo ahora.

–¡Aláu Akbar!

Lo gritó a todo trapo.

Miró por la ventana del coche, pero no pudo ver nada. Quizás el Presidente estadounidense estaba allí, quizás no. En cualquier caso, había siluetas. El coche no estaba vacío.

Junto a él, sobre los hombros del hombre, el niño lloraba.

Anthony no lo dudó. Ahora sostenía un mechero de plástico. Metió la mano debajo de la camisa y buscó la mecha que encendería el acelerador. Tenía mucha práctica en esto y lo encontró al instante. Prendió el encendedor.

–¡Sálvame! —gritó. No escuchó su propio grito. No sabía a quién se dirigía.

Al segundo siguiente, sintió el calor en el centro de su cuerpo. Entonces llegó el calor real y la luz cegadora.

Y luego la oscuridad.

* * *

—Es un buen orador —dijo Don Morris—, le concederé eso.

Viajaba con Luis Montcalvo, varios coches por delante del Presidente. A su alrededor, la gente estaba casi pegada a las ventanas, mirando hacia la oscuridad, con la esperanza de vislumbrar a Clement Dixon.

–Un orador excepcional —dijo Montcalvo. —Y está diciendo muchas cosas que el pueblo puertorriqueño necesita escuchar.

Don asintió. —Creo que puede que tengas razón. La audiencia disfrutó de su discurso y la gente en la ruta del desfile… —Hizo un gesto hacia la ventana y dejó que la multitud electrizada hablara por sí misma.

–Estamos listos para la estadidad —dijo Montcalvo. —Hemos estado demasiado tiempo en este limbo y eso les da munición a quienes dicen que deberíamos ser nuestro propio país.

Don miró al joven del Servicio Secreto que viajaba en el coche con ellos. El chico parecía aburrido. Estaba oyendo sin escuchar. La acción real sucedía en un coche diferente.

Don miró a Montcalvo. Parecía apenas mayor que el hombre del Servicio Secreto asignado para protegerlo. Estaba sereno y seguro de sí mismo. Se había reunido con el Presidente de los Estados Unidos y le había exigido respeto. Ser gobernador de Puerto Rico no era ni menos ni más que ser gobernador de un estado. En cierto sentido, era como ser Presidente de un país pequeño. Montcalvo asumió bien la responsabilidad.

–Creo que tú y yo no somos tan diferentes como parecemos —dijo Don.

Montcalvo asintió. —Estoy de acuerdo, nunca sugeriría lo contrario. Sé que eres un gran hombre. Pero la Escuela de las Américas… Estoy seguro de que os dais cuenta de que aquí tenemos una gran afinidad por toda América Latina. Son nuestros hermanos y hermanas.

Don podría creerlo. —Por supuesto.

–Caminamos en línea —dijo Montcalvo. —Podemos perdonar, pero no podemos…

De repente, una bomba estalló justo fuera de su ventana.

El sonido fue amortiguado, pero seguía ahí. ¡BUUUUM!

Ocurrió a su espalda, por lo que no lo vio, pero Don sí. Un hombre estaba parado en medio de una multitud apretada y luego explotó. Don no lo vio accionar el explosivo, pero vio que los ojos del hombre estaban cerrados, probablemente en oración.

Estalló en pedazos, irreconocible en un instante, así como las personas a su alrededor. Había un hombre con un niño posado sobre sus hombros…

Una fuerte salpicadura de sangre golpeó la ventana, justo detrás de la cabeza de Montcalvo.

Entonces Don se quitó el cinturón de seguridad y empujó a Montcalvo contra el asiento, por puro instinto. Golpeó la ventana del compartimiento del conductor. Gritó al unísono con el joven agente del Servicio Secreto detrás de él.

–¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

El coche se abrió paso entre la multitud. A su alrededor, la gente se arremolinaba, gritaba, había rostros ensangrentados apretados contra las ventanas. Estalló el fuego.

El primer pensamiento de Don fue para Margaret, que estaba en el coche del Presidente. No había nada que pudiera hacer por ella. Estos coches eran como fortalezas rodantes, lo sabía. Lo más peligroso era que todos estaban atrapados en una fila, incapaces de moverse. Si la vida de Margaret se viera amenazada, sería por este atasco.

Apretó el cuerpo de Montcalvo hacia abajo, suave ahora, pero muy firme.

–No te levantes, hijo. Quédate abajo.

Se volvió a mirar al hombre del Servicio Secreto.

–Pon este coche en movimiento. AHORA.

De repente, como por la magia de las palabras de Don, el coche aceleró. Miró a través del cristal ahumado y por el parabrisas, viendo lo que veía el conductor. El coche serpenteaba entre la multitud, la gente se lanzaba hacia las aceras.

El conductor hizo un giro brusco a alta velocidad y se precipitó por una calle lateral.

Justo delante, una mujer con un niño pequeño estaba parada en la calle adoquinada. El niño yacía inerte en sus brazos. El rostro de la mujer estaba ensangrentado. Ella estaba gritando.

Iban a atropellarla.

El conductor hizo girar el volante a la izquierda. El coche se catapultó por encima de la acera y no alcanzó a la mujer. Chocaron contra la pared de un edificio azul de la época colonial y rebotaron. Por un segundo, pareció que el coche se enderezaría, pero luego el lado del conductor se levantó del suelo.

Don sintió cómo se iba. Conocía la sensación demasiado bien.

Fue lento, lento, lento y luego muy rápido. El coche volcó y rodó.

Don fue lanzado hacia adelante y hacia los lados, su rostro golpeando el vidrio entre los compartimentos. Luego se estrelló contra el agente del Servicio Secreto.

Todo se oscureció.

Parecía flotar por el espacio.

Algún tiempo después, abrió los ojos. El coche estaba volcado sobre el techo. Don estaba tirado en el techo. Se llevó la mano a la cara y salió ensangrentada. Tanto Montcalvo como el hombre del Servicio Secreto estaban cabeza abajo, todavía atados a sus asientos, con los brazos colgando.

Los ojos de Montcalvo estaban cerrados.

A Don le zumbaban los oídos. Estaba mareado.

Metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono móvil. El número de Margaret estaba pre programado. Lo encontró y apretó el botón verde. Sonó el número y luego pareció que descolgaban.

–¿Cariño? —dijo— ¿Cariño?

No había ninguna voz en la línea.

Fuera de sus ventanas, la gente pasaba corriendo. Sobre todo, lo que podía ver eran sus pies. Un coche negro pasó corriendo por la calle, luego otro, miembros de la comitiva presidencial, ahora libres para quemar caucho hacia el aeropuerto.

Don se arrastró hacia la puerta, pensando que la abriría y pediría ayuda. Pero… sucedió algo. Pasó lo que pareció mucho tiempo. Abrió los ojos y se encontró de nuevo tendido en el techo.

Alguien debe estar de camino. El conductor debe haber llamado. Don miró a través de la partición y el conductor estaba colgando cabeza abajo, al igual que estos dos tipos en el compartimiento de pasajeros con él.

–¿Hay alguien más despierto por aquí?

Gloria Principal

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