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ellos y yo

capítulo i

—No es una casa grande —dije—. No queremos una casa grande. Dos habitaciones, un dormitorio de matrimonio y ese cuarto pequeño triangular que se ve en el plano al lado del baño y que es perfecto para un soltero, es todo lo que necesitamos, al menos por ahora. Más adelante, si me hago rico, podemos añadir un ala. A vuestra madre tendré que enseñarle la cocina con mucho tacto. No sé en qué debía de pensar el arquitecto cuando la diseñó...

—La cocina no importa —replicó Dick—. ¿Qué pasa con la sala de billar?

La manera en que los niños de hoy en día interrumpen a sus padres es una vergüenza nacional. También me gustaría que Dick no se sentara a la mesa balanceando las piernas. No es respetuoso.

—Cuando yo era pequeño —le expliqué— ni se me habría ocurrido sentarme a la mesa interrumpiendo a mi padre...

—¿Qué es esa cosa que hay en el medio de la sala, eso que parece una celosía? —inquirió Robina.

—Se refiere a las escaleras —explicó Dick.

—Entonces ¿por qué no parecen unas escaleras? —preguntó Robina.

—Sí lo parecen —contestó Dick—, por lo menos a las personas con sentido común se lo parecen.

—No lo parecen —insistió Robina—. Parecen una celosía.

Robina estaba sentada en equilibrio sobre el brazo de un sillón y con el plano extendido sobre las rodillas. La verdad es que no veo la utilidad de comprar sillas para ellos. Nadie parece saber para qué sirven, salvo los perros de la casa. Unos taburetes es todo lo que necesitarían.

—Si pudiéramos unir el salón con el vestíbulo nos libraríamos de las escaleras —apuntó Robina—. Deberíamos poder organizar un baile de vez en cuando.

—Tal vez preferirías arrasar toda la casa —sugerí— y dejar solo las cuatro paredes desnudas; eso nos daría aún más espacio. Y para vivir podríamos construir un cobertizo en el jardín o...

—Hablo en serio —dijo Robina—. ¿Para qué sirve un salón? Solo se usa para recibir a personas que no querrías que hubieran venido. Y en realidad podrían sentarse en cualquier otro lugar, con su mirada triste. Si pudiéramos deshacernos de las escaleras...

—¡Ah, por supuesto! Podríamos deshacernos de las escaleras —acepté—. Sería un poco incómodo al principio, cuando quisiéramos irnos a la cama. Pero creo que acabaríamos acostumbrándonos. Podríamos fabricar una escalerilla de cuerda y subir a los dormitorios por la ventana; o podríamos adoptar el método noruego y poner las escaleras fuera.

—Me gustaría que demostraras un poco de sensibilidad —dijo Robina.

—Trato de hacerlo. Y también intento que veas las cosas con un poco más de sentido común. Ahora estás loca por el baile. Si pudieras, convertirías la casa en un salón de baile, con un anexo con unos cuantos catres para dormir. La manía de bailar te durará seis meses. Después querrás transformar la casa en una piscina, o en una pista de patinaje o de hockey. Puede que mi idea sea demasiado convencional. Pero no espero que simpatices con ella. Mi idea es... sencillamente, tener una casa cristiana común y corriente, no un gimnasio. En esta casa habrá dormitorios y una escalera que conduzca a ellos. Y te puede parecer vulgar, pero también habrá una cocina. Y aunque no entiendas el motivo, cuando la construyeron pusieron una cocina por algo.

—No te olvides de la sala de billar —dijo Dick.

—Si pensaras más en tu futuro profesional y menos en el billar —le señaló Robina—, tal vez en los próximos años acabaras la secundaria de una vez. Y si papá no fuera tan absurdamente indulgente con todo lo que a ti respecta, no pondría una mesa de billar en nuestra casa.

—Lo dices solo porque eres incapaz de jugar al billar —replicó Dick.

—Siempre te gano —dijo Robina.

—Una vez —reconoció Dick—. Una vez en un mes y medio.

—Dos veces —señaló Robina.

—Tú no juegas —le soltó Dick—. Tú tiras a lo loco y confías en la Providencia.

—Yo no tiro a lo loco. Siempre apunto a algo cuando tiro. Y cuando tiras tú y fallas, siempre dices: «¡Qué mala suerte!», y cuando tiro yo y me sale bien dices que ha sido por casualidad. ¡Es muy masculino todo eso!

—Los dos le dais demasiada importancia a la puntuación —intervine—. Cuando intentáis hacer carambola con la blanca y le dais en el lado equivocado y la mandáis a la tronera, y vuestra bola sigue corriendo sin acertarle a la roja, en vez de enfadaros...

—Si consigues una mesa de verdad, jefe, te enseñaré lo que es jugar al billar.

Me parece que Dick cree que sabe jugar. Pasa lo mismo con el golf. Los principiantes, invariablemente, tienen suerte. «Creo que esto me va a gustar —dicen—. Creo que lo llevo dentro, ¿sabes?».

Un amigo mío, un viejo capitán de barco, es ese tipo de hombre que cuando las tres bolas están en línea recta y pegadas a la banda es cuando más contento se pone; porque sabe que puede hacer carambola y dejar la roja justo donde quiere. Un jovencito irlandés llamado Malooney, compañero de universidad de Dick, estaba de visita en casa y como era una tarde lluviosa, el capitán le dijo que le explicaría cómo podía jugar al billar sin peligro de rasgar el tapete. Le enseñó a sostener el taco y cómo se hace un puente. Malooney se mostró agradecido y estuvo practicando durante una hora. No demostró ser una gran promesa. Es un joven fornido y, por lo que se veía, no se daba cuenta de que no estaba jugando a cricket. Casi todas las veces que tocaba la bola por debajo, salía volando. Para ahorrar tiempo y daños en el mobiliario, Dick y yo decidimos adoptar, pues, la técnica del cricket. Dick se situó en el puesto del long stop y yo en el del short slip1. Sin embargo, era un trabajo peligroso y cuando Dick pilló la bola al vuelo dos veces seguidas nos pusimos de acuerdo en que habíamos ganado y nos lo llevamos a tomar el té. Por la noche, como ninguno de nosotros estaba dispuesto a probar suerte por segunda vez, el capitán dijo que, solo por divertirse un rato, le daría a Malooney ochenta y cinco puntos de ventaja en una partida a cien. A decir verdad, no le encuentro ninguna diversión en particular a jugar al billar con el capitán. El juego consiste, en lo que a mí respecta, en caminar alrededor de la mesa, devolverle las bolas, y decir: «¡Buen tiro!». Y cuando llega mi turno no importa lo que pase: todo parece estar siempre en mi contra. El capitán es un viejo caballero amable y tiene buenas intenciones, pero el tono en el que dice «¡Qué mala suerte!» cada vez que fallo un tiro fácil me molesta. Por un instante, le lanzaría las bolas a la cabeza y arrojaría la mesa por la ventana. Supongo que debo de ponerme en un estado un tanto irritable, pero incluso la manera en que le pone tiza al taco me saca de quicio. Lleva su propia tiza en el bolsillo del chaleco, como si la nuestra no fuera lo bastante buena para él, y cuando ha terminado de usarla, suaviza los bordes de la punta con el índice y el pulgar y golpea el taco contra la mesa. «¡Venga, juegue ya de una vez! —le diría —¡Deje ya de hacer tanta pantomima!».

El capitán empezó la partida, fallando a propósito. Malooney agarró su taco, respiró hondo y tiró. El resultado fueron diez puntos: una carambola y las tres bolas en la misma tronera. De hecho, hizo dos carambolas; pero la segunda, como bien le explicamos, por supuesto, no contaba.

—¡Buen comienzo! —dijo el capitán.

Malooney parecía satisfecho de sí mismo y se quitó la chaqueta.

En el primer tiro largo, la bola de Malooney pasó por lo menos a treinta centímetros de distancia de la roja, pero le dio al volver, tras rebotar en la banda y la mandó a la tronera.

—Noventa y nueve a cero —anunció Dick, que se ocupaba del marcador—. Capitán, ¿no sería mejor que la partida fuera a ciento cincuenta puntos?

—Bueno, me gustaría tirar una vez antes de que se acabe la partida —dijo el capitán—. Así que tal vez sería mejor que la hagamos a ciento cincuenta puntos; si el señor Malooney no tiene ninguna objeción.

—Lo que usted decida me parecerá bien, señor —concedió Rory Malooney.

Malooney terminó su turno con un tiro de veintidós puntos, dejando su bola en el borde mismo de la tronera del medio y la roja encima de la línea.

—Ciento ocho a cero —dijo Dick.

—Cuando quiera saber la puntuación —le soltó el capitán—, ya te la preguntaré.

—Lo siento, señor.

—Detesto que hagan ruido mientras juego —explicó el capitán.

El capitán, decidiéndose con una cierta prisa, pegó su bola a la banda, veinte centímetros más allá de la línea.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Malooney.

—No lo sé —le contestó el capitán—, pero estoy esperando verlo.

Debido a la posición de la bola, Malooney no podía usar toda su fuerza. Durante ese turno todo lo que hizo fue meter la bola del capitán en la tronera y dejar la suya pegada a la banda inferior, a doce centímetros de la roja. El capitán pronunció una palabra náutica y falló otro tiro. Malooney se preparó para tirar las bolas por tercera vez y todas salieron disparadas, presas del pánico. Golpearon unas contra otras, regresaron y volvieron a golpearse sin ninguna razón aparente. Parecía que Malooney había conseguido enloquecer a la bola roja en particular. La roja es una bola estúpida, en general: su único propósito es quedarse contra la banda y contemplar la partida. Con Malooney, pronto descubrió que no estaba segura en ninguna parte de la mesa; su única esperanza eran las troneras. Puede que me equivoque y que la rapidez del juego me engañara la vista, pero parecía que la roja nunca se esperaba que la golpearan. Cuando veía la bola de Malooney venir a por ella a sesenta kilómetros por hora, se limitaba a intentar meterse en la tronera más cercana. Corría alrededor de toda la mesa en busca de las troneras. Si, en su entusiasmo, se pasaba de largo una vacía, rebotaba en la banda y acababa metiéndose en ella. Hubo momentos en que presa del terror saltó de la mesa y se refugió debajo del sofá o detrás del aparador. Empecé a sentir cierta pena por la pobre bola roja.

El capitán se había anotado treinta y ocho puntos, bien merecidos, y Malooney había llegado a veinticuatro en el turno siguiente; y ahora parecía que por fin le había llegado la suerte al capitán. Hasta yo habría podido dar unas buenas tacadas tal como le quedaban las bolas.

—Sesenta y dos a ciento veintiocho. Ahora el juego está en sus manos, capitán —señaló Dick.

Nos reunimos alrededor de la mesa. Los niños dejaron sus juegos. Era una bonita imagen: los rostros jóvenes y brillantes, ávidos de expectación, el viejo veterano desgastado entrecerrando los ojos sobre el taco, como si temiera que el hecho de haber visto cómo jugaba Malooney pudiera provocarle convulsiones.

—Ahora presta atención —le susurré a Malooney—. No te fijes solo en cómo lo hace, fíjate sobre todo en por qué lo hace. Cualquier estúpido con un poco de práctica consigue acertarle a la bola, pero ¿por qué la golpea así? ¿Qué sucede después de golpearla? ¿Qué...?

—Silencio —ordenó Dick.

El capitán echó el taco hacia atrás y empujó con suavidad hacia adelante.

—Buen tiro —le susurré a Malooney—. Ahora, este es el tipo de...

Como justificación diré que en aquel momento el capitán estaba probablemente demasiado saturado de tanta palabrería e imprecaciones para ser dueño de sus nervios. La bola salió lentamente y pasó más allá de la roja. Más tarde Dick dijo que entre ambas bolas no habría cabido una hoja de papel. A veces decir algo así puede consolar a un hombre. Y en otras ocasiones, lo único que hace es ponerlo más frenético. La bola siguió su curso y sobrepasó a la blanca (y en aquella ocasión entre ambas podría haber cabido un buen taco de papeles) y se dejó caer con un ruido sordo en la tronera superior izquierda.

—¿Por qué ha hecho eso? —susurró Malooney. Malooney tiene una singular manera de susurrar a pleno pulmón.

Dick y yo sacamos a las mujeres y los niños fuera de la habitación lo más rápido que pudimos pero, por supuesto, Verónica logró caerse sobre algo por el camino (Verónica sería capaz de encontrar algo con lo que tropezar en medio del desierto del Sahara) y, por casualidad, unos días más tarde oí a través de la puerta de la habitación de los niños expresiones que me pusieron los pelos de punta. Entré y encontré a Verónica de pie encima de la mesa. Jumbo estaba sentado en el taburete del piano. Incluso el pobre perro tenía en el hocico una expresión de miedo, a pesar de que en toda su vida debía de haber oído, por diversas razones, una buena cantidad de palabrotas.

—¡Verónica! —exclamé—, ¿no te da vergüenza? Descarada, ¿cómo te atreves a...?

—No pasa nada —dijo Verónica—. En realidad no intento ofender a nadie. Él es un marinero, y tengo que hablarle así, porque si no, no sabrá de qué estoy hablándole.

He pagado religiosamente a unas cuantas perseverantes y esforzadas institutrices para que le enseñen a esta cría a hacer las cosas bien y adecuadamente. Le explican las cosas inteligentes que dijo Julio César; las observaciones de Marco Aurelio que, tras reflexionar sobre ellas, bien podrían ayudarla a desarrollar un carácter noble y hermoso. Pero ella se queja de que todo eso le produce una extraña sensación, un zumbido en la cabeza; y su madre sostiene que tal vez su cerebro sea del tipo creativo, no destinado a recordar mucho, y cree que quizás ella esté destinada a ser alguien. Una buena docena de juramentos del capitán se extendió por la atmósfera de la sala antes de que Dick y yo lográramos sacarla rodando de allí. Ella solo los oyó una vez y, sin embargo, hasta donde puedo juzgar, los memorizó de cabo a rabo.

El capitán, que ya no sentía la necesidad de invertir toda la energía en reprimir sus instintos naturales, recuperó la compostura poco a poco y al cabo de un rato alcanzó los ciento cuarenta y nueve puntos; después le tocó jugar a Malooney. El capitán había dejado las bolas en una situación que habría descorazonado a cualquier oponente menos a Malooney. Y a cualquier otro oponente menos a Malooney, el capitán le hubiera ofrecido su simpatía más irritante. «Me temo que esta noche las bolas no están rodando bien para usted», habría dicho el capitán; o «lo siento, señor, pero me parece que con lo que le he dejado no va a poder hacer mucho». Sin embargo, aquella noche el capitán no se sentía juguetón.

—¡Bueno, como consiga anotar en esta jugada...! —empezó Dick.

—Como no apague las luces y mueva las bolas con las manos, no veo cómo va a conseguirlo —suspiró el capitán.

La bola del capitán impedía el paso. Malooney apuntó a la roja y la golpeó, o tal vez sería más correcto decir que la aterrorizó, y la bola entró en una tronera. La bola de Malooney, con la mesa entera por delante, hizo una gran actuación en solitario, salió disparada y acabó rompiendo una ventana. Fue eso que los abogados llaman un buen golpe. ¿Y cuál fue el efecto sobre la puntuación?

Malooney argumentó que como había metido la roja en la tronera antes de que su propia bola saliera volando de la mesa, debían contársele los tres puntos primero y que, por tanto, había ganado. Dick sostenía que una bola que había terminado en un parterre de flores no se puede considerar que haya marcado ningún punto. El capitán se negó a dar su opinión. Dijo que, a pesar de que llevaba jugando al billar más de cuarenta años, aquel incidente era nuevo para él. Mi sensación fue simplemente de agradecimiento, ya que habíamos conseguido acabar la partida sin que nadie saliera herido.

Estuvimos de acuerdo en que la persona idónea para decidir la controversia acerca de los puntos era el redactor jefe de The Field. Pero aún a día de hoy, dichos puntos siguen siendo dudosos.

El capitán entró en mi estudio a la mañana siguiente.

—Si aún no ha escrito esa carta a The Field, cuando lo haga no mencione mi nombre. Me conocen y preferiría que no supieran que he estado jugando con alguien que no es capaz de mantener su bola dentro de las cuatro paredes de una sala de billar.

—Bueno —le contesté—. Yo mismo conozco a la mayoría de los chicos de The Field. No suelen meter las narices en una historia como esta, aunque cuando lo hacen, tienden a insistir en ella. Mi idea también era mantener mi propio nombre alejado de todo esto.

—No es un problema que surja muy a menudo —dijo el capitán—. Yo en su lugar me olvidaría.

Pero yo quería resolver la cuestión. Al final, le escribí una sucinta carta al jefe de redacción, alterando la escritura y con nombre y dirección falsos. De todas maneras, si alguna vez publicaron una respuesta, me la perdí.

Personalmente, estoy convencido de que en algún lugar dentro de mí hay un buen jugador, pero si tan solo pudiera persuadirlo para que emergiera de mi interior... Debe de ser muy tímido, eso es todo. No parece capaz de jugar cuando la gente lo está mirando. Los tiros que falla cuando hay alguien pendiente provocarían una idea equivocada de él. Cuando no hay nadie alrededor, juega partidas perfectas y realiza jugadas redondas que no se ven muy a menudo. Si algunas personas que creen ser quién sabe qué pudieran verme cuando juego solo, perderían su vanidad. Solo una vez jugué como considero que es mi verdadera manera de jugar y dio lugar a un debate. Estaba en un hotel, en Suiza, y la segunda noche un joven de aspecto agradable, que dijo que se había leído todos mis libros (más tarde, pareció sorprenderse al saber que había escrito más de dos) me preguntó si quería jugar con él a cien puntos. Jugamos y yo pagué por la mesa. A la noche siguiente me dijo que pensaba que la partida sería mucho más interesante si me daba cuarenta puntos de ventaja; y me ganó. Acabamos enseguida y después me sugirió que me inscribiera en un torneo que estaban organizando.

—Me temo que no juego lo suficientemente bien —objeté—. Una partida tranquila con usted es una cosa...pero un torneo con una multitud mirando...

—No debería dejar que eso lo perturbe —dijo—. Aquí hay algunos que juegan peor que usted. Es una manera como otra cualquiera de pasar la noche.

Era un torneo amistoso. Pagué mis veinte marcos y recibí un hándicap de cien puntos. En la primera partida me tocó un tipo de esos que no paran de hablar y que comenzó con veinte puntos de desventaja. Durante los primeros cinco minutos ninguno de los dos hicimos nada especial; entonces me apunté cuarenta y cuatro puntos en una sola serie de tacadas.

De principio a fin, ninguno de mis tiros fue por casualidad. No había estado tan asombrado en toda mi vida. Me parecía que era el propio taco el que estaba jugando por su cuenta.

Menos Veinte estaba aún más asombrado. Lo escuché al pasar:

—¿Quién le ha dado el hándicap a este hombre? —preguntó.

—Yo —respondió el joven agradable.

—¡Ah! —dijo Menos Veinte—, amigo tuyo, supongo.

Hay noches en que la suerte parece estar de tu parte. Acabamos en menos de tres cuartos de hora y me anoté doscientos cincuenta puntos. Le expliqué a Menos Veinte (que al final se había convertido en Más Sesenta y Tres) que esa noche mi juego había sido algo excepcional. Él me dijo que había oído hablar de casos similares. Dejé que le hablara al comité con frivolidad. Estaba muy lejos de ser un hombre agradable.

Después ya no quería ganar; y eso, por supuesto, fue fatal. Cuanto más intentaba tirar mal, más imposible me resultaba fallar. Al final me tocó enfrentarme al huésped de otro hotel. Si no hubiera sido por eso, estoy convencido de que habría abandonado. Pero los jugadores de nuestro hotel no querían que renunciara de ninguna manera, más bien querían que ganara al jugador del otro hotel. Así que se reunieron en torno a mí, me ofrecieron buenos consejos y me rogaron que tuviera cuidado, con el resultado natural de que inmediatamente volví a mi forma habitual de jugar.

Nunca antes ni después he jugado como jugué aquella vez. Pero descubrí que podía hacerlo. Compraré una mesa nueva, esta vez con las troneras adecuadas. Hay algo raro en nuestras troneras. Las bolas entran y vuelven a salir. Se podría pensar que ven algo allí dentro que las asusta. Salen temblando y se aferran a la banda. También compraré una bola roja nueva. Supongo que la nuestra es muy antigua. Parece que siempre esté cansada.

—En cuanto a la sala de billar, no creo que haya problemas —le dije a Dick—. Si añadimos otros tres metros a lo que ahora es la vaquería, tendremos una superficie de nueve por seis. Tengo la esperanza de que sea suficiente incluso para tu amigo Malooney. El salón es demasiado pequeño y como ha sugerido Robina, quizá lo unamos al vestíbulo. Pero las escaleras se quedan, para los bailes, para las obras de teatro caseras y cosas así. Cosas para mantener a los niños alejados de las travesuras. Tengo un par de ideas que os explicaré más tarde. En cuanto a la cocina...

—¿Puedo tener una habitación para mí sola? —preguntó Verónica.

Estaba sentada en el suelo, mirando al fuego, con la barbilla apoyada en la mano. Verónica, en esos raros momentos en que descansa de sus travesuras, adquiere una expresión angelical, de otro mundo, pensada para engañar al que no la conoce. En esas ocasiones, las institutrices nuevas tienen sus dudas sobre si deben devolverla a la realidad para hablarle de simples tablas de multiplicar. Amigos míos poetas, que alguna vez se han encontrado inesperadamente a Verónica de pie junto a la ventana contemplando la estrella del ocaso, han pensado que era una visión, hasta que al acercarse han descubierto que estaba chupando caramelos de menta.

—Me gustaría tener una habitación para mí sola —insistió Verónica.

—¡Sería una habitación preciosa! —dijo Robina.

—No tendría tus horquillas por toda la cama, de todos modos —murmuró Verónica soñadora.

—¡Me gusta eso! —dijo Robina— ¿Por qué...?

—Eres más complicada que yo —contestó Verónica.

—Me gustaría que tuvieras una habitación para ti, Verónica —le dije—. Pero me temo que en lugar de un solo dormitorio desordenado en la casa, una habitación que me hace estremecer cada vez que la miro a través de la puerta abierta... y la puerta, por lo que puedo decir, normalmente está abierta de par en par...

—Yo no soy desordenada —me interrumpió Robina—. En realidad sé dónde está cada cosa. Con solo que me dejarais en paz…

—Sí lo eres. Estás a punto de ser la chica más desordenada que conozco —le cortó Dick.

—No lo soy —replicó Robina—. No has visto las habitaciones de otras niñas. Mira la tuya en Cambridge. Malooney nos dijo que se te había incendiado y todos lo creímos al principio.

—Cuando un hombre trabaja... —empezó Dick.

—Debe tener un lugar ordenado para trabajar —acabó Robina.

Dick suspiró y le contestó:

—Es imposible hablar contigo. Ni siquiera ves tus propios errores.

—No es así —dijo Robina—. Los veo más que nadie. Lo único que pido es justicia.

—Verónica, demuéstrame entonces que eres digna de tener tu propia habitación —le propuse—. Ahora mismo parece que crees que toda la casa es tu habitación. Encuentro tus polainas en el campo de croquet. Una prenda de tu ropa, una que cualquier chica que poseyera los verdaderos sentimientos de una dama desearía mantener oculta del mundo, aparece saludándonos desde la ventana de la escalera...

—Las puse allí para remendarlas —explicó Verónica.

—Abriste la puerta y las arrojaste fuera. Ya te lo dije entonces. Haces lo mismo con las botas —dijo Robina.

—Eres demasiado arrogante para tu estatura —le explicó Dick—. Trata de ser menos tiesa.

—También me gustaría, Verónica —continué—, que perdieras tu cepillo con menos facilidad o que al menos te des cuenta de que lo has perdido. Y en cuanto a tus guantes... Bueno, encontrar tus guantes ha llegado a ser el deporte de invierno que más hemos practicado.

—Pero si os divertís mucho cuando los encontráis en sitios raros —dijo Verónica.

—Lo reconozco. Pero ya es suficiente, Verónica —le supliqué—. Admito que a veces es divertido dar con ellos en lugares imposibles. Al buscarlos descubrimos cosas nuevas, pero no tiene que ser desesperante. Mientras siga estando en un rincón sin explorar del interior o del exterior de la casa, o dentro de un radio de quinientos metros, no hay necesidad de abandonar toda esperanza, pero...

Verónica todavía miraba el fuego, soñadora.

—Supongo que es reditario —dijo Verónica.

—¿Que es qué? —pregunté.

—Quiere decir hereditario —sugirió Dick—. ¡Jovencita descarada, me pregunto por qué papá te permite que le hables así!

—Porque, como siempre te digo, papá es un hombre de letras. Para él es una cuestión de temperamento —añadió Robina.

—Es difícil para nosotros los niños —dijo Verónica.

Todos estuvimos de acuerdo en que ya era hora de que Verónica se fuera a la cama, excepto ella. Como presidente, me encargué de dar por finalizado el debate.

1 Long stop y short slip son dos de las posiciones reglamentarias en el cricket. La primera en el centro, al fondo del campo, la segunda a tres cuartas partes del campo, a la izquierda del bateador. (N.d.T)

Ellos y yo

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