Читать книгу Ellos y yo - Джером К. Джером, Джером Джером - Страница 8

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capítulo ii

—¿Quieres decir que ya has comprado la casa, jefe? —preguntó Dick—. ¿O solo estamos hablando por hablar?

—Esta vez, Dick, lo he hecho —le contesté.

Dick se puso serio.

—¿Es la que querías?

—No, Dick, no es la que quería. Yo quería un lugar anticuado, pintoresco, aislado, con hiedra y gabletes y miradores.

—Estás mezclando las cosas —me interrumpió—; los gabletes y los miradores no casan.

—Disculpa, Dick —le corregí—, pero en la casa que yo quería, sí. Es el estilo de casa que se encuentra en el número de Navidad de las revistas ilustradas. Nunca la he visto en ningún otro lugar, pero me encapriché con ella desde la primera vez que la vi. No estaría demasiado lejos de la iglesia y estaría bien iluminada por la noche. «Uno de estos días seré un hombre inteligente y viviré en una casa así», me decía a mí mismo cuando era niño. Era mi sueño.

—¿Y a qué se parece esa casa que has comprado? —preguntó Robina.

—El agente inmobiliario me dijo que tenía muchas posibilidades de mejora. Le pregunté a qué escuela de arquitectura diría que pertenece; me contestó que pensaba que era una escuela local y señaló, cosa que parece ser verdad, que hoy en día ya no construyen casas así.

—¿Cerca del río? —preguntó Dick.

—Bueno, de camino —le contesté—. Me atrevería a decir que está quizá a un par de kilómetros.

—¿Y por el camino más corto? —siguió Dick.

—Ese es el camino más corto —le expliqué—. Hay un camino más bonito por el bosque, pero son unos tres kilómetros y medio.

—Pero habíamos decidido que estaría cerca del río —dijo Robina.

—También habíamos decidido —le contesté—, que estaría construida sobre suelo arenoso y orientada al suroeste. Solo hay una cosa en esa casa orientada al suroeste y es la puerta de atrás. Le pregunté al agente sobre la arena. Me aconsejó que si quería una buena cantidad, le pidiera una cita a la Compañía del Ferrocarril. Yo quería que la casa estuviera en una colina. Está en una colina, pero tiene otra grande enfrente. No quería la otra colina. Quería una vista ininterrumpida de la mitad sur de Inglaterra. Quería llevar a nuestros amigos al porche y contarles historias, decirles que en los días claros se ve hasta el canal de Bristol. Puede que no me creyeran, pero sin esa colina en medio podría haber insistido en mi versión y al menos no estarían completamente seguros de si mentía o no.

»Personalmente preferiría una casa donde hubiera pasado algo que me gustara. Una casa con una mancha de sangre. No una mancha escandalosa; una discreta mancha de sangre que estuviera escondida la mayor parte del tiempo, oculta debajo de la alfombra, y que mostraríamos solo en ocasiones, como un regalo para las visitas. Hasta tenía la esperanza de que hubiera un fantasma. No quiero decir uno de esos fantasmas ruidosos que no parecen saber que están muertos. Mi fantasía era el fantasma de una dama, el fantasma de una señora gentil y tranquila, educada. Esa casa, bueno, mi principal objeción acerca de esa casa es que es demasiado sensata. Tiene eco. Si vas hasta el final del jardín y gritas en voz muy alta, te contesta. Esa es la única diversión que puedes sacarle. E incluso entonces te responde en un tono tal que parece que esté pensando que todo el asunto es una tontería, que simplemente se está burlando de ti. Es una de esas casas que siempre parece estar pensando en sus tasas y en sus impuestos.

—¿La has comprado por alguna razón en especial? —preguntó Dick.

—Sí, Dick. Estamos todos cansados de este barrio de la periferia. Queremos vivir en el campo y estar bien. Vivir en una casa en el campo con toda la comodidad que sea necesaria. Y eso está claro y aceptado y de eso se deduce que debíamos construirnos una casa o comprar una; y he preferido no construirla. Talboys se construyó una casa. Ya sabes quién es Talboys. Cuando lo conocí, antes de que empezara la construcción, era un alma alegre, siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. El constructor le asegura que dentro de veinte años, cuando el color haya tenido tiempo de rebajar el tono, su casa será muy hermosa. Pero ahora, la mera visión de la misma lo corroe por dentro. Le han dicho que con el paso de los años, a medida que vaya desapareciendo la humedad, le afectarán menos el reúma, la fiebre intermitente y el lumbago. Tiene un seto alrededor del jardín. Mide medio metro de altura. Para mantener a los chicos alejados ha puesto una cerca de alambre de púas; pero la cerca de alambre no permite una verdadera intimidad... Cada vez que los Talboys se ponen a tomarse un café en el césped, suele haber una multitud de habitantes del pueblo observándolos. Tienen árboles en el jardín y se sabe qué árboles son porque hay una etiqueta atada a cada uno que dice qué clase de árbol es. Por el momento hay cierta similitud entre ellos. Talboys estima que de aquí a treinta años le darán sombra y comodidad, pero para entonces espera estar muerto. Quiero una casa que haya superado todos sus problemas. No quiero pasar el resto de mi vida educando a una casa joven y sin experiencia.

—Pero ¿por qué esta casa en particular si, como dices, no es la que querías? —instó Robina.

—Porque, mi querida niña, hay menos diferencias entre esta y la que quería que todas las demás casas que he visto. Cuando somos jóvenes tratamos de conseguir lo que queremos y cuando hemos llegado a los años de la discreción decidimos tratar de querer lo que podemos conseguir. Eso nos ahorra tiempo. Durante los últimos dos años he visto cerca de sesenta casas, y en todo el lote solo una era realmente la casa que quería. Hasta ahora me he guardado la historia para mí. Incluso en este momento, solo pensarlo me irrita. No fue un agente inmobiliario el que me habló de ella. Conocí a un hombre por casualidad en un vagón de tren. Tenía un ojo morado. Si alguna vez me encuentro con él de nuevo… yo… le pondré el otro del mismo color. Se justificó explicando que había tenido problemas con una pelota de golf y en aquel momento le creí. Durante la conversación mencioné que estaba buscando una casa. El hombre describió aquel lugar y a mí me pareció que pasaban horas sin que el tren se detuviera en una estación. Cuando lo hizo me bajé y me subí al primer tren de vuelta. Ni siquiera me detuve a almorzar. Llevaba la bicicleta y me dirigí allí directamente. Era… bueno, era la casa que quería. Si hubiera desaparecido de repente y me hubiera despertado en la cama, todo el asunto habría parecido más razonable. Me abrió la puerta el propio dueño. Tenía porte de militar retirado. Fue después cuando me enteré de que era el propietario. Me dirigí a él: “Buenas tardes. Si no le parece inadecuado, me gustaría ver su casa”.

»Estábamos de pie en un pasillo con paneles de roble. Me fijé en la escalera tallada sobre la que me había hablado el hombre del tren y también en las chimeneas Tudor. Eso es todo lo que tuve tiempo de ver. Al segundo siguiente estaba tendido de espaldas en medio de la grava y con la puerta cerrada a cal y canto. Miré hacia arriba. Vi la cabeza del viejo maniático sobresaliendo entre las cortinas de una pequeña ventana. Su expresión era terrible. Llevaba una escopeta en la mano y dijo: “Voy a contar hasta veinte. Si cuando acabe no está al otro lado de la puerta de la cerca, le disparo”.

Yo mismo contaba mientras corría hacia la cerca. Estaba al otro lado antes de llegar a dieciocho. Faltaba una hora para que llegara el siguiente tren. Hablé del asunto con el jefe de estación.

»—Sí —dijo—, un día de estos allí arriba habrá problemas.

»—Me parece que ya los hay —comenté.

»—Es el sol de la India; se mete en la cabeza. Tenemos uno o dos así en el barrio. Están lo suficientemente tranquilos hasta que sucede algo.

»—Si hubiera pasado allí dos segundos más, creo que me habría disparado.

»—Es una casa bonita. Ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Es el tipo de casa que la gente parece buscar.

»—No envidio a la siguiente persona que la visite —afirmé.

»—Se instaló aquí hace unos diez años —me contó el jefe de estación—. Desde entonces, al menos un millar de personas le han pedido que les venda la casa. Al principio se mostraba alegre, con buen carácter y les explicaba que su idea era vivir allí mismo, en paz y tranquilidad, hasta que se muriera. Dos de cada tres de los interesados expresaban su voluntad de esperar a que muriera y le sugerían un arreglo para poder entrar a vivir, decían, una o dos semanas después del funeral. En los últimos meses ha sido peor que nunca. Creo que usted es el octavo que ha ido esta semana, y solo estamos a jueves. Hay mucho que explicar sobre el viejo, ya sabe.

—¿Y le disparó al siguiente que fue? —preguntó Dick.

—No seas tan tonto, Dick —contestó Robina—. Solo es una historia. Cuéntanos otra, papi.

—No sé a qué te refieres, Robina, con una historia —le repliqué—. Si estás sugiriendo que...

Robina dijo que no insinuaba que yo mintiera, pero sé muy bien que lo pensaba. Como soy escritor, cuando cuento historias de mi vida la gente piensa que ni siquiera sé lo que es verdad y lo que no lo es. Ya resulta bastante molesto que crean que quizá estoy exagerando, pero que la sangre de tu sangre y tus propios amigos se burlen de ti a la cara cuando estás luchando por ceñirte a los hechos desnudos… Bien, ¿dónde está entonces el incentivo para ser sincero? Hay momentos en que casi me digo que nunca más volveré a decir la verdad.

—La historia es verdadera, en muchos aspectos. Y hago caso omiso de tu indiferencia ante el riesgo que corrí. Aunque una chica sensible, en el momento en que he mencionado la escopeta habría expresado su alarma. En cualquier caso, al final podría haber dicho algo más simpático que un simple cuéntanos otra. No le disparó a la siguiente persona que fue, por la sencilla razón de que al día siguiente su mujer, alarmada por lo que había pasado, se fue a Londres y consultó a un especialista…, pero ya era demasiado tarde, porque resultó que el pobre diablo murió seis meses después en un manicomio privado. Esto último me lo contó el jefe de estación cuando pasé por allí esta primavera. La casa acabó en posesión de su sobrino, que ahora vive en ella. Es un hombre más bien joven, con una gran familia, y la gente ya se ha enterado de que el lugar no está a la venta. A mí me parece más bien una historia triste. El sol de la India, como piensa el jefe de estación, pudo haber comenzado el trabajo... pero, sin duda, el final se precipitó por las molestias a las que el desafortunado caballero estaba sometido, y yo mismo podría haber recibido un disparo. Lo único que me consuela es pensar en el ojo morado de aquel idiota... del idiota que me mandó allí.

—¿Y ninguna de las otras casas estaba bien? —preguntó Dick.

—Eran puros desastres, Dick —le expliqué—. Había una casa en Essex; fue una de las primeras que inspeccionamos tu madre y yo. Casi me eché a llorar cuando leí en el anuncio que una vez fue un priorato donde la reina Isabel había dormido de camino a Greenwich... Una fotografía de la casa acompañaba el anuncio. No debería haber creído lo que vi en la imagen. Estaba a menos de veinte kilómetros de Charing Cross. El propietario, decía el anuncio, estaba abierto a ofertas.

—Todo patrañas, supongo —aventuró Dick.

—El anuncio, en todo caso —le contesté—, había subestimado la belleza de la casa. Y de todo lo que se podía culpar a la publicidad era que no mencionaba otras cosas. No mencionaba, por ejemplo, que desde la época de la reina Isabel el barrio había cambiado mucho. No mencionaba que la entrada tenía un edificio público a un lado y una tienda de pescado frito al otro, que la Great Eastern Railway Company había establecido un depósito de bienes en la parte posterior del jardín, que las ventanas del salón daban a una enorme fábrica de productos químicos y que el ventanal del comedor daba a la esquina, al patio de un cantero. Pero la casa, en sí, era un sueño.

—Pero ¿qué sentido tiene todo eso? —inquirió Dick—. ¿Por qué mienten los agentes inmobiliarios? ¿Creen que las personas pueden comprarse una casa simplemente después de leer un anuncio, sin ir a verla?

—Una vez le hice esa misma pregunta a un agente —le contesté—. Me dijo que lo hacen, en primer lugar, para mantener la moral del propietario, el que quiere vender la casa, porque cuando un hombre trata de desprenderse de una casa se siente insultado de muchas maneras por parte de los que van a verla: si no la valoran bien, si no dicen todo lo mejor que se puede decir de la casa y no justifican sus defectos, podría terminar por avergonzarse hasta el punto de olvidarse de ella o, peor, volarla con dinamita. Me explicó que la lectura de la publicidad en el catálogo del agente inmobiliario es lo único que lo reconcilia con el hecho de ser el dueño de la casa. Dijo que un cliente suyo había tratado de vender su casa durante años, hasta que un día, en la oficina, leyó por casualidad la descripción que la agencia había hecho y se fue directamente a casa, quitó el anuncio, y desde entonces ha vivido en ella contento. Desde ese punto de vista, el sistema es bueno, pero para el que va a comprarla es muy ineficaz.

»Una vez un agente me mandó a ver una casa en medio de una fábrica de ladrillos, con vistas al Canal Grand Junction. Le pregunté dónde estaba el río que había mencionado. Me explicó que estaba al otro lado del canal, pero a un nivel inferior. Esa era la única razón por la que no se podía ver desde la casa. Le pregunté por su paisaje pintoresco. Me explicó que estaba un poco más allá, a la vuelta de la esquina. Parecía pensar que yo era poco razonable porque esperaba encontrar frente a la puerta todo lo que quería tener. Añadió que podía tapar las vistas de la fábrica de ladrillos con árboles, suponiendo que no me gustara. Me sugirió eucaliptos. Dijo que era un cultivo muy rápido; también me dijo que producían goma.

»Para ver otra casa viajé hasta Dorsetshire. Contenía, según el anuncio, tal vez la muestra más perfecta de arco normando de todo el sur de Inglaterra. Había sido mencionado en la obra de Dugdale y databa del siglo xiii. No sé muy bien lo que me esperaba. Me defendí a mí mismo argumentando que también en aquella época debió de haber rufianes de modestos medios financieros. Aquí y allá algún barón ladrón se habría instalado en alguna zona pobre del país y habría tenido que conformarse con un pequeño castillo familiar. Algunos de aquellos castillos, escondidos en barrios poco frecuentados, habían escapado a la destrucción y algunos descendientes más civilizados los habrían adaptado a las necesidades modernas. Antes de que el tren llegara a Dorsetshire, me imaginaba algo entre la Torre de Londres en miniatura y una versión medieval de la casa de Anne Hathaway1 en Stratford. Me imaginé mazmorras y un puente levadizo, tal vez un pasaje secreto. Lamchick tiene un pasadizo secreto que va desde detrás de una especie de retrato en el comedor, hasta la parte posterior de la chimenea de la cocina. Lo usan como armario para la ropa. Me parece una lástima. Por supuesto, originalmente llegaba más lejos. El vicario, que es un poco anticuario, cree que se comunicaba con alguna parte del cementerio. Yo le digo a Lamchick que debería abrirlo completamente, pero su esposa no quiere ni que se acerque. Es evidente que piensa que está bien como está. Siempre he tenido una debilidad por los pasadizos secretos. Decidí que repararía el puente levadizo y que lo usaría. Flanqueado a cada lado por tinajas llenas de flores plantadas, sería un enfoque novedoso y pintoresco.

—¿Había un puente levadizo? —preguntó Dick.

—No había puente levadizo —contesté—. La entrada de la casa era a través de lo que el cuidador llamaba jardín de invierno. No era el tipo de casa que tiene un puente levadizo.

—Entonces ¿qué pasa con los arcos normandos? —preguntó Dick.

—Nada de arcos —le corregí—; arco. El arco normando estaba en el sótano, en la cocina, que había sido construida en el siglo XIII y, al parecer, a partir de aquel momento no se había hecho mucho por mejorarla ni mantenerla. Originalmente, diría, debía de ser la sala de torturas; eso os dará una idea de cómo era. Creo, en todo caso, que vuestra madre habría puesto algunas objeciones a la cocina, sobre todo al pensar en la cocinera. Habría sido necesario preguntarle antes de contratarla: «No le importaría cocinar en un calabozo oscuro, ¿verdad?». Algunas cocineras habrían mostrado sus reservas. El resto de la casa era lo que ahora describen como de estilo mixto. El último inquilino había hecho instalar un cuarto de baño de chapa ondulada.

»Otro día fui con vuestra madre a ver una casa en Berkshire, que tenía un arroyo de truchas que corría por los jardines. Me imaginé saliendo después del almuerzo a pescar unas cuantas truchas para la cena; fanfarroneando delante de mis amigos e invitándolos a venir a mi pequeño retiro de Berkshire para pescar durante unos días. Hay un hombre que conocí una vez que ahora es un baronet. Era un fanático de la pesca. Pensé que podría invitarlo. Habría mirado bien en la crónica de chismes literarios del periódico: “Entre los distinguidos invitados estaba...”. Ya sabéis, ese tipo de cosas. Ya tenía el párrafo en la cabeza. Lo increíble es que no me comprara una caña...

—¿No había ningún arroyo con truchas? —preguntó Robina.

—Había un arroyo —le contesté—. En todo caso, un arroyo con exceso de corriente. La corriente fue lo primero en lo que se fijó tu madre. Casi un cuarto de hora antes de llegar a la casa. Antes de que supiéramos que aquello era el arroyo. Así que regresamos a la ciudad y ella se compró un frasco de sales, del tamaño más grande. Aquel arroyo le dio a tu madre un buen dolor de cabeza y a mí me puso furioso. La oficina del agente inmobiliario estaba enfrente de la estación. Vuestra madre se fue y yo retrasé media hora la vuelta a casa para decirle al agente lo que pensaba de él; y perdí el tren. Podría haber llegado a tiempo si me hubiera dejado hablar, pero me interrumpía constantemente. Dijo que lo del arroyo era por culpa de los de la fábrica de papel y que ya había hablado con ellos sobre ese tema más de una vez. Debía de pensar que todo lo que quería yo era que me demostrara un poco de simpatía. Me aseguró, y para ello me dio su palabra de vendedor de casas, que había sido un arroyo repleto de truchas. Y que existía constancia histórica. Isaac Walton había pescado allí... Pero eso fue antes de que construyeran la fábrica de papel. Él creía que se podía comprar una buena cantidad de truchas machos y hembras, y repoblar el arroyo, dándole preferencia a alguna raza rústica de trucha, más acostumbrada a pasar apuros. Yo le dije que no estaba buscando un sitio donde jugar a ser Noé y salí de allí, como bien le expliqué, con la intención de ir directamente a mis abogados y abrir un proceso contra él por hablar como un idiota; y él se puso el sombrero y se dirigió a sus abogados para iniciar un procedimiento contra mí por difamación.

»Supongo que al final, como yo mismo, pensó que era mejor olvidarse de todo el asunto. Pero estoy cansado de ver que mi vida se ha convertido en un perpetuo primero de abril. No he comprado la casa que deseaba con el corazón, pero tiene muchas posibilidades. Pondremos celosías en las ventanas, y decoraremos las chimeneas. Quizá pongamos una losa sobre la puerta principal, con una fecha: 1553. Siempre da buena impresión, es un número pintoresco, con los cincos al estilo antiguo. Cuando hayamos acabado de arreglarla, a todos los efectos, será una casa señorial de estilo Tudor. Siempre he querido una antigua casa señorial de estilo Tudor. Y no hay ninguna razón, por lo que yo puedo ver, por la que no deba haber historias relacionadas con esa casa. ¿Por qué no deberíamos tener una habitación donde hubiera dormido Alguien? Pero que no sea la reina Isabel. Estoy cansado de la reina Isabel. Además, no creo que fuera simpática. ¿Por qué no la reina Ana? ¿Una dama educada y gentil, que no molestaba a nadie? O, mejor aún, Shakespeare. Estaba constantemente de aquí para allá entre Londres y Stratford. No estaría demasiado apartada de su camino. ¡La habitación donde dormía Shakespeare! Y es una idea nueva. Nadie parece haber pensado nunca en Shakespeare. Tenemos esa con las cuatro columnas. A vuestra madre no le gustó. Insiste en decir que alberga cosas. Podríamos colgar en la pared escenas de las obras de teatro de Shakespeare y poner un busto del viejo caballero de la puerta. Si me dejáis en paz y no me causáis más problemas, probablemente acabaré por creerme que durmió allí de verdad.

—¿Qué pasa con los armarios? —preguntó Dick—. Mami clamará por los armarios.

Es inexplicable la pasión que la mujer media demuestra por los armarios. En el Paraíso, su primera petición, estoy seguro, es: «¿Puedo tener un armario?». Si se saliera con la suya mantendría a su esposo y a los hijos dentro de los armarios; sería su idea de casa perfecta, todo el mundo envuelto en alcanfor en su propio armario adecuado. Una vez conocí a una mujer que era feliz, para ser mujer. Vivía en una casa con veintinueve armarios. Creo que debió de construirla una mujer. Eran armarios amplios, muchos de ellos con puertas que no se diferenciaban en nada de las puertas de las habitaciones. Los visitantes se daban las buenas noches y desaparecían dentro de los armarios portando sus velas encendidas, tambaleándose hacia atrás al siguiente segundo, con expresión asustada. Un pobre caballero, me contó el marido de aquella mujer, se vio obligado a descender a la planta baja a por algo que había olvidado y a su regreso no encontró otra cosa que armarios, se perdió y terminó pasando la noche dentro de uno de ellos. A la hora del desayuno, mientras los invitados bajaban a la sala, él abrió las puertas del armario con un alegre buenos días. Cuando aquella mujer estaba fuera, nadie de la casa sabía nunca dónde estaba nada; y cuando ella misma estaba en casa, solo sabía dónde deberían estar las cosas. Sin embargo, una vez que uno de esos veintinueve armarios tuvo que ser limpiado temporalmente por reparaciones, no sonrió, según me dijo su marido, durante más de tres semanas: no hasta que los obreros se fueron de la casa y pudieron usar el armario de nuevo. Dijo que era vergonzoso no tener un lugar donde guardar las cosas.

La mujer media no quiere una casa, en el sentido común de la palabra. Lo que quiere es algo hecho por el genio de una lámpara. Uno ha encontrado, o al menos eso cree, la casa ideal. Le enseñas la chimenea Adams del salón. Tocas el revestimiento de madera de la sala con el paraguas: «Roble —le dices para impresionarla—; todo de roble». Llamas su atención sobre las vistas. Le cuentas la leyenda local: apoyando el rostro contra el cristal de la ventana se puede ver el árbol en el que fue ahorcado aquel hombre. Te detienes en el reloj de sol. Mencionas por segunda vez la chimenea Adams. «Es todo muy bonito —te responde ella—, pero ¿dónde van a dormir los niños?». Es tan desalentador.

Y si no son los niños es el agua. Ella quiere agua, y quiere saber de dónde viene. Tú le muestras de dónde viene. «¿Qué? ¿De ese horrible lugar?», exclama. Estará igual de insatisfecha si el agua se extrae de un pozo o cae del cielo y se almacena en depósitos. No tiene fe en el agua de la naturaleza. Una mujer nunca cree que el agua pueda ser buena si no viene de una fábrica embotelladora de agua. Está convencida de que la empresa la fabrica fresca todas las mañanas, siguiendo una vieja receta familiar.

Si consigues reconciliarla con el agua, entonces está segura de que el tiro de las chimeneas no saca bien el humo; le parece que ahuman la casa. Pero es que, como le has explicado antes, las chimeneas son lo mejor de la casa. La llevas fuera y se las enseñas. Son auténticas chimeneas esculpidas del siglo XVI. Es imposible que no tiren bien. Nunca harían algo tan antiartístico. Te dice que solo espera que tengas razón y que, en caso contrario, te sugiere ponerles capuchas de hierro laminado.

Después quiere ver la cocina: «¿Dónde está la cocina?» Tú no sabes dónde está. Tú no te preocupas por la cocina. Debe de haber una cocina, por supuesto. Procedes a buscar la cocina. Cuando la encuentras, ella está preocupada porque el comedor está en el extremo opuesto de la casa. Le señalas la ventaja de estar lejos de los olores de la cocina. Y entonces entra en el plano personal: te dice que eres el primero en quejarte cuando la cena está fría; y en su locura acusa a todo el sexo masculino de ser poco práctico. La mera visión de una casa vacía hace que una mujer se muestre inquieta.

Por supuesto, los fogones están mal. Los fogones de la cocina siempre están mal. Le prometes que tendrá unos nuevos. Seis meses más tarde va a querer los viejos de nuevo: pero decírselo sería cruel. La promesa de la nueva cocina la consuela. La mujer nunca pierde la esperanza de tener algún día una cocina que la satisfaga, la que soñó de niña.

Zanjada la cuestión de la cocina, te imaginas que has silenciado toda oposición. En ese instante empieza a hablar de cosas de las que nadie más que una mujer o un inspector de sanidad pueden hablar sin sonrojarse.

Se necesita mucho tacto para enseñarle una casa nueva a una mujer. Ella se mostrará suspicaz, nerviosa.

—Mi querido Dick —dije—, me gusta que hayas mencionado los armarios. Precisamente mediante los armarios espero atraer a tu madre. Los armarios, desde su punto de vista, serán el único faro encendido. Hay catorce. Y confío en que los armarios me ayuden a capear el temporal. Hará falta que vengas conmigo, Dick. Cada vez que tu madre empieza una frase con pero ahora, para ser prácticos, querido..., quiero que digas algo acerca de los armarios; no incordiando como si lo tuviéramos planeado: ten un poco de sentido común.

—¿Habrá espacio para una cancha de tenis? —preguntó Dick.

—Ya hay una excelente cancha de tenis —le informé—. También he comprado el prado adyacente. Podremos criar nuestra propia vaca. Tal vez hasta caballos.

—Podríamos tener un campo de croquet —sugirió Robina.

—Podríamos tener fácilmente un campo de croquet —corroboré. En un campo de dimensiones respetables creo que Verónica podría aprender a jugar. Hay naturalezas que exigen espacio. Sobre un campo de tamaño completo, protegido por una gruesa valla de hierro, desperdiciaremos menos tiempo explorando el paisaje de los alrededores en busca de la bola lanzada por Verónica.

—¿No hay ningún campo de golf por los alrededores? —preguntó Dick.

—No estoy muy seguro —le contesté—. Apenas a un kilómetro de distancia hay un bonito terreno sin cultivar que no parece interesarle a nadie. Me atrevería a decir que con una oferta razonable...

—Y todo ese espectáculo, ¿cuándo estará listo? —interrumpió Dick.

—Propongo comenzar todas las obras a la vez —le expliqué—. Por suerte hay una casa de un guarda de caza vacante y a poca distancia. El agente inmobiliario me cede su uso durante un año. Es un lugar pequeño y primitivo, pero encantadoramente situado en el límite de un bosque. Amueblaremos un par de habitaciones y unos días a la semana me quedaré allí para supervisarlo todo. Mi pobre padre solía decir que ese es el único trabajo que parece interesarme. Si estoy allí, presionándolos a todos un poco, espero tener el espectáculo, como lo llamas, listo para la primavera.

—Nunca me casaré —dijo Robina.

—No te desanimes tan fácilmente —le recomendó Dick—. Todavía eres joven.

—No quiero casarme —continuó Robina—. Si lo hiciera, no haría más que discutir con mi marido. Y Dick nunca conseguirá nada con la cabeza que tiene.

—Perdóname si te aburro —le supliqué—, pero ¿cuál es la conexión entre esta casa, tus peleas con tu marido, si alguna vez lo tienes, y la cabeza de Dick?

A modo de explicación, Robina saltó al suelo y, antes de que pudiera detenerla, había lanzado los brazos alrededor del cuello de Dick en un fuerte abrazo.

—No podemos evitarlo, Dick querido —le dijo ella—. Los padres inteligentes siempre tienen niños estúpidos. Pero, después de todo, tú y yo acabaremos siéndole de alguna utilidad al mundo.

La idea era que Dick, cuando le hubieran suspendido todos los exámenes, se trasladaría a Canadá y montaría una granja, y se llevaría a Robina con él. Criarían ganado, y galoparían por las praderas, y acamparían en bosques primitivos, y caminarían con raquetas de nieve, y llevarían canoas a la espalda, y sortearían los rápidos, y cazarían animales. En resumen, por lo que pude entender, tendrían una especie de eterno espectáculo de Buffalo Bill para ellos solos. Cómo y cuándo harían el trabajo de la granja no quedó del todo claro. Mami y yo iríamos a terminar nuestros días con ellos. Nos sentaríamos al sol durante algún tiempo y luego moriríamos en silencio. Robina derramó algunas lágrimas al llegar a ese punto, pero enseguida recuperó el ánimo, pensando en Verónica, a la que le lanzarían el anzuelo en una cita y se casaría con un hacendado de corazón sincero: que en la actualidad no era precisamente la ambición de Verónica. Verónica estaba convencida de que le sentaría bien un título nobiliario: su idea discurría hacia la línea ducal. Robina habló durante unos diez minutos. Al final convenció a Dick de que la vida en los bosques de Canadá había sido lo que él más deseaba desde la infancia. Ella es de esa clase de chicas.

Traté de infundirle algo de sentido común, pero hablar con Robina cuando tiene una idea metida en la cabeza es como tratar de hacer entrar en razón a un potro de dos años de edad. Esa medio derruida casa rural de seis ambientes sería la salvación de la familia. Una mirada de éxtasis transfiguró el rostro de Robina mientras hablaba de ella. Viendo su expresión, cualquiera pensaría que era un santuario. Robina se encargaría de cocinar. Se levantaría temprano, ordeñaría a la vaca y recogería los huevos de las gallinas. Llevaríamos una vida sencilla, aprenderíamos a valernos por nosotros mismos. Sería muy bueno para Verónica. La educación superior podía esperar: había que darle una oportunidad a aquellos ideales más elevados. Verónica haría las camas y limpiaría el polvo de las habitaciones. Por la noche, con su costurero en el regazo, se sentaría a coser mientras yo hablara, contándoles cosas, y Robina se balancearía suavemente hacia adelante y atrás sobre su labor de punto, como el hada del hogar. Mami, siempre que estuviera lo suficientemente fuerte, podría venir con nosotros. Flotaríamos a su alrededor y ella se ocuparía de nosotros con manos amorosas. El agricultor inglés debe saber algo, a pesar de todo lo que se dice, así que Dick podría organizar clases prácticas de labranza. Ella no lo dijo con crudeza; pero dio a entender que, rodeado de buenos ejemplos, Dick incluso podría llegar a interesarse en el trabajo honrado y acabar por aprender a hacer algo útil.

Robina habló, debo decir, durante un cuarto de hora. Cuando acabó, me pareció una hermosa idea. Las vacaciones de Dick apenas habían comenzado. Durante los próximos tres meses no tendría nada más que hacer que, usando su propia expresión, pudrirse de aburrimiento. En cualquier caso, eso lo mantendría alejado de los problemas. La institutriz de Verónica se iba. Por lo general, las institutrices de Verónica se iban al cabo de un año de haber llegado. A veces creo que debería poner un anuncio buscando una señora sin conciencia. Al cabo de un año suelen decirme que su conciencia no les permite permanecer más tiempo; no sienten que estén ganándose el salario. No es que la niña no sea encantadora ni que sea estúpida. Simplemente es que, como dijo una señora alemana a quien Dick había estado dando lo que él llamó lecciones de inglés de recibimiento, ella no se traga nada. La idea de su madre, en cambio, es que se ceba. Quizá si pusiéramos a Verónica en barbecho viéramos alguna mejora. Robina, hablando para sí misma, sostuvo que un período tranquilo y útil, lejos de la compañía de las niñas tontas y de las otras niñas más tontas todavía, haría de ella una mujer sensata. No es frecuente que los anhelos de Robina tomen esa dirección; y cuando lo hacen no me parece bien frustrarlos.

Tuvimos algunos problemas con Mami. Que estos tres niños suyos se convirtieran en hombres y mujeres capaces de dirigir una casa de seis ambientes le pareció una especie de sueño, una fantasía. Le expliqué que estaría allí, en todo caso, dos o tres días a la semana, para echarle un ojo a las cosas. Aunque no se mostró entusiasmada, acabó cediendo ante el solemne compromiso de Robina mandarle un telegrama a casa a la primera tos de Verónica.

El lunes cargamos un carruaje de un solo caballo con lo que consideramos esencial. Dick y Robina fueron en sus bicicletas. Verónica, protegida por unas cuantas mantas, se acomodó en la plataforma trasera. La tarde del miércoles, en tren, me uní a ellos.


1 Anne Hathaway (1556 - 1623), esposa del poeta y dramaturgo William Shakespeare. (N.d.T)

Ellos y yo

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