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III. ENTRE POLÍTICA Y POLICÍA

La capacidad política de una revuelta se hace realidad cuando logra manifestar la injusticia dentro de los límites vigilados del espacio público reconfigurándolo. Por eso la revuelta es sobre todo una práctica de irrupción, de asalto, que, desde los márgenes, avergüenza a la política del gobierno, poniendo al descubier­to su función policial. Este cambio no es fortuito. Debe tomarse en serio la conexión entre «política» y «policía» que sugiere la etimología. Se puede seguir el recorrido trazado por Jacques Rancière, que va más allá del sentido restrictivo atribuido al término «policía»[1]. No se trata simplemente de porras, vehículos blindados, interrogatorios: ni siquiera del aparato represivo del Estado de forma aislada y única. Es mucho más amplio ahora el llamado «orden público» gestionado por la policía, cuyo papel, no siempre evidente, es por tanto decisivo. Además de disciplinar los cuerpos, permitirles reunirse o prohibir su unión, la policía estructura el espacio, asigna los papeles, establece títulos y competencias en el ámbito del tener, del hacer, del decir. Fija los lugares que se debe ocupar y regula el derecho a aparecer; pero sobre todo gobierna el orden, el de lo visible y el de lo decible, fijando los límites de la participación. Incluye y excluye, discriminando quién toma parte y quién no.

Se suele adoptar la perspectiva interna. De este modo, una vez que ha administrado el orden público, la política se diluye en la policía. Esto es, de hecho, lo que queda de una política que, reducida por la tenaza de la economía y doblegada ante el arsenal ideológico burocrático, acaba convertida en residuo elocuente de su propia trágica ausencia. No obstante, la política no puede limitarse a las murallas de la polis; más aún si con esto nos referimos al perímetro estatal. Esto es especialmente cierto en el escenario del nuevo milenio, que es complejo, inestable y fragmentado. En el horizonte de la gobernanza no es posible explicar ni las inestabilidades y tensiones internas ni los movimientos que sacuden el ámbito transfronterizo, más allá de las fronteras, tachado de mero caos, de gris desbarajuste. Todo lo que viene de «afuera» adquiere una apariencia fantasmal: es una sombra ilusoria y a la vez una amenaza inminente. Igual que se clandestiniza la migración, se hace pasar la revuelta por un desorden oscuro y apolítico. Un enfoque regulativo y gubernamental no puede hacer otra cosa.

Solo una política que haga el camino inverso, que se mueva desde los bordes, que quebrante las barreras, sustrayéndose de la función policial, puede rescatar su nombre. Una política así, que está presente allí donde estallan los conflictos, donde surgen las luchas, pone en común la injusticia, muestra el disenso, pone luz en los invisibles y los repudiados, se pone del lado de los que no tienen parte, niega la partición y la división, muestra la contingencia del orden, rompe la jerarquía policial del arché, que quiere el monopolio del principio, que dice haber establecido el mando. No hay política más que en la interrupción anárquica, en el vacío en el que, apenas perceptible, la llamada a la igualdad desdice la lógica del gobierno, donde en un movimiento incesante se reconstituye una y otra vez el ser-juntos de la comunidad.

[1] Cfr. J. Rancière, «Il torto: politica e polizia», en Il disaccordo. Politica e filosofia, trad. de B. Magni, Roma, Meltemi, 2007, pp. 41-60 [ed. cast.: El desacuerdo. Política y filosofía, trad. de H. Pons, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996].

El Tiempo de la revuelta

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