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PULGAS,

BULLDOGS

Y CAPAS DE REALIDAD

de Manuel Manzano

«Me gusta el trabajo, me fascina. Puedo sentarme y contemplar durante horas cómo trabajan los demás.» Si enmarcamos la cita en la Inglaterra de principios del siglo veinte, se podría pensar que quien reflexiona así, lo hace retrepado en su mullido sillón orejero, con una media sonrisa en los labios, quizá con una copa de brandy en la mano, al calor de una nutrida chimenea y mientras le da golpecitos a su pipa de espuma de mar para vaciarla con delicadeza. Completaría el atrezo una bata de seda recamada con dorados y un foulard al cuello estampado con el escudo del linaje familiar. El monóculo lo dejo a elección del lector. Y cabe la posibilidad de que ocurriera así, por supuesto (del ambiguo sentido del gusto de los ingleses de la época puede esperarse cualquier atuendo afín), pero esa frase salió de la boca de un autor que en su infancia fue uno de los perros flacos con más pulgas de la historia de la literatura inglesa, al menos durante el primer tercio de su vida.

Hasta poco antes de cobrar fama internacional con Tres hombres en una barca, a Jerome no paró de lloverle sobre mojado. Venía de una infancia calamitosa, con un padre predicador con poco tino para las inversiones, cuyas deudas lo hundieron en la miseria. Las visitas de los acreedores se hicieron tan habituales en su casa que Jerome acabó viéndolos como los perennes actores de reparto de su vida cotidiana infantil. Y como desde niño ya había manifestado su deseo de convertirse en un hombre de letras, uno se imagina al Jerome de trece años de edad, tras la reciente y prematura muerte de sus padres, recogiendo para la London and North Western Railway los trozos de carbón que caían a los lados de las vías del tren, porque de alguna manera tenía que ganarse la vida mientras bullían en su cabeza los primeros argumentos literarios.

Después, añadiendo pulgas a la colección, deambularía por la Inglaterra decimonónica desempeñando tantos oficios como interpuso en su camino la Providencia, a la que maltrataría merecidamente en Ellos y yo: cumplidos los veintiuno, fue actor de teatro en una compañía modestísima de gira por provincias, plumilla incomprendido, maestro de escuela, mozo de almacén, empaquetador… No obstante, al parecer, nunca perdió la ilusión literaria. O si en algún momento la perdió, se la devolvió después el reconocimiento de crítica, público y colegas de oficio, porque por mucho que unos cuantos editores londinenses melones rechazaran sus primeros escritos (sátiras, relatos, y unos cuantos ensayos), perseveró, publicó y acabó convertido en uno de los mayores exponentes de la literatura inglesa de humor de todos los tiempos. Al final de su carrera, con más de veinte obras publicadas, coqueteó con la edición. Dirigió la revista satírica The Idler, inspirada en la obra de su amigo y colega Rudyard Kipling, pensada para todo aquel que considerara la pereza como una de las bellas artes, y más tarde fundó To–Day, que duró un suspiro debido a la poca acogida comercial. Al comienzo de la primera guerra mundial, trató de alistarse como voluntario para servir a su país, y al ser rechazado por sobrepasar la edad máxima, se enroló en el ejército francés como conductor de ambulancias. Murió de un derrame cerebral en la cama de un hospital, una década después.

Martillo satírico de políticos, de nobles y sobre todo de la bulldog breed biempensante, Jerome, como sus contemporáneos Hector Saki Munro o Pelham Grenville Wodehouse, se sirvió de un sentido del humor afilado e irreverente para viviseccionar esa parte anquilosada de la sociedad británica, enquistada en tradiciones y costumbres rancias, que tanto repelús le provocaba y que reflejó en casi todas sus obras, ya fuera como diana directa de su ironía o como simple ambientación para mayor gloria de sus tramas. Fue buen amigo de James Matthew Barrie (que aparece en Ellos y yo a modo de cameo), de Israel Zangwill, de Herbert Georges Wells (al que inspiró en la creación de Little Wars, uno de los primeros reglamentos para juegos de mesa de guerra), de Arthur Conan Doyle y de Thomas Hardy, entre otros, e influyó en el sentido del humor de las sucesivas generaciones de autores ingleses hasta nuestros días.

Los miembros de la familia protagonista de Ellos y yo recuerdan mucho a los de Mi familia y otros animales (y a los de Bichos y demás parientes, por supuesto), de Gerald Durrell (de los dos hermanos Durrell, el listo); los diálogos entre la Providencia, tan obtusa como olvidadiza, y el insidioso Espíritu Errante, que trata infructuosamente de infundirle a la primera algo de sentido común para que deje de martirizar con sus desatinos a los campesinos, no desentonarían en las conversaciones absurdas de los episodios televisivos de la serie Monty Python’s Flying Circus. Se podría sospechar, aventuremos, que los del clan de John Cleese (cuyo apellido familiar original era Cheese, por cierto, y que su padre cambió por dignidad) tuvieron que haber leído a Jerome antes de escribir muchos de sus sketches.

El humor de Jerome no es directo, no es de piel de plátano en el suelo y subsiguiente batacazo, o de payaso de las bofetadas, requiere en cambio observación e inteligencia. Jerome retuerce las escenas, esconde en ellas pequeños detalles premonitorios, y dirige los acontecimientos hasta accionar el resorte que hace saltar la chispa del ingenio que enciende la comicidad. En Ellos y yo, quizá debido a la propia naturaleza de las relaciones entre los miembros de la familia que retrata, Jerome manipula la acción y las reflexiones de los personajes de manera sutil, sin estridencias, pero sin dejar de revolver en los trastos sociales, políticos, religiosos, culturales, idiosincráticos británicos. Muchas veces, las situaciones que relata, sin las varias vueltas de tuerca dadas durante el proceso, en el mejor de los escenarios resultarían amargas, y en el peor, crueles, tal vez porque como dice él mismo, «Puedo ver el lado cómico de las cosas y disfrutar de la diversión cuando se me presenta; pero mire a donde mire, en esta vida siempre veo más tristeza que alegría».

En esta novela, los personajes se mueven por el universo que Jerome ha creado para ellos como peces boqueando fuera del agua, sobrepasados por las circunstancias, hasta casi el final de la historia, cuando ese universo azaroso implosiona por fin, y todo encaja en el lugar que le corresponde.

El padre novelista, alter ego de un Jerome ya reconocido y acomodado en un lugar preeminente del paraninfo literario, es un espíritu contradictorio, que vive más dentro de sus historias que en las que discurren a su alrededor. Amante de su familia pero crítico mordaz con todo lo que le rodea, es un hombre decepcionado y decepcionante a un tiempo, y precisamente debido a su condición caótica, gestiona de manera magistral el caos en que se ha convertido su vida familiar.

Dick, el hijo mayor, estudiante en Cambridge y vago redomado cuyo estómago tiene mayor poder de decisión que su cerebro consciente y que al principio es reacio a implicarse en la vida rural que se le impone en su periodo vacacional, finalmente experimenta una epifanía, inspirada por un corredor de bolsa metido a campesino filósofo, que lo convertirá en el mayor defensor de la causa agraria. O eso quieren creer todos.

Robina, la hija mayor y adlátere del padre, está en edad casadera. Tan hosca y esquiva con los demás como complaciente consigo misma, conocerá el amor a su pesar y a pesar de su enamorado, que recibirá de ella todos los golpes imaginables, en la mayoría de las ocasiones desconociendo por completo de dónde le vienen.

Y Verónica, por último, la pequeña de la familia, es el paradigma de la niña revoltosa y traviesa, pero Jerome trabaja su interior, como el del resto de personajes, hasta alejarla diametralmente de las verdades cansadas, dotándola de una capacidad reflexiva que en una pequeña de nueve años de edad resulta sorprendente y al mismo tiempo verosímil, hasta lógica y cardinal, por la que, haga lo que haga, incluso las víctimas de sus fechorías no pueden evitar adorarla.

Puede que el principal valor del sentido del humor de Jerome sea su capacidad para desmigajar y arrojar luz a las contradicciones de la vida cotidiana. Gracias a la labor minuciosamente incisiva del dedo del escritor en todas las llagas de la sociedad británica, en todo lo humano y mundano mínimamente susceptible de ser desmenuzado, el lector puede ver cada capa de realidad superpuesta, que necesariamente resulta en un todo extravagante, cómico y poblado de personajes singulares.

En definitiva, leer a Jerome (como traducirlo), leer Ellos y yo, divierte y alimenta.

Ellos y yo

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