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I. EL DERECHO A LA RESPIRACIÓN

La revuelta irrumpe en todo el mundo. Se enciende, se apaga; vuelve a propagarse. Atraviesa fronteras, sacude naciones, agita continentes. Un vistazo al mapa de sus estallidos repentinos, de sus movimientos imponderables, certifica su intermitencia en el accidentado paisaje político del nuevo siglo. La extensión va acompañada de intensidad. La topografía dibuja un escenario en el que la confrontación se convierte en conflicto, desacuerdo, lucha abierta. Las protestas se extienden con rapidez, los actos de desobediencia se multiplican, los enfrentamientos se intensifican. Es el tiempo de la revuelta.

Aunque el fuego parece efímero y el evento fugaz, no puede considerarse la revuelta como una coyuntura efímera. En sus alternancias es un fenómeno global que promete ser duradero. Ni siquiera la pandemia ha podido detenerlo. Mientras muchos se preguntaban ya por la polis desaparecida, por el espacio público perdido, ha resurgido la revuelta, abrumadora e incontenible, desde Buenos Aires hasta Hong Kong, desde Río de Janeiro hasta Beirut, desde Londres hasta Bangkok. La mecha de una nueva deflagración se encendió en Minneapolis. I can’t breath, las últimas palabras de George Floyd, pronunciadas mientras su verdugo seguía asfixiándole, han adquirido un valor emblemático por una coincidencia no casual, revelada por el secreto sincronismo de la Historia. Esa terrible muerte no fue el resultado del virus, que le deja a uno sin respiración, sino la obra de un abuso racista perpetrado con técnica policial.

De pronto apareció la respiración en todo su significado existencial y político. I can’t breath se ha convertido en himno de las revueltas, acusación contra la prevaricación y, a la vez, denuncia de ese sistema de asfixia que roba el aliento[1]. En el vórtice compulsivo del capital, esa espiral catastrófica que ha hecho de la respiración un privilegio para unos pocos, lo que pasa a un primer plano es la angustia de los explotados, de quienes tienen que plegarse al paso acelerado sin pausa alguna, de los más vulnerables confinados en la angustia opresiva. I can’t breath se ha convertido así en el lema que reivindica el derecho a respirar, es decir, el derecho político a existir.

Pero ese asesinato es parte de una larga serie de abusos perpetrados por las fuerzas de orden público, de formas similares y que a menudo se recogen bajo la expresión «exceso de fuerza». La idea generalizada es que la policía recurre a un uso legítimo de la violencia para responder a una violencia previa. En la acción de control, llevada a cabo con fines pacificadores, sería inevi­table un fallo, un movimiento exagerado. Las discriminaciones puntuales parecen ser anomalías inevitables, disfunciones en el seno de un sistema que, por lo demás, es correcto y que gira en torno a la piedra angular de la igualdad. Sin embargo, ¿es realmente así o la disfunción es sistemática y deja entrever el funcionamiento de una institución oscura?

Si el abuso de la policía despierta una indignación desaforada, es porque no parece un simple accidente, sino un gesto revelador, la punta que sobresale del iceberg formado por un sistema de violencia que se apoya en la discriminación: por un lado los negros y por otro los blancos; por un lado los pobres y por otro los ricos, y así sucesivamente. No se trata de un uso anómalo, sino un dispositivo pensado para definir el orden político. La policía traza límites, elige, discrimina, admite las personas al centro del área dibujada o las rechaza y empuja hacia los márgenes. En este sentido, parece engañosa esa perspectiva economicista que solo ve en la tarea de la policía una normalización dirigida a aumentar la riqueza de unos pocos[2]. El problema de la policía pertenece más bien a la economía del espacio público, porque ahí se decide el derecho a pertenecer y a comparecer: quién está autorizado a acceder, a moverse libremente, a sentirse como en casa, y, en cambio, a quién se identifica, se intimida, se devuelve a la invisibilidad, si no se le encierra además en la cárcel. Es innegable el uso segregador que hace la policía del poder, un modo de fortalecer, con mayor o menor brutalidad en sus formas, la supremacía de algunos –pero ¿esto no es ya racismo, xenofobia de Estado?– y agudizar las diferencias haciéndolas más transparentes.

Esto no significa que la policía sea ilegal: más bien, está autorizada legalmente para desempeñar funciones extralegales. No se limita a administrar la ley, sino que establece sus límites cada vez que actúa. Walter Benjamin habló del «rasgo ignominioso» de esta institución que se sitúa en el ámbito ambiguo en el que se esfuma la separación entre violencia que fundamenta la ley y la violencia que sostiene la ley[3]. De ahí, sin embargo, su extraterritorialidad jurídica que la convierte en una excepción incluso en la lógica del poder institucional. En resumen: la policía tiene el monopolio de la violencia interpretativa, porque redefine las normas de su propia acción y, apelando a la seguridad, aumenta su control de la vida de las personas. Su soberanía violenta es tan escurridiza como fantasmal.

Precisamente por eso las violencias de la policía no son anomalías, sino que revelan más bien el oscuro trasfondo de esta institución. Son como instantáneas que captan a la policía mientras conquista el espacio, gana poder sobre los cuerpos, examina y experimenta una nueva legalidad, redefine los límites de lo posible. Si esas escenas despiertan confusión, si parecen tan ignominiosas, es porque son el indicio de un poder autoritario, la prueba de la innegable existencia de un Estado policial en el Estado de derecho.

A este respecto las violencias, si bien ponen de manifiesto la esencia de la policía, sacan a relucir la arquitectura política, que capta y destierra, incluye y excluye, y en la que, en definitiva, está ya siempre latente la discriminación. De pronto salen a la luz las fronteras de la democracia inmunitaria, en la que la defensa reservada para algunos –los amparados, los protegidos, aquellos que no pueden ser tocados– se niega a los demás –los rechazados, los expuestos, reducidos a cuerpos intrusivos y superfluos–, de los que al final es posible deshacerse. El coronavirus ha hecho que la inmunización sea aún más exclusiva para quienes están dentro y la exposición implacable para quienes están afuera. La policía revela la inmunopolítica en el espacio público.

La revuelta no es una respuesta casual. Sería un error considerarla simplemente una explosión de ira, una reacción torpe ante la asfixia inminente. Las escenas que se han repetido en calles y plazas, a pesar de la pandemia, son una respuesta directa a la acción de la policía, una forma de recuperar la calle, devolver la presencia a los excluidos, defender los derechos de los indeseables.

De este modo vuelve a aflorar la estrecha relación entre la revuelta y el espacio público. La confirmación adicional proviene de aquellas protestas que, especialmente en las ciudades estadounidenses, han puesto las estatuas en el punto de mira. Polémicamente estigmatizados como movimientos iconoclastas, vistos más de cerca representan la necesidad no solo de reocupar el paisaje urbano, sino también de rearticular su memoria. La lucha se proyecta sobre ese pasado celebrado en los monumentos erigidos a generales confederados, traficantes de esclavos, reyes genocidas, arquitectos de la supremacía blanca, propagandistas del colonialismo fascista. ¿Por qué seguir viviendo rodeados de estas estatuas en una atmósfera sofocante? Si está mal borrar el pasado, no lo es menos reificarlo. Ante el honor y la gloria otorgados a los verdugos y opresores urge hacer valer la mirada de los vencidos. Se perfila así un choque en relación con los derechos y la memoria.

La pandemia ha exacerbado un proceso en marcha, ha agudizado una tensión ya latente en la disciplina de los cuerpos, la militarización del espacio público y las peleas que manifiestan disensión, niegan la división, interrumpen la arquitectura del orden. La policía preventiva de las relaciones, ese blindaje reglamentado que alcanza su cúspide en la abolición del contacto con el otro, posible enemigo, foco de contagio, es ya continuamente la norma y sello de la democracia inmunitaria en la que se aleja el peligro de la masa viva e incontrolable, el peligro de la comunidad abierta, el fantasma de la revuelta.

El espacio público está disciplinado y controlado desde hace tiempo. El derecho a manifestarse ya no es obvio: las marchas, mítines y sentadas deben ser autorizadas. No es casualidad que los lugares de las nuevas revueltas, cada vez más nómadas y transitorias, se hayan multiplicado mucho más allá de la calle, desde zonas de mar abierto, pasando por espacios transfronterizos, hasta la descentralización de internet. De ahí el recurso a gestos creativos, formas inéditas y la capacidad de reinterpretar incluso las medidas de bioseguridad, como sucedió con las máscarillas higiénicas utilizadas como símbolo de una invisibilidad exhibida, de un anonimato reivindicado abiertamente. El uso político sublima el inmunológico.

Por lo tanto, es necesario preguntarse si es posible una política más allá de ese espacio público, reglamentado y custodiado, en el que, incluso antes de que lo ocupase el virus soberano, se había vuelto difícil actuar. Para responder tenemos que replantear el dispositivo del espacio público echando un vistazo a esa alterpolítica anárquica que se prepara con las nuevas revueltas.

[1] Cfr. D. Di Cesare, Virus sovrano? L’asfissia capitalistica, Turín, Bollati Boringhieri, 2020 [ed. cast.: ¿Virus soberano?, trad. J. González-Castelao, Madrid, Siglo XXI de España, 2020].

[2] También Foucault se inclina por esta perspectiva. Cfr. M. Foucault, «Omnes et singulatim. Verso una critica della ragione política», en Biopolitica e Liberalismo. Detti e scritti su potere ed etica 1975-1984, ed. de O. Marzocca, Milán, Medusa, 2001, pp. 109-146.

[3] Cfr. W. Benjamin, «Per la critica della violenza», en Opere complete I. Scritti 1906-1922, ed. de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, ed. it. de E. Ganni, trad. de R. Solmi, Turín, Einaudi, 2008, p. 476 [ed. cast.: «Para una crítica de la violencia», en W. Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1998].

El Tiempo de la revuelta

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