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INTRODUCCIÓN UN NUEVO MODELO DE DIGNIDAD

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La dignidad en un estado interno de paz que viene con el reconocimiento y la aceptación del valor y de la vulnerabilidad de todo ser viviente.

Una húmeda mañana en el año 2003, ingresé a una habitación llena de dirigentes civiles y militares en un país latinoamericano. La tensión en la habitación era tan opresiva como el calor exterior. Había tanta hostilidad que las partes en conflicto no se miraban entre ellas, ni me miraban a mí. Aunque el conflicto en el cual se me había invitado a intervenir giraba en torno a la incapacidad de estos dirigentes para trabajar juntos, las décadas de guerra civil que había experimentado el país no podían sino haber contribuido a las tensiones que ahora sentía.

Mi colega, el embajador José María Argueta, y yo habíamos sido invitados a dirigir un taller de “habilidades comunicativas” entre este grupo de dirigentes de élite, con la esperanza de que pudieran mejorar sus deterioradas relaciones, que ahora podía observar de primera mano.

El presidente del país ingresó a la habitación. Había venido solo para presentarnos y tenía la intención de irse luego, para asistir a una reunión en la capital. “Doctora Hicks”, dijo, “gracias por haber venido a dirigir este taller sobre comunicación con mis colegas. ¿Puede decirnos algo acerca de lo que tiene previsto para los próximos dos días?”.

“Señor Presidente”, respondí, “con el mayor respeto, tengo la sensación de que un taller de comunicación no es lo que se requiere acá. Las brechas en las relaciones al interior de esta habitación son profundas. Mi experiencia con partes en conflicto es que cuando las relaciones se quiebran en este grado, ambos lados sienten que su dignidad ha sido violada. Con su permiso, me gustaría cambiar el enfoque del taller para que podamos afrontar este tema más profundo de la dignidad”.

Con expresión de sorpresa, pero manteniendo su compostura, el presidente se volteó hacia un asistente y le dijo, “Cancele mis reuniones en la capital. Me voy a quedar para este taller”.

Con su anuencia, pude finalmente poner a prueba ideas que venía desarrollando durante varios años. Se basaban en mis investigaciones inter-disciplinarias y en mis dos décadas de experiencia trabajando con partes en guerra en todas partes del mundo. Pero, ¿resonaría con estos poderosos y altos funcionarios en América Latina el concepto de la dignidad, y su aplicación para la recomposición de relaciones?

Al final del taller, obtuve una respuesta. Uno de los generales en la habitación, que se había mostrado muy resistente, hacía muy difícil acercarse a él, y se había negado a mirarme a los ojos durante los dos días, se me acercó y dijo: “Donna, quiero agradecerle. No solo ha ayudado usted a mejorar las relaciones en esta habitación… creo que también ha salvado mi matrimonio”.

Había nacido el modelo de la dignidad.

El modelo de la dignidad.¿Qué es este modelo de la dignidad? Es un enfoque que desarrollé para ayudar a las personas a comprender el rol que tiene la dignidad en sus vidas y en sus relaciones. Es mi respuesta a lo que, según he observado, es un eslabón que falta en nuestra comprensión del conflicto: el error que hemos cometido al no reconocer cuán vulnerables somos los humanos a ser tratados como si no tuviésemos ninguna importancia. Explica por qué duele cuando nuestra dignidad es violada, y nos proporciona el conocimiento, la consciencia y las habilidades para evitar hacer daño a otros inconscientemente. Muestra cómo reconstruir relaciones que se han dañado bajo el peso del conflicto, y sugiere qué se debe hacer para lograr la reconciliación. El modelo es mi respuesta al elefante que siempre está en la habitación cuando las relaciones se quiebran. Le da a ese elefante el nombre de “violador de la dignidad”.

Demanda un esfuerzo aprender a honrar la dignidad de otros, lo cual mejora significativamente la experiencia de ser parte de una relación. Una buena relación nos hace sentirnos bien, pero una en la cual ambas partes reconocen la valía de la otra persona nos hace sentirnos aún mejor. Sin la carga que las amenazas colocan sobre una relación, ambas partes se sienten libres para extenderse la una hacia la otra, para abrirse. Esa es la experiencia opuesta a la de estar a la defensiva. Con esa seguridad viene la libertad para acoger la intimidad y la genuina conexión.

El modelo nos enseña a apreciar contra qué nos enfrentamos como seres humanos en nuestra búsqueda de la dignidad. Aprendemos a honrarla en las interacciones diarias con nuestros seres queridos, y también con extraños, a mantener nuestra propia dignidad luchando contra las fuerzas interiores que nos tientan a actuar de mala manera, y a resolver conflictos y reconciliarnos con otros a través del reconocimiento de su inherente valor.

Al final del día, el mensaje del modelo es bastante sencillo: manifieste hacia sí mismo y manifieste a otros el cuidado y la atención que toda cosa de valor merece. Ese es el primer y único imperativo. No pierda ninguna oportunidad para ejercer el poder que usted tiene para recordar a otros quiénes son: invalorables e irremplazables. También recuérdeselo a sí mismo.

La diferencia entre Dignidad y Respeto. Cuando les cuento a las personas que estoy escribiendo un libro acerca de la dignidad, con frecuencia dicen, “Qué bueno. Es un tópico tan importante”. A continuación, les pregunto qué significa para ellos la dignidad. Usualmente responden “Bueno, usted sabe, a las personas les gusta sentirse bien con sí mismas. Quieren ser tratados con respeto”. Y yo digo, “bueno, cuénteme cómo es la dignidad. Deme un ejemplo”. En ese momento, la conversación típicamente se acaba. La mayoría de nosotros tenemos una sensación visceral acerca de la palabra dignidad, pero pocos tenemos el lenguaje para describirla.

La dignidad es diferente del respeto. La dignidad es un derecho innato. Tenemos poca dificultad para ver eso cuando nace una criatura; no cabe duda de la valía de los niños. Si solo pudiésemos mantener viva esa verdad acerca de los seres humanos a medida que se vuelven adultos, si solo pudiésemos seguir sintiendo que valen, entonces sería tanto más fácil tratarlos bien y protegerlos de daños. Tratar a los demás con dignidad, entonces, se vuelve la línea de base para nuestras interacciones. Debemos tratar a los demás dándoles a entender que son importantes, que son dignos de cuidado y de atención.

De acuerdo con Evelin Lindner, esta noción de la dignidad —de que todo ser humano está imbuido de valía y mérito— emergió en Europa como reacción a la creencia medieval cristiana de que la vida está llena de sufrimiento y que a los humanos les corresponde aguantar el sufrimiento en esta vida.1 El consuelo ofrecido por la Iglesia era que la situación mejoraría en la próxima vida. Pero con el advenimiento del Renacimiento en Italia, en el siglo catorce, la noción de qué significa ser humano fue abierta a discusión.2 Filósofos y humanistas comenzaron a desafiar las creencias tradicionales, iniciando una larga discusión filosófica y social centrada en el valor y la dignidad inherentes a todo ser humano.

Un filósofo de la Ilustración que puso atención en el tema de la dignidad humana fue Immanuel Kant, quien, escribiendo en el siglo dieciocho, introdujo la idea del “imperativo categórico”, una manera de determinar qué es lo moralmente correcto sin importar las circunstancias. Uno de los principios que guía la acción correcta, dijo Kant, es “actuar de tal manera que uno siempre trate a la humanidad, sea en la propia persona o en la de otro, no como un mero medio, sino siempre también como un fin”.3 Kant consideraba al suicidio un mal moral porque violaba el imperativo de tratar no solo a los demás sino a nosotros mismos como seres con valía y mérito inherentes.

De acuerdo con Kant, reconocer la dignidad de toda persona humana significa que no es ético explotar a las personas o tratarlas como meros instrumentos para el logro de los propios fines e intereses. Honrar la dignidad de otros no tiene nada que ver con sus cualidades o logros individuales.

Aunque estoy de acuerdo con que todo ser humano merece que se respete su humanidad, muchos seres humanos con frecuencia se comportan de maneras que causan daño a otros, lo cual hace difícil respetarlos por lo que han hecho. Distingo entre una persona, que merece respeto, y las acciones de esa persona, que pueden o no merecerlo.

El argumento de que toda persona merece ser tratada automáticamente con respeto se complica a causa de la distinción que acabo de señalar, pero argumentar que toda persona merece ser tratada con dignidad no es en absoluto complicado. Todos lo merecemos, no importa qué hagamos. Tratar mal a las personas porque han hecho algo malo solo perpetúa el ciclo de la indignidad. Lo que es peor, violamos nuestra propia dignidad al hacerlo. El mal comportamiento de otros no nos concede licencia para tratarlos mal a su vez. Su valía y mérito inherentes deben ser honrados, no importa lo que hagan. Pero no tenemos que respetarlos. Ellos tienen que ganarse nuestro respeto, a base de su comportamiento y sus acciones.

Ganarse el respeto de otros significa hacer algo que va más allá del derecho de base de ser tratado bien. Si nos hemos ganado el respeto de otros, nos hemos extendido hacia otros de manera admirable. Al salir de la prisión en la Isla Robben en Sudáfrica, luego de haber estado ahí encarcelado como prisionero político durante veintisiete años, Nelson Mandela anunció que no sentía ira hacia sus captores. Este acto extraordinario merece respeto. Él se lo ganó.

Las raíces evolucionarias de la dignidad. Para comprender totalmente el sentido de la dignidad, permítame enfocar el concepto desde la perspectiva de qué significa ser un ser humano. Una de las características que nos define como humanos es que somos seres con sentimientos. Estamos equipados con cinco sentidos a través de los cuales experimentamos a los demás y al mundo que nos rodea. Y podemos fácilmente afectar cómo se sienten otros. De hecho, tenemos un notable impacto unos sobre otros. Con el descubrimiento de las neuronas espejo, los científicos ahora saben algo aún más notable: estamos mentalmente programados para sentir lo que otros están sintiendo, sin tener que decir una sola palabra.4

Otros científicos han demostrado que la conexión humana es crucial para la supervivencia. Esta nueva evidencia de qué nos conecta unos a otros biológicamente es consistente con lo que muchos estudiosos del desarrollo humano han planteado desde hace varias décadas: que somos más que meras entidades individuales, programadas mentalmente para la supervivencia individual, que somos seres sociales que crecen y florecen cuando nuestras relaciones están intactas; nuestra supervivencia está indisolublemente conectada con la calidad de nuestras relaciones, y nuestro crecimiento y desarrollo ocurre en el contexto de las relaciones. De hecho, Judith Jordon y Linda Hartling proponen que las relaciones que fomentan el crecimiento son una necesidad humana esencial.5

Lo que parece ser de máxima importancia para los humanos es cómo nos sentimos con lo que somos. Anhelamos vernos bien ante los ojos de los demás, sentirnos bien con nosotros mismos, ser dignos del cuidado y de la atención de los demás. Compartimos un anhelo de dignidad —el sentimiento de valía y mérito inherente. Cuando nos sentimos dignos, cuando se reconoce nuestra valía, nos sentimos contentos. Cuando un sentido mutuo de mérito es reconocido y honrado en nuestras relaciones, estamos conectados. Un sentido mutuo de mérito y valor también proporciona la seguridad necesaria para que ambas partes se extiendan, haciendo posible un continuado crecimiento y desarrollo.

Tenemos un deseo innato de ser tratados bien porque estamos programados sicológicamente para creer que nuestras vidas dependen de ello. No podemos evitar reaccionar cuando se nos trata mal. Nuestro radar emocional está sintonizado a un umbral muy bajo de detección de indignidades. El instante en que sentimos que alguien nos está juzgando o tratando injustamente, o como si fuésemos inferiores, se enciende la señala emocional de advertencia. Las investigaciones sugieren que estamos tan programados para detectar una amenaza a nuestra dignidad —a nuestro sentido de propia valía— como lo estamos para detectar una amenaza física.6

En consecuencia, lo que parece coexistir lado a lado con el deseo humano de dignidad es una tensión opuesta: nuestra obvia vulnerabilidad. Aunque somos seres preciosos e invalorables, nuestra dignidad puede ser violada muy rápidamente, así como nuestras vidas pueden ser extinguidas en un abrir y cerrar de ojos. Somos tan vulnerables a sentirnos no dignos como lo somos a sentirnos dignos. A causa de la importancia primaria de las relaciones, nuestra sensibilidad ante los demás y ante el mundo nos deja abiertos a heridas de todos los tipos y, en el extremo, a la posibilidad de la muerte. Tal parece que el sentimiento de pérdida está en el corazón de la vulnerabilidad humana —pérdida de la dignidad, pérdida de la conexión con otros, y pérdida de la vida misma.

La experiencia humana de ser dignos, y de la vulnerabilidad, es fundamentalmente emocional; emana de una de las partes más antiguas de nuestros cerebros, que los científicos llaman el sistema límbico.7 Cuando sentimos que nuestra dignidad está siendo amenazada, nos invaden sensaciones de temor y de vergüenza —sentimientos desestabilizantes que son dolorosos y aversivos. La mayoría de notros haríamos casi cualquier cosa por evitar estos temidos sentimientos, que son parte esencial de una herida a la dignidad. Cuando experimentamos daños, nuestros instintos de autoconservación son muy fuertes, e incitan sentimientos de humillación, ira e indignada venganza. Algunos seres humanos que han experimentado violaciones crónicas de su dignidad han llegado al extremo de quitarse la vida para poner fin a esos sentimientos intolerables. Otros se van al otro extremo y matan a los que causaron el daño.

Este aspecto altamente sensible de nuestra humanidad —a vulnerabilidad ante la posibilidad de ser violados por otros— cumple una función crítica, aunque extraña: promueve nuestra supervivencia. Nos advierte cuando estamos frente a un peligro inminente, cuando alguien o algo nos amenaza; nos dice que actuemos para eliminar la amenaza. Nuestros instintos de auto-protección están orientados a la seguridad, y nos preparan para pelear o retirarnos, a efectos de la autoconservación.8

Nuestro deseo de dignidad tiene raíces evolucionarias muy antiguas. Los biólogos evolucionarios saben mucho acerca de esos profundos impulsos que explican muchos de nuestros comportamientos —comportamientos para la supervivencia que heredamos de nuestros antepasados remotos.9 Estos comportamientos nacen de la búsqueda de supervivencia, y este aspecto de la naturaleza humana nos impulsa durante toda la vida. Algunos llaman “instintos” a estos elementos de nuestra realidad, en vista de que parecen guiarnos automática e inconscientemente hacia qué buscar y qué evitar.

De manera importante, sin embargo, también llevamos dentro de nosotros el poder para elegir cómo reaccionamos ante nuestros instintos. Más recientemente en la historia del desarrollo humano, evolucionó otra parte de nuestro cerebro (la neo-corteza) que nos permite manejar nuestras reacciones auto-protectoras.10

El sistema límbico en nuestro cerebro, aquel que induce a la reacción de pelear o huir y a las emociones vinculadas, también promueve la supervivencia de otra manera. Impulsa a los humanos a acercarse unos a otros, a conectar. Frans de Waal afirma que la conexión es parte de la biología humana, que los seres humanos están mentalmente programados para conectarse unos con otros porque la conexión nos ayuda a sentirnos seguros en vez de vulnerables. Investigaciones realizadas por Shelly Taylor y sus colegas han demostrado que las mujeres tienen una aparente propensión hacia esta alternativa a pelear-o-huir; ellas la llaman “cuidar-y-hacer-amistades”. Es mejor enfrentar los peligros juntos, dice el argumento; hay fuerza en los números.11

Así como nuestro sistema límbico puede enviar rápidas señales que sugieren que nos desconectemos de una persona que nos está haciendo daño o que es una amenaza para nosotros, puede también rápidamente inundarnos de sentimientos de amor, empatía y compasión que nos impulsan a conectar con otra persona, a encontrar consuelo en ella y sentirnos más seguros, menos vulnerables y más dignos.

De manera que los humanos tenemos dos distintas maneras innatas para asegurar nuestra seguridad y supervivencia: a través de los instintos de autoconservación que nos preparan para alienarnos de aquellos que nos hacen daño, o a través de los instintos de auto-extensión (“cuidar-y-hacer amistades”) que nos impulsan a hacer contacto con otros y a encontrar seguridad y consuelo en las relaciones amistosas con ellos. La pregunta obvia es, ¿Cuál de estas dos opciones de supervivencia ha dominado la experiencia humana?

¿La respuesta? La autoconservación parece haber dominado, no la auto-extensión, y estamos experimentando una multitud de conflictos como consecuencia, desde guerras mortíferas que están matando a incontables números de personas, hasta batallas al interior de familias, entre amigos, en el lugar de trabajo, en cualquier lugar en el cual seres humanos están en contacto unos con otros.

Evelin Lindner, autora de Gender, Humiliation and Global Security *ofrece una explicación de por qué nuestro instinto de autoconservación parece haber dominado nuestro deseo mentalmente programado de conectar con otros. Reporta que los seres humanos no fueron siempre tan temerosos unos de otros, y se nutre, para construir su argumento, de la concepción del antropólogo William Ury de las etapas de la historia humana. Durante la primera etapa, nuestros antepasados cazadores y recolectores coexistieron de manera relativamente pacífica. La conexión triunfó sobre la desconexión. Había alimentos suficientes para todos, y no era necesaria la competencia por recursos. Esa etapa constituyó aproximadamente el 95 por ciento de la historia humana.12

Un importante cambio se dio hace aproximadamente diez mil años cuando la población humana comenzó a crecer rápidamente y enfrentó por primera vez la percepción de límites. Ury describe a los humanos en esta etapa como “agriculturistas complejos”, pues la escasez de recursos exigió que se adapten, por medio del cultivo de la tierra y la producción de alimentos. La adaptación creó una mentalidad de “torta de tamaño fijo”, un sentido de que había solo una cierta cantidad limitada de recursos. La tierra comenzó a dividirse entre personas, creando oportunidades para el robo y el abigeato.

Lindner señala que este cambio creó una mentalidad de “nosotros y ellos”; las personas desarrollaron el miedo a ser invadidos o atacados por exo-grupos. Ella describe esta transición como el comienzo de las nociones del “otro” basadas en el miedo, que crearon, por primera vez, un “dilema de seguridad”. En ese momento, los humanos se volvieron depredadores mutuos. Las jerarquías sociales nacieron de la nueva necesidad de protección contra personas de otro grupo social. Algunos humanos se colocaron en la parte superior de la pirámide humana, y otros en la parte inferior: en palabras de Lindner, “algunos humanos convirtieron a otros en herramientas”.13 Con el supuesto objeto de brindar protección, ciertos humanos se volcaron en contra de otros, y condonaron comportamientos humillantes que fueron vistos como parte de la necesidad de sobrevivir. Estos actos aceptables de humillación de otros no fueron cuestionados en Occidente hasta el Renacimiento, cuando los europeos desafiaron las creencias entonces vigentes acerca de la valía de la humanidad.

Como señala Lindner, estamos actualmente en tránsito a la tercera de las etapas de la historia humana identificadas por Ury —la “sociedad del conocimiento”. Estamos adquiriendo consciencia de nuestra anticuada aceptación de maneras humillantes de estructurar nuestras sociedades, y una nueva cultura de los derechos humanos está tomando forma, en que la valía de todos y cada uno de los seres humanos está siendo reconocida. Entre otras cosas, la humanidad está tomando consciencia de las consecuencias dañinas de jerarquizar el valor de las personas. En Somebodies and Nobodies: Overcoming the Abuse of Rank*, Robert Fuller ha expuesto la manera en que la asignación de rangos entre individuos socava la dignidad, al crear una peligrosa distinción entre seres humanos superiores e inferiores.14 Nos ha ayudado a ver que no es aceptable vernos a nosotros mismos como superiores o como inferiores a otros.

Otro aspecto de la transición involucra resucitar y nutrir nuestro instinto de conectarnos con otros. Quiero dejar en claro que no todos los instintos son negativos. Restaurar nuestra capacidad para conectar (aquello que Daniel Goleman llama “empatía primal”) nos permitirá encontrar el consuelo y la seguridad que solo un vínculo social cercano puede proporcionarnos.15

Ser tratados con dignidad impulsa a que el sistema límbico libere los sentimientos agradables de ser vistos, reconocidos y valorados —todas las experiencias ampliadoras de nuestras vidas que conlleva la conexión humana. En vez de estar inundados de temor, ira, resentimiento y venganza, experimentamos la seguridad de una nueva manera. Después de tratarnos mutua y reiteradamente con dignidad, después de tener múltiples experiencias recíprocas de reconocimiento mutuo de nuestra valía y nuestra vulnerabilidad, estaremos en camino a descubrir las posibilidades que yacen en nuestro futuro. Liberados nuestros mundos interiores de los torbellinos y las ansiedades que acompañan nuestro temor a la pérdida de dignidad, podemos, juntos, explorar una nueva frontera: aquello que se experimenta al sentirse uno lo suficientemente seguro como para ser vulnerable.

Pensar en nosotros mismos como miembros de la familia humana nos ayuda a comprender que estamos vinculados por lo que hemos venido heredando en todo el transcurso de nuestra historia evolutiva. Como todas las familias, tenemos una lamentable capacidad para hacernos daño mutuo, pero también la capacidad para amarnos mutuamente. La capacidad para hacernos daño psicológico mutuo a través de violaciones de la dignidad está mentalmente programada, al igual que nuestra necesidad de conexión. Cuando experimentamos la herida de sentirnos humillados o despreciados, una reacción emocional excesiva puede tener consecuencias mortales. Thomas J, Scheff y Suzanne Retzinger nos dicen que los sentimientos no reconocidos de vergüenza (causadas por violaciones de la dignidad) están en el corazón de todo conflicto humano.16 Las heridas no sanan espontáneamente. Con frecuencia dejan cicatrices incapacitantes, y salvo que se les preste atención, esas heridas pueden volverse perpetuas, dominando la identidad de un individuo o un grupo.

Recuerdo una conversación que tuve con un miembro de una organización guerrillera representante de una minoría étnica que luchaba por independizarse de un gobierno dominado por la mayoría. Le pregunté por qué las guerrillas eran capaces de permanecer en control de su territorio cuando las fuerzas del gobierno eran sustancialmente más numerosas.

Respondió, “es muy simple. Estamos peleando para proteger la dignidad de nuestro pueblo. Para las fuerzas del gobierno, es solo un trabajo”.

Los comportamientos instintivos de auto-protección que hemos heredado de nuestros antepasados eran idealmente apropiados para promover la supervivencia cuando se volvieron escasos los recursos. Esos instintos no son adecuados para el mundo complejo e interdependiente en el cual vivimos actualmente. Cuando sentimos que algo está amenazando nuestro bienestar, nuestra reacción automática — una reacción inconscientemente detonada que usualmente sentimos que está fuera de nuestro control— es con frecuencia exagerada. En La Inteligencia Emocional, Daniel Goleman describe la experiencia de ser capturados por esa reacción automática como un “secuestro emocional”.17 Nuestros instintos de auto-protección están tan listos para responder en situaciones amenazantes que sentimos que nos dominan. El secuestro emocional nos sucede a todos. ¿Cuántas veces nos hemos dicho a nosotros mismos que no dejaremos que alguien nos irrite y luego, no obstante nuestras mejores intenciones, hemos terminado en una airada discusión? Es esto a lo que se refiere Goleman cuando dice que esas reacciones tienen el poder de secuestrar la mejor parte de nosotros mismos —la parte que quiere resolver las cosas de manera racional.

La mayoría de amenazas a nuestro bienestar que percibimos hoy en día no son físicas, ni ponen en peligro nuestras vidas. Lo que más bien detona nuestros instintos de autoconservación es psicológico. Los detonantes son, en general, amenazas a nuestra dignidad. Con nuestros juicios negativos y nuestras críticas degradantes, tenemos la capacidad para impulsar a otros a que actúen violentamente.

Las amenazas a la dignidad despiertan una reacción que nace en nuestro antiguo centro emocional, el cual actúa como si nuestras vidas estuviesen en riesgo, cuando en realidad no lo están. Cuando se activan, nuestros instintos no son capaces de distinguir entre una amenaza física y una amenaza psicológica. Todo lo que saben es que hemos sido objeto de un asalto y necesitamos estar preparados para la acción — reactiva, auto-protectora, defensiva, e incluso hasta violenta.

La llave para comprender el rol que juegan las violaciones de la dignidad en nuestras vidas está en comprender este punto: aunque las condiciones externas y las resultantes amenazas han cambiado dramáticamente para nosotros en el siglo XXI, nuestras reacciones auto-protectoras innatas no han cambiado. La mayoría de nuestras actuales amenazas no vienen en la forma de animales salvajes en busca de alimentos. Las amenazas hoy en día vienen mayormente de seres humanos que se ocasionan violaciones mutuas, psicológicamente dolorosas.

El efecto de este legado en las relaciones. Cuando percibimos que estamos siendo lastimados u ofendidos por otros —cuando alguien viola nuestra dignidad— nuestra programación mental de auto-protección instintiva nos dice que lo que más importa es nuestro propia bienestar y nuestra supervivencia, no la supervivencia de la relación. Cuando sentimos que alguien nos está lastimando por medio de una violación de nuestra dignidad, nuestros instintos nos dicen que reaccionemos tan intensamente como lo habrían hecho nuestros ancestros: huir o pelear.

La mayoría de personas conocen el sentimiento de querer terminar relaciones o, como mínimo, salir por la puerta en medio de una airada discusión con su pareja. En ese momento, la respuesta de huir para sobrevivir está tomando el control; queremos salirnos de la relación para protegernos. Cuando esos instintos de protección nos indican que debemos pelear, nuestra tendencia a conectar y a hacer amigos pasa a segundo plano. Nos sentimos impulsados a denigrar a la otra persona y, tal vez, a vengarnos. Instintivamente, queremos eliminar la amenaza, sea retirándonos de la relación o contraatacando. Ambas opciones nos desconectan.

Todos parecemos saber cómo minimizar y criticar a otros. Intelectualmente, sabemos que hacerlo solo inicia un ciclo de dolorosas violaciones de la dignidad. Pero aquella parte de nosotros que nos impulsa a pelear o huir es difícil de convencer. No desea que hagamos una pausa y reflexionemos sobre los que acaba de ocurrir. No le importa la empatía, y no está preparada para la resolución de problemas. Todo lo que quiere es protegernos de daños adicionales. No le importan las consecuencias de sus acciones. Solo le importa eliminar la fuente de las heridas, sea peleando o alejándonos.

Es profundo nuestro deseo de dignidad. Creo que ese deseo y nuestros instintos de supervivencia son las fuerzas humanas que más fuertemente motivan nuestro comportamiento. En algunos casos, como lo demostró aquel líder guerrillero, nuestro deseo de dignidad es aún más fuerte que nuestro deseo de supervivencia. Muchas personas ponen en riesgo sus vidas para proteger su honor y el de otras personas en su grupo social; las guerras son peleadas por amenazas a la dignidad. Esta reacción paradójica —poner en riesgo la propia vida para proteger la propia dignidad— coloca a la dignidad delante de la vida.

Existen muchas razones objetivas para explicar por qué las personas deciden acudir a las armas. Sería ingenuo no reconocer eso. Pero no reconocer el rol que juegan los asaltos a la dignidad en la generación de los conflictos es no solo ingenuo, sino también peligroso. El deseo primal de dignidad nos precede en toda interacción humana. Cuando es violado, puede destruir una relación. Puede incitar a discusiones, divorcios, guerras y revoluciones. Hasta que reconozcamos y aceptemos plenamente este aspecto de lo que significa ser humano —que una violación de nuestra dignidad se siente como una amenaza a nuestra supervivencia— no llegaremos a una comprensión cabal del conflicto y de lo que se requiere para transformarlo en una relación más fructífera.

En Humankind: A Brief History*, Felipe Fernández-Arnesto presenta ciertos descubrimientos hechos por el Programa del Genoma Humano respecto de nuestro grado de separación con algunos de nuestros parientes monos. Un descubrimiento asombroso es que compartimos más del 98 por ciento de nuestro material genético con los chimpancés, lo cual deja menos de un 2 por ciento que nos diferencia de ellos. Él plantea que las fronteras entre los humanos y nuestros primos primates son tan poco precisas que tal vez ni siquiera merezcamos el estatus de Homo sapiens: “Si queremos seguir creyendo que somos humanos y que se justifica el estatus especial que nos concedemos a nosotros mismos —si, en efecto, deseamos permanecer humanos al pasar por los cambios que enfrentamos— entonces es mejor no que descartemos el mito de nuestro estatus especial sino más bien que intentemos estar a la altura de él”.18

¿Cómo pueden los humanos demostrar que son animales dignos de mención especial? Creo que la prueba perfecta podría ser la demostración de que podemos vivir juntos en este mundo sin recurrir a nuestras reacciones automáticas de amenaza, que podemos tratarnos a nosotros mismos y tratar a otros con la dignidad que todos añoramos. Sin embargo, para lograr un estatus especial, tendremos que avanzar en nuestro auto-conocimiento de una manera que incluya y reconozca nuestro legado evolucionario compartido, y las profundas vulnerabilidades que éste crea en nuestras relaciones mutuas.

Podemos haber llegado al mundo con fuertes instintos dañinos de auto-protección, pero no hemos llegado al mundo con una consciencia de cuánto lastimamos a otros en el proceso de defendernos. Llegar a ser conscientes requiere autocomprensión y aceptación. Requiere trabajo.

En última instancia, aun si estamos programados mentalmente para lastimarnos unos a otros con el fin de auto-protegernos, es nuestra responsabilidad conocer y controlar nuestras reacciones. Podemos elegir invalidar nuestros instintos destructivos y aprender maneras más dignas de responder a las amenazas —maneras que no solo mantienen nuestra dignidad sino también preservan la dignidad de aquellos que nos están amenazando. Nuestros oponentes pueden haber reaccionado a una violación anterior a su dignidad, una violación que nosotros perpetramos inconscientemente.

La evolución no nos dotó de la habilidad instintiva para comprender las consecuencias de nuestros actos. Se nos hace difícil ver cómo nosotros echamos a andar el poder destructivo de la indignidad. Esta dinámica relacional reactiva es alimentada por la ignorancia —por nuestra falta de consciencia de cómo afectamos a otros. Mirarnos en el espejo para ver con honestidad lo que hemos hecho demanda más que solo instintos. Tenemos que entrar en contacto con aquella parte de nosotros que es capaz de la auto-reflexión. Tenemos que decidir aprender cómo comportarnos. Ya tenemos dignidad inherente. Solo tenemos que aprender a comportarnos de acuerdo con ella.

Si tomamos en serio el tema de la dignidad y reconocemos el vínculo directo entre ser violados y la activación de nuestros instintos de auto-protección, podemos reconocer cuán importante es la contribución de ese vínculo al conflicto. Aceptar la vulnerabilidad emocional de todo ser humano podría constituir el primer paso en dirección a aprender cómo manejar esa vulnerabilidad. Podríamos hasta ver efectos inmediatos en nuestra habilidad para llevarnos bien con los demás.

Así como hemos desarrollado un conjunto viable de contratos sociales, desde sistemas legales hasta reglamentos para el tráfico, necesitamos desarrollar un conjunto comúnmente acordado de reglas para el relacionamiento, basadas en nuestra comprensión de la dignidad —en nuestras compartidas vulnerabilidades humanas y en las circunstancias que hacen posible que se detonen nuestros instintos de autoconservación. Al ponernos de acuerdo acerca de los elementos de la dignidad, y al honrarlos, podríamos protegernos de muchos conflictos y evitar mucho sufrimiento humano.

El modelo de la dignidad en la práctica. Desde el momento de aquel taller sobre la dignidad en América Latina en 2003, he presentado el modelo de la dignidad a personas alrededor del mundo, en una variedad de contextos. Todos los participantes han tenido algo en común: estaban interesados en utilizar el modelo para construir mejores relaciones, con frecuencia en su ambiente de trabajo. Querían establecer una “cultura de la dignidad” bajo la cual todos estuvieran conscientes de cuán fácil es infligir heridas dolorosas a la dignidad de los demás. Tal vez aún más importante, estaban ansiosos por aprender cómo cada uno podría extender la dignidad del otro y cómo crear un ambiente en el cual las personas anticiparan el placer de estar juntas porque se sienten valoradas.

Luego de varios talleres con distintos grupos, se hizo patente que una fuente principal de ira, resentimiento y malos sentimientos entre personas que tenían que trabajar juntas podía ser rastreada a incidentes pasados en los cuales las personas sentían que su dignidad había sido violada. Cada grupo de personas con las cuales me reuní me dijo que el modelo les había permitido ponerle un nombre a la experiencia que les había perturbado y hasta llevado a la decisión de renunciar, pero no habían sido capaces de articular sus razones para sentirse molestos. Una vez que comprendieron el lenguaje de la dignidad, se sintieron aliviadas y validadas. Por primera vez, su sufrimiento tenía nombre, y podían reconocer por lo que habían pasado.

La respuesta es la misma cada vez que conduzco un taller —con personas jóvenes y mayores, personas de todos los ámbitos. La dignidad es un fenómeno humano. Nuestro deseo de sentir dignidad es nuestro más alto denominador común. Todos la deseamos, la buscamos, y respondemos de la misma manera cuando otros la violan. Nadie quiere ser lastimado, y tenemos reacciones potentes de auto-conservación ante las violaciones. Sin embargo, esas reacciones traen costos muy altos: nuestras necesidades de auto-protección nos hacen perder la conexión con otros humanos. Terminamos alejados unos de otros, persiguiendo nuestros intereses como si las relaciones no importasen. Pero sí importan. Nuestro deseo de conexión está profundamente anclado en nuestros genes. Vivimos en un estado de falsa alienación. La calidad de nuestras vidas y nuestras relaciones podría ser inmensamente mejorada si aprendiésemos a dominar el arte y la ciencia de mantener y honrar la dignidad.

El debut del modelo de la dignidad en América Latina fue un punto de inflexión. Antes que mi colega y yo iniciásemos el taller, pensé que estábamos corriendo un riesgo al introducir la idea de que la violación de la dignidad había sido un factor causal en el desmoronamiento de las relaciones de poder en ese país. Yo también sabía que, escondido en el concepto de la dignidad, había un torrente de temas emocionales nunca enfrentados, que la mayoría de personas no están dispuestas a admitir y mucho menos llevar a una conversación. Las investigaciones de Scheff y Retzinger muestran que las personas sienten vergüenza de sentirse avergonzadas; con frecuencia la niegan antes que querer hablar de ella.19 Me preocupaba que los participantes en nuestro taller no quisiesen llevar a cabo una conversación profunda sobre temas tan delicados y volátiles como el honor y la vergüenza.

Para lo que no estuve preparada fue la voluntad de los participantes de conversar sobre temas emocionales. Bajo circunstancias normales, si pido a los miembros de un grupo que hablen acerca de momentos en los que se sintieron emocionalmente heridos, todos los presentes permanecen en silencio. Pero en esta ocasión, cuando enmarqué la cuestión en términos de “violaciones a su dignidad”, los participantes estuvieron dispuestos a hablar. Todos tenían una o varias historias que contar. Me di cuenta de que el lenguaje de la dignidad era una manera aceptable de dialogar acerca de experiencias sicológicamente dolorosas, humillantes y degradantes.

Cuando introduje los elementos esenciales de la dignidad, finalmente tuvieron el lenguaje que necesitaban para articular lo que les había ocurrido y para comprender por qué habían sentido tanto malestar. El enfoque que asumí entonces, y que he refinado durante los últimos varios años, consiste en señalar que los temas de la dignidad no son exclusivos para esta persona o para aquel grupo, que el tema de la dignidad es un tema humano profundamente emocional para todos los miembros de la especie. Trasciende la raza, el género, la etnicidad, y todas las demás distinciones sociales. Es difícil comprender que un aspecto tan significativo de nuestra humanidad compartida haya recibido tan poca atención. Dejados a nuestras (poco educadas) anchas, hemos creado una epidemia de indignidad de alcance mundial —de alcance a toda nuestra especie— y debemos hacer algo al respecto si algún día vamos a llegar a comprender esta causa radical del conflicto humano.

No nos lastimamos mutuamente a propósito, solo porque nos divierte hacerlo. Con frecuencia no estamos conscientes de las maneras en las que violamos la dignidad de otros, rutinaria y sutilmente. Al mismo tiempo, no estamos plenamente conscientes del poder que tenemos para hacer que las personas se sientan bien porque reconocemos su valía. Esta falta de consciencia deriva de no haber sido educados acerca de la dignidad. Una vez que nos volvemos conscientes, podemos aprender a manejar nuestras reacciones emocionales, que con frecuencia terminan lastimando a otros, y cómo comunicar el hecho de que valoramos a otros. Aunque la dignidad es una parte de nuestra herencia humana, saber cómo nutrirla no lo es. Las acciones y reacciones de la dignidad tienen que ser aprendidas.

Esto parece sencillo —todo lo que tenemos que hacer es que unos y otros aprendamos a honrar la dignidad mutua y a reconocer cuando la estamos violando. ¿Cómo aprendemos? Tenemos que ver, primero, que nuestra falta de consciencia es un problema; segundo, que hay una manera de manejar el problema; y tercero, que podemos realizar los cambios necesarios para hacer el trabajo de la dignidad.

La necesidad de dignidad es tan común en las salas de directorios como en los dormitorios, en la arena internacional como en nuestras interacciones diarias. Nuestras reacciones emocionales a la forma en que somos tratados por otros están mentalmente programadas y son parte de nuestra humanidad, nos guste o no. Cuando alguien nos trata mal nos enojamos, nos sentimos humillados y queremos vengarnos —con frecuencia sin tener idea del grado en el cual son esas reacciones primitivas las que están impulsando nuestro comportamiento.20

También nos alejamos de inmediato de quienes nos hacen daño, aun si permanecemos físicamente a su lado. El temor a ser objeto de otro asalto es motivo suficiente para cerrar las líneas saludables de comunicación y de confianza. Pero, con frecuencia, las personas sienten que no pueden darse el lujo de salir de una relación porque dependen de ella; esto ocurre todo el tiempo en el lugar de trabajo, el matrimonio y las familias. Aunque se mantiene la relación, hay un costo: la apertura es reemplazada por el resentimiento y perdemos una de las experiencias más satisfactorias de la vida —la libertad de estar juntos, libres del temor a que se nos juzgue, lastime o humille. El alejamiento y el temor conducen a que las personas vivan y trabajen juntas en un estado de alienación. No hay intimidad, ni alegría ni conexión. En el mejor de los casos, las personas en esa defectuosa relación simplemente se toleran mutuamente para lograr llegar al final del día. En el peor de los casos, la relación se caracteriza por la hostilidad, y ambas personas se sienten justificadas cuando denigran a la otra. La vida en conjunto es, simplemente, miserable.

Sentimos las violaciones de nuestra dignidad hasta el fondo de nuestro ser. Son una amenaza a la misma esencia de quiénes somos. Peor aún, los perpetradores se salen con hacernos daño. Y las heridas usualmente permanecen desatendidas.

No existe un 911 al cual llamar cuando sentimos que hemos sido humillados, excluidos, menospreciados, tratados injustamente o despreciados. Los neuro-científicos han encontrado que una herida psicológica como, por ejemplo, el ser excluido, estimula la misma parte del cerebro que una herida física.21 No nos han roto ningún hueso, no sale sangre, no hay señales visibles de una herida. Hay daño, pero éste es experimentado interiormente.

¿Qué es, exactamente, lo que se lastima? Nuestra dignidad. Los efectos dolorosos de las heridas a nuestra dignidad no son imaginarios. Persisten, con frecuencia acumulándose uno sobre otro hasta que un buen día hacemos erupción en un ataque de ira, o nos hundimos en depresión, o renunciamos a nuestro trabajo, nos divorciamos o fomentamos una revolución. Violaciones repetidas de nuestra dignidad socavan no solo nuestra valoración de nosotros mismos sino nuestra capacidad para formar parte de relaciones con otros que hacen aflorar lo mejor en nosotros y lo mejor en ellos. ¿Qué costos nos traen nuestra inacción y nuestra ignorancia acerca de estas heridas psicológicas? ¿Qué costos nos traen las frecuentemente destructivas reacciones emocionales que detonan? Es mucho lo que está en juego.

¿Qué está en juego? En el nivel cotidiano, los efectos posteriores a que se haya violado nuestra dignidad —la vergüenza y el sufrimiento que perduran— afectan la calidad de nuestras vidas. Scheff y Retzinger señalan que esa vergüenza no procesada o “esquivada” —vergüenza que las víctimas de violaciones no reconocen porque causa demasiada vergüenza admitir que uno se siente avergonzado— provocan una desconexión en las relaciones aún para aquellos que deciden permanecer juntos.22 No estamos libres para disfrutar de nuestras vidas ni para extendernos hacia nuestras familias y otras personas significativas en nuestras vidas si estamos demasiado ocupados protegiéndonos y lamiendo nuestras heridas en vez de disfrutar estando con ellas. El sufrimiento pone a nuestras vidas en suspenso.

En una mayor escala, la vergüenza evitada disminuye nuestra capacidad para florecer juntos como seres humanos. Aún cuando hemos desarrollado nuestros intelectos a niveles asombrosos, estamos, emocionalmente hablando, atrapados en un modo de existencia de mera supervivencia, porque no hemos aprendido a manejar nuestras respuestas emocionales primitivas frente a violaciones de nuestra dignidad, ni hemos aprendido cómo honrar explícitamente la dignidad de otros. Si seguimos ignorando la verdad y las consecuencias de estas violaciones, permaneceremos en un estado de desarrollo emocional detenido, esclavizados por aspectos no reconocidos de quiénes somos como seres humanos.

Al no asumir la responsabilidad de nuestras respuestas, por inconscientes que sean esas respuestas, permitimos, por omisión, que nuestros instintos destructivos estén en control de nuestra toma de decisiones. Veremos más corazones rotos, más familias destruidas, más conflictos imposibles de resolver en todo el mundo, hasta que comprendamos y aceptemos la verdad acerca del tóxico poder emocional que es liberado cuando experimentamos amenazas a nuestra dignidad. Mientras seguimos ignorando este poderoso factor que contribuye al conflicto y al sufrimiento humano, seguiremos nuestra existencia en modo de subsistencia. Solo será posible un cambio cuando asumamos el tema de la dignidad y hagamos elecciones conscientes acerca de cómo manejamos nuestras reacciones mentalmente programadas.

Sin embargo, no me cabe duda de que somos capaces de sobreponernos a este desafío crítico en el camino de nuestro desarrollo. He visto ocurrir milagros cuando las personas deciden educarse a sí mismas acerca del poder de la dignidad. He sido testigo de extraordinarias reconciliaciones entre quienes habían sufrido años de desconfianza mutua, que se habían tratado mutuamente de las maneras más poco dignas. He visto el alivio en los rostros de la gente cuando les digo que se sienten mal porque han sufrido una dolorosa violación de su dignidad. Les digo que sentirse mal luego de una violación de su dignidad es normal. No significa que algo está mal en ellos: lo que estuvo mal fue lo que les ocurrió.

Un participante en uno de mis talleres sobre la dignidad dijo que cuando leyó el material que le había enviado en preparación para el evento, lloró. Sintió que yo había articulado una sensación muy profunda en él, que no sabía cómo llamar. El lenguaje de la dignidad le había ayudado a darle nombre y a pensar acerca de sus heridas interiores de una manera que no le hacía sentir ni avergonzado ni vulnerable. Legitimó su sufrimiento. Mientras contaba al grupo de las ocasiones en las que había sentido que su dignidad había sido violada, no se contuvo. Hablar le hizo sentirse liberado. Con el lenguaje de la dignidad, hombres y mujeres se sienten capaces, por primera vez, de hablar de esas dolorosas heridas internas que nunca han sanado, heridas que les impiden vivir la vida en toda su extensión.

Cuando presento el modelo de la dignidad, uno de los mayores desafíos que enfrento surge cuando digo que todos tenemos la capacidad de ser violadores de la dignidad. Las personas no tienen ningún problema con ver cómo ellas han sido violadas, pero si sugiero que ellos probablemente son, a su vez, violadores inconscientes, les resulta una verdad difícil de aceptar.

La única manera de persuadirles que acepten esto es tratar de quitarles la intolerable vergüenza que provoca el haber cometido violaciones de la dignidad. Les explico que todos tenemos un impulso mentalmente programado de no querer ser vistos como malhechores, y un deseo igualmente fuerte de querer salvar las apariencias cuando hemos hecho algo malo. Aunque la experiencia de la vergüenza intolerable puede conducir a un comportamiento violento, un nivel tolerable de vergüenza —un nivel que promueve la auto-reflexión y el deseo de cambiar el propio comportamiento— puede conducir a una reconexión con aquellos a quienes uno ha dañado, así como al crecimiento personal. No es revisar las maneras en las que violamos la dignidad de otros, pero ese tolerable sentido de malestar el que nos ayuda a cambiar.23 Muchas culturas van a extremos excesivos con el tema de la vergüenza. Puede que sea útil enfatizarla en el corto plazo, pero los efectos dañinos pueden durar mucho tiempo, y pueden devastar nuestra dignidad y destruir el proceso de aprendizaje necesario para una cabal comprensión de las violaciones de la dignidad.

Otro desafío que dificulta el aprendizaje del modelo de la dignidad es que se requiere más que solo conocer nuevos hechos y adquirir nuevas habilidades para mejorar las interacciones con otros. Aunque algunos hechos y algunas habilidades útiles provienen del modelo, lo esencial del aprendizaje consiste en una transición evolutiva de nuestra comprensión —de cómo hacemos sentido y cómo llegamos a conocernos a nosotros mismos y al mundo a nuestro alrededor. Nuestra interpretación de lo que ocurre en el mundo depende de nuestra experiencia en él.24 El modelo exige que expandamos este punto de vista egocéntrico, que nos extendamos y expandamos para tomar en cuenta las perspectivas de otros.

La integración a nuestra visión del mundo de las experiencias de otros puede parecer simple, pero lo que debemos agregar a la tarea no es solo una comprensión cognitiva de los puntos de vista de otros, sino también “la sensación de lo que les está ocurriendo”.25 La restauración de nuestra capacidad para la empatía primaria —la conexión emocional mentalmente programada que fomenta la apertura con otros y es fundamental para absorber la totalidad de la experiencia de otros— está en la médula del ajuste social saludable. Las transiciones evolutivas de la consciencia no ocurren sin ella. La identificación emocional con otros es la condición sine qua non de este proceso.

No obstante estos obstáculos reales, he encontrado que la mayoría de personas está dispuesta y lista para hacer lo que tenga que hacer para experimentar la mejor calidad de vida que resulta de una comprensión de la dignidad. Están cansadas de no sentirse bien consigo mismas, cansadas de ser parte de relaciones que no funcionan, y cansadas de vivir sus vidas sin la experiencia profunda de un sentido y un propósito. Quieren ser lo que son capaces de ser.

La dignidad

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